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Posts Tagged ‘medio ambiente’

Los trabajos para organizar el Seminario Internacional de Periodismo y Medio Ambiente, que este año celebra nada menos que su decimocuarta edición, suelen iniciarse en el mes de noviembre, es decir, casi a un año vista de un evento que siempre se celebra la última semana de septiembre en Córdoba capital.

Como director del Seminario mi primera tarea es barajar una propuesta de contenidos en la que suelo incluir, como es lógico, diferentes opciones y alternativas. Ese primer documento, denso y ambicioso, servirá para iniciar una fecunda tormenta de ideas en la que interviene todo el Departamento de Comunicación de Enresa, empresa pública que, junto a la Fundación Efe, es la organizadora de este encuentro, decano en la formación de periodistas ambientales en España.

Esos días de noviembre y diciembre son apasionantes. Sobre la mesa vamos poniendo temas y nombres, buscando mantener el excelente nivel de un Seminario por el que han pasado Rigoberta Menchú, Manuel Marín, Miguel Delibes, José Manuel Caballero Bonald, Jesús Quintero o Ginés Morata, por poner solo algunos ejemplos de los cerca de un centenar de ponentes, de primerísima fila, que nos han acompañado desde 1998

Todos nos implicamos en esa tarea, en la que el complejo puzzle del Seminario se va componiendo poco a poco. Encontrar a ponentes interesantes no resulta demasiado complicado, otra cosa es cuadrar sus agendas y, sobre todo, acertar con el tema, elegir una intervención que sea oportuna. ¿Cómo garantizar la actualidad de una conferencia que se va a dictar diez meses después de elegirla? Pues bien, por esas misteriosas circunstancias que el destino regala a los que trabajan con previsión, raro es el año que la conferencia inaugural no parece elegida, por su oportunidad, dos días antes de ser dictada.

Este año no creo que nadie discuta la actualidad del tema y el ponente con el que vamos a inaugurar el Seminario: “Medio ambiente, globalización y crisis económica”, de la mano de Ignacio Ramonet, director de la edición española de Le Monde Diplomatique.

Perdonadme la inmodestia, pero creo que un año más hemos sido capaces de componer un  Seminario Internacional de Periodismo y Medio Ambiente atractivo y oportuno. Comprometido, pegado a la actualidad, aunque lo empezáramos a diseñar en noviembre de 2010.

Espero veros por Córdoba a comienzos de otoño…

Toda la información a propósito de este evento, así como los formularios de inscripción on-line y los requisitos para acceder a una beca, pueden consultarse en: www.sipma.es/

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Un 3 de diciembre de 1981 el Consejo de la CEE (la actual Unión Europea) aprobaba el «Convenio relativo a la conservación de la vida silvestre y el medio natural de Europa». Es decir, el Convenio de Berna. Ese mismo jueves el diario El País revelaba un sospechoso «silencio oficial sobre una importación ilegal de 40.000 litros de herbicida tóxico». Y La Vanguardia anunciaba en su primera página que en Barcelona «no habrá restricciones de agua». Pues bien, ese mismo día, el 3 de diciembre de 1981, hace ya la friolera de más de 29 años, el que esto suscribe firmaba su primer reportaje de medio ambiente en el diario Nueva Andalucía. En aquel vespertino, de mancheta verde y sepia, con redacción central en Sevilla y perteneciente al grupo de El Correo de Andalucía, andaba yo por entonces estrenándome como colaborador (17 añitos, alumno de 1º de Periodismo en la remota –no existía el AVE– Complutense).

Aquel reportaje, a doble página central, se tituló «Brazo del Este, ejemplo de manipulación humana», y en él denunciaba, de la mano de Andalus (la asociación ecologista más activa de la época en tierras sevillanas), los intentos por desecar uno de los brazos más valiosos del Guadalquivir ante la pasividad del ICONA (tan valioso que fue declarado Paraje Natural en 1989).

Aunque en aquellos meses escribí de todo (y cuando digo de todo me refiero a eso mismo, a todo), desde aquel lejano 3 de diciembre de 1981 dejé claro que lo que yo quería escribir, que lo que a mí me gustaba escribir, que el motivo por el que quería ser periodista era… eso. ¿El qué? Pues, eso. Pero, ¿cómo llamarlo? ¿Medio Ambiente? Casi nadie en un periódico usaba esa expresión. ¿Naturaleza? Sí, pero eran más cosas además de espacios y especies. ¿Entorno? Bueno, podría valer aunque era confuso y difuso.

Yo entonces no lo sabía pero acababa de convertirme en periodista ambiental. Y tampoco sabía si había más como yo y si eso era bueno o malo para mi “carrera” (esto me recuerda a “La invasión de los ladrones de cuerpos”, una película de ciencia ficción, serie-B-años-cincuenta, que a mí me fascinaba de pequeño). O sea, acababa de convertirme en un marciano dentro de la redacción de Nueva Andalucía. Por ejemplo, cuando propuse hacer un reportaje «sobre la malvasía», mi director me dijo, con cara de suficiencia, que ese vino no se producía en Andalucía sino en las islas Canarias. Cuando me marché hasta Hornachuelos (Córdoba), combinando un tren de cercanías y la caja de un camión que había transportado cochinos, el alcalde me dijo que «era imposible, además de muy peligroso», visitar el «cementerio atómico de El Cabril» y que me conformara con fotografiar las pintadas de protesta que salpicaban el pueblo. Y cuando sugerí hacer un balance de la basura que se producía, la luz eléctrica (así se decía entonces) que se consumía y el agua que se gastaba en la Feria de Abril, me afearon la propuesta porque era «muy poco periodístico medir la celebración más importante de la ciudad usando tres elementos tan estrambóticos y reduccionistas». Y uso comillas porque tengo buena memoria.

Después, poco después (verano de 1982), alcancé la categoría de becario e inmediatamente la de auxiliar de redacción. Y al fin llegué a redactor (aunque fuera de facto, porque el contrato, y sobre todo el sueldo, decían otra cosa). Tenía 19 años y una Vespa blanca; ya escribía en El Correo de Andalucía y había conseguido poner en marcha una página semanal de medio ambiente, «Página verde», que estuve firmando hasta 1985, cuando me marché del periódico a seguir haciendo periodismo ambiental en otros escenario. Precisamente, en ese mismo año, 1985, organicé las I Jornadas Nacionales sobre Comunicación y Medio Ambiente, que inauguraron Luis Racionero y Tono Valverde en Granada y a las que asistieron una treintena de periodistas de toda España.

