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Posts Tagged ‘medios de comunicación’

La lucha contra el cambio climático necesita de un nuevo lenguaje, un discurso actualizado y plural, el diseño (colaborativo) de una comunicación (creativa) de precisión, adaptada al contexto y a las señas de identidad de las audiencias. Lo de siempre… ya no vale.

Si Maxwell Boykoff trabajara en un medio de comunicación, lo que él denomina “diferentes enfoques para diferentes audiencias en contextos diferentes” podría resumirse en el concepto, mucho más sencillo, de “periodismo de proximidad”, un periodismo, del que hablé en el XXX CICOM 2015, que conocemos bien en los medios de mediano o pequeño tamaño, esos que estamos pegados al territorio aunque no siempre aprovechemos esta poderosa condición que nos diferencia de los mensajes homogéneos que fabrica la globalización. El investigador de la Universidad de Colorado-Boulder (EEUU) y director del Observatorio de Medios y Cambio Climático acaba de publicar un nuevo libro dedicado al oportunísimo debate en torno a la comunicación del cambio climático (Creative (Climate) Communications: Productive pathways for science, policy and society”) donde pone el acento en una cuestión que nos preocupa a algunos (¿pocos?) periodistas: la necesidad de un nuevo discurso en torno a los problemas ambientales y en particular en torno al cambio climático. Un discurso en el que resulta decisivo un periodismo capaz de interpretar las claves del contexto en el que se consume su oferta, un periodismo que no cae rendido ante la información convocada, las trivialidades, el catastrofismo o las fuentes remotas, un periodismo de auténtico servicio público. 

No valen los discursos de siempre (lo comprobamos en COP25), donde se encuentran cómodos (demasiado cómodos) hasta los más comprometidos activistas. Demasiados lugares comunes que provocan indiferencia, demasiados tópicos y generalizaciones con las que amplios sectores de la sociedad nunca se han identificado. Sostiene Boykoff, y su reflexión es tan aguda como provocadora, que, “en conjunto, existen muchas pruebas gracias a la investigación en ciencias sociales, así como a la práctica profesional, que apoyan la idea de que ser explícito sobre el cambio climático puede distanciar en lugar de involucrar al público y al electorado. En ocasiones, al elegir términos como <desafíos climáticos>y <crisis climática>, puede que nuestros sinceros esfuerzos para facilitar el compromiso público con el cambio climático acaben construyendo más muros que puentes”.

Quizá sea el momento, por pura urgencia, de multiplicar los puentes, y en esta tarea de delicada ingeniería social el lenguaje resulta decisivo, tanto como la propia actitud (sincera) de diálogo, actitud que está muy presente en los movimientos más jóvenes pero que se enreda y se espesa en otros actores tan bienintencionados como desactualizados.

A propósito de muros y puentes hice mías, cuando las descubrí, las aportaciones de John Galtung, el especialista noruego que lleva décadas liderando las investigaciones sobre la mejor manera de resolver los conflictos sociales. Sus recomendaciones en escenarios tan complejos como el que nos plantea el acuerdo social en torno al cambio climático también pasan por el desarrollo de una comunicación democrática, conciliadora y creativa. Sobre esta última virtud, que tanto me interesa y sobre la que ya he escrito en este blog, Galtung nos regala su particular punto de vista: en un conflicto entre partes, explica este sociólogo y matemático, no se trata de convencer, se trata de escucharlas a todas para entender, para entenderlas, y luego se necesita “mucha creatividad para tender puentes entre objetivos legítimos, porque todas las partes tienen, como mínimo, un objetivo legítimo.

Los medios de comunicación convencionales siguen sin saber muy bien cómo sortear una crisis que es, sobre todo, de credibilidad. Si la audiencia nos abandona, si cuestiona nuestro rigor y desconfía de nuestro trabajo, es porque se ha cansado de ese periodismo reduccionista que se asoma a una realidad complejísima y la simplifica hasta obtener un tranquilizador escenario de buenos y malos, un sencillo paisaje en blanco y negro. Un periodismo maniqueo y soberbio que no tiene sentido alguno en un mundo en donde las nuevas tecnologías de la información permiten a cualquier ciudadano estar al tanto de toda esa complejidad, la misma que se le quiere hurtar desde ciertos púlpitos. Los ciudadanos desean, creo, que el periodista les ayude a entender esa complejidad sin hurtarle ni uno solo de los elementos que la componen. La contradicción forma parte de esa realidad compleja, y la incertidumbre también, así es que necesitamos, más que nunca, periodistas dispuestos a mantener una mirada abierta, democrática y conciliadora. Y estas tres virtudes no hay por qué sacrificarlas en el periodismo de denuncia, al contrario, son las que lo dignifican y lo alejan del periodismo sectario. La primera señal con la que se anuncia el totalitarismo, con la que se presentan los totalitaristas, es la eliminación de los grises.

