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Cuando el microscopio electrónico se asoma a una pizca de polen aparece la belleza y la biodiversidad que estaban ocultas a nuestros ojos.

Nuestro sistema inmunológico es endiabladamente sofisticado. Entre las sustancias que el organismo fabrica para hacer frente a las agresiones exteriores está la inmunoglobulina E (IgE), un anticuerpo destinado a defendernos, entre otros, de los ataques provocados por parásitos. Algunos individuos están capacitados genéticamente para producir elevadas cantidades de IgE, lo cual es sumamente útil en países como los del Tercer Mundo, donde la población está afectada por múltiples parasitosis. Pero en los países más desarrollados este ejército ocioso se dedica a plantarle cara a sustancias habitualmente inocuas para la mayoría de los individuos, provocando reacciones molestas y, a veces, peligrosas.

En primavera, son los pólenes de algunas especies vegetales los que despiertan esta exagerada ofensiva del sistema inmunológico, dando lugar a las alergias típicas de esta estación.

Todos los indicadores anuncian que la primavera que andamos estrenando será más que complicada para los alérgicos, y cuando se hacen estos pronósticos siempre se culpa a la naturaleza. Es cierto que hay factores (precipitaciones, temperaturas, vientos…) en los que nada tiene que ver la mano del hombre, pero conviene no olvidar que las circunstancias artificiales cada vez tienen una mayor relevancia en el impacto de esta enfermedad.

Si en las zonas rurales la cantidad de polen presente en la atmósfera es muy superior a la que se encuentra en las ciudades, ¿cómo es posible que las alergias provocadas por este elemento vegetal sean mucho más frecuentes en los medios urbanos? Esta curiosa paradoja ha sido evaluada por la Sociedad Española de Alergología e Inmunología Clínica (SEAIC) quien ya hace tiempo concluyó que más del 80 % de los enfermos que padecen algún tipo de alergia procede de entornos urbanos, y menos de un 20 % vive en ambientes rurales. La desproporción es tan evidente que los especialistas de la SEAIC aseguran que “el lugar de residencia determina la predisposición a sufrir un cuadro alérgico”.

En realidad, no se trata tanto de un factor geográfico como de las condiciones ambientales que son características de una ciudad, y en especial de la contaminación atmosférica. Además de otras sustancias químicas vertidas por diferentes actividades industriales, las partículas que liberan los motores diesel están directamente implicadas en este fenómeno, ya que, por sus características, favorecen el transporte del polen hasta el sistema respiratorio y, además, aumentan su agresividad haciéndolo más alergénico. Este es el motivo por el que en las ciudades se requiere la mitad de polen para alcanzar la misma respuesta bronquial que en un entorno rural cuando previamente se han inhalado estos contaminantes gaseosos.

Otro factor, típicamente urbano, que también explica la desproporción en el número de alérgicos entre los pueblos y las ciudades, tiene que ver con la jardinería ornamental. En las grandes urbes se han venido plantando multitud de especies exóticas, algunas de ellas productoras de pólenes con gran poder alergénico como es el caso del plátano de sombra. Y algo parecido ocurre con las diferentes variedades de ciprés que se han popularizado sobre todo en las zonas metropolitanas, donde las viviendas unifamiliares suelen contar con setos de esta especie.

Y aún cabe anotar un tercer factor (en el que nada tiene que ver la naturaleza) que también incide en la elevada proporción de alérgicos en medios urbanos. Los hábitos de higiene son más acusados en las grandes ciudades que en las zonas rurales, y pesar de las ventajas que proporciona este comportamiento no es menos cierto que ha terminado por alterar el funcionamiento del sistema inmunológico, sobre todo en los niños. El exceso de higiene contribuye a que el sistema inmunológico se haga perezoso y produzca anticuerpos que propician las alergias.

Tres argumentos, urbanos, para que los alérgicos no culpen, en exceso, a la primavera…

 

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