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Posts Tagged ‘peatones’

SEPARADOS BEATLES

En 1969, y en Abbey Road, ser peatón (incluso descalzo) era lo más cool…

La primera sonrisa del día me la regaló bien temprano la periodista Rosa María Artal, que en su cuenta de Twitter (@rosamariaartal) escribió: «Acabo de hacer muy feliz a un envase de testosterona al volante de un coche. Se ha sentido superior y ha podido ilustrarme con su sabiduría«.

¿Qué extraña mutación sufrimos al conducir un coche? ¿Qué hormonas se disparatan en un atasco? ¿Existe un oculto vínculo, una especie de relación inversa, entre el cubicaje de los vehículos a motor y el del cerebro de sus conductores?

Un amigo que paseaba, con el insensato afán aventurero de los turistas, por el acerado de una extensa avenida que cruzaba una zona residencial de Miami fue interpelado por una pareja de policías, sorprendidos por su extraño comportamiento. “Nos parece muy bien que usted sea un turista con ganas de pasear”, vinieron a decirle, “pero en determinadas zonas solo se desplazan caminando los pobres o los delincuentes”. O sea, que en algunos sitios los peatones comienzan a ser sospechosos.

Si una civilización alienígena tuviera oportunidad de espiar la vida en las grandes ciudades del planeta Tierra podría llegar a pensar que extensas zonas de nuestro mundo están habitadas por los coches y que los humanos apenas somos una especie de parásitos (malhumorados y hasta peligrosos) que ocupan los vehículos a motor. Estos requieren de enormes inversiones para poder moverse a su antojo por calles, carreteras, autopistas o rondas de circunvalación, mientras que los peatones disponen de un espacio ridículo en comparación con las infraestructuras que devoran los automóviles.

Por un espacio de 3,5 metros de ancho situado en un escenario urbano pueden llegar a circular, en una hora, hasta 22.000 personas usando como medio de transporte un tranvía, cifra que se reduce a 19.000 personas si se trata de peatones o 14.000 si son ciclistas. Los autobuses públicos son capaces de conducir, en idénticas condiciones, hasta 9.000 personas, mientras que los automóviles tan sólo llegan a transportar a unas 2.000 personas. Si el espacio de nuestras ciudades no es infinito y las necesidades de transporte no dejan de crecer queda claro que lo más rentable, para todos, es el transporte público.

Si los peatones son sospechosos y el glamour urbano es directamente proporcional al tamaño y cilindrada del vehículo que conducimos, es porque en asuntos de movilidad, como en otras muchas parcelas, vivimos presos de una serie de mitologías sociales que giran en torno al consumo. No pocas personas, de esas mismas que lamentan la degradación de la calidad de vida en las grandes ciudades, consideran que un mayor consumo acarrea un mejor tratamiento social, o que lo barato, aunque sea eficiente, resulta vulgar. De esta manera, el coche es sacralizado, aún cuando sea el responsable de la creciente congestión de las vías urbanas e interurbanas, de un elevado consumo de energía y de unas emisiones contaminantes que repercuten en la salud de todos. La representación social que se le atribuye hoy al coche particular, como desde hace años viene denunciando Gerardo Pedrós, profesor de la Universidad de Córdoba, provoca conductas poco adecuadas tanto de uso como de compra del vehículo. Así, coches más potentes de lo que el usuario realmente necesita, conducciones violentas o velocidades excesivas, solo sirven para disparar el consumo de combustible, gastar más dinero, poner en peligro la vida de otros ciudadanos y causar daños en el medio ambiente.

A nadie se le oculta tampoco que, en gran medida, la disparatada dependencia del vehículo privado en nuestras urbes es un fenómeno íntimamente relacionado con el debilitamiento del modelo de ciudad compacta y compleja, característico del entorno mediterráneo, y el nacimiento de una nueva ciudad extensa y difusa, compuesta por una amalgama inconexa de urbanizaciones que salpican extensas áreas metropolitanas.

En definitiva, de poco sirve fomentar el transporte público si, al mismo tiempo, no se buscan fórmulas que permitan reducir el tráfico de los vehículos privados y la excesiva, y a veces inevitable, dependencia de este medio de transporte, empezando por diseñar planes urbanísticos que no sean prisioneros de este modelo de transporte individualista.