Los ciudadanos (creo) no quieren juicios (y mucho menos prejuicios), ni sentencias y condenas inapelables, ni manuales sobre lo que deben hacer y lo que no deben hacer. Tampoco vale poner como excusa otro futuro que no sea el nuestro. No hay que escudarse en nuestros hijos, ni en nuestros nietos, porque mucho más consecuente sería traducir esa lógica preocupación familiar en espacios donde los que hablen y decidan sean nuestros hijos y nuestros nietos. Se acabó el ocupar las vanguardias cuando ya se nos pasó el tiempo de ser vanguardia. Se acabó el obstaculizar el camino a los que vienen reclamando ser actores y no palmeros. Se acabaron los discursos porque, en manos de las redes sociales, vuelven las conversaciones, y si el verdadero periodista no es capaz de competir con este nuevo modelo democrático de información on-line dejará en manos de algunos peligrosos influencers, más interesados en el ruido que en el rigor, la interpretación de una realidad, compleja, que necesita de algo más que 140 caracteres (y el coro silente de miles de followers) para ser comprendida. Lástima que esas redes sociales que han devuelto el protagonismo a la conversaciones sean las mismas con las que justifican su éxito (medido en followers, of course) esos comunicadores maniqueos que defienden la militancia (ciega) para mostrarnos un mundo felizmente reducido a buenos y malos.

Y tampoco nos valen los líderes que sólo saben de mítines y arengas en las que se busca la aprobación de los militantes. Predicar al coro nunca sirvió de mucho. Sentirte aplaudido por los fieles es el objetivo de los incapaces. Buscar la aprobación de los gurús, de los líderes inmaculados, sólo sirve para alimentar el ego y alejarnos de la calle, ese espacio en donde nada es inmaculado. Ahora, más que nunca, se necesita una comunicación conciliadora donde esté presente la diversidad, donde podamos conocer todos los elementos en disputa y, sobre todo, una comunicación plural donde concederles a los disconformes la posibilidad de que expresen sus puntos de vista, porque en ellos habrá, seguro, alguno o algunos razonables, legítimos (que diría Galtung).

Explorar estos nuevos territorios exige, como es sensato, buscar un punto de equilibrio que no sacrifique las bondades de esos otros discursos, esos nuevos discursos, adaptados a los receptores que han de recibirlos y entenderlos (como paso previo a cualquier acción). Quiero decir que discrepar no es callar, ni un periodismo de precisión obliga a silenciar conceptos que son incómodos para determinadas audiencias. El silencio, como nos recuerda Boykoff citando a otros especialistas (Geiger, Middlewood, Swim, Leombruni…), “puede dar a la sociedad la idea de que el cambio climático quizás no sea un problema importante o una amenaza, y también desperdicia oportunidades de hacer frente a la desinformación y al escepticismo de cara al público”.

La lucha contra el cambio climático, que sólo tiene sentido (dada la magnitud del fenómeno y la urgencia en la toma de decisiones) si a ella se suman ciudadanos de toda condición, necesita de un nuevo lenguaje, un discurso actualizado y plural, el diseño (colaborativo) de una comunicación (creativa) de precisión, adaptada, como sostiene Boykoff y como defendemos algunos periodistas (¿pocos?), al contexto y a las señas de identidad de las audiencias (en plural, porque no existe una audiencia única, aunque traten de convencernos de lo contrario). Seguir con lo de siempre (también en lo que se refiere a la comunicación) es renunciar a que nos entiendan y nos acompañen.  

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El recorte, que aún conservo, ha adquirido con el paso de los años un elegante tono sepia. El contenido, al que hace referencia, ha virado, sin embargo, hacia un negro en el que resulta cada vez más difícil adivinar algún atisbo de esperanza.

