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Todo empezó de madrugada, cuando desde los pasillos desiertos de un hotel madrileño mi hija se encaminaba, con decisión, confianza y mucho equipaje, hacia el futuro. (Fotografía: José María Montero)

Cuando durante meses trabajamos muy duro para poner en marcha aquellas expediciones científicas que nos llevaron a los cinco continentes, mi buen amigo Fernando Hiraldo, director de la Estación Biológica de Doñana (CSIC), se desesperaba, con razón, frente a la desidia de algunos organismos, la dejadez de ciertos profesionales o la vergonzosa incompetencia de aquellos que se pasaban el día presumiendo de (falsa) excelencia. Fernando, con su habitual retranca, decía que en esta tierra se producía un extraño fenómeno por el cual muchos individuos estaban convencidos de que “decir” era equivalente a “hacer”. En las interminables reuniones que mantuvimos con docenas de personas cuya contribución era imprescindible para llevar a cabo aquel proyecto tan titánico como novedoso, e incluso durante el mismo desarrollo de las expediciones, tuvimos que acostumbrarnos a sortear, con diplomacia, aquella anomalía, y buscar los resortes más efectivos para que la palabra dada se transformara en acción, para que los compromisos se cumplieran, para que nadie se olvidara de sus obligaciones sencillamente porque nos había asegurado que las iba a llevar a cabo.

Los que me seguís en redes sociales habréis visto, o más bien intuido,  lo que he vivido este último fin de semana en Madrid. Como me tengo por hombre prudente, como aún estamos trabajando en un acuerdo amistoso y como mi abogado me aconseja que siga practicando esa prudencia zen (al menos por ahora), no he entrado ni voy a entrar en detalles, pero me apetece sumar algunas reflexiones en torno a esa anomalía que, al confundir lo dicho con lo hecho, tanto daño nos hace.

Empecemos indicando que quien estos días la ha sufrido en primera persona y con mayor virulencia ha sido mi hija, que viajaba camino a la Universidad de Wroclaw (Polonia) y que a punto ha estado de ver frustrada su incorporación al programa Erasmus de dicha universidad. Algunos amigos, con la mejor de las intenciones (dictada por los mejores sentimientos), creían que mi turbación digital venía del hecho de la separación, del pellizco que produce el momento en que tus hijos salen de casa para convertirse en hijos del mundo. Pero no, yo soy de esos padres que celebran la separación que busca el crecimiento y, para colmo, tengo el privilegio de tener dos hijos con capacidades sobradas para enfrentarse (ya lo han hecho en más de una ocasión) a los muchos obstáculos que les presenta, y que les va a seguir presentando, la vida, aunque en verdad casi todos esos obstáculos tienen nombre y apellidos, porque las zancadillas vendrán, sobre todo, de ciertos congéneres ineptos, soberbios, sobrados de mal corazón y con escasas entendederas.

No, de verdad, ni me hace daño la separación ni temo por la manera en que serán capaces de enfrentarse a su necesaria independencia. Lo que este fin de semana me hacía hervir la sangre (y se me notaba a pesar de mi contención en redes sociales) es que Sol tuviera que asumir, con sólo 20 años, la más cruda evidencia de que en este país, su país, hay una tolerancia infinita (cuando no una ridícula celebración) de esa desidia, incompetencia, dejadez, irresponsabilidad… que nos conduce al abismo individual y colectivo.  

