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Posts Tagged ‘redes sociales’

Cuando una emergencia (climática, sanitaria…) se niega con ferocidad, a golpe de opiniones y a pesar de las evidencias, es lícito pedir, al menos, una alternativa, una solución razonable que también se apoye en evidencias. En ciencia todas las opiniones valen lo mismo (incluidas las de los propios científicos): nada.

No debemos dejar de ser críticos ni siquiera en las peores circunstancias. Sólo se avanza cuando se cuestiona, se reformula, se revisa, se discrepa. No me gusta el pensamiento único pero no termino de entender cuál es el propósito último de los que en redes sociales, y desde cualquier otro púlpito, andan rebelándose contra todo (TODO) lo que gira en torno a la COVID. Me vais a perdonar (algunos son amigos y por eso me permito el tuteo), pero sigo sin saber cuál es vuestra alternativa a ese «perverso-pensamiento-único», cuál es vuestra solución a esta emergencia.

¿Que el virus no existe? ¿Que el virus ha sido fabricado? ¿Que todo es una conjura para dominar el mundo? ¿Que tampoco es para tanto, que la gripe mata más? ¿Que no hay que usar mascarillas? ¿Que el gobierno -cualquier gobierno- nos quiere engañados y sometidos? ¿Que no es necesario respetar la distancia de seguridad y las medidas de contención razonables en cualquier epidemia? ¿Que no hay que ponerse ninguna vacuna? ¿Que la economía es más importante que la salud? ¿Que la libertad es más importante que el virus? ¿Que el sistema sanitario siempre está colapsado con o sin COVID? ¿Que la pandemia remitirá en poco tiempo de manera espontánea? ¿Que los científicos y los medios de comunicación han urdido, juntos, una gran mentira en torno a esta enfermedad? ¿Que los periodistas, así en general, somos unos trápalas y unos ignorantes? ¿Que las farmacéuticas se están forrando a cuenta de vender humo?

La discrepancia no sólo es necesaria, es imprescindible, por eso los resultados de las investigaciones científicas se someten a falsabilidad, reproducibilidad, repetibilidad, revisión por pares y publicación. Es decir, se someten a la discrepancia.  Por ejemplo, desde que en diciembre The Lancet publicó la primera revisión independiente de la vacuna de la Universidad de Oxford y AstraZeneca toda la comunidad científica puede revisarla y someterla a falsabilidad (cosa que ninguno de los que discuten el «pensamiento único» hacen: ¿existe alguna prueba publicada, y sometida a todas las garantías del método científico, que sostenga estas teorías radicalmente críticas?). Las evidencias científicas no son opinables, por eso no es opinable el hecho de que la tierra sea redonda o que exista la fuerza de la gravedad (sí, hay quien lo discute porque… hay gente pató). Y eso no quiere decir que sepamos todo sobre esta pandemia, que estemos seguros de que las acciones para combatirla sean las mejores, que ignoremos el coste social, económico y emocional de todas esas acciones o que tengamos la absoluta seguridad de que todos los gobiernos están actuando con sensatez y que las vacunas y tratamientos van a funcionar sin anomalía alguna. Nadie tendrá nunca esas certezas como absolutos indiscutibles, pero eso no otorga credibilidad a lo que sólo es una opinión, respetable (siempre que no cause daño, porque ese es el límite, el daño al otro, de la tolerancia), pero opinión, únicamente opinión. En ciencia, dice Miguel Pita, «todas las opiniones valen lo mismo: nada, incluso las de los científicos”. Tener una opinión no es tener una solución. Ser una excelente investigadora, haber sido distinguido con un Nobel, ocupar un cargo de responsabilidad en una farmacéutica o en un hospital puntero, haber escrito docenas de libros, tener un programa de televisión o una columna semanal en prensa, lucir un par de doctorados en disciplinas científicas, haber descubierto un patógeno desconocido o un tratamiento milagroso… ninguna de estas virtudes hace que tus opiniones adquieran una cualidad extraordinaria: seas lo que seas (o hayas sido lo que hayas sido) tus opiniones, en lo que respecta a la COVID, valen, en términos científicos, lo que vale cualquier otra opinión: n-a-d-a.

