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Foto finish del arroz con doble socarrat y su guinda de alioli.

Hubo un verano en el que perdí la cabeza con los despojos de raya (para asombro, o angustia, de mi pescadero de Chipiona). Cuando se me pasó aquella fiebre tuve veranos poseído por la berza gaditana, las calderetas marineras, los rebozados con aires asiáticos o los tartares (desde el clásico de atún hasta el más atrevido de salchichón malagueño).
Este verano entré en mi cocina roteña, respiré hondo y empecé enredando con la maravillosa, y casi olvidada, pintarroja, pero a los pocos días estaba abducido por el socarrat.
Años buscando el arroz perfecto sin conseguir pasar de unos arroces discretitos, por no hablar de los abundantes batacazos (para desgracia de mis agradecidos comensales).
Pero este año, al fin, he sido bendecido por las diosas del arroz gracias al recuerdo (siempre hay un recuerdo) de un arroz de mariscos rematado por una delicadísima película de manitas de cerdo, casi transparente, que me comí en Kulto (ese paraíso gastronómico madrileño, que mira a Cádiz y que me descubrió mi amiga Nieves). Y así es como en el MCC (Monti Culinary Center) de este julio de 2022 ha nacido el AC/DS (Arroz Con Doble Socarrat) que tantas alegrías me está proporcionando. Efectivamente es un «montiche» (como acertadamente bautizó mi amiga Chica los enredos que organizo en mi cocina), es decir, una de mis tontás de verano, con las que me relajo y disfruto (si es que ambas cosas no son la misma cosa).
Ahí va la receta, para valientes…

– 2 manitas de cerdo
– Laurel
– Clavo
– 2 cebollas
– 3 tomates maduros
– 3 dientes de ajo
– Azafrán en hebra
– 2 ñoras
– 250 gr de chirlas
– 250 gr de chipirones
– 8 gambones
– 1 huevo
–  Perejil
–  Sal y limón (o lima)
–  Fino, manzanilla o amontillado.
– Arroz Doña Ana (Arrozúa) o en su defecto JSendra (Mercadona). Es decir, un arroz redondo de calidad. 

Empezamos preparando las manitas de cerdo. Bien lavadas las ponemos en olla express con abundante agua, un poco de sal, una hoja de laurel, dos o tres clavos (especia) y una cebolla troceada. Fuego a tope y cuando la válvula pite bajamos el fuego y cocinamos unos 40 minutos.
Sumergimos las dos ñoras en agua bien caliente y ahí las dejamos, ablandándose.
Preparamos un sofrito convencional: un diente de ajo bien picado, cuando se dore añadimos una cebolla también picada y una pizca de sal; ya pochada añadimos un tomate maduro (pelado y rallado -o bien picado-) y una de las ñoras (ya hidratada por el agua caliente) bien picadita también. A fuego medio dejamos que todo siga pochándose y cuando tenga la consistencia de una salsa añadimos un chorreón generoso de fino, manzanilla o amontillado (mejor este último) y dejamos que evapore. Reservamos.
Con las manitas aún tibias las deshuesamos y vamos apartando la poca carne y la mucha gelatina.

Manitas ya cocidas y deshuesadas, a punto de ser mezcladas con el sofrito.

Picamos todo muy bien y mezclamos con el sofrito. Depositamos la mezcla sobre papel film y enrollamos como si fuera un caramelo para que quede un rulo con esa masa (ver fotos). Metemos el rulo en el congelador un par de horas.
Abrimos las chirlas en una olla amplia con un dedo de agua. Llevamos a hervor y las vamos retirando. Colamos el agua y la reservamos.
Pelamos los gambones y las cabezas las ponemos en una sartén con algo de AOVE, las freímos, regamos con un poco de vino, evaporamos, añadimos dos vasos de agua y dejamos que hierva cinco minutos a fuego suave.

Llega el turno del arroz. En una paellera, olla amplia y baja o sartén generosa, ponemos AOVE suficiente para cubrir toda la superficie. Fuego alto para marcar los chipirones troceados. Apartamos y marcamos, ligeramente, los gambones pelados. Apartamos.
En la grasa que queda en la paellera/sartén, junto a los jugos que han liberado chipirones y gambones, nos curramos otro sofrito convencional (un par de dientes de ajo picados, después la cebolla, el tomate, la otra ñora picadita, el vino… y así hasta que reduzca y quede bien ligado el sofrito).

La mezcla de manitas y sofrito bien «enrulada» en papel film, a punto de refrescarse en el congelador.

[ Abrimos paréntesis: sacamos el rulo de manitas del frigorífico, quitamos el film y cortamos en rodajas gruesas. Metemos las rodajas al horno, sobre papel vegetal, y las gratinamos, de manera que queden crujientes; también podemos hacerlas a la sartén o bien churrascarlas sobre el mismo plato de arroz, cuando lo sirvamos, usando un soplete de cocina.
Preparamos un alioli sencillo: batimos mayonesa con un diente de ajo, una pizca de sal, perejil y unas gotas de limón o lima.
Cerramos paréntesis ]

Nos habíamos quedado en el sofrito. Retomamos: añadimos el arroz (yo acostumbro a poner dos puñados generosos por comensal, más otros dos para la paellera). Mezclamos bien el arroz con el sofrito, lo dejamos que se impregne unos dos o tres minutos a fuego medio. Añadimos unas hebras de azafrán (que habremos tostado un poco en sartén, en seco). Ojo: la capa de arroz no puede ser muy alta, desde luego menos de un dedo, de manera que si hay que dividir en dos sartenes, dividimos.

Como en un circo de cuatro pistas ahí vamos con los sofritos, las chirlas, los gambones, el fumet…

Mezclamos el agua de las chirlas y la de los gambones (colada), la mantenemos bien caliente y la usamos para mojar el arroz (si usamos un arroz redondo tipo Doña Ana o JSendra pondremos algo menos de tres partes de caldo por cada parte de arroz). Mezclamos bien, añadimos colorante alimentario para paella o cúrcuma, y subimos el fuego a potencia 8-9, es decir, fuerte, que hierva todo con alegría durante 6 minutos. Después bajamos el fuego a 4-5 y mantenemos el hervor, más suave, unos 5 minutos. Añadimos entonces los chipirones y los gambones. Finalmente volvemos a poner fuego fuerte unos 5 minutos más. Cuidado con que no se nos vaya de las manos el socarrat y termine siendo un quemarrat (hay que jugar con el tiempo y la potencia, acercando la nariz a la paellera).
Cortamos el fuego, cubrimos con papel o con un paño, y dejamos reposar entre 5 y 10 minutos. Emplatamos poniendo arroz con sus chipis y sus gambones, dejamos la capa de socarrat debajo y  cubrimos con las manitas tostadas (o las tostamos con un soplete en el momento). Así queda un arroz emparedado en un doble socarrat. Finalmente ponemos alioli al gusto.
Hemos repetido la receta, pero cada vez la hemos acompañado con un vino diferente: manzanilla en rama (Gabriela), fino en rama (El Gato), amontillado en rama (César Florido) y tinto de la Ribera de Duero (20 Aldeas). La bodega doméstica, como todos los veranos, está bien surtida.
A ver con qué enredo dentro de unos días en nuestro retiro berciano…

Otra imagen, para el recuerdo, de este AC/DS emplatado con cierto criterio (por una vez…)
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Admito que cuando vuelvo del mercado se me suele ir la perola componiendo bodegones en los que reivindico la belleza de los alimentos de proximidad y su poder de evocación. Este bodegón lo dibujé en mi refugio gaditano cuando encontré, en un puesto de Sanlúcar, estas pintarrojas y se me vino a la memoria el caldillo de pintarroja (bien picante) que disfrutaba de pequeño en las tabernas de Málaga, esas en las que mi padre me aupaba al taburete (Foto: José María Montero).

cocinar nos introduce en una red de relaciones sociales y ecológicas con las plantas, los animales, la tierra, los horticultores, los microbios que hay dentro y fuera de nuestro organismo y, por supuesto, con las personas a las que nutren y deleitan nuestros platos. Es decir, que lo más importante que he aprendido es que cocinar conecta”  (Cocina. Una historia natural de la transformación, Michael Pollan)

El mejor manifiesto posible en defensa de nuestro sector primario es este: cocinar.

No hacen falta tantas palabras, sobran las alharacas y los discursos, no son necesarias las proclamas ni los golpes de pecho. Es suficiente con elegir productos de proximidad elaborados de manera sostenible, pagar por ellos un precio justo y cocinarlos con mimo para la gente a la que queremos. Y brindar con vino, de aquí cerquita, puro placer mediterráneo.

La literatura termina donde comienza la vida. La cocina es profundamente revolucionaria, quizá por eso tratan de domesticarla en concursos donde lo de menos es cocinar o donde se cocinan platos que jamás se nos ocurriría comer en casa. La cocina es poder, por eso cuando sale del domicilio y se exhibe en las pasarelas gastronómicas la ejercen, por abrumadora mayoría, hombres. En la cocina se revelan no pocas contradicciones, por eso con demasiada  frecuencia los que se pasan la vida dando lecciones sobre igualdad, justicia y alimentación sostenible llegan a sus casas a mesa puesta, y suelen ser las mujeres de su entorno (madres, esposas, hijas, abuelas…) las que les compran, les cocinan y les sirven esa comida sostenible de la que tanto hablan, escriben y pontifican. Sí, y también les friegan los platos. Son tan slow tan slow que siempre llegan a la cocina cuando todo está ya recogido.