Y todo esto me viene a la memoria justamente hoy, 17 de abril de 2011, cuando han pasado más de 29 años de aquel 3 de diciembre de 1981 porque, al margen de las diferentes concepciones del oficio y el colectivo que puede tener cada uno de sus miembros, hay que celebrar, todos los días, la existencia de APIA (Asociación de Periodistas de Información Ambiental). Hay que celebrar, todos los días, el lugar que nuestro periodismo, el periodismo ambiental, ocupa hoy en los medios de comunicación. Hay que celebrar, todos los días, la generosidad con la que muchos y muchas periodistas han trabajado a lo largo de muchos años para dignificar este oficio. Hay que celebrar, todos los días, que el periodismo ambiental no sea sólo un periodismo de grandes medios nacionales, un periodismo de élite, un periodismo centrípeto, sino que sea un periodismo que también se ha hecho fuerte en lo local y en lo autonómico, que se ha hecho fuerte en la calle, en lo cotidiano, y que habla todas las lenguas del Estado. Hay que celebrar, en definitiva, que se haya convertido, a pesar de algunas resistencias, en un periodismo centrífugo, biodiverso y de geometría variable.

Y que conste que ninguna de estas celebraciones es una exaltación del conformismo y la inacción. A mi lo fácil siempre me ha aburrido.

En estos días dos listas de candidatos/as (amigos/as de largo recorrido, la mayoría) estamos compitiendo, en buena lid, por ocupar la Junta Directiva de APIA. Y nada hay más estimulante, en estos tiempos de crisis, que ver a una asociación movilizarse así. Hay ganas de debatir, ganas de hacer asociación, ganas de despejar el futuro. Y yo, que me he sumado con entusiasmo a una de las listas, ando por este océano electrónico celebrando y haciendo memoria (a partes iguales). Porque nuestro futuro, el de todos/as los/as periodistas ambientales, se soporta sobre nuestra memoria, sobre nuestra historia. Sobre el trabajo de los marcianos que hacíamos periodismo ambiental, sin saberlo, a comienzos de los ochenta, y los que lo hicieron en los setenta, y en los sesenta… y aún antes. Aquellos que no podían, que no podíamos, presumir de “trayectoria profesional” porque el periodismo ambiental no tenía “trayectoria profesional” (ni siquiera «trayectoria», a secas). Sólo podíamos presumir de compromiso y solidaridad, porque eso es lo que nos había llevado a defender lo que casi nadie defendía entonces, a pesar de ser un bien común. Y esos, el compromiso y la solidaridad, deben seguir siendo hoy nuestros principales activos. No nos distraigamos con otras milongas; ni con localismos catetos, ni con egos talla XXL, ni con fuegos artificiales, ni con ínfulas de prima donna, ni con el secreto de la pureza inmaculada, ni con la fórmula del movimiento perpetuo, ni con adeudos de patio de vecinos. Con el compromiso y la solidaridad es con lo único que ganamos todos/as. Seguro. Esto no es una guerra. Y si lo es… no contéis conmigo, yo ya me había declarado objetor de conciencia en aquel lejano1981.

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No puedo resistirme a la invitación del hashtag #dmagua con el que en Twitter estamos celebrando el Día Mundial del Agua. Esta es mi contribución. Estas son mis cuentas del agua, las que hice por invitación de la revista GEO y la Universidad de Sevilla no hace mucho tiempo…

Durante largo tiempo, el hombre, en su afán por encontrar algún rastro de vida más allá del planeta Tierra, miró al cielo buscando una señal inteligente, rastreó la superficie de los planetas del Sistema Solar tratando de adivinar los vestigios de alguna civilización oculta o extinguida y, por fin, fue capaz de enviar sondas robotizadas a mundos desconocidos. ¿Qué deberían identificar estos artefactos para asegurar la existencia de vida? ¿Qué elemento certificaría que no estamos solos en el Universo?

Frente a la complejidad que cabe imaginar en un empeño de esta naturaleza, basta una gota de agua, una simple gota de agua, para albergar esperanzas de vida. Ya sea en un cráter marciano, en los polos lunares o en el núcleo del cometa Tempel, la búsqueda de este elemento, que ocupa el 71 % de la superficie terrestre, concentra hoy los esfuerzos de aquellos científicos para los que nuestra húmeda atmósfera es una frontera demasiado cercana.

Y mientras lanzamos la mirada a millones de kilómetros de distancia, el agua del planeta Tierra, la que hace posible nuestra vida, la que sostiene nuestra compleja biodiversidad, recibe un trato que en nada se corresponde con su importancia. La derrochamos y contaminamos como si fuera un bien infinito, y condenamos a una muerte temprana a aquellos terrícolas, más de mil millones, que no pueden alcanzarla en la cantidad o la calidad necesarias.

Si prescindimos del agua salada que atesoran los océanos (el 97,5 % de toda el agua que se reparte por el planeta), y de la que, aún siendo dulce, se concentra en los casquetes polares, los glaciares o los acuíferos profundos (un 2,24 %), el volumen de agua dulce accesible apenas representa el 0,26 % del total. Y, para colmo, se reparte de forma desigual y su disponibilidad, sin contar con las alteraciones causadas por el hombre, está sometida a múltiples factores, sobre todo climáticos. De esta manera, y tomando como referencia las estimaciones de la ONU, el volumen de agua dulce potencialmente accesible varía, según los años, entre los 35.000 y los 50.000 kilómetros cúbicos, aunque, en realidad, sólo está en condiciones de ser aprovechada una fracción que oscila entre los 9.000 y los 12.000 kilómetros cúbicos. Seamos optimistas admitiendo la opción más favorable: 12.000 billones de litros. ¿Suficientes?

Si tenemos en cuenta que, a escala planetaria, la agricultura precisa alrededor del 90 % de estos recursos y que la demanda industrial se sitúa en torno al 4 %, todavía nos quedan, para consumo humano, más de 700 billones de litros. Seamos optimistas y no sigamos restando, aunque para ellos tengamos que negar la evaporación o la presencia de residuos que inutilizan este líquido vital. ¿Cuánto nos queda? Imaginemos un escenario equitativo, aunque irreal. Repartamos el agua disponible sin distinciones de ningún tipo y, de acuerdo a estas cifras, concedámosle, así, más de 100.000 litros de agua por año a cada habitante del planeta o, lo que es lo mismo, alrededor de 270 litros por día. ¿Suficientes?