Para mi hija este cataclismo social resulta del todo inexplicable. Y he tratado de convencerla, además, de que nunca encontrará una explicación razonable a ese desastre. ¿Cómo puedes pedirle a una estudiante que acepte con resignación, aunque no la entienda, esa indolencia extrema cuando en dos años y medio de carrera ha sumado 13 matrículas de honor a base de mucho, muchísimo, esfuerzo personal? Es ese desastre silencioso, y no sólo la crisis económica (vinculada, sin duda, al primer elemento) o la cansina pandemia, el que alimenta la indignación y la desesperanza de nuestra generación mejor preparada. Si de lo que se tienen que ir, si de lo que se tienen que separar poniendo muchos kilómetros de por medio, es de ese panorama gris y romo… que se vayan bien lejos y lo antes posible. Los echaré de menos, echo de menos mucho a mis hijos, claro, y por eso mismo se multiplican mis ganas de verlos, pero no los quiero sufriendo en un país con tan poco horizonte, plagado de mediocres convencidos de ser extraordinarios, de envidiosos amigos del ruido y la mezquindad, de flojos que confunden el decir con el hacer, de malvados que desprecian la empatía. Y, para colmo, de un sistema, y una sociedad, complacientes con lo intolerable.

En las cristaleras de la antigua Casa de Fieras del Retiro, hoy convertida en biblioteca, nos reflejamos los dos, se reflejan la poesía y los árboles desnudos y, sobre todo, el espiritu de Eugenio Trías. (Fotografía: José María Montero)

Para aliviar las horas de incertidumbre e indignación mi hija y yo hemos paseado por algunos de los rincones que más me gustan de mi adorada Madrid, empezando por la antigua Casa de Fieras del Retiro, hoy convertida en una preciosa biblioteca acristalada en donde desde el exterior se adivinan los estantes dedicados a la poesía y se reflejan los árboles desnudos del parque. La biblioteca lleva el nombre de Eugenio Trías, un filósofo al que con acierto alguien llamó “el hombre al que sólo le importaba todo”. Trías es una figura fascinante que, desgraciadamente, se conoce poco fuera de ciertos círculos y al que, creo, no se le valora lo suficiente (tened presente que todo este rollo que os estoy soltando transcurre en España, una circunstancia que sirve para explicar este y otros muchísimos olvidos). Allí, junto a la antigua Casa de Fieras, entre árboles y libros, recuperamos un poco la calma y yo le recordé a Sol algunas de las lúcidas aportaciones de Trías al pantanoso terreno de la ética y la responsabilidad individual, tan presente en el calvario que le estaban haciendo sufrir en su camino hacia Polonia. Medio enjareté la cita de memoria pero luego, ya sentados en la terraza del Kulto, en la cercana calle Ibiza (donde el espíritu también se alimenta), la busqué para añadirla tal y como la dictó Eugenio Trías: El intelectual, el creador, si verdaderamente lo es, debe tener algo más que capacidad analítica de diagnóstico; debe poseer coraje en relación a flagrantes transgresiones de la libertad o de la justicia. La entrega a los intangibles requerimientos de la “intelectualidad” no es excusa para no actuar, ni siquiera el mundo de las ideas nos debe alejar del mundo de la acción; hay territorios sagrados, como el de la libertad o la justicia, en los que la palabra no basta, en donde se necesita el coraje suficiente para actuar en beneficio de todos, de la sociedad en su conjunto. Y si con 20 años no se tiene ese coraje, ¿cuándo se va a tener?

Estaba claro, y el destino nos iba regalando más argumentos en boca de otros amigos invisibles: además de resolver el enredo al que nos habían condenado (de manera que mi hija pudiera llegar de alguna manera a Polonia) no íbamos a contentarnos con el sencillo alivio de la palabra. Teníamos mucho que decir pero, sobre todo, teníamos mucho por hacer. No pudo resultar más oportuna, siguiendo con estos regalos del destino, la visita a la exposición (Curiosidad Radical) dedicada a mi admirado “Bucky” Fuller (otro de esos genios empeñados en construir, a contracorriente, un mundo mejor). No voy a aburriros con la poliédrica y fascinante figura de este inclasificable pensador, arquitecto, filósofo, diseñador y visionario, tan sólo, como en el caso de Trías, voy a añadir a este relato tres citas más para que conozcáis las vigas que mi hija y yo íbamos sumando a la construcción de nuestro empeño por no dejar que la desidia de otros nos arrastrara a la inacción y el desánimo.