¿Cómo obviar la estimulante conexión que existe entre la naturaleza y la cocina? Cuántos placeres me proporciona una mañana de diciembre en la Sierra Morena cordobesa, buscando setas que luego terminarán en las brasas de nuestra chimenea (Foto: José María Montero).

Desconfío de los que quieren cambiar el mundo y no saben freír un huevo. A mí no me engañan los que tienen unos dedos libres de callos, quemaduras y cicatrices, los que se visten con un mandil sospechosamente impoluto, los que compran vinagres de saldo y, sobre todo, los que en su cocina usan cuchillos penosos. Recelo de los que presumen de no saber cocinar, como si esa fuera un virtud. Me resultan un tanto cómicos los cocineros-de-un-solo-plato (la típica paella de domingo, por citar un clásico) y los que se reivindican como pinches (sin habilidades de ninguna clase) para ocupar algún espacio en este delicado proceso de transformación.

La cocina –sea de la clase que sea, la cotidiana o la extrema- nos sitúa en un lugar muy especial del mundo, ya que nos coloca entre el mundo natural por un lado y el mundo social por otro. El cocinero permanece firme entre la naturaleza y la cultura, dirigiendo un proceso de traducción y negociación. Tanto la naturaleza como la cultura se transforman mediante el trabajo, y descubrí que el encargado de realizar ese proceso es el cocinero(Cocina. Una historia natural de la transformación, Michael Pollan).

Hablar cuesta muy poco y ni siquiera es necesario ser consecuente: somos de una forma y nos explicamos de otra, vivimos de una manera y hablamos de una vida inexistente, defendemos lo que sólo existe en un discurso bienintencionado y dibujamos en el imaginario de los otros un paraíso que nos es ajeno. La cocina doméstica exige, creo, algo más de compromiso, de coherencia, de generosidad. Nadie cocinó nunca para su enemigo, pero tampoco fue capaz de engañar a sus amigos haciéndose pasar por cocinero.

Esta es la mejor manera que conozco de estar con las mujeres y los hombres de la agricultura, la ganadería y la pesca. Es el mejor manifiesto posible: el que se escribe, en silencio, todos los días, en la cocina familiar.

Da igual a dónde vaya o en dónde me soltéis, tarde o temprano terminaré cocinando… con lo que haya a mano. De izquierda a derecha y de arriba a abajo: cocinando en mitad de la nada (Shaw River, Western Australia), con un fogón de campaña y en compañía de Juan Manuel García, durante la expedición Australia-Tasmania de 2009; cocinando en mi refugio gaditano un verano cualquiera; cocinando en el velero de la expedición a la isla de Cabrera de 2016; cocinando en Los Linares (Villaviciosa de Córdoba) un mediodía de invierno cualquiera.

PD: El movimiento se demuestra… cocinando, por eso en estos días de fiesta confinada he multiplicado mi aprecio por los alimentos de proximidad. En mi encimera azul no han faltado las gambas blancas de la lonja de Isla Cristina (Huelva), la concha fina de la Caleta de Vélez (Málaga), el cordero lechal de Felipe Molina (Las Albaidas, Córdoba), el cerdo ibérico del Valle de los Pedroches (Córdoba), los garbanzos lechosos de las tierras de bujeo gaditanas y de Escacena (Huelva), las verduras de nuestro huerto y de los mayetos de Rota-Chipiona-Sanlúcar de Barrameda (Cádiz), los calamares de potera  de la lonja de Sanlúcar de Barrameda, los níscalos de Sierra Morena (Villaviciosa de Córdoba), los vinagres del Condado (Huelva), Jerez y Montilla-Moriles, el AOVE de Jaén, Córdoba y Granada, la sal marina sin refinar del Algarve portugués y de la Bahía de Cádiz, el jamón y la caña de lomo de pata negra extremeña, los generosos de Contubernio (Jerez, Sanlúcar y Montilla-Moriles) y de Nevado (Villaviciosa de Córdoba), el fino de Cruz Vieja (Jerez) y los amontillados VORS de Lustau (Jerez), el palo cortado de Elías y la manzanilla Gabriela (Sanlúcar), los tintos de Forlong (El Puerto de Santa María), Entredicho (Sierra de Segura, Jaén), Lagar de la Salud (Montilla) y Cortijo Los Aguilares (Ronda, Málaga), el ron pálido Montero (Motril, Granada), los quesos y chacinas de El Bucarito (Rota), la almendras de La Almendrehesa (Chirivel, Almería), los mangos y aguacates de la costa tropical granadina, las naranjas de Palma del Río (Córdoba), los dulces de Aromas de Medina (Medina Sidonia, Cádiz) y de Estepa (Sevilla). Ah, y los pascueros que nos adornan son de savia almeriense, ojo.

Mi encimera azul es el soporte de horas y horas de cocina, y el lienzo donde los alimentos muestran su belleza oculta. Los cefalópodos, que llegaron de Cádiz, pintaba den así de hermosos (Foto: José María Montero).

Menuda despensa, menuda cocina… y seguro que me olvido de alguna delicatessen sureña.

BOLA EXTRA

El movimiento se demuestra… cocinando. No sería bonito soltar este rollo sin añadir una de las recetas en las que me he enredado esta Navidad: chuletillas de cordero rebozadas. Le prometí a Felipe Molina que contaría cómo había cocinado su estratosférico cordero lechal y por eso ofrecí los detalles en mi Facebook. No es algo que me llame la atención, porque sucede con frecuencia, pero conviene apuntar que al compartir esta receta algunas amigas, como Blanca y Ana, recordaron de inmediato a sus madres, la cocina de sus madres se encendió en la memoria y volvió a despertarse el aprecio, emocional, por un plato casero, sencillo y sabroso. Es el maravilloso poder de evocación de la cocina.

Las chuletillas de cordero lechal que le compré esta Navidad a Felipe Molina pertenecen al reducido grupo de los alimentos, de proximidad, estratosféricos. Si queréis descubrir o reconciliaros con el cordero probad estas chuletillas que vienen de animales criados con mimo, en extensivo, en armonía con la naturaleza. Aquí las tenéis en su tránsito hacia el rebozado aromático (Foto: José María Montero).

Es cierto que arriesgué bastante porque se necesita algo de atrevimiento para salir de la zona de confort a la que invitan unas chuletillas de cordero lechal de esa calidad, pero… ¿quién dijo miedo? En mi descargo diré que la receta está inspirada en una elaboración tradicional italiana, como me confirmó mi sobrino Thomas, es decir, que no estaba innovando a lo loco sino versionando con respeto.

La receta comienza comprándole este delicioso cordero cordobés, de raza Merina y criado con mucha delicadeza en extensivo, a Felipe Molina. Una vez en casa, se sacan las chuletillas del frigorífico para que se atemperen. Las secamos bien con papel de cocina y las salpimentamos ligeramente para luego espolvorearlas con una poca (muy poca) harina. Distribuimos la harina con los dedos para que cubra la carne y dejamos reposar unos 10 minutos. Ponemos el horno a 180 grados y, mientras, en un robot de cocina, o con una simple batidora, preparamos una mezcla de pan rallado de buena calidad, un pellizco de tomillo, romero y orégano, un ajo pequeño, una pizca de nuez moscada y un trozo, también pequeño (50 gramos está bien), de buen queso parmesano. Engrasamos la bandeja del horno con AOVE, pasamos las chuletas por huevo batido, las rebozamos en la mezcla que hemos molido, les ponemos un chorrito de aceite por encima y… al horno. Quince minutos por cada lado, que queden crujientes por fuera, doraditas, pero bien jugosas por dentro. Fueron el aperitivo, con sus patatas (agrias) fritas, de la comida de Nochebuena y… volaron.

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A este plato azul le tengo especial cariño, al igual que a mi curtida tabla de madera. Este es mi mediodía en la cocina gaditana donde regreso a Ítaca de la mano de un aliño de langostinos con albahaca y sésamo. Foto: José María Montero.

Hay quien suspira imaginando largas horas de lectura, siestas sin despertador, animadas tertulias a la luz de la luna o viajes a destinos exóticos. A todo eso me entrego en verano, en reparador desorden, pero mi particular Ítaca está en la cocina, en mi cocina gaditana (*). No concibo empezar las vacaciones sin un buen madrugón para elegir el mejor pescado de la lonja y luego encerrarme en mi pequeña cocina a inventar, a disfrutar, a compartir. Cada año me da por enredar en una dirección, y eso explica que haya veranos donde reinan las vichyssoises (heterodoxas) con coco y rape, otros en los que dominan los guisos de raya, o las calderetas, o el sushi-a-la-andaluza o las albóndigas. Y lo mismo que cambio de recetas cambio de vinos, imprescindibles mientras cocino, transitando entre las manzanillas (en rama, pasadas, amontilladas), los finos, los amontillados, los finos perdidos, los palos cortaos…

Imaginar las vacaciones es soñar con días y días y días y días cocinando. Cocinando por la mañana, por la tarde, por la noche. Cocinar para dos, para cuatro, para diez. Cocinar pescados, cocinar verduras, cocinar carnes, cocinar postres. Cocinar a la gaditana, a la cordobesa, a la italiana, a la japonesa, a la dominicana. Cocinar.