Excluyendo a los adultos que no se desplazan en automóvil por cualquier circunstancia, la movilidad de una quinta parte de la población europea, compuesta por niños y jóvenes, depende totalmente de los desplazamientos a pie o en bicicleta, de los transportes públicos o, eventualmente, del coche de la madre o del padre. Si a nuestros hijos los acostumbramos a depender del vehículo particular de un adulto, lo lógico es que, cuando ellos lleguen a la edad adulta, también consideren este recurso como el único referente. Los niños, las niñas, los ancianos, los discapacitados,… aquellos sectores de la sociedad que requieren un trato preferencial están rodeados, como explica la propia Comisión Europea, por un entorno urbano que no siempre presta atención a sus necesidades de desplazamiento. En las grandes ciudades son los grandes marginados del transporte.

En definitiva, buscamos la movilidad sostenible, ese concepto que todos repetimos sin saber, en ocasiones, qué significa exactamente. La sostenibilidad, aplicada a cualquier acción humana, se traduce, sencillamente, en respeto. Movilidad sostenible es desplazarnos respetando a los peatones, a los ciclistas, a los pasajeros del transporte público, al resto de conductores e, incluso, a aquellos ciudadanos que no tienen necesidad o posibilidades de trasladarse. Ese respeto que le faltó al «envase de testosterona» con el que tuvo que lidiar esta mañana Rosa María Artal…

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yogacity11

Me muevo (a gran velocidad), luego existo. Y a lo mejor resulta que la existencia, orientada al bienestar, es otra cosa…

«Era un vendedor de píldoras perfeccionadas que calman la sed. Se toma una por semana y no se siente más la necesidad de beber.
– ¿Por qué vendes eso? – dijo el principito.
– Es una gran economía de tiempo – dijo el vendedor. – Los expertos han hecho cálculos. Se ahorran cincuenta y tres minutos por semana.
[…] ‘Yo – se dijo el principito – si tuviera cincuenta y tres minutos para gastar, caminaría lentamente hacia una fuente…»

(El principito, Antoine de Saint-Exupéry)

En los últimos años asistimos a una nueva revolución en la movilidad, revolución dictada, sobre todo, por la necesidad de moderar el consumo de energía y neutralizar así la contribución que un transporte insostenible tiene en el cambio climático.

Los sistemas de transporte público se potencian con mejoras tecnológicas y sistemas de gestión capaces de lograr la máxima eficacia, la mayor comodidad y el menor coste. Aparecen nuevas modalidades de transporte colectivo, en grandes áreas urbanas, basadas en metros, tranvías, corredores ferroviarios o enlaces marítimos. Sencillas adaptaciones del viario hacen que las bicicletas se conviertan, por fin, en medios de transporte muy atractivos en la mayoría de nuestras ciudades. Se bonifica la sustitución de vehículos a motor convencionales por aquellos otros de propulsión híbrida, y comienza la adaptación de nuestras ciudades a la llegada de los primeros vehículos eléctricos.

Los peatones recuperan el protagonismo perdido, ese que tuvieron a principios del siglo XX, cuando no tenían que pelear su espacio con los automóviles. Las zonas peatonales, denostadas durante años, se imponen en el nuevo modelo de ciudad sostenible, de ciudad pacificada.

Este cambio de paradigma se beneficia, en parte, de la sustitución de desplazamientos que se ha originado a partir de los nuevos sistemas de comunicación. La telefonía móvil y todos los servicios que ya se asocian a la misma (desde una videoconferencia hasta una operación bancaria), la posibilidad de disponer de acceso a Internet en casi cualquier punto de nuestra geografía y la extrema portabilidad de los ordenadores, hacen posible el alejamiento de los centros productivos. Muchos trabajadores ya no necesitan moverse para cumplir con sus obligaciones laborales, y muchos ciudadanos resuelven múltiples gestiones desde su hogar o desde cualquier punto en donde su smartphone o su tablet le proporcione acceso a Internet.

El teletrabajo ofrece una posible solución, aunque sea parcial, al problema del transporte individual, haciendo que disminuyan los desplazamientos y con ellos la contaminación atmosférica y acústica, el consumo de energía, los atascos y la creciente necesidad de infraestructuras viarias. Sin embargo, advierten algunos autores, esta fórmula de empleo no es la panacea desde un punto de vista ambiental, porque, por ejemplo, puede originar una utilización relativamente ineficaz de la energía empleada en la calefacción y la iluminación de los hogares, ya que calentar e iluminar un gran espacio para un solo individuo, en vez de para muchos trabajadores que comparten una misma oficina, puede ser un despilfarro.

Incluso se anota un fenómeno paradójico por el cual el tiempo que se ahorra en desplazamientos, a cuenta de estos recursos telemáticos o de la mejora en los sistemas de transporte público, se emplea en nuevos desplazamientos, en una especie de espiral sin fin que parece conducirnos, lo queramos o no, al colapso.

