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Posts Tagged ‘oloroso’

Como veis, la receta no requiere de muchos ni sofisticados ingredientes, aunque el vinagre es el protagonista y ahí no podemos entregarnos a un vinagre cualquiera (Foto: José María Montero).

Esta receta nace de mi amor al vinagre, un apasionado idilio que mantengo desde la infancia cuando, a la hora de aliñar ensaladas, siempre ponía el dedo sobre la boca de la botella  (¿Vinagrera? ¿Eso qué es?) para dosificar, a generoso chorrillo, y así poder rechupetear la delgada película de aquel elixir ácido que venía de Montilla y me impregnaba el pulgar (y la nostalgia).

En alguna ocasión, visitando una bodega, he preguntado por el vinagre, por si tuvieran alguna bota escondida y me brindaran la posibilidad de catarla. Admito que no suele ser una petición frecuente, quizá por eso cuando he confesado mi amor al vinagre, en El Gato (Rota) o en Marqués del Real Tesoro (Jerez), los anfitriones se han alegrado de ese aprecio tan poco común.

¿Cómo es posible que siendo productos del mismo territorio, de la misma cultura gastronómica, del mismo proceso artesano pegado al terruño, se tolere un vinagre pésimo en una receta cualquiera y jamás se caiga en un defecto de ese calibre si se trata del aceite de oliva? ¿Por qué ponemos tanto el acento en las virtudes de un buen AOVE, considerándolo imprescindible, y terminamos comprando un vinagre industrial, por cuatro perras y en botella de plástico? ¿Tiene sentido recurrir a vinagres exóticos que, para colmo, nada tienen que ver con los originales (eso que llaman Módena, y que se vende en los supermercados a precio de saldo, espantaría a cualquier entendido en esa maravilla italiana), teniendo en casa joyas como las que se crían, con criterio y tiempo, en Montilla-Moriles, Jerez o el Condado de Huelva? 

En nuestras cocinas, en las de diario, en las domésticas, el vinagre sigue siendo un elemento secundario, un alimento al que algunos sólo prestan algo de atención en una ensalada, en un escabeche, en un adobo o en un gazpacho. Y para colmo, en un recetario tan limitado concentramos los cuidados en la elección del aceite, los tomates o el pescado, mientras que nos olvidamos del vinagre, porque pensamos que vale cualquiera de esos brebajes artificiales, que de vinagre sólo tienen el nombre, capaces de destrozar el mejor tomate, el mejor pescado o el mejor aceite.

Tenemos en casa joyas por las que matarían cocineros de medio mundo. Y con ellas no sólo podemos alegrar una ensalada o darle ese toque punzante a un gazpacho, también es posible internarse, sin necesidad de haber sido becarios de Adriá, por otros territorios más arriesgados, territorios más divertidos, porque, lejos de la neura y el mal rollo impostado que nos venden en los concursos de televisión, la cocina es, sobre todo, un territorio para divertirse, y equivocarse, en buena compañía.

Hace algunos años me invitaron a sumarme al grupo de catadores de VINAVIN, la Asociación Amigos Amantes del Vino y el Vinagre, que con tan buen criterio, y tan buen humor, pilota, desde Córdoba, la enóloga Rocío Márquez. Así he podido avinagrarme durante días enteros, con profesionales extraordinarios, en los concursos internacionales en los que se premia la excelencia de este alimento. Una cofradía heterodoxa en donde comparto pasiones con amigas y amigos de aquí y de allá, unidos por el amor al vinagre (y a otros placeres mundanos).

Carmen María Requena, mi enóloga de cabecera desde su “Tierra de Vinos”, es otra de las mujeres que han hecho posible esta secta de felices avinagrados, y ha sido ella la que me ha hecho llegar una botella de Cerro de Belén Añejo (Montilla), el vinagre que se ha alzado con el máximo galardón en el último concurso internacional organizado por VINAVIN, para que invente algo, en mi cocina, con este bellezón, y os lo cuente.

Os propongo arriesgar un poco con este vinagre extraordinario. Me voy a salir del carril más previsible y cómodo, advierto. Nada de ensaladas, ni de gazpachos, ni de escabeches o adobos. Lo voy a incorporar a un postre que en realidad no es un postre, a un dulce que se transformará en agridulce para servir de acompañante a una pechuga de pato, a un magret bien tostado.  A ver si soy capaz de que nuestro Cerro de Belén montillano se sume a una salsa de toffee, sí, toffee, como aquellos caramelos Solano de mi infancia, sin que se produzca un choque de trenes. Tal vez este vinagre nos ayude a sacar lo mejor del magret.