Este año rompí (como debe ser) la tradición y la primera receta propia (si es que existen recetas propias) la cociné en territorio sevillano, el último día de trabajo y a las 6 a.m., cuando resulta complicado probar el plato o acompañar la faena con una copa de algo que no sea café. Cociné, una vez más, para compartir, para despedir la temporada de «Tierra y Mar» y «Espacio Protegido» (Canal Sur Televisión) con aquellas personas del equipo que durante un largo año han dado lo mejor en lo laboral y en lo personal. Cada cual aportó algo y, un viernes más, brindamos por el trabajo bien hecho. Brindar también es trabajar (seguro que ya hay por ahí algún coach, algún gurú, que coincide con esta particular política de personal).

Estas amigas me estaban esperando este año en mi primer día de vacaciones. Los paisajes de Cádiz son extraordinarios. Foto: José María Montero

Antes de salir el sol ya andaba cocinando un aliño de gambones con albahaca y sésamo, aunque un oportuno comentario de mi amiga Chica me hizo considerar, muy seriamente, la posibilidad de ejecutar esta ricura con langostinos chiguatos de Sanlúcar de Barrameda (ya tenéis tarea, ya estáis tardando en agarrar el omnisciente Google para saber qué es eso de los langostinos chiguatos).

– Langostinos chiguatos en cantidad generosa (que menos que tres o cuatro por cabeza).

– Tomates cherry, cebolleta morada, pimiento y rábano.

– Sésamo, lima, sal, pimienta negra, albahaca fresca, piñones y aceite AOVE.

– Manzanilla (para cocinar y para beber mientras se cocina).

Como son chiguatos los langostinos no hay que pelarlos, pero sí que separamos las cabezas y las ponemos en una sartén con un poco de aceite. Sofreímos presionando con el cucharón para los animalitos suelten todo su jugo. Regamos con un poco de manzanilla, concedemos unos minutos para que en la crema rosada se combinen bien los sabores del marisco y la manzanilla. Colamos y reservamos.

Preparamos un picadillo generoso de tomates cherry, cebolleta morada, rábano, pimiento y algunas hojas de albahaca. O bien picada o, tirando de mandolina, todas las verduras cortadas en finas láminas. Disponemos el picadillo sobre una fuente.

En el mortero majamos, con paciencia y decisión, unas cuantas hojas de albahaca fresca, unos granos de pimienta negra, la piel de media lima rallada, el zumo de esa media lima, un puñado de piñones y un buen chorreón de AOVE. Reservamos ese aliño (que podemos corregir en una u otra dirección según nos guste más cítrico o menos, más apiñonado o menos, más picante o menos…).

En una sartén salteamos el sésamo para que se aromatice. Reservamos. En la misma sartén ponemos un poquito de AOVE y una guindilla partida, calentamos y salteamos los chigüatos (sin pasarnos). Retiramos la guindilla, el aceite lo mezclamos con el aliño del mortero y los chiguatos (cuando se enfríen) los disponemos sobre el picadillo.

Emplatamos: cubrimos picadillo y chiguatos con el aliño y el sésamo. Mezclamos y sacamos la botella de manzanilla del congelador. Suspiramos: hemos llegado a Ítaca.

(*) Hay quien considera (ojo) que Ítaca, la patria de Odiseo, no es una isla del mar Jónico sino que, en realidad, los poemas homéricos hablan de Ítaca cuando se refieren a Cádiz. Según esta teoría Monte Nérito es Nertobriga (San Fernando), el puerto de Forcis es LaCaleta, el Puerto Retro es el actual puerto de Cádiz y la Fuente de Aretusa es Fuente Amarga, cerca de Chiclana de la Frontera. Vale que el defensor de esta tesis (Iman Jacob Wilkens) no haya sumado muchos adeptos, pero yo coincido con él: para mí Ítaca es Cádiz, sin duda alguna.

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No se de dónde nacen ciertas pasiones, sólo se que me arrastran y me poseen, y que únicamente encuentro descanso cuando se hacen realidad. Así se materializó mi rape rebozado con hojas de puerro y salsa de sésamo free-style-my-way. Y a su lado una copa de manzanilla pasada (otra pasión…).

Una amiga periodista me pregunta si mi afición por la cocina es una pasión reciente o una anomalía propia de la edad (madura) con la que distraer la pérdida de otras pasiones. Y no es raro que piense una u otra cosa (o las dos a un tiempo) porque la burbuja gastronómica en la que nos hemos embarcado provoca esa brusca entrega a los fogones en individuos que jamás sintieron la llamada de la sartén; y la exaltación de la juventud a la que nos arrastran los medios (y los mediocres) nos hace creer que no hay pasiones (incluso tórridas pasiones) más allá de… ¿los cuarenta?, ¿los cincuenta? El que nunca cocinó y ahora pontifica desde fogones propios o ajenos terminará por olvidar esa fiebre cuando se embarque en la próxima calentura, la que sea, la que dicte la siguiente burbuja. Y el que nunca se entregó a una pasión no tendrá que lamentar su pérdida alabando distracciones menos volcánicas: donde no hubo, no hay.

Es más, me da a mi que quien cocina, que quienes cocinamos arrastrados por una pasión es que somos (muy) vulnerables a ese tipo de trastorno anímico (tan humano). Lo traemos de serie. No encuentro otra explicación para la curiosa manera en que, a veces (casi siempre), se me mete una receta en la cabeza… hasta poseerme. Voy conduciendo y, vaya-usted-a-saber-por-qué, en plena rotonda pienso en una vichyssoise, y la imagino con crema de coco (¿con crema de coco?), y veo con nitidez cómo se mezclan los ingredientes; de pronto aparece una cola de rape, y la troceo, y la rebozo, y la frío, y está crujiente. Los despojos del rape…, ¿qué hago con los despojos? Un fumet, hago un fumet, así es que retrocedo y comienzo con el fumet, y es entonces cuando se cuelan unos berberechos al vapor (un vapor de agua y manzanilla, líquidos que también terminarán en la marmita del caldo). Y entonces cuezo los puerros en ese caldo (después de haber pochado una cebolla con mantequilla). Y añado la crema de coco, y comienzo a enredar con las hojas (sobrantes) del puerro. Y vuelvo a retroceder (olvidé añadir un poco de guindilla al tiempo que pochaba la cebolla). Y sigo conduciendo por la ciudad, presente pero ausente, impasible ante los atascos, poseído por una vichyssoise heterodoxa de coco, rape y berberechos. Abducido. Entregado a esa pasión que, tarde o temprano, tendré que materializar, porque no es un amor platónico, no, no, es una señora pasión (muy carnal) que espera ser consumada.

Todo comenzó con unos lomos de rape que andaban rondándome la imaginación…

Juro que así nació esta receta, la primera nueva receta de estas vacaciones. Y la consumé en mi refugio gaditano en cuanto solté las maletas, me asomé al mercado y ordené la cocina. Una pasión no admite esperas.

6 puerros grandes / 1 cebolla mediana / 1 rape mediano / Una redecilla de berberechos / Una lata de crema de coco / Manzanilla / Mantequilla / Guindilla / Huevo /Harina de freir.

Limpiamos el rape y sacamos los lomos. La cabeza y la raspa van a una cacerola, cubrimos con agua, añadimos unos granos de pimienta negra, fuego medio y mantenemos el hervor (con suavidad) durante una media hora como mínimo. En una sartén amplia ponemos medio vaso de agua y una copita de manzanilla, dejamos que la mezcla hierva y en ese momento añadimos los berberechos para que se abran con el vapor. Los reservamos y el caldo que quedó en la sartén lo sumamos a la marmita del fumet de rape.

En una olla derretimos una nuez de mantequilla y pochamos una cebolla cortada en láminas y una guindilla pequeña. Añadimos los puerros también laminados. Salteamos (diez minutos) y añadimos el fumet para que las verduras cuezan en ese caldo de rape y berberechos. Cuando estén cocidas retiramos el caldo (para que no termine siendo un sopa sino más bien una crema), ponemos un poco de sal, añadimos una lata de crema de coco, mareamos un poco y batimos todo bien batido (¡vade retro Thermomix!). Ajustamos con el caldo si queremos que la vichyssoise quede más o menos densa. Reservamos en el frigorífico (la tomaremos fría, como le corresponde a una vichyssoise… aunque sea heterodoxa).

La parte alta del tallo de los puerros no va a terminar en la basura (una costumbre que me traje del refugio que mira a la Contraviesa). Quitamos las primeras hojas (las que estén más feas) y el resto las lavamos y las cortamos en tiras finas. Las salteamos con mantequilla pero no mucho, lo suficiente como para que sean comestibles pero manteniendo un toque crujiente.

Troceamos los lomos de rape en dados no muy grandes. Salpimentamos. Los vamos pasando (en este orden) por harina de freír, huevo batido y (una vez más) harina de freir. En la sartén el aceite tiene que estar a buena temperatura, es decir, fuerte, casi humeando, y ese será el momento de freir el rape hasta dejarlo dorado y crujiente.