El domingo 17 de octubre de 1976 el diario El País anunciaba de manera rotunda: “El clima mundial va a cambiar”. La noticia reunía las evidencias científicas que ya entonces, hace más de 35 años, sostenían la certeza de que las emisiones de gases de efecto invernadero terminarían por causar una auténtica catástrofe climática.

Han pasado 35 años de aquella noticia, y aún hay quien dice que los medios de comunicación hemos empezado a hablar de cambio climático demasiado tarde. Que este es un problema que se ocultó a la opinión pública hasta que Al Gore estrenó su verdad incómoda. Que lo del cambio climático es una moda pasajera, como lo fueron las vacas locas, los pollos con dioxinas o la gripe A.

Mi recorte ya pinta en sepia, y el futuro, que estos días se baraja en Durban, pinta muy, pero que muy negro.

Y mientras tanto, ¿qué hacen ahora, 35 años después de aquella noticia, los medios de comunicación? ¿Ha crecido la atención de la prensa mundial en paralelo a la gravedad del problema? ¿El cambio climático ocupa el espacio y la atención que merece? El sorprendente, y frustrante, comportamiento de los medios de comunicación nos lo revela Pepe Larios en su magnífico blog (http://calentamientoglobalclima.org/2011/01/04/cae-la-cobertura-de-los-medios-sobre-calentamiento-globalcambio-climatico/), del que tomo prestado, a modo de contundente titular, este gráfico.

Cuesta abajo… y sin frenos.

 

 

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Un 3 de diciembre de 1981 el Consejo de la CEE (la actual Unión Europea) aprobaba el «Convenio relativo a la conservación de la vida silvestre y el medio natural de Europa». Es decir, el Convenio de Berna. Ese mismo jueves el diario El País revelaba un sospechoso «silencio oficial sobre una importación ilegal de 40.000 litros de herbicida tóxico». Y La Vanguardia anunciaba en su primera página que en Barcelona «no habrá restricciones de agua». Pues bien, ese mismo día, el 3 de diciembre de 1981, hace ya la friolera de más de 29 años, el que esto suscribe firmaba su primer reportaje de medio ambiente en el diario Nueva Andalucía. En aquel vespertino, de mancheta verde y sepia, con redacción central en Sevilla y perteneciente al grupo de El Correo de Andalucía, andaba yo por entonces estrenándome como colaborador (17 añitos, alumno de 1º de Periodismo en la remota –no existía el AVE– Complutense).

Aquel reportaje, a doble página central, se tituló «Brazo del Este, ejemplo de manipulación humana», y en él denunciaba, de la mano de Andalus (la asociación ecologista más activa de la época en tierras sevillanas), los intentos por desecar uno de los brazos más valiosos del Guadalquivir ante la pasividad del ICONA (tan valioso que fue declarado Paraje Natural en 1989).

Aunque en aquellos meses escribí de todo (y cuando digo de todo me refiero a eso mismo, a todo), desde aquel lejano 3 de diciembre de 1981 dejé claro que lo que yo quería escribir, que lo que a mí me gustaba escribir, que el motivo por el que quería ser periodista era… eso. ¿El qué? Pues, eso. Pero, ¿cómo llamarlo? ¿Medio Ambiente? Casi nadie en un periódico usaba esa expresión. ¿Naturaleza? Sí, pero eran más cosas además de espacios y especies. ¿Entorno? Bueno, podría valer aunque era confuso y difuso.

Yo entonces no lo sabía pero acababa de convertirme en periodista ambiental. Y tampoco sabía si había más como yo y si eso era bueno o malo para mi “carrera” (esto me recuerda a “La invasión de los ladrones de cuerpos”, una película de ciencia ficción, serie-B-años-cincuenta, que a mí me fascinaba de pequeño). O sea, acababa de convertirme en un marciano dentro de la redacción de Nueva Andalucía. Por ejemplo, cuando propuse hacer un reportaje «sobre la malvasía», mi director me dijo, con cara de suficiencia, que ese vino no se producía en Andalucía sino en las islas Canarias. Cuando me marché hasta Hornachuelos (Córdoba), combinando un tren de cercanías y la caja de un camión que había transportado cochinos, el alcalde me dijo que «era imposible, además de muy peligroso», visitar el «cementerio atómico de El Cabril» y que me conformara con fotografiar las pintadas de protesta que salpicaban el pueblo. Y cuando sugerí hacer un balance de la basura que se producía, la luz eléctrica (así se decía entonces) que se consumía y el agua que se gastaba en la Feria de Abril, me afearon la propuesta porque era «muy poco periodístico medir la celebración más importante de la ciudad usando tres elementos tan estrambóticos y reduccionistas». Y uso comillas porque tengo buena memoria.