Como (casi) todo está ya inventado, la receta parte de una idea original de Bruno Oteiza, aunque he trasteado en la elaboración para versionarla, usando dos vinagres de la DO Montilla-Moriles premiados en el concurso VINAVIN.   

Los ingredientes son bien sencillos:

* Un buen magret de pato

* Vinagre Cerro de Belén Añejo (Montilla – Bodega Comercial Vinícola del Sur).

* Vinagre Balsámico de Fino (Doña Mencía – UniCo Vinagres y Salsas).

* Leche evaporada

* Azúcar morena

* Sal y pimienta negra

Empezamos por la salsa de toffee. En un cazo ponemos unos 100 gramos de azúcar morena y 200 ml de vinagre balsámico de fino. A fuego medio, y sin dejar de mover con una espátula, vamos cocinando un caramelo. Cuando el caramelo esté bien cremoso, oscuro, con ese olor que roza lo quemado, lo retiramos del fuego, esperamos que se rebaje un poco la temperatura y añadimos con delicadeza 250 ml de leche evaporada. Mezclamos bien y volvemos a poner el cazo a fuego medio. Sin dejar de remover cocinamos la mezcla unos 10 minutos (o el tiempo que sea necesario) para que la salsa reduzca y espese. Añadimos una pizca de sal, y vinagre Cerro de Belén Añejo… al gusto (yo soy de salsas con personalidad, así es que no me corté y sumé un chorreón generoso, pero se trata de añadir y probar hasta conseguir el punto óptimo para cada cual). Ligamos todo bien.

Una salsa de toffee con dos vinagres de la DO Montilla-Moriles, una golosina agridulce que se lleva muy bien con el magret y con un oloroso cabal (Foto: José María
Montero).

Lista la salsa de toffee con vinagre, pintamos los platos con un brochazo de esta crema y reservamos el resto.

Y, ahora sí, preparamos el magret a la manera tradicional. Lo sacamos del frigorífico para que se atempere durante unos minutos y después le hacemos unos cortes diagonales, dibujando rombos, en el lado de la grasa, sin llegar a tocar la carne. Ponemos una sartén, o un plancha, a temperatura alta, y cuando esté bien caliente colocamos (sin añadir aceite) el magret por la parte de la grasa y lo mantenemos unos dos o tres minutos, para que se churrasque bien; después bajamos a temperatura media otros cinco o seis minutos, retirando la grasa que va soltando porque no nos interesa que se cueza en su grasa sino que se tueste. Le damos la vuelta y lo cocinamos por el lado de la carne: un minuto a fuego fuerte y unos cuatro o cinco más a fuego medio. Si nos gusta poco hecho podemos reducir un poco los tiempos, pero tiene  que quedar bien dorado por fuera. Y muy importante: una vez cocinado hay que dejarlo reposar tres o cuatro minutos, para que los jugos se asienten.

Bueno, vale, lo confieso: mientras se atemperaba el magret pequé con un amontillado de Jerez, un VORS para las grandes ocasiones… (Foto: José María Montero)

Cortamos el magret en rodajas (a mi no me gustan demasiado finas) y lo colocamos en los platos pintados con el toffee. Que cada cual salpimente el pato a su gusto, con una sal decente y una pimienta negra molida en el momento, y añada el toffee que crea oportuno. A mí también me gusta rallarle un poquito de cáscara de naranja.

Aquí está la foto finish de este magret con salsa de toffee al vinagre (Foto: José María Montero)

¿Y qué guarnición? Si tenéis a mano unos buenos boniatos (batatas), de esos que se crían en tierras de Sanlúcar de Barrameda (Cádiz), los podéis cortar en rodajas muy finas, con una mandolina, y dejarlos reposar en un bol de agua fría unos 30 minutos. Y después, escurridos, los pasáis por un aceite de girasol bien caliente, de manera que os queden unos chips de boniato crujientes para mojar en ese toffee de vinagre.

Para maridar no hizo falta salir de la DO Montilla-Moriles… (Foto: José María Montero).