Ya en la mesa el plato pinta bien: el rape crujiente adornando los berberechos y los tallos de puerro que flotan, a gusto, sobre la vichyssoise de coco…

¿Emplatamos? El rape en el fondo. Lo cubrimos con un cazo generoso de vichyssoise, ponemos unos pocos berberechos y unas hojas de puerro salteadas. Unas gotas de limón, quizá, y a consumar la pasión, a convertir en comestible un sueño que nació en una rotonda, en mitad de un atasco, en esa ciudad que ahora está tan lejos…

PD: Este verano me ha dado por la la cola de rape, así es que pocos días después volví a rebozar y a freir unos dados de este pescado tan inquietante como sabroso. Lo coloqué encima de unas hojas de puerro salteadas pero en vez de con una vichyssoise de coco lo alegré con una salsa de sésamo free-style, inspirada en alguna salsa de nems que me gustó no-se-muy-bien-dónde y que reiventé my-way (ajo muy picado y frito con una guindilla, mezclado con aceite de sésamo, sésamo tostado y sésamo molido, zumo de lima, salsa de soja, perejil picado… y no me acuerdo si mezclé algo más a este invento). Los más jóvenes celebraron el atrevimiento, los mayores no tanto. En la cocina también pesan las generaciones, qué le vamos a hacer…

PD2: En ambos casos, y en otros muchos más, el vino (vivo) vino de las Bodegas El Gato, las últimas bodegas que se mantienen en Rota (Cádiz), pequeñas, familiares y con toda la tradición del Marco de Jerez. Elegí una manzanilla pasada, con más de una década de reposo, y un oloroso seco de esos que aguantan el tipo con carnes y pescados. Puro #efectogaditano. Pasiones del sur.

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Minuto 1. Los ingredientes preparados sobre la encimera añil de mi cocina.

“Come chocolates, muchacha,
¡Come chocolates!
Mira que no hay metafísica en el mundo como los chocolates
Mira que todas las religiones enseñan menos que la confitería
¡Si yo pudiese comer chocolates con la misma verdad con que tú los comes!
Pero yo pienso y al arrancar el papel de plata, que es de estaño,
echo por tierra todo, mi vida misma”

(Tabaquería, Fernando Pessoa)

En la cocina, como en casi todas las actividades creativas, habitan múltiples contradicciones. La oposición de elementos aparentemente compatibles, el juego de contrarios, el contraste, siempre juegan a favor de la creación. Pero lo cierto es que esta curiosa cualidad no se aprecia lejos de los fogones. Por eso, a las personas que celebran un plato y preguntan por su elaboración les suelen sorprender algunas de esas frases-comodín, que ya usaban nuestras abuelas, y que destacan precisamente por ser, en muy pocas palabras, un elogio a la contradicción.

Para reproducir un plato necesitamos el auxilio de una receta, que, con más o menos literatura, es una simple enumeración de tiempos, cantidades y pesos, pero cuando nos preguntan por esa fórmula alquímica objetiva recurrimos a frases confusas en las que el tiempo y el espacio no se pueden medir o se miden de una manera absurda. Menuda contradicción…

–      ¿Cuánto vino tenemos que añadir al guiso?

–      Eso te lo va pidiendo el propio guiso…

Los guisos hablan, y nuestros relojes, los relojes de los que nos gusta enredar en la cocina, nunca son capaces de medir espacios de tiempo superiores a los quince minutos.

–      Pero para hacer ese pastel te tienes que tirar una tarde entera en la  cocina…

–      En absoluto !! Este pastel se hace en quince minutos…

Por no hablar de esos platos maravillosamente sofisticados, en los que intervienen diez o doce elementos diferentes, y que, misteriosamente, se elaboran siguiendo un único paso, muy sencillo…

–      Explícame cómo vas añadiendo los ingredientes para que salga así de bueno…

–      Nada, nada, muy fácil: se pone todo en crudo en la olla y ya está…

Estas frases, y otras muchas parecidas, forman parte de la jerga, un tanto absurda y pelín ególatra, de los cocinillas, y por eso el otro día, cuando aparecí en el trabajo con una tarrina de rocas caseras de chocolate nadie me creyó cuando dije que se cocinaban en quince minutos. Y eso que, por una vez, era verdad.

–      Una tableta de chocolate negro para fundir (o del chocolate que más nos guste, que también sirve el que lleva leche y tiene un paladar menos rotundo).

–     150 gramos de piñones (a mí en esta receta me gustan los piñones, pero vale cualquier fruto seco y también queda de maravilla con arroz inflado).

–      Cinco o seis cucharadas soperas de azúcar.

–      Un chorreón generoso de Cointreau (sí, todavía se vende…).

–      Papel vegetal (del que se usa para no se pegue la comida en la bandeja del horno).

–      Una cucharada de mantequilla (opcional).

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Minuto 10. El chocolate fundido y los piñones caramelizados comienzan a enredarse.

Ponemos el azúcar en un cacito a fuego medio y, sin dejar de remover, la convertimos en caramelo. Cuando esté bien líquida echamos los piñones, los envolvemos bien en el caramelo, apartamos del fuego y extendemos sobre papel vegetal (acabamos de fabricar una garrapiñada de piñones, valga la cacofonía). Hay quien en este paso (o al fundir el chocolate) añade una cucharada de mantequilla (a mi no me gusta, pero reconozco que no hace ningún mal). Dejamos enfriar evitando que los piñones estén apelotonados (si no cuando se enfríen necesitaremos un martillo para separarlos).

Fundimos el chocolate al baño María o en el microondas (con cuidado para no achicharrarlo). Cuando esté bien líquido lo apartamos y lo enriquecemos con el licor. Removemos bien y añadimos los piñones caramelizados (si no podemos separarlos podemos trocear la garrapiñada en porciones pequeñas). Mezclamos con cariño y a conciencia, de manera que el chocolate envuelva a los frutos secos por completo. Dejamos que pierda temperatura y se espese un poco para manejarlo mejor.

En una bandeja cubierta con papel vegetal vamos disponiendo, con la ayuda de una cucharita, pequeños montoncitos de ese chocolate revuelto con piñones. La forma aquí es irrelevante porque se trata de rocas y, por tanto, deben ser toscas e irregulares.

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Minuto 15. Asi quedaron las rocas con su adorno de chocolate blanco y piñones. Listas para volver a fundirse… en el paladar.

Como tenía un trozo de chocolate blanco también lo fundí y lo usé para coronar cada roca con un delicado pellizco de ese chocolate blanco y un piñón caramelizado (rocas personalizadas, mon cheri…).

Metemos la bandeja en el frigorífico y, buscando alguna distracción que nos salve de los malos pensamientos y las peores tentaciones, esperamos, como mínimo, una hora. Después de ese tiempo, podemos pecar, aunque (ahí va otra contradicción) algunos consideran que el chocolate es la única religión verdadera…

¿Y SI DISPONGO DE MÁS DE 15 MINUTOS? 

Si disponemos de un poco más de tiempo y nuestra adicción al chocolate, y a la creación, requieren de nuevas preparaciones para sorprender al paladar y a los amigos, podemos embarcarnos en unas cáscaras de naranja  (y limón) caramelizadas, mojadas en Cointreau y bañadas en chocolate negro. Sí, la sola evocación de este postre (que acaba de salir de mi laboratorio casero) provoca suspiros en los espíritus más sensibles.

2 naranjas grandes de piel gruesa + 2 limones grandes de piel gruesa

El peso de las cáscaras en azúcar morena

Una copa de Cointreau

Una tableta de chocolate negro para fundir

Haciendo unos pocos cortes verticales y cuidadosos separamos la cáscara de naranjas y limones en no más de cuatro trozos por pieza de fruta. Retiramos con delicadeza un poco de esa parte blanca del interior de la cáscara sin romper ésta ni dejarla excesivamente delgada. Ponemos agua en el fuego y cuando hierva añadimos las cáscaras. Las dejamos hervir a fuego moderado durante cinco minutos, tiramos el agua y volvemos a repetir la misma operación (hervir cinco minutos y cambiar el agua) otras cuatro o cinco veces, lo que nos servirá para eliminar un posible exceso de amargura. Retiramos las cáscaras con cuidado para no romperlas y las cortamos en tiras del grosor del dedo meñique (por poner una referencia sencilla). Las pesamos, y preparamos algo menos del mismo peso en azúcar morena.

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Cáscaras caramelizadas (versión 1,0). Admito que el emplatado es mejorable, pero el churreteo del chocolate y el Cointreau también resulta provocador, ¿o no?

En una sartén amplia ponemos el azúcar y las cáscaras. Con el fuego suave dejamos que el azúcar se vaya fundiendo y que las cáscaras se empapen con ese sirope. Antes de que se peguen, cuando ya apenas queda caramelo, las retiramos y las ponemos, bien separadas unas de otras, en un papel vegetal. Las dejamos enfriar y secarse, como mínimo, durante toda la noche. Cuando ya están bien secas las emborrizamos con un poco de azúcar morena y las mojamos, ligeramente, en Cointreau.

 

Finalmente fundimos chocolate negro, dejamos que al enfriarse se espese un poco y mojamos cada tira de cáscara en esa crema. Volvemos a colocarlas en el papel vegetal, las ponemos en el frigorífico y cuando pasé el tiempo reglamentario (una hora, al menos) ya están listas para… seguir pecando.

A mi me gusta combinarlas con queso añejo… Y no se muy bien por qué, ni tengo interés en saberlo.

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Manzanamundi-rsmCon las personas es un dicho que me induce al error con demasiada frecuencia (e, incluso, al error estrepitoso). Pero con las ciudades… es otra cosa.

La primera impresión es la que cuenta (asegura el dicho), y en mi caso el amor a primera vista suele venir, en una ciudad desconocida, a través de su comida y su bebida. Es verdad que soy un auténtico todoterreno en asuntos de mesa y mantel, y no le hago ascos a casi nada, pero no se trata de tener una tolerancia infinita sino de saber apreciar el carácter de una ciudad a través de su cocina, antes de que éste se manifieste por medio de sus habitantes, sus monumentos o sus parques.