¿Leéis a Fuller al final de este pasillo luminoso? Yo os lo leo, y os lo traduzco, por si acaso: Si el éxito o el fracaso de este planeta y de los seres humanos dependiera de cómo soy y de qué hago… ¿Cómo sería? ¿Qué haría? No hay que darle muchas más vueltas… creo… (Fotografía: José María Montero)

Dice Fuller: Si el éxito o el fracaso de este planeta y de los seres humanos dependiera de cómo soy y de qué hago… ¿Cómo sería? ¿Qué haría?. El ser y el hacer, unidos. Y añade: Mis ideas emergen por emergencia. Cuando la desesperación las hace necesarias, son aceptadas. La emergencia como motor del cambio. Y para terminar con este breviario fulleriano: No intentes cambiar un sistema, construye uno nuevo que haga que el anterior se vuelva obsoleto. Creo que no hay frase más estimulante para alguien que tiene 20 años y empieza a vislumbrar que así, en general, no podemos seguir.

Para no contradecirme, para no emborracharme (como a veces nos ocurre a los periodistas) de ideas y citas, y olvidarme así de que todas estas palabras debían conducirnos a la acción, volvimos al hotel, abrimos el portátil, agarramos el móvil, revisamos conversaciones, correos electrónicos y documentos, tomamos notas, hicimos algunas llamadas, pedimos ayuda a amigos, examinamos incidentes similares, rebuscamos en Internet, repasamos la dudosa reputación de algunos y la excelencia de otros, recibimos y agradecimos algunas visitas, ordenamos fotos y vídeos más que elocuentes, contactamos con otros damnificados, consultamos con nuestro abogado, establecimos contacto con administraciones e instituciones varias, nos contuvimos para no narrar en público, ni acusar, ni calentarnos al teléfono o en las redes sociales… Hablamos mucho, pero actuamos aún más.

Podríamos haber disfrutado de más paseos por Madrid, de una buena siesta, de una película tontorrona en la tele, de una cena en el mejicano para el que ya tenía reserva… pero preferimos tomarnos la molestia. Esa es la clave, creo; esa es la decisión que distingue al que solo habla del que actúa: tomarse la molestia. Los hay que se la toman, para que la irresponsabilidad no quede impune o para admitir -con franca humildad- que se han equivocado, y los hay que prefieren entregarse a la molicie y que todo siga más o menos igual, porque tampoco se pierde tanto (más allá de la dignidad y la justicia… que son asuntos ¿menores?). Y aquí, en las últimas horas de un fin de semana arisco pero muy pedagógico, fue cuando recordé a otro de esos amigos invisibles que te brindan argumentos para compartir con tu hija. A Fernando Savater, con el que no comulgo en algunas de sus ideas pero del que siempre aprendo algo, sí que he tenido la fortuna de tratarlo, porque en 2012 lo invité a dictar la conferencia de apertura (“Ética y medio ambiente”) en el XV Seminario Internacional de Periodismo y Medio Ambiente (SIPMA), del que fui director durante más de una década. Fernando ha elogiado en alguna ocasión ese concepto, “tomarse la molestia”, aparentemente intrascendente pero decisivo para hacernos crecer como sociedad. De ese concepto hablamos aquel día de otoño en Córdoba, bajo unos naranjos, cuando lo invité al SIPMA, y nunca he olvidado aquella agradable conversación con el filósofo. Disculpadme que añada otra cita más, la última, a este post, pero es que Fernando Savater se va a explicar mucho mejor que yo:

Hace unos meses, veía en televisión la noticia de lo que sucedió en un avión en el que un bárbaro incalificable –por cierto, inglés, seguro que de los que apoyó el Brexit– se puso como una hidra cuando se le sentó al lado una señora de color. La noticia destacaba que la compañía, Ryanair, no hizo nada. ¡Pero tampoco el resto de los pasajeros! Si ese tipo llega a estar borracho y vomita, sube la policía y lo echan. En ese momento, nadie se tomó la molestia. La gente prefiere que la dejen en paz. Yo ya no sirvo para nada, pero cuando eras joven sentías que tenías que hacer algo frente a las situaciones de injusticia, sobre todo quienes hablábamos de ética y de valores políticos.