¿Y qué ponemos en la copa? Yo no me saldría de la DO Montilla-Moriles aprovechando que Carmen también me hizo llegar una botella de Oloroso Gran Barquero Solera 25 años, un vino perfecto para un plato como este. Seco y amable a un tiempo, poderoso y largo, con sus especias y sus frutos secos alegrando la nariz antes de limpiar el paladar.

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No se de dónde nacen ciertas pasiones, sólo se que me arrastran y me poseen, y que únicamente encuentro descanso cuando se hacen realidad. Así se materializó mi rape rebozado con hojas de puerro y salsa de sésamo free-style-my-way. Y a su lado una copa de manzanilla pasada (otra pasión…).

Una amiga periodista me pregunta si mi afición por la cocina es una pasión reciente o una anomalía propia de la edad (madura) con la que distraer la pérdida de otras pasiones. Y no es raro que piense una u otra cosa (o las dos a un tiempo) porque la burbuja gastronómica en la que nos hemos embarcado provoca esa brusca entrega a los fogones en individuos que jamás sintieron la llamada de la sartén; y la exaltación de la juventud a la que nos arrastran los medios (y los mediocres) nos hace creer que no hay pasiones (incluso tórridas pasiones) más allá de… ¿los cuarenta?, ¿los cincuenta? El que nunca cocinó y ahora pontifica desde fogones propios o ajenos terminará por olvidar esa fiebre cuando se embarque en la próxima calentura, la que sea, la que dicte la siguiente burbuja. Y el que nunca se entregó a una pasión no tendrá que lamentar su pérdida alabando distracciones menos volcánicas: donde no hubo, no hay.

Es más, me da a mi que quien cocina, que quienes cocinamos arrastrados por una pasión es que somos (muy) vulnerables a ese tipo de trastorno anímico (tan humano). Lo traemos de serie. No encuentro otra explicación para la curiosa manera en que, a veces (casi siempre), se me mete una receta en la cabeza… hasta poseerme. Voy conduciendo y, vaya-usted-a-saber-por-qué, en plena rotonda pienso en una vichyssoise, y la imagino con crema de coco (¿con crema de coco?), y veo con nitidez cómo se mezclan los ingredientes; de pronto aparece una cola de rape, y la troceo, y la rebozo, y la frío, y está crujiente. Los despojos del rape…, ¿qué hago con los despojos? Un fumet, hago un fumet, así es que retrocedo y comienzo con el fumet, y es entonces cuando se cuelan unos berberechos al vapor (un vapor de agua y manzanilla, líquidos que también terminarán en la marmita del caldo). Y entonces cuezo los puerros en ese caldo (después de haber pochado una cebolla con mantequilla). Y añado la crema de coco, y comienzo a enredar con las hojas (sobrantes) del puerro. Y vuelvo a retroceder (olvidé añadir un poco de guindilla al tiempo que pochaba la cebolla). Y sigo conduciendo por la ciudad, presente pero ausente, impasible ante los atascos, poseído por una vichyssoise heterodoxa de coco, rape y berberechos. Abducido. Entregado a esa pasión que, tarde o temprano, tendré que materializar, porque no es un amor platónico, no, no, es una señora pasión (muy carnal) que espera ser consumada.

Todo comenzó con unos lomos de rape que andaban rondándome la imaginación…

Juro que así nació esta receta, la primera nueva receta de estas vacaciones. Y la consumé en mi refugio gaditano en cuanto solté las maletas, me asomé al mercado y ordené la cocina. Una pasión no admite esperas.

6 puerros grandes / 1 cebolla mediana / 1 rape mediano / Una redecilla de berberechos / Una lata de crema de coco / Manzanilla / Mantequilla / Guindilla / Huevo /Harina de freir.

Limpiamos el rape y sacamos los lomos. La cabeza y la raspa van a una cacerola, cubrimos con agua, añadimos unos granos de pimienta negra, fuego medio y mantenemos el hervor (con suavidad) durante una media hora como mínimo. En una sartén amplia ponemos medio vaso de agua y una copita de manzanilla, dejamos que la mezcla hierva y en ese momento añadimos los berberechos para que se abran con el vapor. Los reservamos y el caldo que quedó en la sartén lo sumamos a la marmita del fumet de rape.

