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Esto es lo que ve Coelho al atardecer, así, al natural, sin filtros. Pero por muy espectacular que sea el mirador es mucho más lo que oculta Lisboa que lo que muestra… (Foto: José María Montero).

Partiste, tudo na vida tem fim / Sempre disse cá para mim que isto iria acontecer…»  (Vou lá ter, Mario Móniz)

No, no me hice una foto con Pessoa en la puerta del Café A Brasileira. No, no peregriné a Belém en busca de pastéis, ni me aburrí en una cola interminable para apiñarme en el elevador do Carmo, ni pagué una fortuna para cenar unos petiscos resecos mientras alguien decía cantar fados. Apenas pisé el corazón del Chiado, escapé de la rúa Augusta, evité el Terreiro do Paço, no subí al Castelo ni metí codo para poder embutirme en el 28 (sacando medio cuerpo por la ventanilla para fotografiar el Largo da Sé o el de las Portas do Sol).

No, no me subí a un tuk-tuk, ni a un Go-car, ni a un Segway para conocer lo que sólo se puede conocer andando despacio, muy despacio.

¿Qué se esconde en la otra orilla? ¿A dónde nos llevó el Cacilheiro? ¿Quién escribió «Atira-te ao rio» al final de este paseo por la otra Lisboa? (Foto: José María Montero).

No, no es esa mi Lisboa, la Lisboa a la que viajo desde que era niño, la Lisboa de la que me enamoré gracias a mis padres. Aquellas señas de identidad que me deslumbraron cuando apenas tenía doce o trece años han sido devoradas, y prostituidas, por un turismo de masas que poco o nada sabe del delicado espíritu de esta ciudad o, lo que es peor, que aún sabiendo cuál es el alma de Lisboa no duda en sumarse a esa corriente simplona y mercantilista que se recrea en los tópicos hasta convertirlos en dogmas o caricaturas. Y no hablo de reservar esa Lisboa a una élite, ni de despreciar a cualquiera que, sin mala intención, se deja llevar por aquellos que comercian con Lisboa como quien vende una entrada para Disneyland. No, este no es un discurso exclusivo, sólo para iniciados. Sin necesidad de ser un erudito ni un apóstol del turismo sostenible se puede ser visitante en Lisboa (y en cualquier sitio) aplicando el más sencillo respeto, el que nace de la  empatía y el sentido común.

Así habla Mouraria… (Foto: José María Montero)

Que sí, que sí, que las administraciones lusas tienen mucho que decir a este respecto (y es justo reconocer que la izquierda lisboeta está ejecutando decisiones trascendentales, como la de evitar la privatización del transporte público), pero que conviene no olvidar que todo empieza, mucho antes que en un decreto o en una ordenanza, en la doméstica decisión que tomamos cualquiera de nosotros.

Claro que mola subirse a los tranvías, pero a lo mejor hay que moderarse cuando uno descubre (y no hay que ser un lumbreras para darse cuenta) que son el medio de transporte, público y popular, para cientos de lisboetas, esos  que tienen serias dificultades para abordarlos cuando a todas horas suelen ir abarrotados de turistas. Esa es una decisión individual y sencilla, pero hay muchas más.

El relevo generacional está asegurado: con la gran fadista Diana Vilarinho en el Barrio Alto (al filo de la medianoche), después de su actuación en la minúscula Mascote da Atalaia.