A juicio de la Organización Mundial de la Salud, un hogar que disponga de un buen sistema de suministro, sin interrupciones y a través de numerosos grifos, puede cubrir todas las necesidades básicas (hidratación, higiene, limpieza y preparación de alimentos) con unos 100 litros de agua por persona y día, sin someterse a ningún riesgo sanitario. Incluso con 50 litros de agua por persona y día, advierte este organismo internacional, podrían cubrirse esas necesidades básicas, aunque el nivel de seguridad sanitaria descendería. Las cuentas, por tanto, nos otorgan un cierto excedente, aunque nuestro escenario, por desgracia, sea equitativamente irreal.

Los niños nacidos en países desarrollados consumen entre 30 y 50 veces más agua que los nacidos en países en desarrollo. En zonas de extrema pobreza una persona sobrevive con apenas cinco litros de agua al día, mientras que en España los inquilinos de una sencilla vivienda unifamiliar pueden llegar a demandar más de 300 litros por jornada. Esta es la realidad, y por eso nuestros cálculos, aunque equitativos, no tienen ningún sentido.

En estas circunstancias no resulta exagerado hablar de las futuras “guerras del agua”, conflictos que, aún de forma larvada, ya se están manifestando en algunos territorios, sobre todo de Oriente Medio y América del Sur, donde el control de este elemento supone, más allá de un factor de desarrollo, una cuestión de simple supervivencia.

Además del pésimo reparto, la demanda sigue creciendo por encima, incluso, de la explosión demográfica: entre 1900 y 1995 la demanda de agua en el mundo se multiplicó por siete, más del doble del crecimiento experimentado por la población. Y para complicar aún más este negro panorama, la disponibilidad de agua decrece a manos de un modelo de desarrollo insostenible: hoy la contaminación afecta a unos 12.000 kilómetros cúbicos de agua dulce, cifra que, en 2050, podría llegar a los 18.000 kilómetros cúbicos.

Cada vez resulta más difícil cuadrar las cuentas y, sin embargo, al agua se le concede hoy más valor cuando, en cantidades ridículas, somos capaces de encontrarla a millones de kilómetros de nuestro planeta, que cuando escasea en nuestra propia ciudad. Con el paso de los siglos, el respeto a este elemento se ha ido diluyendo y por eso ahora, en un intento desesperado de corregir este rumbo suicida, se alzan voces que reclaman una “nueva cultura del agua”. ¿Nueva?

Hace bien poco leía un magnífico artículo de Carlos de Prada referido a la presencia de los cursos de agua en la obra de Homero, un buen ejemplo de esa otra mirada que se fue oscureciendo con el paso de los siglos. En la mitología griega los ríos tenían la consideración de dioses, tenían personalidad propia. En la literatura clásica, en la Odisea o en la Ilíada, los ríos no sólo son elementos del paisaje, son auténticos personajes que se relacionan, de igual a igual, con los héroes, y estos se refieren a ellos con palabras que revelan un profundo respeto.

Durante la época árabe, de la que conservamos importantes señas de identidad, el agua era, asimismo, objeto de altísima consideración. En la España islámica los tratados de hisba, o de control de los mercados, por ejemplo, incluían múltiples referencias al saneamiento urbano, y, así, prohibían arrojar basuras e inmundicias en determinados puntos de zonas poco frecuentadas pero muy valiosas, como las orillas de los ríos.

El agua era un elemento de gran importancia en la sociedad hispano-musulmana, ya que a su utilidad como bien indispensable para la vida unía su valor religioso, que se concretaba en las fuentes y pabellones para las abluciones de las mezquitas. Pero, además, tenía un gran valor estético, algo que se manifiesta con singular fuerza en la Alhambra de Granada. Acueductos, norias, molinos, aceñas, aljibes, desagües y baños, son el testimonio de que la España islámica sobresalió como comunidad modélica en el uso racional del agua.

El poso de todo este patrimonio cultural, que otorgaba al agua un enorme valor, se ha conservado en algunas comarcas, como en los almerienses Campos de Níjar, curiosamente en forma de mitos y leyendas bajo los que se esconde, en definitiva, ese profundo respeto a un elemento escaso y primordial para la vida. En torno a los aljibes y otros depósitos de agua se han tejido multitud de leyendas, en las que intervienen brujas, aparecidos, duendes y fantasmas. Esta mitología pretende evitar accidentes, sobre todo de niños que pudieran caer a estos tanques, pero también la defensa de un bien escaso. Por eso, las historias con elementos sobrenaturales se repiten de igual manera en otras comarcas españolas y para otros espacios como pozos, norias o canalizaciones.

Estos son hoy algunos de los restos de una cultura, la del agua, que fue arrasada con la llegada de un supuesto progreso, de un modelo de desarrollo que se olvidó del río y se concentró en el puente, en la obra del hombre y no en la de la naturaleza. De esta manera triunfó la visión puramente utilitarista, de manera que los ríos terminaron por convertirse en simples colectores de agua, cuyo valor se reduce a su capacidad para evacuar residuos, para producir electricidad o para aportar recursos a la agricultura o el abastecimiento urbano.

Dejaron así los ríos de ser esos dioses con personalidad propia, esos cuerpos vivos, complejos y dinámicos que hacen posible no sólo la vida, sino que, además, aportan elementos lúdicos, estéticos, simbólicos y hasta religiosos a nuestra existencia. Los paisajes del agua, fundamentales en las culturas mediterráneas, comenzaron a ser literalmente arrasados. Lo que era un activo ecológico y social se convirtió en un mero recurso productivo.

Hoy casi nadie piensa en un río como un lugar donde bañarse o donde introducir las manos para beber un poco de agua fresca, y quien esto piense es, como mínimo, un temerario que se expone a contraer alguna grave enfermedad. Con frecuencia reparamos en los ríos porque sobre ellos hay puentes. Cuando el sabio señala a las estrellas, sólo los tontos se fijan en el dedo… Cuando el sabio señala el río, sólo los tontos se fijan en el puente… El tonto mira al puente, a la acequia, a la central hidroeléctrica, y no al agua que hace posible todos estos aprovechamientos.

Paradójicamente, este discurso dominante estamos obligados a ponerlo en cuestión cada cierto tiempo, querámoslo o no, porque aquí, en las tierras del Mediterráneo, el clima es caprichoso y extremo, y nos somete, cada cierto tiempo, a intensos periodos de sequía. En España solemos reflexionar en torno al agua cuando ésta escasea, y entonces nuestro discurso se contamina de argumentos pasionales, y lo que deberían ser grandes acuerdos se convierten en cruentas batallas. No son los momentos de crisis hídrica los más adecuados para establecer estrategias que solucionen los problemas de la gestión de este recurso, y, sin embargo, las decisiones más trascendentales se suelen tomar justamente en esos momentos de alarma.