En una olla derretimos una nuez de mantequilla y pochamos una cebolla cortada en láminas y una guindilla pequeña. Añadimos los puerros también laminados. Salteamos (diez minutos) y añadimos el fumet para que las verduras cuezan en ese caldo de rape y berberechos. Cuando estén cocidas retiramos el caldo (para que no termine siendo un sopa sino más bien una crema), ponemos un poco de sal, añadimos una lata de crema de coco, mareamos un poco y batimos todo bien batido (¡vade retro Thermomix!). Ajustamos con el caldo si queremos que la vichyssoise quede más o menos densa. Reservamos en el frigorífico (la tomaremos fría, como le corresponde a una vichyssoise… aunque sea heterodoxa).

La parte alta del tallo de los puerros no va a terminar en la basura (una costumbre que me traje del refugio que mira a la Contraviesa). Quitamos las primeras hojas (las que estén más feas) y el resto las lavamos y las cortamos en tiras finas. Las salteamos con mantequilla pero no mucho, lo suficiente como para que sean comestibles pero manteniendo un toque crujiente.

Troceamos los lomos de rape en dados no muy grandes. Salpimentamos. Los vamos pasando (en este orden) por harina de freír, huevo batido y (una vez más) harina de freir. En la sartén el aceite tiene que estar a buena temperatura, es decir, fuerte, casi humeando, y ese será el momento de freir el rape hasta dejarlo dorado y crujiente.

Ya en la mesa el plato pinta bien: el rape crujiente adornando los berberechos y los tallos de puerro que flotan, a gusto, sobre la vichyssoise de coco…

¿Emplatamos? El rape en el fondo. Lo cubrimos con un cazo generoso de vichyssoise, ponemos unos pocos berberechos y unas hojas de puerro salteadas. Unas gotas de limón, quizá, y a consumar la pasión, a convertir en comestible un sueño que nació en una rotonda, en mitad de un atasco, en esa ciudad que ahora está tan lejos…

PD: Este verano me ha dado por la la cola de rape, así es que pocos días después volví a rebozar y a freir unos dados de este pescado tan inquietante como sabroso. Lo coloqué encima de unas hojas de puerro salteadas pero en vez de con una vichyssoise de coco lo alegré con una salsa de sésamo free-style, inspirada en alguna salsa de nems que me gustó no-se-muy-bien-dónde y que reiventé my-way (ajo muy picado y frito con una guindilla, mezclado con aceite de sésamo, sésamo tostado y sésamo molido, zumo de lima, salsa de soja, perejil picado… y no me acuerdo si mezclé algo más a este invento). Los más jóvenes celebraron el atrevimiento, los mayores no tanto. En la cocina también pesan las generaciones, qué le vamos a hacer…

PD2: En ambos casos, y en otros muchos más, el vino (vivo) vino de las Bodegas El Gato, las últimas bodegas que se mantienen en Rota (Cádiz), pequeñas, familiares y con toda la tradición del Marco de Jerez. Elegí una manzanilla pasada, con más de una década de reposo, y un oloroso seco de esos que aguantan el tipo con carnes y pescados. Puro #efectogaditano. Pasiones del sur.

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Moriles 1

El vino es de Moriles, y lo que se adivina detrás del cristal del catavinos es la Mezquita de Córdoba, vista desde una azotea de la Judería (Foto: José María Montero)

[El pasado viernes, 23 de octubre, y por iniciativa del Ayuntamiento de Moriles (Córdoba), fui nombrado Embajador de los Vinos de Moriles. Acompañado por la alcaldesa de Moriles, el presidente de la Diputación de Córdoba, el delegado de la Consejería de Agricultura, el presidente de la Denominación de Origen Montilla-Moriles, y numerosos vecinos y amigos, compartí con ellos, a propósito de esta distinción, los vínculos que me unen a esta tierra y estos vinos. Estas fueron, más o menos, mis palabras… ]

Seguro que algunos de los embajadores que me precedieron tuvieron la fortuna de conocer esta tierra, y a sus gentes, el día en que recibieron esa distinción, pero para mi es volver a casa, volver a mi casa. Mi padre nació en La Rambla, igual que mis abuelos, y mis bisabuelos, y mis tatarabuelos. Mi familia aún está repartida por La Rambla, por Montilla, por Aguilar de la Frontera…

Mi patria es mi infancia, así es que no es una patria con banderas ni con himnos, ni es una patria en donde unos son mejores que otros. Mi patria son los recuerdos de aquellos días de finales de agosto, o principios de septiembre, cuando la robusta DKW de mi padre olía a uvas fermentadas, un aroma agrio y dulzón del que se reían mis amigos pero que a mi (supongo que en secreto) me encantaba.