(…)

Hay una milonga argentina que dice que la esperanza, a veces, son ganas de descansar, pero también la desesperación. Como todo está tan mal, no hago nada y me echo a dormir. Pero hay cosas muy valiosas que se pueden defender y otras que se pueden mejorar. El campo de intervención ciudadana es grande, porque las cosas no van a cambiar si la ciudadanía no interviene.

“Se tomó la molestia” me parece una magnífico epitafio.

You must never underestimate the power of a woman. Fue mirar el graffiiti, en Fuencarral, y verlo (una vez) muy claro. Yo, que me despacho con un inglés justito, lo he entendido… y ¿tu? (Fotografía: José María Montero)

En fin, que terminó el tormentoso fin de semana, que yo volví a casa sin prisa (costeando Gredos y serpenteando por las riberas del Alberche), y que mi hija ya está abriéndose paso entre las nieves polacas. Y los dos, además de echarnos de menos, nos hemos tomado la molestia. No sólo hemos dicho que lo ocurrido no debería repetirse, es que estamos dedicándole tiempo y trabajo para que de verdad no se repita. Dicho y hecho.

PD: No todo resultó oscuro. Hubo, como casi siempre, personas luminosas que aportaron calma en los momentos más tensos y profesionales que demostraron calidez, ética y dignidad. Hubo, en definitiva, desconocidos que se convirtieron en amigos.

Pero, insisto, la parte más agria de esta historia aún no se ha resuelto. Por eso, insisto, si todas estas molestias, si todo esto esfuerzo, no terminan en un acuerdo amistoso y justo; si nuestro abogado, hombre sensato, nos lo permite, y si me siguen acompañando las ganas de escribir, es posible que añada la narración, desapasionada y rigurosa, de los hechos vividos en Barajas el pasado fin de semana. Un relato a la altura del mejor guión de Berlanga. Un cúmulo de despropósitos que tendrían su gracia como grotesco esperpento destinado a salas de teatro de medio pelo, pero que, como hechos reales, no me provocan ni la más ligera sonrisa.

Sí, lo mismo me tomo también esa molestia…

(Permanezcan atentos a sus pantallas).

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Primero lo escuché y luego lo leí. Y en ambos registros, en vinilo y en papel, siempre tengo a Luis Eduardo a mano, como un botiquín emocional. Mi vida está repleta de momentos, dulces y amargos, cuyo recuerdo está cosido a una canción de Aute o a uno de sus poemas, esos que te dediqué detrás de la portada de esta primera antología, editada en un lejano (y en algunas cosas demasiado cercano) 1976. Una antología que, de manera inevitable, me lleva, por diferentes y curiosos caminos, al corazón de Madrid.

 

Yo pertenezco a la brisa

y al viento que nunca se inmoviliza

yo pertenezco al recuerdo

de aquel que se marchó

(Yo pertenezco, Luis Eduardo Aute)

 

Se publicó en 1976, pocos meses después de la muerte del dictador, pero yo lo compré en una pequeña librería de la calle Imagen (Sevilla) un 9 de noviembre, martes, de 1982. Seguramente lo guardé en el bolsillo de mi Peyton, junto al paquete de tabaco, y agarré mi Vespa camino de la redacción del vespertino Nueva Andalucía (en el lejano Polígono de la Carretera Amarilla), o, quizá, volví a casa caminando, a mi habitación de alquiler en un pisito de estudiantes de la cercana calle Lepanto.  La fecha la señalé en lápiz junto al precio (150 pesetas), y seis días después, el lunes 15 de noviembre, ya en otra ciudad, escribí la dedicatoria (porque era un libro delicado y dedicado). Con pulcra letra de Bic azul dejé constancia de aquel invierno del 82 (en realidad todavía era otoño…), de una noche y de una almohada.