Este es nuestro absurdo ciclo hidro-ilógico: si el agua es abundante nos olvidamos de ella, nos concentramos en el puente, la derrochamos, la maltratamos, la contaminamos. Pero cuando escasea, entonces tratamos de mimarla, y limitamos su uso (a menudo con criterios absurdos, que castigan los aprovechamientos urbanos y no los agrícolas o los industriales), la llevamos de un sitio a otro, la entubamos, tratamos de almacenarla donde sea y cómo sea, alabamos su valor, lamentamos su contaminación. En fin, nos olvidamos del puente y buscamos el agua que debería pasar bajo él. Y cuando por fin llueve, volvemos al punto original de este ciclo hidro-ilógico, retomamos de nuevo este absurdo camino circular.

Y mientras todo esto ocurre, los humanos, en un aparente signo de civilización y progreso, buscamos agua en los confines del Universo, convencidos de que lo que nos sostiene es el puente, aunque bajo sus arcos, bajo nuestros pies, comience a dibujarse un negro abismo seco.

 


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Hoy amanezco con la inquietud de saber si algunas de las centrales nucleares de Japón, afectadas por el devastador seísmo de ayer, habrán sucumbido al desastre y a estas horas estarán fuera de control. Las noticias aún son contradictorias, aunque todo parece indicar que en la central de Fukushima las cosas se están complicando mucho y que los niveles de radiación, en el exterior de la planta, registran niveles alarmantes. De hecho, ya ha comenzado la evacuación de 45.000 personas que viven en un radio de 20 kilómetros en torno a la planta. La cosa no pinta muy bien, y las informaciones de CNN y BBC hablan ya del “peor escenario posible” y de una situación “similar a la de Chernóbil”. Mientras, las autoridades japonesas llaman a la calma.

De manera inevitable la situación me ha recordado una interesantísima conferencia que en 2006 pronunció el profesor Leandro del Moral (Departamento de Geografía Humana, Universidad de Sevilla) en el Curso de Periodismo Científico y Ambiental incluido en el Plan de Formación de la Radio Televisión de Andalucía (RTVA). Como director del curso me pareció interesante invitar a mi buen amigo Leandro, hoy presidente de la Fundación Nueva Cultura del Agua, a hablar de la sociedad del riesgo, un asunto que debería ser de obligado estudio en las facultades de Periodismo y sobre el que le había oído disertar de manera brillante en alguna ocasión anterior. Y, ciertamente, la intervención de Leandro no nos defraudó.

Como quiera que guardo la presentación y las notas que tomé en aquella conferencia, reproduzco aquí algunas de las ideas que nos regaló el conferenciante, muy apropiadas a la hora de evaluar la situación que hoy se vive en algunas zonas de Japón. Las reproduzco de manera casi telegráfica, tal y como aparecían en la presentación, pero creo que no es necesario adornarlas en demasía para comprender lo terrible de su oportunidad.

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Los países desarrollados han evolucionado desde sociedades centradas en la distribución (desigual) de la riqueza, minimizando los efectos colaterales (pobreza, marginalidad), hasta el paradigma de la SOCIEDAD DEL RIESGO, en la que la prevención y la distribución de los desastres producidos como consecuencia de la modernización se convierten en temas cruciales.

La antigua ‘SOCIEDAD DE LA DISTRIBUCIÓN DE LA RIQUEZA’ y la emergente ‘SOCIEDAD DE LA DISTRIBUCIÓN DEL RIESGO’ se suceden o se superponen de diferentes maneras.
Nuevas tecnologías y actividades industriales químicas, nucleares, biotecnología, de la información y proceso de modernización: de lo natural e inevitable …> decisión y responsabilidad …> expansión del riesgo en la sociedad contemporánea.

Sin embargo, los nuevos riesgos modernos están fuera de control:
NO son del todo CALCULABLES.
Además, abren un horizonte de daños NO DELIMITABLES o incluso GLOBALES …> ausencia de seguro.
Los riesgos son también DIFÍCILMENTE IMPUTABLES.
La combinación de problemas de EVALUACIÓN, DELIMITACIÓN, IMPUTACIÓN Y COMPENSACIÓN hace que fallen o se dificulten los pilares sociales del cálculo de riesgos.

Ulrich Beck: en la sociedad del riesgo la cobertura del seguro mengua paradójicamente con la magnitud del peligro.

LA CONCEPCIÓN DE LA SOCIEDAD DEL RIESGO TIENE CINCO
IMPLICACIONES BÁSICAS:

1. En el análisis contemporáneo la noción de que los riesgos ambientales y, obviamente, los tecnológicos son una CONSTRUCCIÓN SOCIAL se ha convertido en una idea central.
La fronter a entre riesgos ‘naturales’ y riesgos ‘tecnológicos’ es cada vez más borrosa.
Dualismo naturaleza/cultura propio …> énfasis en el carácter híbrido de los fenómenos ambientales.

Además, el medio ambiente y los desastres son LUGARES DE INTERSECCIÓN Y CONFRONTACIÓN DE DEFINICIONES E INTERESES SOCIALES: la naturaleza y gravedad de las amenazas ambientales, las prioridades, las medidas óptimas… no son realidades meramente objetivas sino objeto y producto de la discusión social.

2. EN LA SOCIEDAD DEL RIESGO EL ANTIGUO MONOPOLIO DE LAS CIENCIAS DE LA NATURALEZA Y DE LA TÉCNICA SOBRE LA RACIONALIDAD SE HA ROTO.

Anthony GIDDENS: la sociedad ha dejado de basar su orden normativo en un acumulación de saberes aceptados, reproducidos  y transmitidos por sucesivas castas de guardianes de la verdad como todavía ocurría en la sociedad industrial clásica.
Ahora la sociedad se ve enfrentada a un muro de incertidumbres, al que las discordantes voces de los expertos no dan respuesta eficaz o, al menos, mayoritaria.

El intercambio de teoría y experimento, que conduce a la verdad en sentido tradicional, muchas veces ya no es posible. LA COMPROBACIÓN SUCEDE A LA APLICACIÓN.
Eso no impide que al mismo tiempo se produzca una CIENTIFIZACIÓN DE LA PROTESTA contra esa ciencia.
La ciencia se hace cada vez más necesaria aunque, al mismo tiempo, cada vez más insuficiente para la definición de la ‘verdad’ socialmente aceptada.