Después, poco después (verano de 1982), alcancé la categoría de becario e inmediatamente la de auxiliar de redacción. Y al fin llegué a redactor (aunque fuera de facto, porque el contrato, y sobre todo el sueldo, decían otra cosa). Tenía 19 años y una Vespa blanca; ya escribía en El Correo de Andalucía y había conseguido poner en marcha una página semanal de medio ambiente, «Página verde», que estuve firmando hasta 1985, cuando me marché del periódico a seguir haciendo periodismo ambiental en otros escenario. Precisamente, en ese mismo año, 1985, organicé las I Jornadas Nacionales sobre Comunicación y Medio Ambiente, que inauguraron Luis Racionero y Tono Valverde en Granada y a las que asistieron una treintena de periodistas de toda España.

Y todo esto me viene a la memoria justamente hoy, 17 de abril de 2011, cuando han pasado más de 29 años de aquel 3 de diciembre de 1981 porque, al margen de las diferentes concepciones del oficio y el colectivo que puede tener cada uno de sus miembros, hay que celebrar, todos los días, la existencia de APIA (Asociación de Periodistas de Información Ambiental). Hay que celebrar, todos los días, el lugar que nuestro periodismo, el periodismo ambiental, ocupa hoy en los medios de comunicación. Hay que celebrar, todos los días, la generosidad con la que muchos y muchas periodistas han trabajado a lo largo de muchos años para dignificar este oficio. Hay que celebrar, todos los días, que el periodismo ambiental no sea sólo un periodismo de grandes medios nacionales, un periodismo de élite, un periodismo centrípeto, sino que sea un periodismo que también se ha hecho fuerte en lo local y en lo autonómico, que se ha hecho fuerte en la calle, en lo cotidiano, y que habla todas las lenguas del Estado. Hay que celebrar, en definitiva, que se haya convertido, a pesar de algunas resistencias, en un periodismo centrífugo, biodiverso y de geometría variable.

Y que conste que ninguna de estas celebraciones es una exaltación del conformismo y la inacción. A mi lo fácil siempre me ha aburrido.

En estos días dos listas de candidatos/as (amigos/as de largo recorrido, la mayoría) estamos compitiendo, en buena lid, por ocupar la Junta Directiva de APIA. Y nada hay más estimulante, en estos tiempos de crisis, que ver a una asociación movilizarse así. Hay ganas de debatir, ganas de hacer asociación, ganas de despejar el futuro. Y yo, que me he sumado con entusiasmo a una de las listas, ando por este océano electrónico celebrando y haciendo memoria (a partes iguales). Porque nuestro futuro, el de todos/as los/as periodistas ambientales, se soporta sobre nuestra memoria, sobre nuestra historia. Sobre el trabajo de los marcianos que hacíamos periodismo ambiental, sin saberlo, a comienzos de los ochenta, y los que lo hicieron en los setenta, y en los sesenta… y aún antes. Aquellos que no podían, que no podíamos, presumir de “trayectoria profesional” porque el periodismo ambiental no tenía “trayectoria profesional” (ni siquiera «trayectoria», a secas). Sólo podíamos presumir de compromiso y solidaridad, porque eso es lo que nos había llevado a defender lo que casi nadie defendía entonces, a pesar de ser un bien común. Y esos, el compromiso y la solidaridad, deben seguir siendo hoy nuestros principales activos. No nos distraigamos con otras milongas; ni con localismos catetos, ni con egos talla XXL, ni con fuegos artificiales, ni con ínfulas de prima donna, ni con el secreto de la pureza inmaculada, ni con la fórmula del movimiento perpetuo, ni con adeudos de patio de vecinos. Con el compromiso y la solidaridad es con lo único que ganamos todos/as. Seguro. Esto no es una guerra. Y si lo es… no contéis conmigo, yo ya me había declarado objetor de conciencia en aquel lejano1981.

