Resulta llamativo (por ser benevolente en la elección del adjetivo) que en España, una potencia turística a escala planetaria, la expresión “es-un-sitio-para-turistas” sea sinónimo de negocio ramplón, local zafio o antro donde serás asaltado por una pandilla de bandoleros, de generosa patilla, dispuestos a intoxicarte, a precio abusivo, con algún comistrajo que remotamente recuerda a ciertos platos de la gastronomía local.
“Es-un-sitio-para-turistas” se ha convertido en una señal de alarma y en la peor publicidad que puede recibir un restaurante. Es cierto que esta expresión se usa en otros países (aunque la carga negativa no tenga la intensidad que le ponemos en esta tierra), y no es menos cierto que algunos locales (incluso de renombre) han hecho del maltrato al turista una forma de vida, casi un arte del que llegan a regodearse orgullosos. Todo eso es verdad, pero conviene no olvidar, también, que hay turistas (muchos turistas) con un gusto excelente que jamás pisarían ciertos establecimientos, y establecimientos que jamás pisarían a los turistas.
Pero lo más curioso de la expresión es que tiene vida propia. No necesita ser pronunciada. Nadie tiene que usarla para estigmatizar un restaurante. Ella sola se posa sobre el local si este está situado en determinadas zonas y, para colmo, tras los cristales advertimos la presencia de algún forastero acodado en la barra. ¿Quién de vosotros no ha pasado cientos de veces por un restaurante situado en alguno de los enclaves más atractivos de la ciudad y ha pensado –sin haberlo probado ni haber recibido consejo alguno—que era “un-sitio-para-turistas”? A mí me ha pasado docenas de veces en docenas de ciudades, lo confieso, y por eso, quizá, hasta que la secta de Come y Comparte no me invitó al Génova (café de la antigua calle) no reparé en su existencia. En mi descargo diré que lleva poco tiempo abierto, pero estoy casi seguro que alguna neurona, en automático, lo había señalado, en mi inconsciente, como “sitio-para-turistas” y, sencillamente, no lo veía al pasar por su puerta.
El emplazamiento del Génova es muy, muy comprometido. En uno de los mejores tramos de la avenida de la Constitución (antigua calle Génova), con amplios ventanales que miran a la Catedral y a un paso de la Plaza Nueva. En el cogollo de la Sevilla más Sevilla.

El Génova propone un escenario cosmopolita donde turistas y nativos puedan mezclarse sin prejuicios.
¿Cuántos turistas pasan cada día por la puerta del Génova? ¿Cuántos “sitios-para-turistas”, de los que están a la altura de la expresión, se ubican por los alrededores? ¿Cómo escapar a la tentación de montar un sencillo abrevadero para guiris poco exigentes? ¿Cómo atraer a la clientela española, sevillanísima, a un local con vocación cosmopolita? ¿Cómo se combina el salmorejo y el sushi sin perder la compostura?
Los promotores de este café-restaurante-bar-de-copas (que de todo tiene un poco) han resuelto estos enigmas con la única combinación que funciona en el mundo de la restauración seria: con humildad y verdad. Antonio Manuel López, Gonzalo Soto García-Junco y los hermanos Jesús y Sebastián Armesto de la Lama acaban de aterrizar en el complicado mundo de la hostelería; su actividad profesional, hasta hace bien poco, nada tenía que ver con los fogones y los manteles. Son, por tanto, principiantes, una condición que no ocultan, y hacen bien porque lejos de ser una debilidad es una fortaleza.
En el Génova no hay trampa ni cartón. Las cosas son como son, para lo bueno y para lo malo. Pero la mente del principiante, a diferencia de la del experto, se pregunta muchas veces cómo mejorar y, sobre todo, se pregunta muchísimas veces “¿y por qué no?”, y casi siempre concluye con un “vamos a intentarlo”. La rutina mata el asombro, y muchos locales situados en zonas turísticas, aún siendo honestos, sucumben a la rutina o, lo que es peor, a la soberbia (“somos los mejores y no tenemos por qué cambiar, ni experimentar, ni arriesgar…”).