No era un olor nuevo, porque mi padre, en las visitas familiares a Montilla o La Rambla, siempre me llevaba a alguna bodega donde, sin remilgos, el bodeguero me servía, para mojarme los labios, un dedo de vino en la misma copa que usaban los adultos (yo mismo sigo cometiendo la misma tropelía: dejar que mis hijos, sin esperar a los 18 años, prueben un dedo de buen vino en la mesa, en la comida, porque estoy convencido de que la cultura del vino se cultiva en familia, desde la infancia, y es uno de los mejores antídotos para evitar el alcoholismo insensato). El caso es que allí, en aquellas bodegas y lagares de mi infancia, aunque de forma menos rotunda y primitiva que en esa furgoneta que servía para acarrear uvas durante la vendimia, allí, en esas bodegas y lagares, dominaba el mismo olor inconfundible a vino vivo.

Moriles 3

…me gustaba el silencio húmedo de las bodegas y lagares; el suelo de tierra en penumbra; las venencias de barba de ballena; las barricas señaladas con tiza… (Foto: José María Montero)

Tendría por entonces ocho o diez años pero ya me gustaba el silencio húmedo de las bodegas y lagares. El suelo de tierra en penumbra. Las venencias de barba de ballena. Las barricas señaladas con tiza. Pero lo que se me quedaba fijado en la memoria hasta la siguiente excursión familiar era aquel olor a vino vivo, aquel perfume que, desde entonces, me acompaña y me ata a la tierra de mi padre, de mis abuelos, de mis bisabuelos… a esta tierra.

No había ningún artificio en aquellos placeres de infancia. Nadie en la penumbra de aquellas bodegas ponía los ojos en blanco y recitaba, copa en mano, una larga lista de aromas y sabores imposibles usando adjetivos indescifrables. Los que sabían beber, aquellos de los que yo mismo aprendí a beber, lo hacían despacio, con respeto, celebrando sin aspavientos cada sorbo, hablando lo justo, con adjetivos que cualquiera podía entender. Supongo que en ellos también, como me sucedía a mi en la robusta DKW de mi padre, el olor a vino les abría la puerta de la memoria, el rincón donde habitaban, intactos, aquellos primeros tragos de infancia. El vino, como empecé a descubrir entonces, era, es, memoria, celebración y ritual.

En mi casa, le escribí el otro día a Antonio, un bodeguero de Moriles que tuvo la amabilidad de escribirme para felicitarme, el fino que se bebe, desde hace muchos años, es un fino de esta denominación de origen (no es difícil adivinar de qué vino hablo examinando mi blog) pero permitidme que tenga la delicadeza de no nombrarlo porque, en realidad, tan bueno es ese fino como otros muchos de Moriles que he tenido la oportunidad de disfrutar.

Y en mi despensa tampoco faltan los vinagres de esta tierra (no puedo entender la cocina sin un buen vinagre, sin un buen oloroso, sin un buen amontillado, sin un buen Pedro Ximénez…). Y no sólo para cocinar, sino para beber mientras cocino, que es uno de mis placeres favoritos…

Los que me conocen saben que no necesitaba ser embajador de estos vinos para pasearlos por el mundo, para hablar de ellos aquí, en Sevilla o en Sydney, porque fue en Sydney, a 20.000 kilómetros de España, donde, en 209 y en el el único restaurante español que había en esa gran ciudad australiana (Capitán Torres), conocí a un camarero de Aguilar de la Frontera que llevaba en las antípodas más de 50 años. Allí emigró y allí seguía añorando los vinos de Moriles de su juventud (esos con los que brindamos allí, a 20.000 kilómetros de casa, para que allí, en Sydney, nuestra casa estuviera bien presente).

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El dinero, decía Pessoa, el escritor portugués, no compra la felicidad, pero compra vino, que es algo que se le parece mucho… (Foto: José María Montero)

Hablo de estos vinos, sin necesidad de ser embajador, porque estos vinos me predisponen a la alegría, porque sé, por experiencia propia, que detrás de ellos está el trabajo, silencioso y artesano, de muchos hombres y mujeres; porque sé que en cada copa, en cada botella, en cada bocoy (por cierto, que tampoco hay que olvidar el trabajo de los toneleros), se esconde la memoria de nuestros antepasados y también el futuro de nuestros hijos. Porque el vino, el oficio de hacer buen vino, sigue siendo nuestro mejor futuro, pero para conseguirlo también hace falta un mayor respeto para la gente del campo.