Lo de inventarse una pandemia con más de dos millones de muertos (a día de hoy) resulta difícil de creer. Pero bueno, hay quien cree que la tierra es plana…


En resumen: ¿qué alternativas plantea este coro virtual de escépticos? Las pocas que he leído me producen bastante más inquietud que la propia enfermedad.
Y ahora, para colmo, algunos se manifiestan, poniéndose en riesgo ellos y quiénes los acompañan, liderados por especialistas como Bunbury o Carmen París (estupendos en lo suyo, ojo, en-lo-suyo).
Nuestra capacidad de autodestrucción no tiene límites…


PD: Ya lo he contado en otro post, pero, insisto, como es mi costumbre: en el Reino Unido mueren todos los años unas 3.000 personas por usar aspirina, y se producen unas 20.000 hemorragias graves a cuenta de este medicamente tan antiguo, tan testado y tan «inocuo». El riesgo cero no existe, pero la ciencia trata de minimizarlo hasta donde sea posible. Exponerse a este virus sin hacer caso a las evidencias científicas es de una enorme irresponsabilidad porque el precio, muy doloroso, lo pagamos todos. Una cosa es la libertad de expresión y otra la libertad de infección.
La discrepancia es necesaria, pero hay que sostenerla en argumentos fiables. El cabreo lo entiendo, la irresponsabilidad no. Los aplausos en redes son inocuos (sólo alimentan el ego de algunos de estos gurús de lo insostenible), pero si de ellos se deriva el convencimiento de que aquí no pasa nada, y esta idea se traduce en acciones que a todos nos ponen en riesgo (sobre todo a los más vulnerables), los aplausos dejan de ser inocentes. Entiendo el miedo, pero si nos equivocamos en la dirección en la que debemos correr para escapar del peligro, porque quien nos señala el camino es un irresponsable, es posible que terminemos por correr en la dirección equivocada, hacia el abismo del que queremos librarnos.
Dicho lo cual reparto abrazos a los amigos discrepantes, para que este cruce de posturas no nos haga perder las buenas formas, el debate sensato y la amistad (que están por encima de virus y pandemias).

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Para que esta mosca sea mosca han tenido que pasar muchas cosas y establecerse muchas relaciones. Para que esta preciosa mosca ayude a la polinización de la lechetrezna sureña que visita (sin darse importancia) la naturaleza ha tejido lazos invisibles que, sin embargo, algunos pueden ver. La foto es de Carlos Herrera y está fechada en la sierra de Cazorla (Jaén) el 8 de julio de 2019.

 

Con la rotunda lucidez que brindan dos copas de manzanilla (de Sanlúcar) acostumbro a tomar grandes decisiones. Decisiones difíciles pero trascendentales. Por ejemplo, cuando el velo de flor me despeja el intelecto y me regala una dosis extra de arrojo considero la posibilidad, largamente aplazada, de abandonar, ad infinitum, las redes sociales. Juro que he pasado demasiadas veces por el trago, nunca mejor dicho, de sujetar la copa con una mano y apoyar el índice de la otra en el tentador comando delete-all-forever. Casi puedo tocar ese paraíso analógico, libre de ruido y hooligans, donde todo discurre despacio y no pocas cosas, y hasta personas, son feas, sin más y sin remedio, sin filtros. Feas y aburridas, como nuestras propias vidas cuando se empeñan en ser confortablemente convencionales, dulcemente rutinarias, y no hay quien las haga salir del letargo.

Lástima que en el último minuto siempre aparezca la puñetera belleza, sí, esa que habita, aunque no lo parezca, en el mismo epicentro del caos. Casi siempre es una frase, o una cita, o una larga reflexión, o un diálogo chispeante. Casi siempre es la palabra la que me cautiva, began-again, y me hace retirar el índice del gatillo.

Ayer, sin ir más lejos, andaba vagabundeando por Facebook, buscando-un-no-se-qué, sin una copa de manzanilla, y, posiblemente debido a esa carencia, sin un atisbo del coraje imprescindible para darme de baja y salir, por fin, de esa chisporroteante noria cansina, cuando (!maldita belleza!) apareció Carlos Herrera (ojo, el profesor de investigación del CSIC, experto en ecología evolutiva, uno de los científicos más brillantes de nuestro país) hablando de una mosca. Sí, habéis leído bien: Carlos-Herrera-el-investigador-hablando-de-una-mosca-en-Facebook. Con foto, eso sí, con una preciosa foto del bicho posado sobre una lechetrezna, como algunos serranos llaman, en román paladino, a esta herbácea silvestre (bueno, en honor a la verdad Carlos precisó que la mosca estaba visitando «flores de Euphorbia nicaeensis» en la sierra de Cazorla).

Creo que merece la pena reproducir el diálogo que a partir de ese instante los dos mantuvimos on line y sin bajarnos de la noria de Facebook, prueba palpable de que, de vez en cuando, las redes sirven, sin marearnos demasiado, para tejer algo que, además de útil, puede llegar a resultar hermoso:

Carlos Herrera (CH).-  Por mucho que nos apasione una letra del alfabeto, por ejemplo la “m” de mariposa, no podremos entender el Quijote si nuestro libro contiene exclusivamente palabras que empiecen por la letra preferida. Utilicé ayer esta analogía en mi charla a los alumnos de un curso de mariposas para transmitirles la importancia decisiva del contexto biológico para una comprensión cabal de cualquier fenómeno natural. Hoy rememoré la analogía mientras observaba a esta mosca del género Gymnosoma visitar flores de Euphorbia nicaeensis. Mientras era larva vivió dentro de una chinche Pentatomidae, a la cual mató finalmente para convertirse en esta preciosa mosca adulta. La difunta chinche que le dio la vida es parte del contexto invisible de esta foto. Sierra de Cazorla, 8 de julio de 2019.