La carta del Génova tiene un puntito de atrevimiento (que se agradece) y la comida que nos propusieron fue un fiel reflejo de ese carácter aventurero que se les supone a los principiantes. Y la sencillez, y las ganas de mejorar, también se pusieron de manifiesto cuando los cuatro propietarios del local decidieron compartir mesa con nosotros. Aquí nadie quiso ver los toros desde la barrera (hasta el chef se escapó de la cocina varias veces para hablar… y escuchar). En la mesa nos sentamos Ángel y Cristóbal (los inventores de Come y Comparte), Lochy, Susana, Rosa y el que esto escribe, dispuesto, una vez más, a disfrutar de comida y conversación. Estábamos en un bar-restaurante pero, sinceramente, yo antes ponerme la servilleta ya me sentía como en casa de unos amigos que me invitan a comer.

En un plato de sushi la vista es la que prepara al paladar, la que le anuncia los placeres por llegar.
Arrancamos con un surtido de sushi, uno de mis platos favoritos porque, para mi gusto, reúne los elementos que más aprecio en la cocina: frescura, sencillez y belleza. El emplatado impecable (a la altura de un bento-box comprado en una estación nipona) y la frescura de los ingredientes intachable (en esta tierra podemos perdonar una carne regular, pero somos implacables con un pescado dudoso, y no digamos si está crudo). El wasabi, del que me declaro adicto, era de los decentes (tremendos engrudos te plantan en algunos pseudojaponeses), aunque el arroz me resultó un poco seco (o tal vez es que a mí el sushi me gusta un poquito más húmedo). El maridaje con un blanco, fresquito, de Rueda fue otro acierto (por eso perdoné, en el primer asalto, que no apareciera un buen blanco andaluz).
La casualidad quiso que el segundo plato que llegó a la mesa también se contara entre mis favoritos: chipirón a la plancha. Una de esas preparaciones, sublimes, que la rutina, de la que antes hablaba, ha convertido en comistrajo en demasiados bares del sur. De nuevo me sorprendió el emplatado, esa composición artística que prepara el paladar para lo mejor, una imagen que tiene mucho de erotismo, de ver antes de tocar, de mirar antes de morder…. El alioli de tinta de calamar no sólo estaba bueno (muy bueno) sino que, además, conforme íbamos saboreando el chipirón (en el que destacaba el crujiente, preciso, de los tentáculos) iba dibujando sinuosos trazos oscuros, de geometría imposible, en un plato que así iba perdiendo su blanco inmaculado. Lo dicho: puro erotismo gastronómico.
Después de la orgía vino un bacalao confitado que me dejó un tanto indiferente, tal vez porque, a mi juicio, estaba mal situado en el orden del menú. En mi paladar aún andaban chisporroteando los fuegos artificiales del sushi y el chipirón, un mal escenario para la sutileza de un pescado que, en esa preparación sencilla, se me desdibujó. Aún así el plato escondía una grata sorpresa en forma de guarnición (esa gran maltratada que miman en el Génova): unas verduras frescas salteadas en su punto (nada de reventarlas y dejarlas como un mal suflé).
Y de la sutileza del bacalao a la contundencia de una mini-hamburguesa de ternera (doble salto mortal sin red). ¿Quién fue el primero que aplicó el minimalismo al bocata americano por antonomasia? Las mini-hamburguesas han invadido bares y restaurantes y, como ocurre en estos casos, han provocado la aparición de no pocos engendros que se disimulan entre dos trozos de pan dulce y algo de mostaza peleona. No es el caso de la mini-hamburguesa del Génova donde la carne (de excelente calidad) se cocinó en su punto (es la tercera vez que destaco el sabio manejo del calor en los fogones de este local, así es que no volveré a insistir en esta virtud) y la mayonesa de mostaza aportaba el mordiente necesario, sin pasarse ni quedarse corto. Para no distraerme de esos dos ingredientes yo hubiera prescindido del queso de cabra y de la cebolla caramelizada (y si me apuran hasta de la mostaza), pero admito que soy un poco estajanovista en asunto de hamburguesas (no me gusta la acumulación, en múltiples capas, de todo tipo de elementos comestibles que, al final, ni siquiera puedes distinguir). Los sobrecillos, suplementarios, de mostaza y tomate afearon un poco el plato y la mesa (todo hay que decirlo).