Las “Canciones y Poemas” de Luis Eduardo Aute (Ediciones Demófilo, 1976) han sobrevivido al paso de los años, las noches, los otoños, los inviernos y las almohadas. Aquel librillo, del que seguramente se imprimieron pocos ejemplares, sigue en casa y goza de una magnífica salud: no se ha perdido ni una sola página, ni se ha desprendido la portada, ni, milagrosamente, luce mancha alguna. Como el destino es travieso, y a mí me fascinan las ocultas sincronías que nos regala, en este librillo se esconde, por diferentes circunstancias (sincronizadas), mi Madrid, el Madrid de mis años universitarios, ese Madrid (el de los cielos de otoño) por el que siento un amor intacto, inalterable al paso del tiempo. Las canciones de Aute (y este efecto es maravillosamente inevitable) me devuelven a la Complutense, a la Pensión La Plata, al cine Alphaville, a la calle Huertas (al caer la tarde), a Malasaña (de madrugada), a los expresos en Atocha, a la luminosa plaza de Santa Ana… ¿Se os ocurre mejor sitio para fundar una editorial entre caña y caña? Ediciones Demófilo, que se aventuró a publicar la obra de Aute en un temprano 1976, nació en la cervecería alemana de la plaza de Santa Ana cuando, en 1971, allí se reunieron José Luis Ortiz Nuevo, Enrique Morente y Andrés Raya y decidieron poner en marcha una editorial en la que publicar libros de flamenco (el primero de todos: “Colección de Cantes Flamencos”, de Antonio Machado). Así es que el epicentro (oculto) de este torbellino sentimental es la madrileña plaza de Santa Ana en donde nos reunimos, sin saberlo, Aute, los editores de sus canciones y poemas, Caballero Bonald (autor del prólogo) y yo mismo. No es mal sitio para este encuentro porque la plaza y su entorno (Príncipe, Huertas, Santa María…) sigue provocando intensos torbellinos sentimentales cada vez que piso Madrid y me acerco a ese dédalo urbano en donde palpitan tantos recuerdos capaces de convivir con tantas promesas de futuro.

«…cierta mañana… del 82…». Tan emocionado estaba que equivoqué la estación y en la dedicatoria te hablé del invierno cuando en realidad lo compré en otoño.

Las sincronías no descansan porque hace apenas dos o tres días hablaba de la incertidumbre en el arte, en la vida de los artistas, con una querida amiga madrileña (ducha en torbellinos y sincronías), y hoy, alguien que sabe mucho más que yo de zozobras artísticas, me devuelve a esa misma conversación. Las letras de Aute están en la nube, al igual que están sus canciones, sus poemas, sus conciertos, sus discos, sus entrevistas, sus cuadros… Pero no todo está en la rechoncha nube a la que acude Google con su anzuelo. En este viejo librillo que compré cierta-mañana- de-1982 se embosca el prólogo que José Manuel Caballero Bonald le regaló a Aute. Un texto breve, pero certero, que no encontraréis en Internet; tres páginas deliciosas de este jerezano vitalista, frases perdidas, poéticas y premonitorias (aunque errara en la esperanza de vivir sin fantasmas). Transcribo algunos párrafos para que de aquel prólogo quede una huella en la nube y, ahora sí, más allá del papel otros puedan disfrutar de esta elegía a la (necesaria, imprescindible) incertidumbre:

Cada vez que me encuentro con Luis Eduardo Aute (incluso aunque sea de noche) suele hablarme con metódico fervor de sus dudas. A mí me parece que esa actitud ha ido acrecentando gradualmente mi credulidad en su obra, quizá porque pienso que pocos argumentos pueden ser más válidos y estimulantes para un artista que los tramitados por su incertidumbre. El artista que está seguro de todo lo que busca (o de todo lo que encuentra) ya se ha ganado –por lo pronto- una meritoria beatitud en el limbo de los mediocres. Como seguramente nadie ignora, la seguridad no es más que una estática variante de la burocracia; la dubitación, en cambio, propicia el dinamismo de los que nunca renunciarán a la testaruda libertad de equivocarse. Aute pertenece, afortunadamente, a los defensores de esa creadora y fecunda forma de libertad.

