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Posts Tagged ‘Planeta Australia’

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Noche estrellada. Cenando al aire libre, junto a uno de los viejos cobertizos de Carbla Station (Overlander North, Western Australia) Foto: Héctor Garrido EBD/CSIC

«Un par de arco iris flotaba sobre el valle entre las dos montañas. Los peñascos de la ladera, que habían tenido un color rojo seco, tenían ahora un color negro purpúreo y estaban surcados, como una cebra, por caídas verticales de agua blanca. La nube parecía aún más densa que la tierra y los rayos postreros del sol asomaron por debajo de su borde inferior, inundando el spinifex con rayos de luz verdosa.

– Lo sé -asintió Arkadi-. No hay nada igual en el mundo.»

(Los trazos de la canción, Bruce Chatwin)

Hay quien acusa a Bruce Chatwin de novelar en exceso sus viajes, de adornar el relato con elementos, personajes o acciones que sólo habitaron en su imaginación. Para quien no haya visitado Australia, para quien no se haya internado en el outback, la lectura de Los trazos de la canción, la crónica del periplo australiano de Chatwin, puede resultar un fascinante entretenimiento a cuenta de un mundo inexistente. Resulta difícil de creer, para quien no haya sentido el vértigo del Never Never, que a mediados del siglo XX existan paisajes y personajes como los que describe Chatwin. Humanos a la deriva, héroes que nada tienen que envidiar a los protagonistas de una epopeya griega, aborígenes que nos dibujan una cosmogonía tan compleja como poética: demasiado extraña, demasiado hermosa.

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Entrevistando a Maitland Parker en la garganta de Dales (Karijini). Foto: Héctor Garrido EBD/CSIC

«A continuación explicó cómo se pensaba que, al desplazarse por el país, cada antepasado totémico había esparcido una huella de palabras y notas musicales a lo largo de la sucesión de sus pisadas, y cómo estos rastros de Ensueño estaban impresos sobre la tierra como <medios> de comunicación entre las tribus más distantes.

– Una canción -dijo- era al mismo tiempo un mapa y un medio de orientación. Si conocías la canción, siempre podrías encontrar tu itinerario a través del país».

(Los trazos de la canción, Bruce Chatwin)

Antes de viajar a Australia traté de sumergirme en las señas de identidad de un país que en realidad es un continente (aunque cuando volví lo bauticé como planeta). Leí (que recuerde) a Bryson, a White, a Carey, a Morris… y en ningún otro libro, como en Los trazos de la canción, he visto reflejado, con tanta nitidez, el corazón de Australia y el de los australianos (los auténticos australianos, quiero decir…). Gracias a mi amigo Javier, y en un inesperado guiño del azar, he disfrutado (mucho) de esta obra difícil de enmarcar en un género, porque es, a un tiempo, autobiografía, relato de viaje, novela de aventuras, tratado de antropología y hasta desordenada antología filosófica y poética en favor del vagabundeo.

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La expedición al completo desayunando en algún remoto pedregal de Pilbara (Western Australia) Foto: Héctor Garrido EBD/CSIC

Chatwin ha conseguido que, sin esfuerzo alguno, haya vuelto por unas horas a las noches estrelladas en Carbla Station, a los amaneceres en Shark Bay, a las colinas desnudas de Knosos, a los bosques de Paluma, a la hoguera que encendimos en el cauce seco de Shaw River, a la cena en la reserva de Karijini con Maitland Parker (del pueblo Banyjima), a los corales y a los tiburones de Wheeler Reef, a la inquietante desolación de Normay Mine, a las rocas sagradas de Gallery Hill, a la soledad infinita del desierto de Pilbara…

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Un alto en el camino. Desierto de Pilbara, cerca de Karijini, a mil kilómetros de cualquier sitio… Foto: Charli Guiard

En 2009 pasé dos meses recorriendo Australia y Tasmania en compañía de un variopinto grupo de investigadores. Uno de esos viajes que no se ofrecen en ninguna agencia, que no aparecen en ningún folleto de aventuras exóticas. Un viaje que difícilmente podría repetir, aunque quisiera, porque hay experiencias que no sólo dependen de los recursos clásicos (tiempo y dinero). Utilizando todo tipo de medios de transporte recorrimos más de 15.000 kilómetros sin abandonar territorio australiano, una cifra ridícula en la inmensidad de una isla que dobla la superficie de toda la Unión Europea y que está poblada por la mitad de habitantes que España.