Esa primera impresión se me queda grabada en alguna neurona de las muchas que dedico a los placeres gastronómicos y termina por originar un auténtico reflejo condicionado al mejor estilo de Pavlov. Así, por ejemplo, si alguien nombra a la caribeña ciudad de Santo Domingo en mi cerebro se enciende el recuerdo de un lambí a la criolla con tostones. Si me hablan de Atenas vuelve a mi paladar el rústico sabor de un plato de dolmadákia me Rizi. En Nueva York se me fijó al encéfalo la crème brûlée de Les Halles, y en Amsterdam una erwtensoep con anguila ahumada (nos salvó de morir congelados). En Buenos Aires fueron los chinchulines de una parrilla en San Telmo los que me curaron el jet lag, y en Sidney unas ostras de roca, fresquísimas, rechupeteadas en el Fish Market. No quisiera olvidarme de los humildes garbanzos tostados de la plaza de  Uta al-Hammam en Chaouen, el rice&curry con kadawi (gambas marinadas envueltas en hojas de platanera) de Colombo (cuando los tamiles aún ponían bombas en esa caótica ciudad) o el cordero guisado que devoré, bajo la jaima de Mohamed, en el oasis de Veta (Mauritania).

¿Y si me nombras Roma? ¿Saldrá a relucir una pizza, un risotto, unos tagliatelle, unos raviolis?

La primera vez que pisé Roma llegué en tren, que es una maravillosa manera de llegar a una ciudad, a cualquier ciudad. Venía del norte, de Orvieto, y me bajé en Termini bien entrada la noche. El taxista me dejó en la puerta de ese acogedor hotelito familiar que está a dos pasos de via Veneto y a un corto paseo de Villa Borghese (el nombre me lo reservo para l@s amig@s), y cuando llegué a la recepción pregunté, antes que nada, dónde me darían de cenar.

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Botellas de vino, citas literarias y pizarras llenas de platos escritos en un delicioso italiano. Como para no recordar el San Marco de via Sardegna…

Alabados sean los países latinos en los que aún se puede comer a horas intempestivas. Los camareros del San Marco, en la cercana via Sardegna, no se inmutaron cuando vieron aparecer al último cliente del día que, para colmo, no hablaba italiano. Y allí, en el San Marco, fue dónde comí por vez primera unos soberbios carciofi alla romana. Así es que cuando me hablan de Roma en el paladar se me instalan esas alcachofas de buen tamaño cocinadas de una manera tan simple que me costó trabajo averiguar el secreto de la receta.

Y esta alambicada introducción, característica de mi manera de entrar en materia cuando me asomo al blog, viene a cuento de otras carciofi, mucho más domésticas, que cociné hace unos días. Se asomaban, pidiendo cariño, desde una cesta del mercado de Chipiona (Cádiz) y juraban ser de una variedad local. Los alcauciles (que así también llamamos a las alcachofas) eran irregulares, exhibían unas vistosas franjas violáceas en sus hojas y estaban a buen precio. Comida de proximidad. Comida sin artificios. Se vinieron a casa y allí, sin prisa, fusioné estos frutos de la huerta chipionera con aquella sencilla receta romana a la que, como siempre, añadí algunos matices sureños.

6 alcauciles de buen porte

6 dientes de ajo

Unas ramitas de perejil fresco y unas hojas de hierbabuena

Sal y pimienta

Un vaso de amontillado decente.

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Los alcauciles autóctonos de Chipiona, aún en la cesta del mercado, merecían una foto.

Limpiamos los alcauciles. Cortamos los tallos y los pelamos (los tallos), dejando sólo el tronco más blando. Separamos las hojas exteriores, más duras y verdes, y prescindimos de ellas. Cortamos con un cuchillo bien afilado el extremo de cada alcaucil, de manera que quede bien recto y sin la terminación más dura de las hojas. Ponemos los alcauciles, ya limpios, y también sus tallos, en un bol con agua fría, el zumo de un limón y una pizca de sal. Que no se oxiden ni pierdan ese punto de amargor tan característico.

En una sartén amplia ponemos dos cucharadas soperas de aceite de oliva y cuando esté caliente freímos un par de ajos picados. Retiramos del fuego cuando los ajos estén ligeramente dorados.

Picamos el resto de ajos, el perejil y la hierbabuena, y a ese picadillo, muy fino, le añadimos sal y pimienta negra recién molida. Con los dedos, y con cuidado, abrimos un poco el corazón de cada alcaucil y lo embadurnamos, de manera generosa, con el picadillo. Los vamos colocando, boca abajo, en la sartén con el aceite y los ajos. Añadimos los tallos de los alcauciles picados en trozos no muy pequeños.

Ponemos a fuego medio y dejamos que se frían un poquito en el aceite, con cuidado de no quemarlos (siempre boca abajo). Añadimos la copa de amontillado y dejamos que se vaya consumiendo sin subir mucho el fuego, lo suficiente para que se ponga a hervir con un poco de alegría. Añadimos un vaso de agua, tapamos y dejamos cocer unos 30-40 minutos, hasta que las hojas más exteriores estén cocinadas. Si el agua se consume podemos añadirle más.

Para que la memoria de Roma fuera perfecta me faltó el vino. En el mercado de Chipiona no suelen vender Nero d´Avola pero sí que encontré una botella de mi adorado Barbazul que estuvo a la altura de los carciofi.

Y otro día hablaré del vin santo con biscotti, un postre que me devuelve al Trastévere (que es como estar en Roma… sin estar en Roma).

Buon appetito !!!

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Declaración de principios de panrallao: «sabores que dejen memoria…»

Cocinar es recordar. En este mismo blog expliqué hace tiempo cómo se puede cocinar de memoria, esa fórmula, casi mágica, que nos permite reconstruir, sin receta ni guía, aquellos platos de los que disfrutamos, por ejemplo, en nuestra (cada vez más lejana) infancia. Cocinar es recordar, y por eso hay que mantener vivo ese conocimiento que va saltando de generación en generación, perpetuando el cariño de los que, hace siglos, ya estaban cocinando, sin saberlo, para nosotros.

Hay lugares en donde ese respeto al pasado, a la memoria, se aprecia antes incluso de comer porque se ha incorporado al escenario, en un guiño que no pocos agradecemos. ¿Cuál fue el primer elogio que algunos comensales dedicaron a panrallao, el local de vinos y tapas donde el pasado miércoles celebramos la tercera edición de Come y Comparte? No creo que sea muy frecuente pero lo primero que nos gustó fue… el suelo. Un suelo de mosaico hidráulico que me recordaba la entrada de una de aquellas casas de pueblo en donde vivían las que en mi infancia mejor cocinaban. Un suelo que los paladines de la modernidad condenaron al olvido, por considerarlo provinciano, sin saber, quizá, que en sus orígenes se mezclan el Renacimiento italiano y el modernismo francés.

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Un suelo como éste nos traslada a otro tiempo… sin salir de panrallao.

Por segunda vez los promotores de esta gastroexperiencia (Ángel Fernández Millán –Hecho en Andalucía– y Cristóbal Bermúdez –De Tapas por Sevilla-) me habían invitado a comer, compartir y escribir (no se qué me gusta más) y, en esta ocasión, mis compañeras de mesa eran María (@losblogsdemaria, Los blogs de María), Lochy (@cocinoparati, Cocino para ti) y Shawn (@SevillaTapas, Azahar-Sevilla). Si habéis pinchado en sus blogs ya os habréis dado cuenta de que, una vez más, me tocaba ser el alien de la reunión (un periodista ambiental rodeado de expertas cocineras e intrépidas exploradoras de tapas).

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En Sevilla la mejor decoración puede ser un sencillo ventanal abierto a la calle y a la luz.

Mientras llegaban los platos seguí fijándome en otros detalles del escenario. Curioso el color de la mesa, porque precisamente el azul es un tono frío que los humanos consideramos muy poco atractivo en los alimentos (así es que, por contraste, imagino que la comida pinta apetecible encima de una mesa azul). Estupendos los amplios ventanales a la calle Divino Redentor (Nervión), que regalan esa luz natural de la que esta ciudad presume y que, inexplicablemente, nos escatiman en demasiados locales. Además, lo que se disfruta a través del cristal son unos naranjos bien cargados de frutos, paisaje que predispone a la alegría de una comida sureña (el rugido del parloteo… también, aunque ese nos roba la serenidad, qué le vamos a hacer…).

Lo primero que llegó a la mesa fue el vino y, como anuncian en su web los responsables de panrallao, a algunos nos cogió “desprevenidos”, porque si te dicen que la comida se va a acompañar con un Montilla lo último que esperas es un tinto. Cerro Encinas es un vino natural (antes los eran todos, ahora el adjetivo ya no es tan obvio) que mezcla, con delicadeza, Syrah y Monastrell a partes iguales. José Miguel Márquez, el apasionado viticultor que lo produce en tierras cordobesas, confiesa que busca en la tierra “la <memoria perdida> de los vinos de antes”. De nuevo el respeto a un tiempo pasado encima de la mesa; la memoria  emboscada en un tinto amable, sincero, del que siempre te parece que has bebido poco.

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Un vino para cada mes y también un vino para cada día. En panrallao hay carta de sobra.

En locales como panrallao no es raro encontrar una buena carta de vinos, con marcas previsibles y también algunas sorpresas (en este local, conviene destacarlo, las sorpresas son más numerosas de lo habitual y se agradece). Pero lo que no es frecuente, uno de los aciertos de panrallao, es la posibilidad de poder consumir cualquiera de esos vinos, cualquiera, por copa, a un precio razonable y en unas condiciones óptimas (las botellas abiertas están selladas al vacío).