Yo mismo (Ym).- Siempre es un placer leerte (y aprender) Carlos, demostrando que en este océano virtual además de ruido hay música. Hoy me has recordado el precioso texto de Thich Nhat Hanh dedicado a explicar el concepto de «interser» (o como dice Haskell: «No existe el individuo dentro de la biología. La unidad fundamental de la vida es la interconexión y la relación. Sin ellas, la vida termina”).

Si eres un poeta podrás ver sin dificultad la nube que flota en esta página. Sin nubes no hay lluvia, sin lluvia los arboles no crecen y sin árboles no se puede fabricar papel. Las nubes son imprescindibles para fabricar papel. Si no hubiera una nube tampoco habría una página, de modo que podemos afirmar que la nube y el papel interson. Interser es un término que todavía no está en el diccionario. Si combinamos el prefijo inter y el verbo ser obtendremos este neologismo: interser.
Contemplemos de nuevo la página con más intensidad y podremos ver la luz del sol en ella. Sin luz los bosques no crecen. En realidad, sin la luz solar no crece nada, así que podemos afirmar que ella también está en esta página. La página y la luz solar interson. Si seguimos mirándola podemos ver al leñador que taló el árbol y lo llevó a la factoría para que lo transformaran en papel. Y veremos el trigo, y por lo tanto el trigo que más tarde será su pan, el pan del leñador, también está en la cuartilla. A su vez están el padre y la madre del leñador. Mirémosla bien y comprenderemos que sin todas esas cosas la página no existiría.
Si contemplamos aún con mayor profundidad podemos vernos a nosotros mismos en esta página. No resulta un proceso muy difícil porque mientras la miramos forma parte de nuestra percepción. Vuestra mente y la mía están ahí. No falta nada, están el tiempo, el espacio, la tierra, la lluvia, los minerales y el suelo, la luz solar, las nubes, los ríos, el calor. Todo coexiste en esta página. Por eso considero que la palabra interser debería estar en el diccionario. Ser es interser. Sencillamente, es imposible que seamos de forma aislada si no intersomos. Debemos interser con el resto de las cosas. Esta página es porque, a su vez, todas las demás cosas son
”.

PD: Perdón por el ladrillo zen Carlos 😉

CH.- De ladrillo nada, es fantástico. Es lo que yo pienso sobre la naturaleza, pero bien escrito. «Interser», sí señor, me gusta mucho la idea. Llevo varios años rumiando algo que, si tengo salud, espero escribir alguna vez, y esa idea está en el centro del asunto. Aunque no la había bautizado todavía. A ver cómo lo digo en English 🙂

Ym.- Por si te resulta útil he buscado el texto original en inglés y así es como lo dice este vietnamita: « «Interbeing» is a word that is not in the dictionary yet, but if we combine the prefix «inter» with the verb «to be», we have a new verb, inter-be. Without a cloud, we cannot have paper, so we can say that the cloud and the sheet of paper inter-are».

CH.- Gracias Jose María. Sí, «interbeing» me suena bien. «Transbeing» podría ser una alternativa si el prefijo trans no estuviera tan «cargado» hoy en día con otras cosas. Hay un concepto bastante antiguo en ecología, propuesto por Dawkins, que es el de «extended phenotype» que se podría beneficiar también de la idea del interser. Por ejemplo, si el olor de una flor se debe no tanto a la cualidad de la planta que la produce sino a la cualidad de las levaduras que viven en su néctar, la flor sería un fenotipo floral «extendido» por un hongo. O bien, la flor «intersería» flor y hongo a la vez. Me encanta, voy a poner todo esto en mi cuaderno antes de que se me vaya el santo al cielo. Gracias otra vez.

Ym.- Fantástico !!! La idea sigue creciendo gracias a que nosotros también intersomos 😉 Y al poner el ejemplo de las levaduras del néctar se me ha venido a la cabeza el interser que habita, gracias a las levaduras, en las manzanillas de Sanlúcar, en el fino de Montilla o en un amontillado de Jerez… pero esa es otra historia.

Y ahí quedó todo, que no es poco, aunque yo seguí dándole vueltas al asunto.  Y como soy más de enología recreativa que de ecología evolutiva insistí, copa en mano, en la analogía de la manzanilla sanluqueña donde, si uno se fija lo suficientemente bien, no sólo adivinará el interser que mantienen vino y levaduras, sino que también identificará la presencia de las microscópicas diatomeas (algas unicelulares que poblaban la Andalucía sumergida de hace más de 20 millones de años) que fertilizan los suelos de albariza, atisbará la humedad dulzona del Guadalquivir, los vientos caprichosos de levante y poniente, la sal del Atlántico, las bacterias lácticas y hasta la yema, callosa, del viticultor que acarició el hollejo de las palomino camino a la bodega.