A estas alturas de la comida dejé a un lado el blanco de Rueda y pedí un poco de tinto. Lástima que apareciera esa pregunta que a Ángel le suele poner de los nervios (y a mí también): “¿Rioja o Ribera?”. En España hay cerca de 70 denominaciones de origen, de las que 6 se encuentran en Andalucía. Uno de los puntos fuertes de un local está en su carta de vinos y, sobre todo, en aquellos vinos que se pueden tomar por copas y que se elaboran cerca de casa. No tiene mucho sentido que seamos capaces de ofrecer una sofisticada e interminable selección de gin-tonics (foráneos) y la oferta de vinos se nos quede corta. Como quiera que los propietarios del Génova estaban a pie de obra tomaron nota de este inconveniente y se comprometieron a subsanarlo (aprovecho la confianza para pedirles que, asimismo, le den un repaso a la página web del local para dejarla, como la mini-hamburguesa, en su punto).
Quien en Sevilla se atreve a comenzar una comida con un surtido de sushi no debe tener miedo a concluirla con una plato igual de arriesgado (o más). El magret de pato, siendo una preparación absolutamente deliciosa, provoca fobias encendidas por motivos varios (desde el bienestar del animal que proporciona la pechuga hasta el sabor inconfundible de esta carne, pasando por el discreto sangrado que debe presentar en su justa cocción o el dulce que casi siempre la acompaña en las guarniciones). En Sevilla lo he comido (bueno) muy, muy pocas veces y una de ellas ha sido en el Génova. Fabuloso el magret y la guarnición (mermelada de frambuesa y compota de manzana).
Con el postre (coulant de chocolate acompañado de helado de vainilla y crema inglesa) sufrí el mismo vacío existencial que con el bacalao: mi paladar aún estaba recorriendo la pechuga de pato –bendito erotismo– y se resistía a dejarse enredar por el chocolate. Aún así, una vez más tengo que destacar los elementos accesorios, los que parece que pintan poco pero que, sin embargo, son decisivos: la crema inglesa te reconcilia con la Gran Bretaña (sí, algunas recetas comestibles ha dado ese país…).
Y cuando parecía que ya sólo nos restaba despedirnos (no soy cafetero) aparecieron dos de los elementos más extraños en un restaurante de esta tierra: agua con gas y una infusión de las de verdad (es decir, no una de esas que se destilan a partir de un sobrecillo de papel relleno de serrín). El rooibos con el que terminé la comida venía servido en una tetera japonesa de hierro colado y ese detalle, tan imprescindible como inusual, fue la guinda definitiva para alegrarme por los turistas, y los nativos, que recalen en este bar-restaurante de la avenida de la Constitución.
Son principiantes, y eso me gusta…
“Un niño no sabe qué cosas no son posibles, de modo que está abierto a la exploración, al descubrimiento y a la experimentación. Si nos aproximamos a las tareas creativas con esa mente de principiante, podemos ver las cosas más claramente tal como son, sin que nuestra visión quede obstaculizada por nuestros puntos de vista prefijados, por nuestros hábitos o por lo que la sabiduría convencional dice acerca de la realidad (o acerca de lo que la realidad debería ser). La mente del experto está constreñida por el pasado y no está interesada en aquello que es nuevo, que es diferente o que no está probado. Nuestra mente de experto dirá que no puede hacerse (o que no debería hacerse), mientras que nuestra mente de principiante diría: <Me pregunto si esto se puede hacer>”
(Presentación Zen, Garr Reynolds)