Pero, ¿dónde está la comida? Para no lanzarse al futuro de manera atropellada, el primer plato también venía del pasado: berenjenas fritas. Un clásico, actualizado con buen criterio: corte en tiras gruesas, fritura en su punto (sin empaparruchar) y salsa de queso (inesperada). ¿Para qué usar el tenedor?

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El steak tartar es una preparación que no admite medianías y en panrallao la bordan.

Me hubiera gustado seguir comiendo con los dedos para ser fiel al origen de la siguiente tapa. El steak tartar era la comida más cómoda para los guerreros tártaros que, si hacemos caso a lo que me contaron en las estepas de Kazajistán (en donde siguen cabalgando sus descendientes), colocaban algo de carne, picada y especiada, bajo la montura, de manera que el propio calor del caballo cocinara ligeramente la mezcla y esta pudiera comerse con las manos y sin necesidad de desmontar. Sabiendo quiénes nos sentábamos a la mesa me pareció que la elección de esta tapa era una muestra de valentía y autoestima: el steak tartar no admite elaboraciones mediocres, o está muy bueno o no hay quien se lo coma. Y en esta ocasión, al menos para mi gusto, estaba muy bueno, algo en lo que resultaba decisiva la excelente alcaparra que llevaba mezclada (otro día hablaré de cómo los encurtidos más deliciosos han terminado por convertirse en corchos avinagrados) y las crujientes rebanadas de pan que lo acompañaban (Shawn y yo echamos en falta algunas rebanadas más….).

Con el pulpo tampoco conviene arriesgar en exceso. La textura y el sabor de este animal deberían ser inconfundibles pero… a veces se confunden. El pulpo braseado con salsa de ostras y rinrán, nuestro siguiente plato, quedó algo desdibujado. La salsa, y el rinrán (que los cordobeses, en su versión  serrana, llamamos mazaporra), se comieron al pulpo. Quizá fue un bache coyuntural porque Shawn me aseguró que en una visita anterior el pulpo no se dejó intimidar por la salsa. ¿O fué que tiramos de tenedor en un plato que pide cuchara y un recipiente más grande?

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Tres tapas en una: bacalao, migas y morcilla. ¿De dónde salió esta combinación?

El azar quiso que el bache se sorteara de la mejor manera posible: el siguiente plato fue, a mi juicio, el mejor de la cita. Bacalao a baja temperatura (que gran día ese en el que los cocineros descubrieron que todos los fogones pueden colocarse en la posición MIN) con morcilla y migas. Tres platos en uno. El bacalao, ahora sí, expresaba toda su inconfundible personalidad, y, además, era un lomo precioso a la vista (como para comer a ciegas… a mí que no me busquen en Dans le noir ). Las migas y la morcilla, excelentes, y, por supuesto, inesperadas (como la salsa de queso de la apertura). Una manera atrevida de conseguir que los comensales celebren un plato es proponer una combinación, bien trenzada, sobre la que no existe memoria (¿de dónde habrá salido la mezcla de esos tres ingredientes?).

Lástima que después de este subidón… viniera otro bache. A la lasaña de rabo de toro le faltaba bravura. Admitiendo que no existen toros suficientes en toda la península ibérica para abastecer las ollas de este guiso, el problema no estaba en la materia prima (si era ternera o buey… cumplió), si no en la falta de personalidad del propio guiso. Cuando en una carta lees «toro» el paladar se prepara para un golpe de carácter, para una demostración de temperamento. Suavizar esa promesa de emociones fuertes provoca un cierto desencanto. Aquí me pasó al contrario que en el bacalao con migas y morcilla: tengo muchos rabos de toro en la memoria (en el buen sentido de la expresión, por supuesto).

Siempre he desconfiado de las recetas que se anuncian con demasiadas palabras. Tiendo a pensar que la excelencia del plato (y el tamaño de la ración) es inversamente proporcional a las líneas que ocupa en la carta. Pero esta vez me equivoqué. Las galletas-de-chocolate-recién-hechas-con-chocolate-blanco-en-taza bien podrían haberse anunciado con una sola palabra, con una sola letra (con una onomatopeya, para ser exactos): Mmmmmmmm…

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Se acabó la galleta y tiramos… de pan crujiente (mojado en chocolate blanco).

Los naranjos-naranja, y los mosaicos hidráulicos, y la mesa azul, y el tinto Cerro Encinas, con todos sus colores y sus matices, se rindieron al humilde blanco y negro del postre. Mmmmmmmmmmm. Los hubo que cuando se acabó la galleta tiraron de pan, bien crujiente, para seguir mojando en el chocolate blanco. Pan con chocolate. Mmmmmmmmmmm. ¿Quién no tiene en la memoria una merienda así, sencilla, con los amigos, en la calle?

 

Comer es recordar. Y en la propia web de panrallao admiten que su objetivo es conseguir “sabores que dejen memoria”. Esa es la mejor declaración de intenciones (los baches se sortean o se reparan, las intenciones… no, o se tienen o no se tienen).

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¿Son compatibles la hostelería de calidad, la amistad y la sonrisa? Los miembros del  equipo de panrallao, con Luis sosteniendo el cazo, tienen cara de saber el secreto de ese cóctel.

Tres apuntes finales:

  • Me gustan los locales que están en manos de amigos (Miguel Bauzano, al frente del bar, y Luis Bonet, en los fogones) que no han perdido la amistad a pesar de la presión que hay que soportar en este tipo de negocios.
  • Me gustan los cocineros que sonríen, que visten de cocineros y que tienen los cuchillos a la vista. Luis es cocinero, no hay duda.
  • Una mesa en donde quedan los restos del banquete sin recoger puede expresar descuido (cuando los camareros se olvidan de los clientes) o desenfado (cuando te sientes como en casa). En panrallao hay desenfado (una virtud que en Sevilla rápidamente se confunde con el compadreo, que es otra cosa).

EPÍLOGO //Las ostras que andaban escondidas en el guiso de pulpo provocaron un recuerdo literario muy oportuno. La cocina y la memoria, que han tejido el hilo conductor de este post, mantienen un vínculo poderoso, como descubrió un  jovencísimo (9 años) Anthony Bourdain cuando, en una experiencia iniciática, se comió su primera ostra (recién pescada en la mítica cuenca de Arcachon):

“Monsieur Saint-Jour preguntó con su rudo acento girondino si alguno de nosotros quería comer otras.

Mis padres titubearon. Dudo que estuvieran dispuestos a comer de verdad una de esas pequeñas viscosidades sobre las cuáles flotábamos. Mi hermano retrocedió horrorizado.

(…) Monsieur Saint-Jour me hizo señas de que me acercara a la borda, se inclinó por encima hasta que la cabeza le hubo casi desaparecido bajo el agua y emergió sujetando en su recio puño cerrado –que más parecía zarpa—una única ostra cubierta de limo, enorme, de forma irregular. Abrió aquella cosa con un cuchillo herrumbrado de punta curva y me la alargó, mientras todos me miraban.

(…) La cogí con la mano, apoyé la concha en la boca como me había enseñado el entonces ya sonriente monsieur Saint-Jour y la engullí sorbiéndola de un bocado. Sabía a agua de mar… a salmuera… a carne… y, de alguna manera, a futuro.

Ya todo fue diferente. Todo.

No sólo sobreviví. Disfruté.

Supe que aquello era la magia apenas vislumbrada entre las tinieblas, de la cual sólo era consciente a medias. Lo hice por retorcido. Había tenido una aventura, y todas cuantas la siguieron en la vida – la comida, la larga y muchas veces estúpida búsqueda de la próxima experiencia, drogas, sexo o cualquier sensación nueva–, todas han sido fruto de aquel momento.

En ese instante aprendí algo. Visceral, instintiva, espiritualmente –de alguna manera precursora también sexualmente—aprendí algo. No había vuelta atrás. El genio saltó de la botella. Ahí empezó mi vida de cocinero, de maestro cocinero.

La comida tenía poder ”.

(Memorias de un chef, Anthony Bourdain, Editorial RBA)

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Paisaje después de la batalla… Así nos despedimos de panrallao.

 

 

 

 

P.D.: Me quedé con ganas de probar el tiramisú, así es que tendré que volver…

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Comiendo y compartiendo en La Chunga (Pilar en el centro; a su izquierda Ángel y a su derecha un servidor; detrás Carmen y Enrique; y Cristóbal disparando la cámara).

El post más leído de este blog (cerca de 3.000 visitas en los últimos doce meses) no habla de medio ambiente, ni de periodismo, ni de filosofía… habla de cocina. Cuando en diciembre de 2011 publiqué mi receta de tiramisú de piñones la encabecé con una cita que siempre resulta oportuna cuando nos referimos a una comida  en buena compañía: “Nadie cocinó nunca para su enemigo”. Por eso, hablar de comer y compartir es, casi siempre, una feliz redundancia, convertida, además y gracias a Cristóbal Bermúdez (De tapas por Sevilla) y Ángel Fernández Millán (Hecho en Andalucía), en una innovadora gastroexperiencia de la que he sido afortunado cobaya.

La idea consiste en reunir a un grupo heterogéneo de comensales, de esos que gustamos de trastear en los fogones y lucimos servilleta con desparpajo, vinculados, tan sólo, por nuestra afición (¿o es adicción?) a los escaparates virtuales, bitácoras electrónicas y redes sociales. Se nos cita en un local en el que se manifieste lo mejor de la nueva gastronomía del sur y, a partir de ahí, invitados por los organizadores, nos dejamos llevar… El único compromiso es el relato, sincero, de los hechos.