Tratando de evitar este peligroso camino al precipicio es como nace ese heterodoxo movimiento ciudadano que defiende la aplicación de la etiqueta “slow” a todo lo que nos rodea: slow-cities, slow-travel, slow-food, slow-people… Quizá, entonces, haya que poner la mirada no tanto en la tecnología, o en las infraestructuras, como en la educación, favoreciendo otra manera de entender la existencia, otra manera de administrar el tiempo y el espacio. Porque si hay algo que caracteriza a los humanos del siglo XXI, al menos en las urbes más desarrolladas, es que no somos capaces de expresarnos sin movilidad y sin velocidad. Me muevo (a gran velocidad), luego existo. Y a lo mejor resulta que la existencia, orientada al bienestar, es otra cosa…

«Sin prisa» es una de las expresiones que más repito a lo largo del día, aunque con desigual resultado. La repito como un mantra y, sobre todo, trato de aplicármela a mi mismo, para que no me devore la velocidad. Prefiero que alguien llegue un poco tarde a esa cita tan esperada a que lo haga jadeante y con la cara de estrés del que ha antepuesto el reloj al placer, que siempre, siempre, es slow

 

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Hoy en Twitter hemos amanecido comentando los elevadísimos índices de contaminación atmosférica que están sufriendo en Madrid. Y el problema no es nuevo. Pero es que la solución tampoco. Si todas las infraestructuras de una gran ciudad se enfocan, sobre todo, al uso del vehículo privado, al final pasa lo que pasa. Y los humos no decrecen sino se cambia el modelo de transporte, por mucho que se cambien de sitio las cabinas de medición o se rece para que el anticiclón invernal se marche. 

Y es en este punto del debate en donde ha aparecido, por méritos propios, el carril-bici de Sevilla y la revolución que ha originado en la ciudad. Nadie mejor que mi amigo Manuel Calvo para explicar el poder de las dos ruedas. Manuel es consultor ambiental independiente, socioecólogo, persona sensata y uno de los padres de la criatura. Hace pocas semanas detallaba las claves del milagro en una entrevista publicada por el Ayuntamiento de Las Palmas de Gran Canaria:

 

 

– El carril bici originó una transformación impresionante en tan sólo unos años para la ciudad y ello supuso que se llenara de obras por todas partes. ¿Cómo reaccionaron los vecinos, comerciantes y transportistas de la ciudad?
Hubo muchísimas protestas. La red de carril-bici se hizo a costa de espacios de aparcamientos y provocó muchas quejas de los vecinos y los comerciantes. La red ciclista se ha hecho a costa de espacios que antes ocupaba el coche, se han eliminado muchos aparcamientos y se ha reducido el ancho de los carriles de tráfico. Esto, por supuesto, provocó que los interesados en el transporte de vehículos protestaran mucho.
– ¿Cómo superó las críticas la Administración de la ciudad?
Con tres cosas. La primera, que la voluntad política era firme. Estaban seguros de que esto era bueno para la ciudad y siguieron adelante a pesar de todo.
La segunda clave fue la información. En cuanto surgía una protesta, el responsable del área iba a hablar con los vecinos para explicar los proyectos detalladamente.
Y la tercera llave del éxito fue el trabajo político que se realizó para llegar a acuerdos con otros partidos e instituciones, que apoyaron las actuaciones.
En cualquier caso, ningún plan de este tipo sale adelante sin protestas. Pero luego la experiencia dice que las cosas buenas para la ciudad tienen buena acogida y, muchos de los que estaban en contra, hoy lo reconocen.
– Después de que las obras han terminado, ¿cuál es el resultado? ¿Cuántas personas se mueven en bicicleta, tranvía, metro o autobús?
– En tres años, los ciclistas se han multiplicado por diez, hemos pasado de una media de 6.000 o 7.000 ciclistas a alrededor de 70.000. Esto supone que a día de hoy en Sevilla el 7% del transporte se hace en bicicleta. Además, es fundamental saber que de esos nuevos ciclistas, el 30% vienen de usar el coche, un tercio del autobús y otro tercio del transporte a pie.
Mientras, el metro está en unos 40.000 viajeros al día de media, más o menos la mitad que el transporte en bicicleta. Y esto también es muy significativo si además lo medimos en cifras. La red de bicicletas ha costado 30 millones de euros, frente a los 650 millones que costó el metro. Esto demuestra que la inversión pública en bicicletas es inmensamente más eficaz que cualquier otra.

 


En resumen: voluntad, información y consenso. Y todo en un entorno low cost

 

Y aún así, todavía se pasean por Sevilla algunos dinosaurios empeñados en hacernos creer que sin bicicletas la ciudad era mejor… Lástima que tengamos una Isla Mágica y no un Parque Jurásico…

 

 

 

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