3. En la sociedad del riesgo, LA DISTRIBUCIÓN DE DESASTRES PARECE SER RELATIVAMENTE CIEGA A LAS DESIGUALDADES.
Los riesgos fluyen fácilmente por encima de las fronteras nacionales y de clase. NO PUEDEN DELIMITARSE FÁCILMENTE.
Aunque la clásica distribución desigual de la vulnerabilidad no ha desaparecido, las líneas divisorias de la sociedad del riesgo abandonan paulatinamente las viejas fronteras de clase y pasan a dividir a quienes soportan riesgos potenciales de quienes soportan más difusamente tales riesgos.
Ahí reside la NOVEDOSA FUERZA CULTURAL Y POLÍTICA DE LOS RIESGOS.

4. LA APROXIMACIÓN A LOS RIESGOS COMO CONSTRUCCIONES SOCIALES IMPLICAN UNA ESPECIAL ATENCIÓN A LAS VARIABLES ASOCIADAS CON EL EJERCICIO DEL PODER.
La NATURALEZA, transformada por la acción humana y singularmente por el desarrollo industrial y tecnológico, se ha

convertido en una CREACIÓN POLÍTICA.
La LEGITIMACIÓN DEL RIESGO se basa en los mismos argumentos con los que el PROGRESO salva controles y barreras: ciencia, mejora de la productividad, facilitación del trabajo. Pero una vez que se hace presente, EL DESASTRE CUESTIONA TODAS AQUELLAS INSTITUCIONES QUE LO PRODUJERON Y LEGITIMARON.

El POTENCIAL POLÍTICO CENTRAL contenido en los riesgos ambientales y tecnológicos reside en el colapso administrativo, en la quiebra de la racionalidad científica y jurídica y de las garantías de seguridad política-institucional.

LA ESTRATEGIA DEL PODER
Los rasgos de la posición del poder frente al riesgo se definen por la RETÓRICA DE LA CONTENCIÓN (Maarten A. HAJER, 1997):

– Argumento central: los temores públicos son claramente irracionales.
– Principal tarea: educar a la población a reconocer el sobredimensionamiento de su percepción del riesgo.
– Estrategia: los afectados no son tanto informados o persuadidos como controlados o derrotados.

Los mecanismos de la RETÓRICA DE LA CONTENCIÓN están bien descritos:

– Bombardeo con información técnica, sin explicación ni interpretación.
– Los datos que los afectados reclaman nunca se ponen a su disposición, con vistas a controlar los temas a discutir y desanimar a los ciudadanos de seguir participando.
– Importancia de la retórica y del lenguaje simbólico: estilo abstracto, impersonal, técnico, creando una impresión de neutralidad profesional. Son los afectados lo que se encrespan, permitiendo a los funcionarios descalificarlos como «emocionales».
– La producción de significados no sólo se centra en la palabra, sino en las representaciones visuales dominadas por la imagen.
– Los aspectos de género (en ocasiones, étnicos) pueden ser significativos.

– Gran parte de la investigación sobre desastres cumple la función de lo que HEWETT ha denominado «RITUAL LEGITIMATORIO: persuadir a los sectores en riesgo de que la amenaza está siendo gestionada adecuadamente.

5. La presencia ineludible de los nuevos riesgos no tiene más contrapeso que el de la TRANSPARENCIA DEMOCRÁTICA, extendida a todos los foros: ciencia, tecnología, administración, economía, etc.
Condiciones: intervención de VOCES Y OPINIONES CONTRAPUESTAS, suficiente diversidad interdisciplinar y desarrollo sistemático de alternativas.
Como concluye Ulrich BECK: ¿QUIÉN Y CÓMO SE DEFINE EL RIESGO? La democracia dependerá en el futuro y cada vez más de como se responda a esta pregunta. “Los pasos colectivos podrán darse a ciegas, pero al menos, serán fruto del acuerdo y el establecimiento racional de prioridades”.


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Hoy en Twitter se comenta un problema ambiental de gran calado que, sin embargo, suele pasar desapercibido. «La pérdida de diversidad vegetal», advierte Juan Carlos Atienza (Coordinador de Conservación de SEO), «bloquea servicios ecosistémicos básicos para el ser humano». Esta oportuna llamada de atención me ha recordado los días que pasé en Júzcar (Málaga) cuando el pasado noviembre David, el dinámico alcalde de este pequeño municipio, me invitó a inaugurar las Jornadas Micológicas del Valle del Genal. 

Júzcar es una ejemplo excelente de este raro (por lo inusual) compromiso con los servicios ambientales (olvidados) que presta el mundo rural, y que los ciudadanos de la urbe ignoran por completo a pesar de que resultan esenciales para su bienestar.
A cuenta de aquella visita me ha parecido oportuno añadir a este blog las palabras que entonces escribí, y que titulé «El bosque habitado»:

Buenas tardes amigas y amigos. Hace unos minutos, cuando circulaba camino de Júzcar, he celebrado con mi familia la inmensa fortuna de poder escapar de la gran ciudad para sumergirnos en el bronce del otoño que, en este valle privilegiado, dibuja matices espectaculares. Gracias por brindarme la oportunidad de acercarme, una vez más, a este placer sencillo pero imprescindible. Gracias a David, el alcalde de Júzcar, por invitarme a estar hoy con vosotros. Y gracias, también, a los amigos de la editorial La Serranía y la Asociación Senderista Pasos Largos, que desde hace años son nuestros mejores guías, y nuestros mejores cómplices, en el conocimiento y defensa de estas tierras.

Siendo Andalucía una comunidad tan extensa y reuniendo tantos espacios naturales protegidos, tantas comarcas rurales valiosas, en Espacio Protegido siempre hemos mantenido un vínculo muy especial con este valle. Y no lo digo porque hoy esté aquí, en Júzcar, y quiera quedar bien con todos vosotros. He repasado nuestros archivos y he comprobado cómo son ya más de una docena los reportajes que hemos dedicado a esta comarca, tanto para denunciar las amenazas que en algún momento han hipotecado su conservación (ya fuera en forma de presas, canteras, campos de golf o urbanizaciones insostenibles) como para reunir pistas que sirvieran a cualquier viajero para acercarse a algunos de los enclaves más hermosos de esta comarca. Sin pretenderlo, porque nuestra programación de trabajo se hace con muchas semanas de antelación, el próximo sábado el Valle del Genal volverá a ser protagonista en Espacio Protegido, porque los niños y niñas de Igualeja nos hablarán, le hablarán a todos los andaluces, de cómo es ese bronce otoñal de los castaños que crecen en la misma puerta de sus casas.