Decidir que dos calles más allá de esa plaza atestada hay hermosos rincones (casi) solitarios. Decidir que el fado, el auténtico fado, hay que buscarlo, y rebuscarlo, en pequeñas tabernas en las que (casi) no hay turistas, porque el fado, el auténtico fado, no es el hilo musical de un triste parque temático. Decidir que no vamos a hospedarnos en alojamientos sospechosamente baratos situados en el casco histórico de la ciudad porque si lo hacemos así (casi) siempre estaremos  alimentando el negro negocio de los alquileres especulativos, esa mafia legal que expulsa a los vecinos de sus casas para comerciar con ellas. Decidir que la auténtica comida lisboeta es la que comen… los lisboetas, la que se sirve temprano, a precios populares pero con todo el mimo del mundo, en las tascas de los barrios menos turísticos o, incluso, en la humilde cantina de un céntrico convento de monjas. Decidir que en Lisboa se puede ir andando a (casi) todos lados. Decidir hablar tan bajito y ser tan educados como (casi) todos los portugueses. Decidir que hay otra Lisboa más allá de Graça, de Estrela o del Bairro Alto, otra Lisboa a la que se llega en el Transtejo, en el destartalado Cacilheiro o brujuleando, sin prisa, por Ourique, Santos, Mouraria, Mandragoa, Estrela d´Ouro…

Mirando al Tajo desde el ojo entreabierto del MAAT (Foto: José María Montero).

Y no, la otra Lisboa de la que hablo tampoco es esa urbe cool que hace unos días nos pintaban en el dominical de El País, ese paraíso poblado de pijipis que vampirizan el espíritu de la ciudad para vendernos no-se-qué-moda-y-no-se-qué-ultimísimo-diseño-exquisito-y-no-se-qué-star-up-tecnológica-de-rabiosa-vanguardia. Lo siento, si en un reportaje dedicado a Lisboa leo que el futuro está en manos de eso que uno de los entrevistados llama «gente guapa», si leo que las nuevas inmobiliarias «más que edificios crean conceptos», o si leo que alguien admite que «el precio de los pisos está por las nubes» pero se justifica añadiendo que «hace poco nadie los quería», entonces concluyo que, efectivamente, esa tampoco es Lisboa, al menos no es mi Lisboa. Y sí, claro que hay espacio para ese grupo de emprendedores cool que  seguro está dinamizando la ciudad (yo mismo he celebrado en esta última visita el continente  del MAAT, la elegante almeja que se abre al Tajo sin destrozar el horizonte gracias a las curvas orgánicas de Amanda Levete, aunque el
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 sea discutible y los titulares del museo sean más que discutibles…), pero, aún así, por favor, que no nos vendan que eso es Lisboa, la otra Lisboa  («Lisboa, ¿pero dónde estabas», se titula el reportaje), porque eso, eso mismo, ya lo he visto, lo he vivido y lo he sufrido, en Nueva York, en Berlín, en Buenos Aires o en Barcelona.

Y se va… desde las Escadinhas da Rua das Farinhas (Foto: José María Montero).

Lisboa ha sobrevivido a un terremoto, a una dictadura, a Bruselas y sus hombres de negro… Lisboa sobrevivirá a los cruceros y a los hipster, a la especulación y a la fast food. Lisboa, aunque ahora no lo parezca, sigue sin tener prisa, y conserva intactas, aunque ahora deba ocultarlas, sus más poderosas señas de identidad. El alma de Lisboa no es fácil de entender, y mucho menos de vencer. Amigos y enemigos, aunque estos últimos no lo admitan, están condenados a enamorarse de esta ciudad en la que todos los relojes, y todos los calendarios, mienten.

PD: No, no me hice una foto con Pessoa en la puerta del Café A Brasileira porque le tengo su respeto al poeta y porque su espíritu, no en frío bronce sino en vivo, es fácil de reconocer en la conversación queda tejida con ese viejo vecino que busca el fresco en el escalón de su casa de Alfama, o ese otro que resopla, sin lamentarse, mientras corona unas escadinhas en Mouraria, justo cuando el sol se despide de Lisboa, de mi Lisboa, de esa otra Lisboa.

Carlos «Lola» en el escalón de su casa de Alfama. ¿Quién necesita fotografiarse con la estatua, fría, de Pessoa? (Foto: José María Montero).

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Minuto 1. Los ingredientes preparados sobre la encimera añil de mi cocina.