El habitante de la gran ciudad, el que saborea estos vinos sin mayores preocupaciones, tiene que saber que detrás de esa copa hay mucho esfuerzo, mucho sacrificio, muchas incertidumbres. Que el vino son muchas más cosas que el vino: es mantener nuestras tradiciones y nuestra cultura, defender los suelos de la erosión, luchar contra el cambio climático, salvar de la extinción plantas autóctonas, conservar el paisaje, brindar cobijo a nuestra fauna, crear empleo digno para nuestros hijos…

Y además, los que hacéis buen vino nos hacéis, a todos, un poco más felices. El dinero, decía Pessoa, el escritor portugués, no compra la felicidad, pero compra vino, que es algo que se le parece mucho…

Yo hoy me siento feliz, y eso que aún no he probado la primera copa de vino (que, supongo, será la del brindis), porque tengo el orgullo de ser embajador de mi tierra y de sus vinos. Me siento feliz y agradecido porque me hayáis concedido esta distinción que me regala la oportunidad de estar aquí, en Moriles, brindando con mis paisanos y mis paisanas, aceptando la responsabilidad de seguir paseando por el mundo mi amor a esas bodegas y lagares de mi infancia y a las de hoy; a esa manera artesana de hacer vino y también a los que experimentan y se arriesgan buscando nuevos caminos sin traicionar sus orígenes; brindando por esta gente y por estos paisajes.

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Brindo por la felicidad sencilla que nos regala un buen vino en buena compañía… (sí, el de la foto es tinto, pero también es de Montilla-Moriles 😉

 

Brindo por Moriles, por cada uno de vosotros y de vuestras familias, de vuestros antepasados; por esta tierra y estas viñas; por esta patria en donde todos son bienvenidos. Brindo por la felicidad sencilla que nos regala un buen vino en buena compañía… Gracias.

 

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Del sueño al plato en cinco pasos… No es bueno dejar los deseos insatisfechos porque siguen alimentando más sueños y puede que hasta alguna pesadilla…

Liberada de ataduras, sin filtros que atemperen sus desmanes ni sordinas que dulcifiquen sus estridencias, la mente, esa gran fábrica de ideas, hace de la noche el patio de su recreo. A veces saca a pasear a los fantasmas y se empeña en revisar, uno a uno, todos los miedos que andábamos ocultando, y otras se entretiene jugando con recuerdos, dulces, que ya habíamos olvidado, o con proyectos, apetecibles o absurdos, que nunca llevamos a cabo.

La última madrugada me la he pasado cocinando en sueños; cocinando docenas y docenas de torrijas que aparecían y desaparecían en un bucle empalagoso e infinito. No es uno de mis postres favoritos, ni lo había cocinado nunca, pero en mi mente, dormida, sólo había montañas de torrijas. Y, claro, el sueño, ya de día, se convirtió en deseo, y el deseo en pasión, y a la pasión hay que darle salida para que no se convierta en obsesión y siga alimentando sueños y pesadillas.

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Desde la cocina toda la casa se perfumó con ese perfume a cáscara de naranja frita, a canela, a limón, a Oloroso gaditano…

Dicho y hecho: antes de agarrar la bici para perderme en la playa he cocinado mis primeras torrijas, algo heterodoxas, porque no soporto el empalago de las tradicionales, el exceso de dulce que me satura el paladar, ni tampoco me gusta empaparrucharlas hasta convertirlas en algo parecido a unas natillas. Y, además, he tenido que cocinarlas con lo que tenía a mano, sin florituras. El resultado (perdonad la inmodestia): impecable (han pasado el examen benevolente de mi madre y el riguroso de mi vecino Iñaki, un navarro que en asuntos de cocina no hace prisioneros… ).

La receta es la clásica con un final adaptado a mis gustos:

Una barra rústica de pan duro (sobró de ayer)

1/2 litro de leche entera

4 huevos

Aceite de girasol y aceite de oliva

Canela en rama, cáscara de limón, cáscara de naranja, azúcar, miel y Oloroso

Ponemos la leche a calentar (que no hierva) con un poco de canela en rama, una cucharada de azúcar y un trozo de cáscara de limón. La mantenemos bien caliente durante 15 o 20 minutos. Apartamos y dejamos enfriar.