(…)

Desde los emblemas del erotismo a los de la muerte y desde la más grosera mitología contemporánea al saludable ejercicio del autosarcasmo, Aute ha transcrito con denodada reiteración –y con similar patetismo- algunas arquetípicas historias personales de esa delirante aventura que, para entendernos, llamamos colectivamente historia.

(…)

Qué razón tenía Caballero Bonald: «La plaza pública llegará un día a cantar estos poemas». ¿Cuántas veces te hemos cantado, cuántas más te cantaremos?

El discurso sentencioso, hermético por momentos, se ha convertido repentinamente en habla cotidiana; la sátira se ha entremezclado de humor; la despiadada penumbra, de fulgurantes desenfados. Para una mayor eficacia comunicativa, el autor debió recurrir en este caso a una regla de oro: la poesía que no es divertida es oratoria. Lo más probable, sin embargo, o lo más dudoso, es que Aute no cante nunca estos poemas en la plaza pública. Pero la plaza pública llegará un día a cantar estos poemas. De lo que sí puede estar seguro Aute es que eso ocurrirá cuando ya no estén aquí los fantasmas

(José Manuel Caballero Bonald, Prólogo a las Canciones y Poemas de Luis Eduardo Aute, Ediciones Demófilo 1976).

 

PD: Podría elegir una de sus numerosas grabaciones, pero esta refleja, creo, mejor que ninguna otra, la sencilla dulzura de un artista sencillo. Así se expresaba Luis Eduardo Aute en Radio Nacional de España cuando, en 1975, acudió a presentar sus discos «Rito» y «Espuma». Quien ha colgado esta grabación la describe de manera fiel: «Es preciosa la fragilidad y la belleza que se respira«.

 

 

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«¡Por San Cupido, pues! ¡Soldados, al campo de batalla!» Longaville, Dumaine, Berowne y Fernando, rey de Navarra, en el momento crucial del perjuro… (Trabajos de amor perdidos, William Shakespeare)

«Así, antes que halléis la luz en el seno de las tinieblas, vuestra luz se tornará obscura por la pérdida de vuestros ojos. Estudiad, más bien el medio de regocijar vuestros ojos fijándolos en otros más bellos, que aunque os deslumbren, al menos os servirán de gula y os devolverán la luz que os hayan robado»

(Berowne, Acto I-Escena I, «Trabajos de amor perdidos», William Shakespeare)

Un Shakespeare ligero, sí… Un poco farragoso, vaaale… Distraído en ocasiones, también…. pero Shakespeare-Shakespeare, con esos fogonazos de lucidez que salpican un parlamento frenético en el que se mezclan la poesía, el humor, el amor, la melancolía…

Anoche, para celebrar… esto… ¿qué celebrábamos?

Anoche, celebrando el verano y sus encuentros imprevisibles, disfrutamos de un Shakespeare ligero, sí… pero Shakespeare-Shakespeare.

Anoche, celebrando la madrugada madrileña, tan fresca y revoltosa, nos llevamos a Shakespeare hasta la azotea del Círculo de Bellas Artes y allí lo olvidamos, en las sencillas copas de vino y en los platos más sofisticados, porque, como siempre, nos pudo la urgencia de narrar, la intensidad de narrarnos. Y también las risas, también nos pudieron las risas que siempre adornan nuestros encuentros

Anoche, celebrando que el tiempo y la salud a veces son benevolentes, nos asomamos, sin vértigo, al filo de la madrugada. ¡Qué bonita lucía la gran ciudad, con sus luces y sus sombras! ¡Qué suerte poder compartir una manera de mirar al mundo en la que manda la alegría y no la pesadumbre, en la que improvisar es vivir! Un paréntesis en donde no hay sitio para la melancolía, esa señora, gris, que nos paraliza y aburre.