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Los trazos de alguna vieja canción aborigen. Petroglifos de Gallery Hill (10.000 años de antigüedad) Foto: Héctor Garrido EBD/CSIC

«La migración misma, como el peregrinaje, es el viaje arduo: un <nivelador> en virtud del cual sobreviven los <aptos>, en tanto que los rezagados caen a la vera del camino.

Así el viaje hace innecesarias las jerarquías y las exhibiciones de autoridad. Los <dictadores> de reino animal son aquellos que viven en un ambiente de abundancia. Los anarquistas, como siempre, son los <caballeros del camino>».

(Los trazos de la canción, Bruce Chatwin)

 

Cuando la televisión está siendo devorada por el entretenimiento más ramplón, todavía somos muchos los que creemos que la caja no es tan tonta y que, por ejemplo, sirve para asomarse a territorios tan lejanos que parecen propios de otro planeta. Y así poder entenderlos, y entendernos…

 

«Planeta Australia: los archivos de la Tierra» – Canal Sur Televisión 2010

«Planeta Australia: la vida en las antípodas» – Canal Sur Televisión 2010

 

 

 

 

 

 

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Tornado de fuego, también conocido como diablo o demonio de fuego, fotografiado en Alice Spring, en el centro de Australia.

 

“Los incendios devoran el sureste de Australia en un verano de calor histórico”.  Así titula hoy un diario nacional la emergencia que se vive en las antípodas, donde los incendios forestales alcanzan proporciones difíciles de imaginar en nuestras latitudes por mucho que estemos acostumbrados al fuego.

En Australia todo alcanza magnitudes desmesuradas, como tuve oportunidad de comprobar en las dos expediciones que me llevaron a tan lejano destino en 2009 y 2010, y que sirvieron para componer la serie documental “Planeta Australia” (emitida en Canal Sur Televisión y disponible en la CienciaTK del CSIC) .

En el blog que resume, de manera informal, nuestras peripecias en tierras de Oceanía expuse algunos datos llamativos a propósito de los incendios forestales australianos, información que me había facilitado la simpática botánica Betsy Jackes, de la Universidad James Cook, con la que estuvimos recorriendo el Parque Nacional de Paluma, en el estado de Queensland.

En días calurosos los aceites esenciales contenidos en las hojas del eucalipto, el árbol característico de los bosques australianos, se evaporan por encima de las copas produciendo una característica neblina azulada. Estos aceites son altamente inflamables y por eso las llamas viajan rápidamente a través de esa atmósfera oleosa. En bosques densos de eucaliptos las llamas de un incendio pueden alcanzar más de 300 metros de altura y propagarse a 70 kilómetros por hora (Betsy me aseguró que, en circunstancias extremas, esa velocidad puede alcanzar los 200 kilómetros por hora… pero sigo resistiéndome a admitir ese dato espeluznante).

La temperatura de un incendio en esas latitudes también alcanza cifras difíciles de imaginar: en las conocidas como “tormentas de fuego» llegan a alcanzarse los 2.000 grados centígrados, temperatura más que suficiente para fundir… el acero.

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La foto que ilustra este post la tomé en mi cocina hace un par de días. No se trata de una verdura extraterrestre, ni tampoco es el resultado de un oscuro experimento genético.

Lo que encontré en una verdulería del Aljarafe sevillano era un magnífico ejemplar de romanescu (Brassica oleracea), que, como bien explica la Wikipedia, es un híbdrido de brécol y coliflor de la familia de las brasicáceas. El romanescu ya aparece documentado en Italia (como Broccolo romanesco) en el siglo XVI. Por tanto, en su concepción no ha intervenido ningún alienígena ni tampoco ha nacido en un laboratorio secreto.

En cuanto lo fotografié, maravillado por la humilde belleza con la que la naturaleza siempre nos sorprende, subí la foto a Twitter y se la envié a mi amigo Juan Manuel García, director del Laboratorio de Estudios Cristalográficos (CSIC-Universidad de Granada), con el que no hace mucho viajé a Australia en busca de los orígenes de la vida en la Tierra (en la CienciaTK del CSIC puedes ver el documental que rodamos: http://bit.ly/zOPmzU) .

Estaba seguro que Juanma le iba a sacar punta a la imagen. Y no me equivoqué. “Si vas por el Mercado de Cádiz y te acercas a la mejor verdulería”, me explicó en su mail, “pregúntale a la señora del puesto por algún romanescu. Yo lo hice y me dejó alucinado: Eso es un fractá, señó. Algo habremos tenido que ver en eso ¿no?”.