No puedo negar que en este aprecio pesa, y mucho, la componente afectiva, como ya le confesé al alcalde y también dejé escrito hace algún tiempo en el prólogo que Rafa Flores me pidió para su libro sobre las mejores rutas naturales de la provincia de Málaga. El caso es que, como buen cordobés, la provincia de Málaga fue el escenario, cuando era niño, de muchas de mis vacaciones de verano. De hecho, el primer recuerdo que aún atesoro de unas vacaciones de verano, un recuerdo difuso pero maravilloso, tiene como escenario la Estación de Benaoján. Allí pasé dos largos veranos, con apenas cuatro o

cinco años, que forman parte de mis mejores recuerdos de infancia. Días felices que luego, en el invierno cordobés, seguían prolongándose en el paladar gracias a las chacinas de esta serranía que nunca faltaron en nuestra mesa.

El caso es que cuando hoy he llegado a Júzcar una vez más se me han mezclado las razones y las emociones. Y así ocurre, de la misma manera ocurre, en Espacio Protegido. Muchos pensaron que cuando en 1998 empezamos las emisiones íbamos a ser el clásico programa de espacios y especies, animales y vegetales; un programa que mirara a la naturaleza como un escenario, más o menos despoblado, en donde sólo cabe asombrarse con la belleza de los paisajes o la espectacularidad de ciertos animales (sobre todos si son grandes y tienen pelo o plumas). En definitiva, que íbamos a lanzar sobre nuestros espacios naturales la clásica mirada urbana, la mirada de la gran ciudad, esa que contempla el monte mediterrán

eo de una manera romántica e idealizada. Pero no quisimos que fuera así. Queríamos mezclar razones y emociones, y las emociones sólo se pueden incorporar si uno se acerca a los hombres y mujeres que pueblan nuestros espacios naturales, nuestras zonas rurales.

Los nuestros son espacios naturales humanizados. No podía ser de otra manera, porque los ecosistemas mediterráneos no se pueden concebir sin la presencia humana. Estos son territorios más culturales que naturales, y por eso la elevadísima biodiversidad que encontramos en ellos está estrechamente vinculada a prácticas ancestrales, al sabio manejo de los recursos naturales, a la convivencia, a veces amable y a veces terrible, con la naturaleza. ¿Podemos apreciar el valor de los castañares de Júzcar sin hablar con los vecinos que los aprovechan? ¿Podemos acercarnos a sus recursos micológicos sin ir de la mano de expertos recolecto

res locales o sin degustar unas setas en alguna cocina juzcareña?

Estas afirmaciones, dichas aquí, en Júzcar, ante un público entendido y sensible, son perogrulladas, son obviedades. Pero imaginaros estos mismos planteamientos en un escenario urbano, en el escenario de las grandes ciudades, allí donde se concentran muchos de los espectadores de Espacio Protegido. Escenarios donde los ciudadanos (y, como es lógico, no es su culpa) viven alejados del mundo rural y sus circunstancias; escenarios en donde han desaparecido los mecanismos naturales de ajuste (*) que nos permiten apreciar el valor de ciertos elementos o estimar el impacto ambiental de acciones cotidianas; escenarios en donde escasea, por desconocimiento, la empatía que nos permite acercarnos a los problemas del mundo rural. Escenarios, en definitiva, donde es fácil hablar de una naturaleza aproblemática a la que acudimos para relajarnos, pero donde resulta difícil hablar de una naturaleza humanizada, con sus luces y sus sombras.

En un medio urbano, en esos escenarios alejados de la tierra, puede resultar incómodo, y hasta revolucionario, hablar, por ejemplo, del pago por los servicios ambientales que los habitantes del medio rural prestáis al resto de la comunidad. Cuando un municipio como Júzcar decide conservar sus recursos naturales, proteger su riqueza micológica, cuidar sus masas forestales o los cursos de agua que transitan por su termino municipal, está generando riqueza para si mismo, sin duda, pero también está generando riqueza y bienestar para el resto de los andaluces.

El manejo sostenible de los recursos naturales de Júzcar, y el compromiso institucional y ciudadano que hace posible este ideal, mantiene la calidad de los ecosistemas, y estos generan servicios ambientales que se distribuyen mucho más allá de este territorio. Se regula el ciclo hidrológico, se mejora la calidad del aire, se mantienen los procesos que dan lugar a la generación y conservación de los suelos, se neutraliza la erosión, se fija el dióxido de carbono, se contribuye a la mitigación del cambio climático… Todos estos servicios ambientales, y otros muchos, no cuantificados de manera monetarista, benefician a toda la comunidad andaluza, pero la comunidad no paga por ellos a los vecinos de Júzcar, a los lugareños que hacen posible la existencia y mantenimiento de estos servicios.

La primera vez que vinimos al valle fue para ponernos del lado de los vecinos que querían evitar la construcción de una presa y el desarrollo de otros proyectos urbanísticos no menos delirantes. Y ya en aquella ocasión recurrimos a esos argumentos que no son fáciles de defender en una gran ciudad. Contamos entonces, como lo hemos hecho en otras muchas comarcas de la región, que esa no era una lucha en beneficio del propio valle sino en beneficio de todos los andaluces. Lo que la naturaleza nos regala en Júzcar, lo que nos regala en el Valle del Genal, no sólo es patrimonio de todos los andaluces sino que, estrictamente, alcanza a todos los andaluces, ya sea en forma de aire limpio, agua potable o suelo fértil.

Desgraciadamente, ejemplos como el de Júzcar, donde desde el Ayuntamiento hasta los vecinos han asumido esta tarea de conservación de sus señas de identidad ecológicas, escasean en otros territorios. Y no se trata de culpar a nadie, como ya he dicho, porque lo cierto es que las sociedades rurales, de una manera trágica (empujadas por el mercado, por el despoblamiento, por la falta de perspectivas y de ayudas…, porque nadie les paga por esos servicios ambientales que prestan de manera gratuita), se han ido contaminando de algunas de las perversiones propias de los modos de vida urbanos. A los habitantes de algunos municipios serranos les resulta difícil reconocer hoy como excepcional, como extraordinario, aquello que les rodea de forma cotidiana, y terminan renunciando a sus propias señas de identidad.