«La convirtió en melancólica, triste y apesarada, hasta que murió. De haber sido tan ligera como vos, de un humor tan alegre, vivo y revoltoso, no hubiera muerto sin ser abuela. Lo que os sucederá a vos, pues un corazón encendido vive mucho tiempo»

(Catalina a Rosalina, Acto V-Escena II, «Trabajos de amor perdidos», William Shakespeare)

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De la ya mítica serie «he-pillado-dos-entradas-con-la-remuneración-de-la-chapa» (yo me entiendo), adjunto la imagen probatoria correspondiente a la función shakesperiana/madrileña que tuvo su prólogo/jamonero en Príncipe y su epílogo/cool en la azotea del CBA. Ahí es ná…

¡Qué tipo más listo era Shakespeare! En cualquier obra, por intrascendente que parezca, encuentras una perla en mitad del océano, una luz en la niebla, una explicación, un argumento, un consuelo…

Podría pasar por una típica comedia dedicada a los embrollos del amor, una de las obras más extravagantes y menos conocidas de Shakespeare o un simple entretenimiento, jocoso, sin mayores pretensiones. Pero no, todo eso es verdad y serviría para explicarnos a otros muchos autores pero, cuidado, estamos hablando de Shakespeare que, una vez más (aunque sea de forma un tanto distraída y ligera), se asoma, como nosotros mismos, al filo del balcón desde donde se contemplan las luces y las sombras de la condición humana: el amor frente a la erudición, el final feliz que no termina de ser ni final ni feliz, el misterioso pulso vital que enfrenta a mujeres y hombres, las leyes del corazón (y sus caprichos), la cobardía vencida, la falsa valentía, el poder, la mentira, la inútil inteligencia sin sabiduría, el absurdo amor sin juego, y la risa, claro, la risa que todo lo entiende y todo lo explica…

¿Cómo es posible que alguien te hable desde el pasado sabiendo lo que habrá de ocurrir en el futuro? ¿Cuántas personas distintas, con sus miedos y sus esperanzas, habitaban en la imaginación de William? ¿Por qué nos conocía a todos?

¡Qué tipo más listo era Shakespeare!

«Tal es la doctrina que extraigo de los ojos de las mujeres, que centellean siempre como el fuego de Prometeo. Ellas son los libros, las artes, las academias; que enseñan, contienen y nutren al universo entero. Sin ellas nadie puede sobresalir en nada. Por eso erais unos insensatos al abjurar de las mujeres, y lo seríais más aun si mantuvierais vuestro juramento. En nombre de la sabiduría, palabra que todos aman; en nombre del amor, vocablo que a todos gusta; en nombre de los hombres, autores de las mujeres; en nombre de las mujeres, por quienes han sido engendrados los hombres, olvidemos una vez más nuestros juramentos para acordarnos de nosotros mismos, si no queremos olvidarnos, guardando nuestros votos. La religión pide que perjuremos de esta suerte. La caridad colma la ley. Y ¿quién podría separar el amor de la caridad?

(Berowne, Acto IV-Escena II, «Trabajos de amor perdidos», William Shakespeare)

 

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Con Shakespeare todavía en el paladar nos asomamos, sin vértigo, al filo de la madrugada. ¡Qué bonita lucía la gran ciudad, con sus luces y sus sombras! ¡Qué suerte poder compartir una manera de mirar al mundo en la que manda la alegría y no la pesadumbre, en la que improvisar es vivir! Así lucía Madrid, desde la terraza del Círculo de Bellas Artes, una noche de julio, una noche de verano…

 

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