“Come chocolates, muchacha,
¡Come chocolates!
Mira que no hay metafísica en el mundo como los chocolates
Mira que todas las religiones enseñan menos que la confitería
¡Si yo pudiese comer chocolates con la misma verdad con que tú los comes!
Pero yo pienso y al arrancar el papel de plata, que es de estaño,
echo por tierra todo, mi vida misma”

(Tabaquería, Fernando Pessoa)

En la cocina, como en casi todas las actividades creativas, habitan múltiples contradicciones. La oposición de elementos aparentemente compatibles, el juego de contrarios, el contraste, siempre juegan a favor de la creación. Pero lo cierto es que esta curiosa cualidad no se aprecia lejos de los fogones. Por eso, a las personas que celebran un plato y preguntan por su elaboración les suelen sorprender algunas de esas frases-comodín, que ya usaban nuestras abuelas, y que destacan precisamente por ser, en muy pocas palabras, un elogio a la contradicción.

Para reproducir un plato necesitamos el auxilio de una receta, que, con más o menos literatura, es una simple enumeración de tiempos, cantidades y pesos, pero cuando nos preguntan por esa fórmula alquímica objetiva recurrimos a frases confusas en las que el tiempo y el espacio no se pueden medir o se miden de una manera absurda. Menuda contradicción…

–      ¿Cuánto vino tenemos que añadir al guiso?

–      Eso te lo va pidiendo el propio guiso…

Los guisos hablan, y nuestros relojes, los relojes de los que nos gusta enredar en la cocina, nunca son capaces de medir espacios de tiempo superiores a los quince minutos.

–      Pero para hacer ese pastel te tienes que tirar una tarde entera en la  cocina…

–      En absoluto !! Este pastel se hace en quince minutos…

Por no hablar de esos platos maravillosamente sofisticados, en los que intervienen diez o doce elementos diferentes, y que, misteriosamente, se elaboran siguiendo un único paso, muy sencillo…

–      Explícame cómo vas añadiendo los ingredientes para que salga así de bueno…

–      Nada, nada, muy fácil: se pone todo en crudo en la olla y ya está…

Estas frases, y otras muchas parecidas, forman parte de la jerga, un tanto absurda y pelín ególatra, de los cocinillas, y por eso el otro día, cuando aparecí en el trabajo con una tarrina de rocas caseras de chocolate nadie me creyó cuando dije que se cocinaban en quince minutos. Y eso que, por una vez, era verdad.

–      Una tableta de chocolate negro para fundir (o del chocolate que más nos guste, que también sirve el que lleva leche y tiene un paladar menos rotundo).

–     150 gramos de piñones (a mí en esta receta me gustan los piñones, pero vale cualquier fruto seco y también queda de maravilla con arroz inflado).

–      Cinco o seis cucharadas soperas de azúcar.

–      Un chorreón generoso de Cointreau (sí, todavía se vende…).

–      Papel vegetal (del que se usa para no se pegue la comida en la bandeja del horno).

–      Una cucharada de mantequilla (opcional).

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Minuto 10. El chocolate fundido y los piñones caramelizados comienzan a enredarse.

Ponemos el azúcar en un cacito a fuego medio y, sin dejar de remover, la convertimos en caramelo. Cuando esté bien líquida echamos los piñones, los envolvemos bien en el caramelo, apartamos del fuego y extendemos sobre papel vegetal (acabamos de fabricar una garrapiñada de piñones, valga la cacofonía). Hay quien en este paso (o al fundir el chocolate) añade una cucharada de mantequilla (a mi no me gusta, pero reconozco que no hace ningún mal). Dejamos enfriar evitando que los piñones estén apelotonados (si no cuando se enfríen necesitaremos un martillo para separarlos).