Es cierto que la costumbre mata el asombro, pero ¿cómo no dejar de asombrarse cuando uno llega a Júzcar, abre la ventana de la habitación del hotel y contempla un horizonte limpio, silencioso, frondoso, multicolor? Con ese horizonte, envidiable, conviven los vecinos de Júzcar todos los días del año, forma parte de sus señas de identidad, y por mucho que la gran ciudad resulte atractiva, y hasta decisiva para algunas cuestiones, no se puede renunciar, no se debe renunciar, a esos elementos tan primarios como esenciales. Y, sin embargo, insisto, en algunos municipios han decidido apostar por modelos de desarrollo que obligan a la desaparición de esas señas de identidad. De esta manera languidecen piezas esenciales de la cultura rural mediterránea, como dehesas o castañares, abandonados y dominados por los matorrales que multiplican el riesgo de incendio. Y también desaparecen elementos mucho más humildes, aparentemente menores, sin importancia. Elementos que nos remiten a una cultura con unos vínculos tan poderosos con el paisaje y los ecosistemas que, si llegan a desaparecer, se está comprometiendo el propio valor natural de ese territorio. Hablo de viejos caminos rurales, de acequias, de fuentes, de lavaderos, de cercados de piedra, de cultivos en terraza…

Tenemos que hacer un esfuerzo, todos, por devolver al medio rural su dignidad, sus verdaderas señas de identidad. Tenemos que ser capaces de buscar modelos que permitan hacer rentable la vida en el campo, que brinden oportunidades a los más jóvenes, que eviten el despoblamiento, que incorporen el pago por los servicios ambientales que el mundo rural presta a toda la sociedad,… Modelos que permitan a los habitantes de las grandes ciudades entender la ruralidad y respetarla. Y en ese esfuerzo, que desde Espacio Protegido hemos asumido como propio, son muy valiosos ejemplos como el de Júzcar, donde todos esos valores se reúnen de una manera modélica. Sin necesidad siquiera de pisar el pueblo basta asomarse a la página web, excelente (ya la quisieran algunos grandes municipios), para leer reflexiones oportunísimas sobre las señas de identidad serranas; relatos sobre los jornaleros de las castañas; información, abundantísima, sobre los recursos naturales de estas tierras, o guías turísticas y micológicas de cuidada edición.

Como veis no he venido a hablaros de hongos, aunque este sea el motivo de mi visita. A estas jornadas acuden personas que saben muchísimo más que yo de este tema, empezando por mi viejo amigo y paisano Baldomero Moreno, que ha sido quien nos ha enseñado, con rigor y amenidad, todo lo que en Espacio Protegido sabemos del reino fungi; o Manolo Becerra, al que llevo años leyendo y hoy, por fin, he podido conocer. Como digo no he venido ha hablaros de hongos, he venido a daros las gracias, porque con gente como vosotros el trabajo de los periodistas ambientales se llena de sentido, nuestra labor (sobre todo en un medio público) adquiere el valor del compromiso y nos permite mantener la esperanza de que otro futuro es posible, de que aún estamos a tiempo de salvar las verdaderas señas de identidad del monte mediterráneo, del bosque habitado. Pero, además, he venido a aprender y a disfrutar, porque mis habilidades micológicas son muy discretas, pero, aún así, en el archivo de mis mejores recuerdos también habitan muchas jornadas de invierno en las que he disfrutado buscando níscalos en los pinares de Villaviciosa de Córdoba o de Santa María de Trasierra y, sobre todo, atesoro en la memoria comidas en las que el paladar se ha alegrado con la simple contemplación, sobre un plato o unas rústicas rebanadas de pan, de unos boletus o unos gurumelos.

Dice Thich Nhat Hanh, un viejo maestro budista, que si al comer nos fijamos bien en los alimentos, sobre todo cuando estos proceden directamente de la naturaleza, si los miramos con cierta profundidad veremos en ellos todos los elementos que se han conjugado para hacerlos posibles. Y así, cuando miramos una seta, justo antes de disfrutarla, cuando la miramos con cierta atención y profundidad, veremos el sol, la lluvia, el frío, los árboles, la hojarasca, los insectos, la mano de los recolectores que la retiraron de una manera cuidadosa para que se multiplicara…
Si en las grandes ciudades algunos fuéramos capaces de mirar de esta manera una de las deliciosas setas de Júzcar que alegran cualquier plato veríamos en ella toda la belleza del Valle del Genal y también la inteligencia, espontánea, natural, sencilla, de sus vecinos y vecinas. Esos que hacen posible la existencia de este paraíso. Muchas gracias.

(*) El desaparecido Fernando González Bernáldez, catedrático de Ecología y pionero de la educación ambiental en España, sentaba hace años las bases de este argumento en una conferencia dirigida, precisamente, a periodistas ambientales. La sociedad de los cazadores-recolectores y las primitivas sociedades agro-pastoriles, explicaba, mantenían un grado de conciencia relativamente elevado de sus influencias ambientales. Su escasa especialización permitía que los miembros del grupo fuesen protagonistas y responsables de las consecuencias de sus intervenciones en el medio. Las “reglas éticas culturales”, a veces envueltas en apariencias extrañas, mágicas y supersticiosas, dejan frecuentemente traslucir un trasfondo adaptativo más o menos claro (como los conocidos ejemplos de la ética natural que aparece en el discurso del jefe indio Seattle o en los dichos y hechos del cazados indígena Dersu Uzala llevados al cine por Kurosawa).

Pero la sociedad industrial y post-industrial, advertía González Bernáldez, ha llevado consigo cambios que los sistemas de ajuste mencionados no han podido seguir. Una característica clave de estas sociedades modernas es la pérdida de conciencia de los efectos que sus acciones causan en la biosfera. No se trata sólo de la potencia de los medios de acción disponibles, sino sobre todo de que la especialización y el alejamiento de las fuentes de materias primas, y las complicadas cadenas de causas y efectos intermedios, hace que conozcamos cada vez peor las repercusiones últimas de nuestros actos, incluso de los más cotidianos.

El cazador-recolector era espectador diario de los efectos de sus acciones. Por ejemplo, él mismo cortaba la leña para calentarse. Pero cuando nosotros accionamos el interruptor de la luz no somos conscientes de los complicados procesos tecnológicos y ambientales conectados a esa sencilla acción y de sus repercusiones en lugares remotos (travesía de grandes petroleros, extracción de carbón, contaminación atmosférica, residuos radiactivos procedentes de centrales nucleares, construcción de grandes embalses,…). Un resultado típico, y lógico, es que nadie se sentiría responsable de esas complejas incidencias ambientales en caso de que se conociesen.