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Hasta el objeto más sencillo, más rústico y menos sofisticado puede convertirse, gracias a la mágica influencia de la sociedad de consumo, en un carísimo elemento de decoración, sofisticado y exclusivo. El reloj de arena (Hourglass Ikepod) del diseñador australiano Marc Newson. con el que ilustro este post, tiene un precio aproximado de 15.000 euros, aunque mide los 60 minutos para los que ha sido diseñado con la misma precisión que uno de esos viejos y baratos relojes de arena con los que nuestras abuelas calculaban los tres minutos en los que un huevo alcanza su punto justo de cocción.

Seguramente Newson y su equipo justifican el precio del Hourglass recurriendo a una serie de argumentos que, en la (i)lógica de la sociedad de consumo, deben ser intachables, pero que en la lógica de la sociedad del bienestar quizá muestren algunas grietas. Y ese abismo, el que separa la lógica del consumo de la lógica del bienestar, es el mismo que mi amiga Pruden ha advertido, con su particular ingenio, en la crisis que ahoga al periodismo (al menos al periodismo clásico, al periodismo riguroso y comprometido).

Viendo la peculiar estrategia con la que algunas grandes empresas de comunicación están enfrentando la crisis, el reloj de arena de esta historia adquiere, gracias a Pruden, la categoría de perfecta metáfora. Con el comedimiento que le es propio mi amiga asegura en un mail telegráfico pero contundente: «Hay que joderse. Vamos a la estructura laboral de un reloj de arena muy culón. Por arriba los mandamases cobrando un congo, en la cintura (cada vez más estrecha), nosotros —profesionales con experiencia y preparados–, especie en extinción; y debajo, los becarios esclavos, una franja movible y volátil, a duro la jornada, que hará ricos a los de arriba. Nos queda poco».

Si el del Newson es un reloj de arena carísimo, sofisticado y exclusivo, el que me dibuja Pruden es cínico, injusto y apocalíptico. Me quedo, sin duda, con el de mi abuela. ¿Dónde estará?

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Seguimos recopilando perlas de todólogos, en las procelosas aguas de Twitter, usando como anzuelo nuestro hashtag #perlastodologos.

Esta es la segunda recopilación de perlas. Da gusto tratar con expertos…

* «No hay sol suficiente para toda la energía que necesitamos» (un todólogo explicaba en radio las limitaciones de la energía solar). Aportación de @monteromonti

* «Ya basta de echar al mar los residuos de las centrales nucleares españolas» (untodólogo explicando, también en radio, los problemas de los residuos radiactivos). Aportación de @monteromonti

* «Prepararse para los terremotos forma parte de la cultura budista» (un todólogo, en radio, nos ilustraba sobre la componente geológica del budismo). Aportación de @monteromonti

* “España compra electricidad (nuclear) a Francia” (Una falsedad dicha por decenas de todólogos). Aportación de @pcaceres_

* “La energía que producen las renovables no se puede almacenar” (Curiosa revelación de un todólogo en radio. ¿Y la de otras fuentes de energía, sí, o no?). Aportación de @ClaraNavio y @JosechuFT

* “»Encuentran índices nucleares en la cadena alimenticia». (Da gusto oir a los expertos explicando la contaminación radiactiva de los alimentos). Aportación de @monteromonti

* “Los residuos atómicos españoles están en Francia” (Esto es peor que buscar a Wally…). Aportación de @pcaceres_

* Montserrat Domínguez en la SER matutina: ¿y esos españoles que vuelven de Japón.. esa radiactividad se contagia o qué? (Cuidado con el riesgo de epidemia). Aportación de @pcaceres_

* Vuelve un clásico: «En el último temporal los rios tiraron agua al mar, un desperdicio» (Esta vez los todólogos atacan en un diario de Málaga). Aportación de @monteromonti

* “Los campos de golf conservan el paisaje” (Es de hace un par de años, cuenta @ClaraNavio, pero me llegó al alma).

* “Desde que existe el carril-bici los peatones nos jugamos la vida” (todólogo sevillano alarmado por los mortales atropellos atribuidos a las bicicletas, ¿o eran los coches?) Aportación de @monteromonti

* “Yo de este tema confieso que no tengo ni idea, pero opino que…” (lo mejor para opinar en libertad es no tener ni idea del asunto). Otro clásico que todos hemos oído alguna vez en boca de un todólogo.

