“El fin de un viaje es solo el inicio de otro. Hay que ver lo que no se ha visto, ver otra vez lo que ya se vio, ver en primavera lo que se había visto en verano, ver de día lo que se vio de noche, con el sol lo que antes se vio bajo la lluvia, ver la siembra verdeante, el fruto maduro, la piedra que ha cambiado de lugar, la sombra que aquí no estaba. Hay que volver a los pasos ya dados, para repetirlos y para trazar caminos nuevos a su lado. Hay que comenzar de nuevo el viaje. Siempre”.
(Viaje a Portugal, José Saramago)
La última vez que me calcé las botas para internarme en el corazón de la Sierra Morena cordobesa había nevado. Una repentina ola de frío vistió de blanco, a comienzos de marzo, paisajes en los que esta pincelada no es frecuente.
Este fin de semana he vuelto a los mismos campos para ver cómo la primavera ha provocado en ellos la más profunda y hermosa transformación. Pura impermanencia.
En la ciudad el tiempo pasa porque lo dicen los relojes y, como mucho, porque lo marca la noche y el día. Y poco más. Aquí, donde no hay cobertura, el tiempo se manifiesta en un sinfín de señales. En la escarcha que cubre los pastos, en las primeras flores, en el vuelo de los abejarucos, en el canturreo del arroyo, en el trabajo de las abejas…
Mi corazón está dividido entre las costas de Cádiz y estas montañas, amables, del norte de Córdoba.
Sierra Morena es una de esas columnas vertebrales en donde se sostienen algunas de las más poderosas señas de identidad de Andalucía. La sola mención del adjetivo con que se adorna esta vasta cordillera es evocación suficiente para imaginar las tierras del sur y sus paraísos, aunque, en origen, tan hermosa toponimia debió nacer de la aparente oscuridad de esos cerros en donde se combinan los pardos colores de los minerales dominantes (cuarcitas y pizarras) y la umbría que brinda la espesura de una vegetación en la que prima el verde perenne.
Aunque los modernos sistemas de transporte hayan desdibujado las barreras que antes imponía la naturaleza, Sierra Morena sigue siendo la puerta trasera de la Meseta, su último escalón meridional, y el pasillo que conecta el valle del Guadalquivir con el resto de la Península Ibérica. Para quien contemple la cordillera desde la depresión del gran cauce se le antojará un farallón montañoso, pero para aquel otro cuya mirada sea mesetaria el horizonte sólo mostrará un perfil suavemente alomado.
Esta cortina de montañas, antiguas y jóvenes a un tiempo, se extiende, en la frontera norte andaluza y de oeste a este, desde la raya con Portugal, en los límites de la provincia de Huelva, hasta Depeñaperros, ya en Jaén, cubriendo algo más de 400 kilómetros lineales. Un espacio en donde se resumen algunas de las claves que explican la biodiversidad de esta región. Un mosaico en el que se combinan los recursos naturales, el patrimonio cultural y los valores etnológicos. Un territorio, afectivo, en donde muchos nos reconocemos.