El “apretar botones” que actúan sobre complejos mecanismos nos otorga inmensas posibilidades, pero nos priva de la conciencia de nuestros actos, y de esta manera se dificulta la génesis de los mecanismos correctores. Los grupos humanos donde se llevaba a cabo el aprendizaje natural (familia, pandilla) ya no son los protagonistas de la actividad productiva, altamente especializada. La formación profesional es también muy específica y se centra en estrechos campos del conocimiento, muy sectoriales e inconexos.

Está claro, por tanto, que la conciencia ecológica, hasta ahora mantenida por mecanismos naturales en las formas primitivas de la sociedad humana, tiende a perderse en las actuales circunstancias. El deterioro del entorno, concluía González Bernáldez, refleja el desequilibrio que la ausencia de mecanismos correctores va produciendo. Y es justamente aquí en dónde aparecen los medios de comunicación de masas como posibles “restauradores” de esa conciencia ecológica. Ninguna otra herramienta es capaz de alcanzar a tan amplios sectores de la sociedad para mostrarles lo que se oculta detrás de esa sencilla acción que, a veces, se limita a apretar un botón. Este tipo de periodismo, el que revela causas y consecuencias, el que sitúa las noticias en su verdadero contexto, es un periodismo “sostenible”, que no se extingue en lo efímero del suceso y contribuye, por tanto, a crear conciencia de nuestros propios actos.

P.D.: La hospitalidad de Júzcar empezó de la mano de David, su alcalde, y se prolongó en todos los vecinos y vecinas con los que tuve ocasión de conversar y aprender. Jesús Mena nos introdujo en el Monte de Pujerra, y se preocupó de que encontráramos setas (incluso los menos habilidosos) sin extraviarnos. Antonio, camarero en el Bar Torrichelli, nos sirvió las mejores tapas con las mejores sonrisas. Iván y David, del Hotel Bandolero, nos hicieron sentir como en casa y disfrutar de unas croquetas de setas inolvidables. Gracias.

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En Twitter se registra estos días cierta agitación a cuenta de los planes de la Administración para reducir el consumo energético y, como es lógico, entre ellos se baraja el que contempla una mejora en la eficiencia de la iluminación urbana. Somos un país sobreiluminado, quizá porque el derroche de luz artificial haya que incluirlo en esa esperpéntica lista de “señales” que identifica a los nuevos ricos (por cierto, casi todas ellas vinculadas al derroche energético).

Ayer, cuando salí de casa para viajar a Madrid, en el cielo nocturno que me despidió, y que aún no se había iluminado con los primeros rayos de sol, se podían distinguir, sin esfuerzo, miles de estrellas (las ventajas de vivir lejos de la gran ciudad). Este espectáculo natural gratuito, que se ha convertido en una rareza, era lo habitual para los habitantes de casi cualquier ciudad española hace tan sólo cincuenta años cuando, a simple vista y en una noche despejada, se podían contemplar hasta 7.000 estrellas en condiciones óptimas. Hoy sólo se puede disfrutar de este espectáculo en zonas rurales apartadas. El cielo nocturno se ha apagado porque la iluminación artificial, excesiva y mal diseñada, ha terminado por ocultar los astros tras un espeso velo blanquecino. En el caso de las grandes capitales esta burbuja de luz, visible a varios kilómetros de distancia, es capaz de reducir el número de estrellas visibles a cifras que apenas suman algunas decenas. Esta noche, cuando en Madrid caminé hacia el hotel, en el cielo (si es que las nubes me lo permiten) tendré serias dificultades para distinguir una sola estrella.

La contaminación lumínica no es más que el brillo o resplandor que se origina en el cielo a partir de la difusión y reflexión de la luz artificial en los gases y partículas presentes en la atmósfera. El mayor impacto lo causan los focos o proyectores de gran potencia que se utilizan en el alumbrado de grandes áreas, zonas deportivas, aeropuertos, fachadas de edificios o monumentos. Estas fuentes, debido a la inclinación con la que suelen instalarse, envían parte de su flujo directamente sobre el horizonte, desperdiciando gran cantidad de energía luminosa. Un solo proyector de este tipo puede provocar más alteraciones que la iluminación de una localidad de 1.000 habitantes.

Otros elementos muy contaminantes, sobre todo por lo extendidos que están, son los dispositivos de alumbrado decorativos, en los que el flujo de luz, como ocurre con las farolas de tipo globo, se emite en todas las direcciones. La solución en la mayoría de los casos consiste en utilizar dispositivos que permitan dirigir la luz solo al lugar en donde se necesita, evitando que parte de la misma vaya a parar al cielo. Cuando no es posible recurrir a este sistema, como ocurre con algunos carteles publicitarios, deberían instalarse temporizadores que desconectaran la iluminación durante las horas de la noche en que disminuye el tránsito de ciudadanos.

En 2001, y sólo en lo que se refiere a Andalucía, se cifró en más de 30 millones de euros el ahorro energético, por año y a escala regional, derivado de una iluminación más eficiente orientada a moderar el problema de la contaminación lumínica.

Pero, además, los beneficios de este tipo de acciones también repercutirían en la conservación del patrimonio natural ya que, como explica Cipriano Marín, coordinador de la iniciativa Starlight de la Unesco, “el exceso de luz artificial afecta, por ejemplo, a millones de insectos, alimento básico de otros muchos animales, o a las especies migratorias que se orientan por la luz de las estrellas o de la luna, y a las que le hemos ocultado el camino hacia su destino”. Un caso muy llamativo es el de las tortugas marinas que desovan en las costas mediterráneas, cuyas crías, una vez que nacen en las playas, se encaminan al mar, en plena noche, orientándose por los astros, comportamiento que se ve alterado por el exceso de luz artificial. “Ahora”, lamenta Marín con cierta sorna, “en vez de dirigirse al agua se dirigen a la discoteca”.
“Aplicando un poco de sensatez, y ayudándose de la tecnología disponible, se puede reducir la contaminación lumínica sin hipotecar la seguridad o el confort. No pretendemos apagar las luces”, concluye Marín, “lo que queremos es volver a encender el universo”.

En Andalucía ya se han dado pasos decididos para mitigar el problema de la contaminación lumínica: http://www.elpais.com/articulo/andalucia/sanciones/contaminacion/luminica/Andalucia/seran/60000/euros/elpepuespand/20100803elpand_2/Tes

Iniciativa Starlight: http://www.starlight2007.net/

Por cierto, Cipriano Marín es uno de los investigadores que este año participará como ponente en el XIV Seminario Internacional de Periodismo y Medio Ambiente (Córdoba, 21-23 de septiembre 2011). Seguiremos informando…

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