Ya digo que fui afortunado cobaya en la primera cita de este “Come y Comparte” que nos llevó, el pasado 9 de enero, hasta “La Chunga (Tapas y Platillos)”, en el número 9 de la calle Arjona, esquina con la calle Albuera, en Sevilla, muy cerca de la antigua Estación de Córdoba. Cristóbal y Ángel habían convocado, como compañeros de mesa, a Pilar Bernal (Tupersonalshopperviajero) y a Carmen González & Enrique Vargas-Machuca (Delicietas). Un grupo con el que fue un placer compartir, charlar… y comer.

LA VISTA

Fue inevitable. Pura deformación profesional. Nada más acodarme en la barra, con una copa de La Gitana, descubrí, en los estantes que son antesala de los fogones, algunos libros de cocina, dispuestos, como en mi propia casa, entre latas de tomate y paquetes de cuscús. La literatura gastronómica no es para tenerla en el salón ni en la biblioteca, y las letras (que también decoran, en citas ingeniosas, las paredes de La Chunga) son una buena manera de provocar el apetito (cualquier apetito).

La vista se paseó luego por el cuarto de baño, que es en donde naufragan  muchos locales sureños. Impecable. La cisterna funcionaba, había jabón y papel higiénico en cantidades suficientes y, sobre todo, estaba muy limpio. Sí, ya se que estos detalles serían intrascendentes en Helsinki, pero… estamos en Sevilla. ¿Si uno tiene sucio el cuarto de baño por qué vamos a suponer que tendrá limpia la cocina, o las manos, o los peroles? Hace tiempo que deje de pisar algunos sitios en donde me resulta muy difícil comer sabiendo que en algún momento tendré que pisar el cuarto de baño con los mismos reparos que el que visita un depósito de residuos tóxicos…

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En una carta, de sólo una página, hay mucha cocina (Foto: JMª Montero).

Y, por fin, examiné la carta que, a la distancia en la que un miope no distingue la ensaladilla rusa de la piña colada, ya prometía por su diseño retro. Una selección ajustada de platos en donde se combina lo clásico y lo innovador, y en la que, por fortuna, no caen en la trampa, ridícula, de describir con tres líneas de texto, alambicado y pretencioso, lo que puede revelarse en dos o tres palabras (antes de decidirse conviene hacer trabajar, sin demasiadas pistas, a la imaginación, que es otro sentido fundamental a la hora de sentarnos a comer en cualquier restaurante).

En fin, que habíamos empezado bien. Aún no habían salido los primeros platos y en el marcador ya se anotaban varios puntos a favor de La Chunga.

EL OLFATO

Posiblemente el olfato sea el sentido con más poder de evocación. La voz latina evocare, de la que nace este verbo, hace referencia a ese curioso sortilegio por el que los humanos somos capaces de colocar ante nuestra imaginación sucesos o escenarios que, en ese momento, no están al alcance de nuestros ojos, bien porque fue en otro tiempo cuando los contemplamos o, sencillamente, porque nunca pusimos sobre ellos nuestra mirada.

La evocación es, al mismo tiempo, recuerdo y descubrimiento, nostalgia y sorpresa. Causa, por ello, una notable movilización de los afectos. Requiere más del corazón que del cerebro y, por tanto, suele ser muy poderosa cuando lo que buscamos es tomar conciencia de algo, ser sensibles ante una realidad terrible o hermosa.

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El mundo siempre luce más bonito a través de una copa de Barbazul (Foto: JMª Montero).

¿Y todo este rollo a qué viene? Pues a que una vez sentados a la mesa lo primero que me pusieron por delante fue una copa de Barbazul, ese prodigioso tinto gaditano que huele a sotobosque mediterráneo y en el que mi nariz siempre descubre (o cree descubrir, que es casi lo mismo) el perfume balsámico de los pinares de Punta Candor, la sal de los corrales de San José o de San Clemente, y hasta las hierbas aromáticas que salpican el terruño de los mayetos. Todas esas evocaciones, y muchas más, viajan encerradas en la tintilla de Rota (Cádiz) que alegra este vino, una uva al borde de la desaparición, una reliquia enológica que con buen criterio han rescatado, entre otras, las bodegas Huerta de Albalá.

EL PALADAR

Sorprender a un cordobés, que hace patria con el salmorejo, es complicado, pero lo cierto es que ese fue el primer plato que nos sirvieron. Un plato de elaboración tan sencilla que… es muy difícil de elaborar. El paladar, educado en los delicados salmorejos de madres y abuelas, se rebela en cuanto la acidez o el amargor no cumplen con los cánones (casi siempre por culpa de los tomates o el aceite).

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Así lucía el salmorejo, con su huevo duro, su jamón y sus palillos de pan (que diríamos en Córdoba) – (Foto: JMª Montero).

El salmorejo de La Chunga sabe a salmorejo, y eso es mucho, muchísimo. Y el emplatado, fundamental, no busca combinaciones absurdas ni tampoco se queda corto: su poquito de huevo duro, algunas lascas de buen jamón y unos picos crujientes. Ni más, ni menos. Eso sí (llegó, por fin, el turno de las críticas… amables), la rusticidad de esta crema, que nació en las cocinas más humildes, ha sido literalmente triturada por la Thermomix, ese robot sin alma que envenena nuestras cocinas. Todos los salmorejos callejeros, absolutamente todos, tienen la aburrida textura-Thermomix, esa que lo mismo vale para una crema de tomate que para una mousse de limón. No digo yo que volvamos a la paciente elaboración de mortero, pero las batidoras menos sofisticadas ofrecen algunos matices más en la textura de un plato que no debería perder las señas de identidad de su origen. Como bien sabe el paladar, el sabor también es textura (y viceversa).

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¡ Qué sería de la vida sin perejil ! (Foto: JMª Montero).

El salmorejo fue sólo el preludio de otros platos con los que ir alimentando nuestro apetito. Los boquerones fritos nos confesaron, sin hablar, que eran frescos, que habían pasado por una fritura cabal y que gustaban del sencillo adorno de perejil (! qué sería de la vida sin perejil ¡). En la capital del pescaíto frito cada vez resulta más difícil comer un buen pescaíto frito (doble mérito para La Chunga). Además, sin que hubiera intención (¿o sí?), la friturilla compartió mesa con el salmorejo, invitando a una combinación que siempre me ha gustado (en casa el salmorejo sirve para mojar patatas, berenjenas o boquerones fritos).

La carne (secreto de cerdo ibérico) estaba bien jugosa, en su punto, sin reventarla (que diría mi amigo Iñaki, el rey de la cocina casera de Estella). Las salsas (gaucha y de ajo) deliciosas, aunque la de ajo buscaba paladares recios. Salsas en las que es difícil resistir la tentación de mojar sopas, como debe ser.

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Una minúscula pinza une todo lo que debe fusionarse en este kebab de pollo (Foto: JMª Montero).

El kebab de pollo se cocinó en un territorio incierto pero atractivo, a medio camino entre Turquía y México, en una fusión sostenida por una pinza minúscula. Y la mezcla de yogurt y cítricos, que salpicaba el interior de la tortita de trigo, me recordó ese cóctel dominicano, apto para todos los públicos, en el que se mezclan leche, naranja y lima, y cuya simple pronunciación te transporta al atardecer de una playa con cocoteros: morir soñando.

El bacalao confitado me resultó más confitado que bacalao (aquí pesa mi lusofilia, lo confieso); en las berenjenas a la parmesana volvió a manifestarse la temible Thermomix, y el rissotto me resultó un poco aburrido (aunque el parmesano, delicioso, luchó por escapar de ese aburrimiento).

Y cuando todo parecía haber llegado a su fin… aparecieron los postres. Soy un goloso al que no le gusta empalagarse y por eso busco, en ese último plato, algo más que un grosero chute de azúcar. En la carta los llaman cookies pero yo creo que, en realidad, el cremoso yogurt con frutas estaba cubierto por esas maravillosas bolachas desmigadas que adornan las tartas de las viejas pastelarias  de Oporto. Y en el goloso de chocolate (que rozaba el pecado) había grandes dosis de nostalgia porteña, quizá la de algún postre, casi olvidado, que tomé una noche de lluvia en Palermo o en San Telmo.

Conclusión: en la cocina de La Chunga, sospecho, hay muchas cocinas.

EL OÍDO

Decir que un bar de Sevilla, o de Cádiz, o de Granada es ruidoso es una perogrullada. Y, desde luego, es injusto culpar al establecimiento del alboroto, cuando los que gritamos somos los comensales. En La Chunga el nivel de decibelios, con el local a tope, está dentro del estándar sureño: a todo trapo. No ayuda la ubicación del local (cerca de una avenida muy transitada y con amplios escaparates que filtran poco el ruido exterior), pero se agradece que los camareros y cocineros (rompiendo la tradición local) no se comuniquen entre ellos como pastores tiroleses separados por un valle alpino.

Chunga bis

«A mal tiempo ríase la gente» (una de las máximas de La Chunga) – (Foto: Enrique Vargas-Machuca).