Fundimos el chocolate al baño María o en el microondas (con cuidado para no achicharrarlo). Cuando esté bien líquido lo apartamos y lo enriquecemos con el licor. Removemos bien y añadimos los piñones caramelizados (si no podemos separarlos podemos trocear la garrapiñada en porciones pequeñas). Mezclamos con cariño y a conciencia, de manera que el chocolate envuelva a los frutos secos por completo. Dejamos que pierda temperatura y se espese un poco para manejarlo mejor.

En una bandeja cubierta con papel vegetal vamos disponiendo, con la ayuda de una cucharita, pequeños montoncitos de ese chocolate revuelto con piñones. La forma aquí es irrelevante porque se trata de rocas y, por tanto, deben ser toscas e irregulares.

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Minuto 15. Asi quedaron las rocas con su adorno de chocolate blanco y piñones. Listas para volver a fundirse… en el paladar.

Como tenía un trozo de chocolate blanco también lo fundí y lo usé para coronar cada roca con un delicado pellizco de ese chocolate blanco y un piñón caramelizado (rocas personalizadas, mon cheri…).

Metemos la bandeja en el frigorífico y, buscando alguna distracción que nos salve de los malos pensamientos y las peores tentaciones, esperamos, como mínimo, una hora. Después de ese tiempo, podemos pecar, aunque (ahí va otra contradicción) algunos consideran que el chocolate es la única religión verdadera…

¿Y SI DISPONGO DE MÁS DE 15 MINUTOS? 

Si disponemos de un poco más de tiempo y nuestra adicción al chocolate, y a la creación, requieren de nuevas preparaciones para sorprender al paladar y a los amigos, podemos embarcarnos en unas cáscaras de naranja  (y limón) caramelizadas, mojadas en Cointreau y bañadas en chocolate negro. Sí, la sola evocación de este postre (que acaba de salir de mi laboratorio casero) provoca suspiros en los espíritus más sensibles.

2 naranjas grandes de piel gruesa + 2 limones grandes de piel gruesa

El peso de las cáscaras en azúcar morena

Una copa de Cointreau

Una tableta de chocolate negro para fundir

Haciendo unos pocos cortes verticales y cuidadosos separamos la cáscara de naranjas y limones en no más de cuatro trozos por pieza de fruta. Retiramos con delicadeza un poco de esa parte blanca del interior de la cáscara sin romper ésta ni dejarla excesivamente delgada. Ponemos agua en el fuego y cuando hierva añadimos las cáscaras. Las dejamos hervir a fuego moderado durante cinco minutos, tiramos el agua y volvemos a repetir la misma operación (hervir cinco minutos y cambiar el agua) otras cuatro o cinco veces, lo que nos servirá para eliminar un posible exceso de amargura. Retiramos las cáscaras con cuidado para no romperlas y las cortamos en tiras del grosor del dedo meñique (por poner una referencia sencilla). Las pesamos, y preparamos algo menos del mismo peso en azúcar morena.

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Cáscaras caramelizadas (versión 1,0). Admito que el emplatado es mejorable, pero el churreteo del chocolate y el Cointreau también resulta provocador, ¿o no?

En una sartén amplia ponemos el azúcar y las cáscaras. Con el fuego suave dejamos que el azúcar se vaya fundiendo y que las cáscaras se empapen con ese sirope. Antes de que se peguen, cuando ya apenas queda caramelo, las retiramos y las ponemos, bien separadas unas de otras, en un papel vegetal. Las dejamos enfriar y secarse, como mínimo, durante toda la noche. Cuando ya están bien secas las emborrizamos con un poco de azúcar morena y las mojamos, ligeramente, en Cointreau.

 

Finalmente fundimos chocolate negro, dejamos que al enfriarse se espese un poco y mojamos cada tira de cáscara en esa crema. Volvemos a colocarlas en el papel vegetal, las ponemos en el frigorífico y cuando pasé el tiempo reglamentario (una hora, al menos) ya están listas para… seguir pecando.

A mi me gusta combinarlas con queso añejo… Y no se muy bien por qué, ni tengo interés en saberlo.

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