Efectivamente la verdulera de Cádiz tenía toda la razón: el romanescu es un excelente ejemplo de geometría fractal. Pero, ¿qué son los fractales? De nuevo recurro a mi amigo Juanma, que lo explica de maravilla en http://armoniafractal.blogspot.com/:

En la segunda mitad del siglo pasado, Benoît Mandelbrot convenció al mundo científico de que la geometría euclidiana que usamos desde los tiempos clásicos no servía para describir la naturaleza. Que las montañas no son pirámides, que los árboles no son conos, que las líneas de costa no son rectas. Y propuso el uso de una nueva geometría que describe mejor la complejidad de las formas naturales: la geometría fractal. Las estructuras fractales son autosimilares, lo que quiere decir que las partes se parecen al todo. Las costas no son líneas rectas sino curvas formadas por cabos y golfos, grandes protuberancias que a su vez están formados por entrantes y salientes, en lo que a su vez hay ensenadas y riscos. Un río es un cauce de agua al que llegan afluentes, y un afluente es un cauce de agua al que llegan arroyos, y un arroyo es un cauce de agua al que llegan riachuelos, y un riachuelo es un cauce de agua al que llegan barrancos, y un barranco es un cauce ocasional de agua al… Se dice por tanto que las estructuras fractales no varían con la escala a la que se miren. La naturaleza y el hombre pintan con distintos estilos los infinitos cuadros que encierra el paisaje. Por un lado, la geometría euclidiana, fría, trazada a tiralíneas por la razón del hombre. Por otro, la cálida y obstinada geometría fractal de la curva y de la bifurcación, dibujada sensualmente por la naturaleza».

Tan hermoso me resultó el romanescu de la foto que algo de trabajo me costó darle el destino al que está encaminada una verdura tan exquisita como esta: una olla de agua hirviendo.

De nuevo en este blog se unen la ciencia y la cocina (es decir, la razón y la emoción). Y lo hacen en la materia prima que nos brinda la naturaleza, en forma de geométrico vegetal, y también en los protagonistas de esta historia, porque con Juanma me he divertido cocinando y comiendo en los lugares más insospechados mientras, eso sí, hablábamos de divulgación científica.

Cocinando con Juan Manuel García en Shaw River (Western Australia)

Mi romanescu, y su voluptuosa geometría fractal, ha servido, finalmente, para componer un delicioso cuscús de verduras y jamón de pato. Ahí va la receta:

–      Un romanescu

–      2 zanahorias

–      2 calabacines

–      2 cebollas

–      Una penca de apio

–      2 tazones de cuscús mediano

–      200 gramos de jamón de pato

–      Canela, jengibre, clavo, guindilla.

Troceamos todas las verduras en dados no muy pequeños (el romanescu podemos trocearlo tratando de respetar sus estructuras geométricas). De la cebolla sólo utilizamos una pieza, ya que la otra nos servirá para la salsa. Ponemos un poco de aceite en una olla y rehogamos las verduras a fuego medio. Añadimos un poco de canela, jengibre rallado y sal. Mareamos bien durante unos minutos y entonces añadimos un litro de caldo de pollo y un litro de agua. Cocemos al dente (no más de 6-7 minutos). Retiramos las verduras y dejamos que el caldo se siga reduciendo al fuego.

En una sartén ponemos aceite y freímos la otra cebolla muy picadita. Cuando esté dorada le unimos el jamón de pato también picado. Rehogamos y añadimos una cucharada de harina. Seguimos rehogando y, finalmente, mojamos todo con un vaso grande del caldo en donde cocieron las verduras. Añadimos un par de clavos y un trocito de guindilla. Dejamos que todo cueza hasta que se espese la salsa.

Medimos el caldo sobrante para que en la olla sólo queden dos tazones. Lo llevamos a ebullición y entonces añadimos dos tazones de cuscús. Movemos no más de cinco minutos y apagamos el fuego. Dejamos que el cuscús se hidrate y se ablande.

En cada plato ponemos el cuscús, rodeado por las verduras y regado con la salsa.  Y…. !!! Smacznego !!! (que diría Mandelbrot)

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Esta semana los amigos de la Universidad de Cádiz me invitaron a hablar de documentales de naturaleza en la Fundación Caballero Bonald (Jerez de la Frontera), dentro de un ciclo dedicado a la Ciencia y la Literatura y en un bis a bis con mi amigo y compañero de aventuras Fernando Hiraldo, director de la Estación Biológica de Doñana.