Pero la madre de todas las perlas está en boca de un todólogo de verbo fácil y dimensión planetaria. Aquí lo tenéis explicando la presencia de vapor de agua en Marte y cómo la vida en este planeta fue arrasada por un curioso cataclismo…

 

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Erika, desde la Casa de la Ciencia, propone un nuevo debate (oportuno, como todos los que viene lanzando a la red). La pregunta con la que arranca esta nueva reflexión colectiva es sencilla:

¿Deberían los científicos ser más accesibles para la sociedad?

Y Elena Lázaro, periodista en la Universidad de Córdoba, añade más interrogantes:

¿Cómo convencemos a la comunidad científica de la necesidad de comunicar sus resultados? ¿Cómo arrancamos tiempo para la divulgación de sus apretadas agendas? ¿Cómo convencerlos de que divulgar no es vulgarizar?

Y a mí este debate me recuerda un refrán uruguayo que asegura que «todas las cosas son dos cosas». Al margen de algunos problemas que se citan con frecuencia (la nula valoración de estas tareas en el curriculum del investigador, el demérito entre sus iguales, la falta de tiempo…) hay un problema de «sintonía» y otro de «sincronía». Periodistas/comunicadores y científicos no terminan de entenderse (poca sintonía), porque, en España, aún están, estamos, construyendo un territorio común, con herramientas y lenguajes de uso compartido (estamos en ello) que sean realmente operativos. Pero, sobre todo, yo advierto un problema grave de «sincronía» (y aquí están, sobre todo, las «dos cosas» que se necesitan para que una cosa funcione). ¿De qué sirve que esté surgiendo una nueva generación de científicos capaces de divulgar si cuando salen a la calle encuentran a pocos periodistas científicos y, sobre todo, los medios generalistas no cuidan esta parcela de la información? ¿De qué sirve que algunos periodistas, e incluso algunos medios, se esfuercen por atender la información científica si luego no encuentran a científicos, y centros de investigación, capaces de compartir sus conocimientos en esas condiciones (las condiciones de la «vulgarización» en el buen sentido de la palabra: ciencia para el vulgo)? Sintonía y sincronía. Todas las cosas son… dos cosas. O tres cosas, porque no hemos hablado de los receptores: ¿realmente los ciudadanos nos reclaman más y mejor información científica? Uffff, para esa pregunta habrá que plantear un nuevo debate…

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Llevamos varios días sufriendo una auténtica epidemia de todólogos. Radios, televisiones y, en menor medida, periódicos, se han llenado de tertulianos-columnistas-comentaristas capaces de cambiar de tema cada 24 horas (o cada diez minutos) y enfrentarse a cada asunto de la actualidad con la solvencia que da la cultura sin límites (que no es el caso) o el atrevimiento ilimitado (que es lo más común).
A cuenta de la tragedia de Japón los todólogos que el viernes descifraban las claves políticas del conflicto vasco se habían convertido el sábado en expertos en sismología. El lunes ya hablaban como solventes físicos nucleares. El martes se manejaban sin problemas en el proceloso mundo de las energías renovables. El miércoles nos ilustraban sobre la mejor manera de enfriar un reactor nuclear. El jueves detallaban el impacto de la tragedia en la bolsa de Tokio. El viernes analizaban las consecuencias sanitarias del suceso. El sábado hacían un paréntesis para evaluar la situación del Real Madrid o el Barcelona, y el domingo ya los teníamos destripando la política de Gadafi y el equilibrio de fuerzas en Oriente Medio. Hoy nos han explicado cómo funciona un misil Tomahawk.
En definitiva, los todólogos hacen buena aquella cruel definición de periodista: «Persona que tiene que explicarle a muchos lo que él sólo no ha sido capaz de entender». Ellos sí que son la vergüenza del Periodismo (si es que a un todólogo se le puede llamar periodista). Pero la culpa, no nos engañemos, es de los medios, que exhiben unas tragaeras igualmente sin límites, aceptando pulpo como animal de compañía y admitiendo, sin sonrojo, errores de bulto que harían repetir curso a un alumno de Secundaria (un día subiré a este blog un vídeo en el que una afamada todóloga llama, en televisión y varias veces, «pez» a un delfín). 

