
La lucha contra el cambio climático necesita de un nuevo lenguaje, un discurso actualizado y plural, el diseño (colaborativo) de una comunicación (creativa) de precisión, adaptada al contexto y a las señas de identidad de las audiencias. Lo de siempre… ya no vale.
Si Maxwell Boykoff trabajara en un medio de comunicación, lo que él denomina “diferentes enfoques para diferentes audiencias en contextos diferentes” podría resumirse en el concepto, mucho más sencillo, de “periodismo de proximidad”, un periodismo, del que hablé en el XXX CICOM 2015, que conocemos bien en los medios de mediano o pequeño tamaño, esos que estamos pegados al territorio aunque no siempre aprovechemos esta poderosa condición que nos diferencia de los mensajes homogéneos que fabrica la globalización. El investigador de la Universidad de Colorado-Boulder (EEUU) y director del Observatorio de Medios y Cambio Climático acaba de publicar un nuevo libro dedicado al oportunísimo debate en torno a la comunicación del cambio climático (“Creative (Climate) Communications: Productive pathways for science, policy and society”) donde pone el acento en una cuestión que nos preocupa a algunos (¿pocos?) periodistas: la necesidad de un nuevo discurso en torno a los problemas ambientales y en particular en torno al cambio climático. Un discurso en el que resulta decisivo un periodismo capaz de interpretar las claves del contexto en el que se consume su oferta, un periodismo que no cae rendido ante la información convocada, las trivialidades, el catastrofismo o las fuentes remotas, un periodismo de auténtico servicio público.
No valen los discursos de siempre (lo comprobamos en COP25), donde se encuentran cómodos (demasiado cómodos) hasta los más comprometidos activistas. Demasiados lugares comunes que provocan indiferencia, demasiados tópicos y generalizaciones con las que amplios sectores de la sociedad nunca se han identificado. Sostiene Boykoff, y su reflexión es tan aguda como provocadora, que, “en conjunto, existen muchas pruebas gracias a la investigación en ciencias sociales, así como a la práctica profesional, que apoyan la idea de que ser explícito sobre el cambio climático puede distanciar en lugar de involucrar al público y al electorado. En ocasiones, al elegir términos como <desafíos climáticos>y <crisis climática>, puede que nuestros sinceros esfuerzos para facilitar el compromiso público con el cambio climático acaben construyendo más muros que puentes”.
Quizá sea el momento, por pura urgencia, de multiplicar los puentes, y en esta tarea de delicada ingeniería social el lenguaje resulta decisivo, tanto como la propia actitud (sincera) de diálogo, actitud que está muy presente en los movimientos más jóvenes pero que se enreda y se espesa en otros actores tan bienintencionados como desactualizados.
A propósito de muros y puentes hice mías, cuando las descubrí, las aportaciones de John Galtung, el especialista noruego que lleva décadas liderando las investigaciones sobre la mejor manera de resolver los conflictos sociales. Sus recomendaciones en escenarios tan complejos como el que nos plantea el acuerdo social en torno al cambio climático también pasan por el desarrollo de una comunicación democrática, conciliadora y creativa. Sobre esta última virtud, que tanto me interesa y sobre la que ya he escrito en este blog, Galtung nos regala su particular punto de vista: en un conflicto entre partes, explica este sociólogo y matemático, no se trata de convencer, se trata de escucharlas a todas para entender, para entenderlas, y luego se necesita “mucha creatividad para tender puentes entre objetivos legítimos, porque todas las partes tienen, como mínimo, un objetivo legítimo“.