La música me gusta tanto que no puedo comer con ella, porque me distrae (si es buena) o me irrita (si es mala), y en ambos casos resta concentración al paladar. Paradójicamente sí que acostumbro a cocinar con música (y en muchas de mis recetas, de hecho, comento la música que escuché mientras las elaboraba), quizá porque la ejecución de un plato tiene una suerte de compás, de medida coreografía, y también porque la música ayuda a crear el ambiente sonoro que ciertas elaboraciones agradecen (¿se puede cocinar un tzatziki sin escuchar de fondo a Eleftheria Arvanitaki?).

En descargo de La Chunga diré que la música que sonó durante nuestra comida, como también advirtió Pilar en su blog, eran temazos de los 70-80, y uno no tiene más remedio, diga lo que diga el paladar, que rendirse ante tamaña selección.

EL TACTO

Este suele ser el gran olvidado en cualquier banquete, aunque una comida sin tacto, sobre todo fuera de casa, pierde mucho. El tacto, más allá de la piel, tiene que ver con los detalles en los que un restaurante (y su personal) se la juega.

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Geno (primera de la izquierda) se sentó a la mesa en traje de faena y con cara de estar disfrutando en la cocina (Foto: Cristóbal Bermúdez).

Todo estuvo servido con mucho tacto, y los detalles (empezando por el buen humor de todo el equipo chungo) no se descuidaron en ningún momento. Pero si tengo que destacar el detalle definitivo éste lo puso Genoveva Torres (Geno), la responsable, junto a Juanma, de La Chunga, quien salió de la cocina para saludarnos y, sorprendentemente, nos preguntó qué NO nos había gustado. Inaudito. Llevo cerca de 30 años en Sevilla y nunca me había ocurrido algo así. Al contrario, cuando en alguna ocasión he tenido que quejarme de algo, en un bar o restaurante, he sido tratado, casi siempre, como un marciano, enfrentándome, con demasiada frecuencia, a esta frase terrible: “Pues es usted el único cliente que se nos ha quejado…”.  Vaya hombre, qué mala suerte…

A Geno le conté lo que no me había gustado (y en este blog queda escrito), y gracias a su ofrecimiento, al tacto con que nos preguntó, pude salir de La Chunga sin ninguna queja, y estoy seguro de que no soy el único.

Gracias por la invitación a los organizadores, y por la hospitalidad a las chungas y chungos.

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El último detalle de Geno estaba un poco escondido (Foto: Cristóbal Bermúdez).

“El maestro Taizan Maezumi Roshi preguntó a un estudiante carpintero si la reforma del zendo se acabaría pronto. <Básicamente está hecha>, contestó el estudiante. <Sólo faltan algunos detalles>. El maestro zen enmudeció estupefacto durante un momento y después anunció: < ¡ Pero los detalles son todo ¡ >”

(La sabiduría del corazón, Jack Kornfield)

 

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Hoy llega a casa un amigo muy querido.

Viene de las montañas, cargado de silencio y de paz.

Sólo nos visita, con suerte, una vez al año, y por eso este fin de semana será un fin de semana especial, en el que repetiremos una liturgia  que ya se ha convertido en dulce costumbre.

Bajaremos a Sevilla a escuchar su conferencia y luego cenaremos en casa. Cocinaré sushi, como él espera, y trataré de sorprenderlo, para que no todo sea previsible, con un postre inusual, un postre que alimente la sonrisa de un buen goloso.

Así quedó mi strudel de uvas en el primer ensayo.

El postre que he elegido es un strudel de uvas que nunca había cocinado y que ensayé la semana pasada (no conviene arriesgar demasiado).

Strudel es una palabra alemana que significa “remolino”, quizá haciendo referencia a la forma que adoptan las hojas de este pastel cuando envuelven el relleno. Aunque se asocia sobre todo a la cocina austriaca el strudel es originario de los fogones de Oriente, y está emparentado con algunos pasteles que se elaboran en Arabia y Turquía. El mestizaje vuelve e rebelarse, también en la cocina, como un elemento que siempre, siempre, nos enriquece.

El más famoso de estos pasteles es el Apfelstrudel, que se rellena de manzana, pero, al parecer, en las fiestas más señaladas los austriacos prefieren el strudel de uvas. Y ese es el elegido para esta noche.

1 paquete de hojas de pasta brick (se encuentra fácilmente en muchos supermercados, por ejemplo en Carrefour).

40 gramos de avellanas tostadas (también sirven almendras o piñones).

40 gramos de harina tamizada.

40 gramos de azúcar morena.

2 huevos.

La ralladura de una piel de limón.

30 gramos de mantequilla derretida.

150 gramos de uvas sin pepitas.

Nata montada.

Frutos rojos (se pueden comprar congelados en Carrefour).

Azúcar glas

En el mortero trituramos las avellanas a las que luego mezclamos la harina tamizada. Batimos bien los dos huevos y les añadimos la ralladura de limón, el azúcar y una pizca de sal. Seguimos batiendo hasta asegurarnos que la mezcla ha aumentado su volumen y entonces añadimos las avellanas y la harina. Separamos dos o tres cucharadas y en ellas mezclamos la mantequilla derretida. Unimos las dos mezclas y seguimos batiendo con suavidad hasta conseguir una crema homogénea y algo espesa (podemos añadir un poco más de harina si ha quedado muy líquida).

Sobre un paño grande colocamos con mucho cuidado (se rompen fácilmente) una hoja de pasta brick. La pintamos con mantequilla derretida y sobre ella colocamos otra hoja. En el centro disponemos la masa que hemos elaborado, dispuesta a lo largo y ocupando una anchura como de cuatro dedos. Sobre la masa distribuimos generosamente las uvas, enteras, sin pelar, pero (si puede ser) sin pepitas (hay una variedad que no tiene semillas). Cubrimos con una hoja de brick, pintamos con mantequilla derretida y colocamos una última hoja de brick. Tirando del trapo y no de las hojas (para evitar que se rompan) envolvemos con cuidado el relleno, de manera que nos quede una especie de rulo con la masa y las uvas en el centro. Cerramos los laterales, como el que cierra un paquete envuelto en papel, y volvemos a pintar con mantequilla derretida. Usamos de nuevo el trapo para darle la vuelta al pastel, de manera que la parte en donde se han unido las hojas quede debajo. Untamos con mantequilla derretida y colocamos, con cuidado, sobre una bandeja de horno cubierta con papel vegetal que habremos pintado con mantequilla y espolvoreado con algo de harina. Metemos el strudel en el horno, precalentado a 160 º, y horneamos durante unos 50-60 minutos. A mitad de cocción pintamos con mantequilla derretida o con huevo batido (para dorar), y volvemos a pintar, al final, también con mantequilla derretida.

Ya fuera del horno espolvoreamos con azúcar glas.

Para servir cortamos porciones del rulo, las colocamos tumbadas, de manera que se vea el relleno y, como guarnición, ponemos una buena ración de nata montada cubierta de frutos rojos.

Así es que esta noche en nuestra mesa convivirán, en armonía, los sabores de Japón, de Austria, de Arabia, de Turquía, de España, de Francia…  Un mestizaje espontáneo en homenaje a un buen amigo que viene de las montañas…

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Cuatro gotas. Han caído cuatro míseras gotas. Y aún así, el suelo, agradecido, nos ha regalado ese maravilloso olor a tierra mojada (siento restarle belleza a esta introducción revelando el origen químico de ese aroma, que no es otro que la geosmina, una sustancia que destilan algunas bacterias esenciales: http://www.encuentros.uma.es/encuentros90/olor.htm).

El caso es que, una vez más, un suceso doméstico me lleva hasta la Ciencia y de ella paso a la cocina (no puedo evitarlo…). El olor a tierra mojada, la geosmina que esta mañana se me ha colado en la nariz, me ha despertado el apetito de champiñones. La asociación de olor y sabor ha sido inmediata (ríete del perro aquel de Pavlov), y me puesto a soñar con una sencillísima, y sabrosa, sopa de champiñones que aprendí de Bourdain (al que ya he dedicado inmoderados elogios en este blog: https://elgatoeneljazmin.wordpress.com/2011/02/06/sopa-al-estilo-de-bourdain/).

400 gramos de champiñones

1 cebolla

Mantequilla

1 litro de caldo de pollo

Una copa de Jerez

Sal y pimienta

Derretimos en una olla amplia dos cucharadas soperas de mantequilla y en esa grasa salteamos, a fuego suave, la cebolla cortada en láminas bien finas. Antes de que la cebolla llegue a dorarse añadimos los champiñones, limpios y troceados, y otras cuatro cucharadas soperas de mantequilla. Rehogamos durante ocho o diez minutos, a fuego suave, sin dejar que el revuelto se tueste. Añadimos un litro de caldo de pollo (que sea más bien claro, sin demasiada intensidad) y una ramita de perejil fresco. Siempre a fuego moderado dejamos hervir durante una hora. Retiramos el perejil y metemos la batidora para triturar el conjunto hasta conseguir una crema bien suelta, sin grumos. Ajustamos de sal, añadimos un golpe de pimienta negra y justo antes de servir le mezclamos una copa de buen Jerez. Podemos servir la sopa con unos trocitos de champiñón (que habremos reservado sin triturar) o de alguna seta sabrosa salteada (un boletus, por ejemplo) flotando en cada plato.

Y ahora no se si, para acompañar la sopa, es mejor tirar de un Oloroso seco o de un buen Chardonnay… Se aceptan sugerencias…

P.D.: Creo que con esta receta se me borrará el mal gusto que me dejaron esta semana los pelmazos a los que me refería en el último post. No hay como comer bien, y en buena compañía, para celebrar la vida y la amistad.

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