Ya que el hashtag #todologos no ha dejado de circular en Twitter, acabo de proponer un #perlastodologos para recoger todas las chorradas con las que nos regalan el oído, y así dejar constancia de su atrevida sapiencia. Esas perlas, con las que tenemos que comulgar todos los días aquellos que respetamos esta profesión, también quedarán recogidas, desde hoy, en este humilde blog. Inauguramos, pues, esta selección, rigurosamente cierta:

* «No hay sol suficiente para toda la energía que necesitamos» (un todólogo explicaba en radio las limitaciones de la energía solar).

* «Ya basta de echar al mar los residuos de las centrales nucleares españolas» (un todólogo explicando, también en radio, los problemas de los residuos radiactivos).

* «Prepararse para los terremotos forma parte de la cultura budista» (un todólogo, en radio, nos ilustraba sobre la componente geológica del budismo).

Se admiten más perlas. Queda abierta la veda. Yo he preferido anotar el pecado y no el pecador, pero… cada cual que escriba lo que quiera.

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En España la historia de la comunicación ambiental está ligada a la figura, polémica e irrepetible, de un médico reconvertido en conservacionista mediático. Cuando la naturaleza en televisión ni siquiera servía para dibujar un discurso preciosista, como el que ahora nos brindan algunos documentales políticamente correctos, Félix Rodríguez de la Fuente se atrevió a recorrer el país identificando aquellos elementos valiosos que el desarrollismo brutal de los 60 había (milagrosamente) respetado; denunciando las amenazas que hipotecaban su futuro, convenciéndonos de que un águila o un lobo, considerados aún como alimañas en numerosas comarcas, eran, además de hermosos, útiles. Nuestro futuro dependía de su futuro, insistía con su verbo apasionado, lanzando así un mensaje que hoy asumimos con naturalidad pero que entonces constituía un enfoque casi revolucionario. Él nos hizo sentir orgullosos de nuestro patrimonio natural, territorio reservado hasta entonces a los especialistas, y, lo que es más importante, nos implicó en la conservación de estos tesoros porque supo transmitirnos, con un lenguaje riguroso pero asequible, su justo valor. Difícilmente se puede defender lo que no se conoce, y aquellos programas eran una ventana abierta a una realidad desconocida para muchos españoles. 

Félix supo, además, sacarle el máximo rendimiento a la imagen, manejar con maestría los recursos visuales, aprovechar, en definitiva, las principales virtudes del medio televisivo. Las imágenes de aquellos programas no han caducado porque hablan por sí solas, porque tienen mucha más fuerza que algunos de los productos ambientales que hoy se nos ofertan, saturados de planos comodín (bonitos paisajes, panorámicas campestres, animales silvestres en variadas poses) y alardes técnicos, pero que apenas ofrecen información y raramente transmiten sentimientos.

Tan desmedido fue el impacto social de aquellos programas que, incluso, dieron lugar a agrias polémicas en la prensa escrita. Debates que dejaban entrever la resistencia feroz de algunos individuos y colectivos ante el imparable avance de la sensibilidad ecológica. Hoy puede invitarnos a la risa el artículo que guardo en mi particular hemeroteca, un texto que el conde de Montarco firmaba en El País un 27 de marzo de 1977 (“El doctor Rodríguez de la Fuente y sus lobos”, Sección de Sociedad, página 19). Hoy, como digo, invita al pitorreo, pero entonces revelaba la profunda indignación que las tesis de este pionero de la comunicación ambiental provocaban en los más rancios representantes de la España profunda.


“El doctor Rodríguez de la Fuente”, escribe el citado conde, “nos ha obsequiado, en RTVE, con uno de sus trucados reportajes en el que aparecen unos campesinos crueles persiguiendo y matando una loba, de tiernos instintos maternales, que cae bajo las escopetas por querer defender a sus crías antes de que se apoderasen de ellas esos hombres sin corazón. Yo no sé si los televidentes de las grandes ciudades habrán llorado a la vista de semejante drama rural, pero lo que sí he oído son los comentarios de las gentes del campo, que ya están mosqueados con las historias del doctor acerca de los perros asilvestrados, echando a éstos las culpas de las muertes de ganado, para librar de pecado a esos lobos pacíficos y cariñosos con el hombre, como nos lo muestra Rodríguez de la Fuente jugando ante las cámaras con unos ejemplares domesticados que posee. También podía haber domesticado un tigre o un rinoceronte y no por eso dejarían de ser fieras. El doctor debe de creer que en el campo español no sabemos distinguir entre un perro y un lobo, y debe pensar que esta confusión viene desde siglos en toda Europa. Pero los campesinos españoles piensan, después de haber presenciado esa desdichada emisión en RTVE, que el que no conoce el campo es el señor Rodríguez de la Fuente, ya que no existe ningún pastor que no lleve perro, y si hace su aparición el lobo juntos atacan a la fiera, el uno con sus colmillos y el otro con su garrota”. 