Los medios de comunicación convencionales siguen sin saber muy bien cómo sortear una crisis que es, sobre todo, de credibilidad. Si la audiencia nos abandona, si cuestiona nuestro rigor y desconfía de nuestro trabajo, es porque se ha cansado de ese periodismo reduccionista que se asoma a una realidad complejísima y la simplifica hasta obtener un tranquilizador escenario de buenos y malos, un sencillo paisaje en blanco y negro. Un periodismo maniqueo y soberbio que no tiene sentido alguno en un mundo en donde las nuevas tecnologías de la información permiten a cualquier ciudadano estar al tanto de toda esa complejidad, la misma que se le quiere hurtar desde ciertos púlpitos. Los ciudadanos desean, creo, que el periodista les ayude a entender esa complejidad sin hurtarle ni uno solo de los elementos que la componen. La contradicción forma parte de esa realidad compleja, y la incertidumbre también, así es que necesitamos, más que nunca, periodistas dispuestos a mantener una mirada abierta, democrática y conciliadora. Y estas tres virtudes no hay por qué sacrificarlas en el periodismo de denuncia, al contrario, son las que lo dignifican y lo alejan del periodismo sectario. La primera señal con la que se anuncia el totalitarismo, con la que se presentan los totalitaristas, es la eliminación de los grises.
Los ciudadanos (creo) no quieren juicios (y mucho menos prejuicios), ni sentencias y condenas inapelables, ni manuales sobre lo que deben hacer y lo que no deben hacer. Tampoco vale poner como excusa otro futuro que no sea el nuestro. No hay que escudarse en nuestros hijos, ni en nuestros nietos, porque mucho más consecuente sería traducir esa lógica preocupación familiar en espacios donde los que hablen y decidan sean nuestros hijos y nuestros nietos. Se acabó el ocupar las vanguardias cuando ya se nos pasó el tiempo de ser vanguardia. Se acabó el obstaculizar el camino a los que vienen reclamando ser actores y no palmeros. Se acabaron los discursos porque, en manos de las redes sociales, vuelven las conversaciones, y si el verdadero periodista no es capaz de competir con este nuevo modelo democrático de información on-line dejará en manos de algunos peligrosos influencers, más interesados en el ruido que en el rigor, la interpretación de una realidad, compleja, que necesita de algo más que 140 caracteres (y el coro silente de miles de followers) para ser comprendida. Lástima que esas redes sociales que han devuelto el protagonismo a la conversaciones sean las mismas con las que justifican su éxito (medido en followers, of course) esos comunicadores maniqueos que defienden la militancia (ciega) para mostrarnos un mundo felizmente reducido a buenos y malos.
Y tampoco nos valen los líderes que sólo saben de mítines y arengas en las que se busca la aprobación de los militantes. Predicar al coro nunca sirvió de mucho. Sentirte aplaudido por los fieles es el objetivo de los incapaces. Buscar la aprobación de los gurús, de los líderes inmaculados, sólo sirve para alimentar el ego y alejarnos de la calle, ese espacio en donde nada es inmaculado. Ahora, más que nunca, se necesita una comunicación conciliadora donde esté presente la diversidad, donde podamos conocer todos los elementos en disputa y, sobre todo, una comunicación plural donde concederles a los disconformes la posibilidad de que expresen sus puntos de vista, porque en ellos habrá, seguro, alguno o algunos razonables, legítimos (que diría Galtung).
Explorar estos nuevos territorios exige, como es sensato, buscar un punto de equilibrio que no sacrifique las bondades de esos otros discursos, esos nuevos discursos, adaptados a los receptores que han de recibirlos y entenderlos (como paso previo a cualquier acción). Quiero decir que discrepar no es callar, ni un periodismo de precisión obliga a silenciar conceptos que son incómodos para determinadas audiencias. El silencio, como nos recuerda Boykoff citando a otros especialistas (Geiger, Middlewood, Swim, Leombruni…), “puede dar a la sociedad la idea de que el cambio climático quizás no sea un problema importante o una amenaza, y también desperdicia oportunidades de hacer frente a la desinformación y al escepticismo de cara al público”.
La lucha contra el cambio climático, que sólo tiene sentido (dada la magnitud del fenómeno y la urgencia en la toma de decisiones) si a ella se suman ciudadanos de toda condición, necesita de un nuevo lenguaje, un discurso actualizado y plural, el diseño (colaborativo) de una comunicación (creativa) de precisión, adaptada, como sostiene Boykoff y como defendemos algunos periodistas (¿pocos?), al contexto y a las señas de identidad de las audiencias (en plural, porque no existe una audiencia única, aunque traten de convencernos de lo contrario). Seguir con lo de siempre (también en lo que se refiere a la comunicación) es renunciar a que nos entiendan y nos acompañen.