Cortamos la barra en rebanadas como de un dedo de grosor (efectivamente, no me gustan las torrijas flacuchas…) y las empapamos en la leche. Hay que dejar reposar unos minutos cada rebanada sobre la leche, de un lado y de otro, para que la miga no se quede seca.

En una sartén amplia ponemos a calentar el aceite (3/4 partes de girasol y 1/4 parte de oliva), bien fuerte, con un trozo de cáscara de naranja. Cuando la cáscara empiece a freírse con cierta alegría habremos alcanzado la temperatura perfecta (unos 170 grados) y será el momento de empezar a freír las torrijas, bajando el fuego a una posición media.

Las torrijas las pasaremos por huevo batido antes de freírlas, y estaremos muy atentos para que no se quemen, dejándolas doradas por ambas caras. Las vamos retirando y reservando en un plato cubierto de papel de cocina para que empape el exceso de aceite.

En un cacito ponemos una cucharada de miel, una cucharada de agua y cinco o seis cucharadas de Oloroso (no seamos mezquinos con el vino… sobre todo si es de Sanlúcar de Barrameda). Mezclamos bien a fuego bajo, hasta que se forme un sirope con el que iremos empapando, ligeramente, las torrijas (como una o dos cucharaditas de sirope por torrija).

El deseo, y la pasión, quedaron satisfechas.

A ver qué sueño esta noche…

 

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Instalados, a pesar de todo (aunque no sabemos por cuánto tiempo), en la sofisticación y el derroche propios de los países ricos (¿ricos?), hemos ido despreciando alimentos sencillos que en nuestra infancia alegraban la mesa y ahora nos parecen, siendo benevolentes, arcaicos. Los melocotones en almíbar, al menos en mi casa, rozaban la categoría de delicatessen, sobre todo unos de enorme calibre que venían envasados en un descomunal frasco de cristal.

Confieso que, aunque goloso, a mí nunca me entusiasmaron este tipo de frutas azucaradas porque el almíbar me resultaba empalagoso. Sin embargo, hoy rescato los melocotones en almíbar del baúl de las comidas antiguas para componer un postre sencillo y delicioso. La idea original de la receta la trajo Maite desde La Plana (Barcelona), después de un encuentro de yoga en el que la buena mesa contribuyó, sin duda, al cultivo del cuerpo y el espíritu.

Como es costumbre, la receta original la he tuneado un poco, aligerando el dulce, potenciando la cremosidad y añadiendo un toque crujiente.

1 lata de melocotones en almíbar (de la mejor calidad)

1 tarrina de queso mascarpone (alrededor de 400 gramos)

1 tarrina de requesón (unos 250 gramos)

1 cucharada de dulce de leche

1 paquete pequeño de almendras crocanti  

Sacamos los melocotones de la lata y los lavamos para eliminar el almíbar y reducir así el empalago. En un bol mezclamos bien el mascarpone, el requesón, una cucharada de dulce de leche y una cantidad generosa de crocanti de almendras. Con esta crema vamos rellenando las mitades de melocotón y rematamos con más almendras (podemos adornar con un poco de caramelo casero, dulce de leche o con unas virutas de canela). Servimos bien frío.

A mí este postre me gusta tomarlo con una copita de oloroso (el montillano  de las bodegas Pérez Barquero… espectacular), o de un buen cream de Jerez (como el Colosía, por ejemplo).

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Como la misma tarde del 31 de diciembre hice algún comentario en Twitter a propósito de la salsa de chocolate al Oporto que andaba rematando para el último postre del año, algunos tuiteros me han reclamado la receta, y, ya puestos, os contaré algo más a propósito de las tres salsas con que adornamos esa noche.

Como acostumbramos, desde hace años, la cena fue una cena de amigos, en la que cada uno prepara un plato, aporta un vino, trae música o dispone la pirotecnia. Habilidades muy diversas que se conjugan de manera fantástica durante las últimas horas de un año y las primeras de otro.

A mi me tocó un segundo plato (lomo de cerdo trufado con salsa de nueces), un postre (barquillos de mandarina y mango con salsas de chocolate) y algo de música (pachangeo inmisericorde, con especial atención a los dorados 80).