Esta era la España en la que vivió y trabajó Félix. Una España a garrotazos. La misma que pintó Goya, la que ayer (23F) recordábamos y la que todavía, aunque con menor intensidad que en aquel ya lejano 1977, seguimos sufriendo los que creemos que otro mundo (sin garrotes) es posible.

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Desde la Casa de la Ciencia lanzan la pregunta (muy oportuna, esa es la verdad): “¿Creéis que a la divulgación científica le falta MARKETING? (así, en mayúsculas…).
Uffff… Cuando leo MARKETING y pienso en mi profesión me entran los mismos sudores que cuando leo BANDERA o PATRIA y pienso en el lugar en el que vivo. 

A la divulgación científica le faltan… divulgadores/as, y compromiso por parte de las empresas (públicas y privadas), y educación científica (decente) en el sistema escolar, y… y luego hablamos de marketing, y de marketing relacional, y de Community Manager, y de Social Media Planner, y del Sursum Corda… Pero no empecemos la casa por el tejado, que así nos va. Estoy cansado de que me vendan, con potentes y originales herramientas de marketing, humo.

El que la divulgación científica sea, en muchos casos, un producto para minorías no debe ser motivo de regocijo. Es cierto que hay magníficas iniciativas, en el terreno de la cultura científica, que nadie conoce por no saberlas publicitar. Para cualquier comunicador esto es un desastre que debería conducir a la frustración y la melancolía. Pero para alcanzar a las masas no todo vale. Ni siquiera para que sepan que existimos (se me ocurren unas cuantas maldades para conseguir que las masas nos conozcan…). Claro que hace falta publicidad, y marketing, y herramientas originales y potentes, y divulgadores mediáticos… pero lo primero de todo es saber qué queremos contar, cómo lo vamos a contar, a quién se lo queremos contar, con qué lenguaje, en qué soporte… No reniego de las lindezas del Periodismo 2.0 (aquí estoy), pero para llegar a la versión 2.0 primero habrá que transitar, con solvencia, por la versión 1.0.

¿Seguro que el Periodismo 1.0 ha muerto? ¿Obsolescencia programada por el mercado? ¿Un modelo demodé? ¿Una comunicación averiada? Pues a mi me sigue funcionando el Periodismo 1.0, esa es la verdad.

Quizá me esté quedando antiguo (cosas de la edad), pero yo prefiero hablar primero de Comunicación, de Periodismo, de Divulgación… y luego de Marketing. Y, sobre todo, prefiero que el Marketing lo hagan los publicistas, y los periodistas, los comunicadores, sigamos encargándonos, sobre todo, de mimar la información y, así, respetar a nuestra audiencia.

A este paso, entre la crisis, la polivalencia extrema y las nuevas técnicas de Marketing, conseguirán extinguirnos. De hecho ya hay muchos más redactores que periodistas, lo cual es inquietante.

Es una cuestión de orden: lo primero es la información de calidad, y lo segundo es su distribución. El papanatismo, con el marketing como bandera, para terminar vendiéndote una burra, es una estafa demasiado frecuente a la que nos hemos acostumbrado (como a la comida basura o al hilo musical). Si Ryszard levantara la cabeza… volvería a reafirmarse en lo que escribió hace ya unos cuantos años: “Hoy los medios de comunicación se gobiernan de tal manera que pesa más el criterio empresarial que el informativo. Las televisiones están lideradas por economistas, publicistas, expertos en marketing y analistas de audiencias, mientras que los periodistas se colocan en un segundo plano. Al menos los periodistas que responden, quizá, a un modelo de este oficio por desgracia ya caduco” (Los cínicos no sirven para este oficio, Ryszard Kapuscinski).

Seguiremos informando… si nos dejan.

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