
Cuando un bosque se quema podemos advertirlo a distancia y actuar de inmediato, pero en el fondo del mar toda una comunidad biológica puede desplomarse sin que nos demos cuenta.
José Carlos García, director del Laboratorio de Biología Marina de la Universidad de Sevilla, plantea todos los años la misma pregunta a los alumnos que, por primera vez, asisten a una de sus clases: “¿Qué se siente más, la muerte de un pollito o la de un pez?”. Y todos los años, por abrumadora mayoría, ganan los partidarios del pollito.
Es más fácil identificarse con un animal de sangre caliente, tacto agradable y al que podemos acercarnos sin dificultad. Por el contrario, los peces resultan fríos, viscosos, y su contemplación está asociada a las pescaderías, en donde se muestran muertos y malolientes. Nuestra propia historia evolutiva nos sitúa más cerca del pollito que del pez. “La reflexión que cabe hacerse a partir de esta pregunta”, razona García, “es que los humanos necesitamos hacer un esfuerzo para sentir cariño hacia el mar y sus habitantes, porque se trata de un mundo oculto, que nos es ajeno”.
No es sencillo emocionar a una persona hablándole de animales a los que nunca ha visto de cerca, o describiéndole lugares en los que nunca ha estado y, sin embargo, cuando alguien nos revela ese tesoro oculto, como en su día hizo el inolvidable Costeau, pocos son los que se resisten a la fascinación del medio marino.
Fue en el litoral de Cabo de Gata (con unas sencillas gafas de bucear, un esnórquel, algo de atrevimiento y mucha curiosidad) donde vi por vez primera una pradera de Posidonia oceánica. En este enclave almeriense, dominado por los paisajes desérticos, existía un secreto bosque sumergido del que nadie me había hablado. Ahora, cada vez que camino por la playa, como estos días al amanecer, miro al horizonte e imagino ese universo paralelo que se esconde bajo el agua.
Posidonia oceanica es una planta con hojas, flores y frutos, semejante a las que nos encontramos en bosques y jardines, pero que vive en el mar, bajo el agua, entre la superficie y los 50 metros de profundidad, allí donde todavía hay luz que le permita desarrollar la fotosíntesis. Endémica del Mar Mediterráneo, enraíza en aquellos fondos que crean suelo, llegando a formar grandes comunidades, auténticas praderas también llamadas algueros o alguers. En España la Posidonia crece desde el Mar de Alborán hasta el Cabo de Creus, así como en las islas Baleares.
La importancia ecológica de las praderas de Posidonia radica, en primer lugar, en su alta productividad. Hablamos, como asegura WWF, “del ecosistema clímax más importante del mar Mediterráneo, equivalente a los bosques dentro de los ecosistemas terrestres”.
En estas comunidades vegetales sumergidas se generan entre cuatro y veinte litros de oxígeno por metro cuadrado, algo que enriquece a todo el ecosistema y que, además, también beneficia a la propia atmósfera terrestre porque este gas, indispensable para la vida, escapa del medio marino. Y en lo que se refiere a la biomasa, las praderas son capaces de producir hasta 38 toneladas en peso seco por hectárea, los niveles más altos que se registran en el Mediterráneo, materia orgánica que ayuda a fertilizar los fondos marinos y también sirve como alimento a numerosos organismos. El hábitat que conforman estas fanerógamas brinda cobijo a unas 400 especies vegetales y a más de 1.000 animales.
La Posidonia presta, incluso, discretos servicios al turismo ya que, como explica Jorge Terrados, investigador del Instituto Mediterráneo de Estudios Avanzados (Imedea), “las praderas de Posidonia que se encuentran cerca de la orilla y hasta los 40 metros de profundidad, favorecen la transparencia del agua, uno de los principales atractivos turísticos de Baleares, ya que la planta se alimenta de los nutrientes del agua”.
Terrados explica, además, que las raíces de estas plantas se descomponen muy lentamente y se acumulan en el sedimento, generando así «un auténtico almacén de carbono» que reduce la presencia de este elemento en la atmósfera. «La praderas de Posidonia”, concluye, “contribuyen a secuestrar y fijar carbono atmosférico”, una virtud más que apreciable en el combate contra el cambio climático.
La presencia y buena conservación de estos bosques submarinos ayuda, asimismo, a frenar los procesos de erosión que afectan a la costa. La desaparición de numerosas playas en distintos puntos del Mediterráneo se ha debido a la previa eliminación de estas praderas, arrasadas por obras, contaminación, extracción de arena, pesca de arrastre o anclaje de embarcaciones. Este tipo de problemas han tratado de corregirse mediante la construcción de diques y otras estructuras artificiales que han provocado nuevas alteraciones. Un círculo vicioso que, al final, suele conducir a la creación de playas artificiales que deben ser reconstruidas cada cierto tiempo.