 

Primera Salsa: para el lomo

Dos cintas de lomo de cerdo de un kilo cada una, abiertas en forma de lámina (de eso se ocupa el carnicero diciéndole que es para trufarlas). El relleno es algo muy personal y admite infinitas variaciones (sólo hay que teclear en Google “lomo trufado”), pero en este caso me decidí por algunos frutos secos y uvas pasas. Una vez trufados, salpimentados y atados para que no pierdan la forma (magnífico video en donde se explica la técnica de atado para cocinillas novatos: http://bit.ly/d0KIVY) pasamos a dorar los lomos en una cazuela amplia y no muy alta. Aceite de oliva al que añadimos un trozo de mantequilla, cinco o seis ajos pelados y… alegría en el fuego. Doramos bien la carne por toda su superficie y también doramos los ajos. Añadimos unos 200 ml de vino oloroso seco y moderamos el fuego. Dejamos que el vino se consuma mientras movemos la carne para que se impregne bien. Añadimos 200 ml de caldo de pollo y también dejamos que se vaya consumiendo. Cuando quede poco líquido  (habrán pasado unos 30-40 minutos) retiramos la carne y la pasamos a una fuente para horno. La horneamos otros 40 minutos a 160 Cº para que quede bien hecha por dentro, pero con cuidado de que no se churrasque y se seque demasiado.

Mientras se hornean las cintas de lomo vamos a ejecutar la salsa. En la cazuela han quedado los jugos que soltaron los lomos, los restos de vino y caldo, y los ajos dorados. Trituramos bien todos estos elementos y añadimos cinco o seis nueces molidas, un golpe de canela y otro de pimienta negra. Movemos a fuego suave hasta que todo se mezcle bien y entonces añadimos 200 ml de nata para cocinar. Ligamos, siempre a fuego suave, y para rematar le batimos un trozo generoso de mantequilla, que se irá fundiendo y emulsionando con la salsa (sin llevar a ebullición).

Cortamos los lomos en rodajas no muy gruesas y adornamos con huevo hilado. Servimos la salsa bien caliente y que cada cual se la administre a voluntad.

 

Segunda salsa: para la fruta

Preparamos una buena cantidad de gajos de mandarina bien limpios, y dos o tres mangos, maduros, troceados en dados no muy grandes. Las mandarinas las dejamos macerar unas horas en Cointreau y los mangos en algún Oporto decente (yo usé un Croft Porto Reserva que compré en la Navidad de 2011 en la misma bodega tripeira).

Para endulzar la fruta cociné dos salsas de chocolate con nata diferentes: una al Cointreau y otra al Oporto. Iguales en su ejecución, con la única diferencia del alcohol añadido.

En una cazuela pequeña fundimos tres cucharadas de azúcar morena, con cariño, para que se funda pero no se queme. Cuando ya está listo este caramelo añadimos, con cuidado, 100 ml de leche entera, 150 ml de nata para cocinar (espesa) y 150 gr de chocolate negro. Movemos, sin interrupción, con una cuchara de madera hasta que se vaya componiendo la salsa (corregimos de chocolate o de leche-nata, según nos guste más espesa o más ligera, más oscura o más clara). Añadimos el licor correspondiente y, para rematar, le batimos un trozo generoso de mantequilla.

Disponemos la fruta en unos barquillos, de esos que venden, en forma de copa,  en Mercadona. Los barquillos de mandarina los regamos con la salsa de chocolate al Cointreau, y los de mango con la salsa de chocolate al Oporto. Podemos adornar con piñones y sésamo tostado.

Tercera salsa: para las caderas

En el pachangeo inmisericorde que preparé para el fin de fiesta no podían faltar algunos clásicos de los 80 que, a ciertas edades, provocan una extraña mezcla de euforia y nostalgia: Boney M, Blondie, Tino Casal, Bee Gees, Rafaela Carrá…

Pero la salsa, lo que se dice la salsa, la puso, sobre todo, Oscar D´León, el Sonero del Mundo, bien acompañado por la Coco Band, Jossie Esteban y la Patrulla 15, Wilfredo Vargas y otros merengueros, de los clásicos, en homenaje a nuestra anfitriona, a la que conocimos en Dominicana en el lejano verano de 1990, cuando algunas zonas del Caribe aún no habían sido asaltadas por las hordas de turistas low cost.

Así es que la tercera salsa de este post es la “Salsa con coco”, uno de los exitazos de la Coco Band, que os dejo en este video ya mítico entre los aficionados al merengue:

 

 

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