Una vez más volvimos a insistir en lo evidente: la televisión no siempre conduce a la banalidad. Otra televisión no sólo es posible, sino que ya existe. Desde 2002 la RTVA y el CSIC vienen colaborando en el diseño y ejecución de expediciones científicas a diferentes puntos del planeta, escenarios naturales que mantienen algún vínculo ecológico con la Península Ibérica. Y de esta experiencia, poco común en el ámbito de los medios de comunicación generalistas, han nacido una decena de documentales ya emitidos en Canal Sur TV.

Hemos viajado hasta Kazajstán para explicar el funcionamiento de las estepas vírgenes y la conservación de las grandes rapaces euroasiáticas; hasta Mauritania y Senegal, siguiendo a un alimoche nacido en tierras gaditanas, para revelar qué ocurre con las aves migratorias cuando cruzan el Estrecho camino de sus cuarteles africanos; hasta Argentina para mostrar cómo el estudio de la avifauna pampeana y andina nos ayuda a preservar nuestra propia avifauna, y, finalmente, hasta las antípodas, a las tierras australianas y tasmanas, para descubrir el origen de la vida en la Tierra y la paradoja de las especies invasoras.

Si algo llamó la atención al público que llenaba el salón de actos de la Fundación Caballero Bonald fue esta última paradoja: lo que en Andalucía es pieza clave para el funcionamiento del monte mediterráneo, en Australia es una plaga de graves consecuencias ambientales, y viceversa.

En nuestro país el eucalipto es una especie exótica que llegó, desde Oceanía, a mediados del siglo XIX. No puede decirse que en España este árbol tenga muy buen prensa, sobre todo en los círculos conservacionistas. Consume demasiada agua, empobrece los suelos, alimenta los peores incendios forestales y es poco atractivo para la fauna autóctona. Un bosque de eucaliptos es, en tierras españolas, un desierto de vida, un desierto verde que sólo tiene sentido económico, porque es una excelente materia prima para la industria papelera.

Sin embargo, en Australia la situación es bien distinta. Allí, donde crecen más de 600 variedades de este árbol, los eucaliptos, adornados con un tupido sotobosque, albergan una rica biodiversidad y constituyen una de las señas de identidad de la naturaleza australiana.

En su hábitat original los bosques de eucalipto muy poco tienen que ver con las plantaciones que encontramos en Europa. Entre otras cosas porque en Australia existe una fauna asociada a este tipo de escenarios. Si hay un animal estrictamente ligado a los eucaliptales ese es el koala, el único mamífero, de cierto tamaño, capaz de considerar como alimento las hojas de estos árboles, un recurso difícil de digerir, muy pobre en nutrientes y hasta tóxico. Gracias a un complejo sistema digestivo y a un modo de vida orientado al mínimo consumo energético, lo que les hace dormir hasta 20 horas al día, los koalas nos muestran cómo la vida se adapta a lo que hay usando todo tipo de mecanismos naturales, esos que no existen o fallan cuando una misma especie se traslada a un territorio que le es ajeno.

Hablamos, por tanto, de un ecosistema repleto de vida, que nada se parece a ese desierto verde que en España ocupa unas 450.000 hectáreas. Ni siquiera podemos establecer similitudes cuando hablamos del fuego, porque en Australia es un elemento fundamental para la supervivencia de algunas especies de eucalipto, aunque la frecuencia de los incendios se haya disparado, como no, por la presión humana.

Pero el ejemplo de los eucaliptos también se puede plantear a la inversa. El conejo, una pieza clave en el monte mediterráneo al servir de alimento a especies tan emblemáticas como el lince o el águila imperial, se ha convertido en una auténtica plaga, de proporciones bíblicas, en tierras australianas.

Las primeras dos docenas de conejos llegaron, importadas desde Inglaterra, en 1859. En pocos años este puñado de animales se había multiplicado hasta extremos desconocidos en Europa. De nada sirvieron disparos, trampas, alambradas o venenos. La plaga avanzaba a razón de 100 kilómetros por año y en 1950, un siglo después de la llegada de esta especie exótica, la población de conejos había alcanzado en toda Australia los 600 millones de individuos. La guerra biológica, en forma de virus como el de la mixomatosis, tampoco sirvió de mucho ya que inicialmente provocó grandes mortandades pero a la postre resultó inútil ya que lograron sobrevivir aquellos ejemplares resistentes a los patógenos. Hoy la población de conejos supera los 300 millones de individuos, y sigue creciendo…

Foto: Héctor Garrido (EBD-CSIC)

La cita jerezana en la prensa local: http://www.diariodejerez.es/article/ocio/907887/fin/una/relacion/quotcontra/naturaquot.html

«La vida en las antípodas» (Segundo capítulo de la serie «Planeta Australia» – Canal Sur TV):

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