En fin. Hoy tampoco me marcho de las redes sociales, por si las moscas…

PD: Carlos Herrera será uno de los especialistas que nos acompañarán en el XIII Congreso Nacional de Periodismo Ambiental (Madrid, noviembre 2019) para explicarnos cómo comunican los científicos.

 

 

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La realidad es demasiado compleja como para reducirla a un chiste o a un mitin…

«Estamos en un momento de incertidumbre donde la ciudadanía cree que está informada cuando solo está entretenida» (Rosa María Calaf)

«Puede que esto no guste a nadie…». Así comenzaba el famoso discurso que Ed Murrow pronunció en 1958, durante la Convención de Directores de Informativos para Radio y Televisión, y en el que lamentaba la imposible combinación de noticias, entretenimiento y publicidad que, en los medios de comunicación de masas norteamericanos, estaba deteriorando la calidad de la información. Un peligroso cóctel nacido para saciar el apetito (feroz) de audiencia; una carrera (frenética) en la que empezaban a no tener cabida las informaciones «desagradables y molestas» (más tarde empezarían a sobrar, también, las informaciones complejas). Audiencia a toda costa, aunque en el camino las señas de identidad del buen periodismo quedaran pulverizadas.

Tal y como Murrow predijo entonces, hace cerca de 60 años, el entretenimiento ha ido fagocitando a la información hasta crear terribles confusiones, híbridos en donde es difícil distinguir (incluso para los mismos periodistas) la frontera que separa la realidad de la ficción (ese territorio incierto que tanto preocupaba a Margarita Rivière), y también peligrosas adicciones (que afectan a esos escenarios  ¿sacrosantos? que van más allá, mucho más allá, del periodismo generalista).

«El periodismo ya no se concibe más que como una narración de historias, presuntamente reales, de estructura idéntica a la ficción. Es perfectamente normal que la información –desde los deportes y las noticias rosas a la política o las noticias económicas – adopte hoy la forma del folletín y del culebrón” (Margarita Rivière).

En algunos de esos escenarios, como en el de la divulgación científica, escenarios que requieren de especial mimo porque el rigor (¿irrenunciable?) se sostiene sobre un entramado muy complejo (y desconocido para un buen número de comunicadores), se está generando, se ha generado, creo, una de esas adicciones malsanas que sólo se satisfacen con entretenimiento-non-stop, diversión-no-limits y seducción-kingsize. Comienza a resultarme cansina, lo confieso, esa corriente, tan de moda en la comunicación de la ciencia, que abusa de la diversión como objetivo último, que sobrevalora la risa como soporte pedagógico, olvidando que la función debe estar por encima de la forma. Si queremos llegar al gran público claro que debemos ser atractivos (hablando de neurología, de física cuántica o de arqueología subacuática), pero, sobre todo, nuestra obligación es ser útiles, hacer que el público nos entienda, y no tanto que se divierta.

Hace tiempo leí una entrevista con Stephen Few, uno de los pioneros en reflexionar sobre los principios de eso que ahora llaman visualización de datos, el recurso que con tanta fuerza y utilidad se ha incorporado al mundo del periodismo. He rescatado aquella entrevista para compartir un párrafo que, salvando las distancias (aunque no son muchas), refleja bien lo que trato de explicar a propósito de la divulgación científica adicta al espectáculo, esa que se consume en la risa, deja un buen sabor de boca a la audiencia, satisface el ego del divulgador pero… apenas genera conocimiento.

«Me dio la impresión de que muchos profesionales toman los datos y se dedican simplemente a buscar una forma divertida y original de mostrarlos, en vez de entender que el periodismo consiste -una vez reunidas las informaciones- en facilitar la vida de los lectores, no en entretenerlos. El trabajo del diseñador de información no es encontrar el gráfico más novedoso, sino el más efectivo» (Stephen Few, El País, 29.8.2011)

Hubert N. Alyea es un magnífico ejemplo de cómo el humor inteligente puede ser tremendamente útil en la divulgación de la ciencia, siempre que el que lo use tenga humor y, sobre todo, inteligencia.

Construir, a partir de la risa, un entramado lo suficientemente sólido como para que se sostenga el conocimiento y pueda expandirse con  ciertas garantías no es tarea fácil (aunque parezca lo contrario). El humor inteligente es una virtud reservada… a los más inteligentes.  Y como ejemplo basta comparar, sin renunciar a la risa, las fantásticas clases de química de Hubert N. Alyea (Universidad de Princeton) con los ridículos shows ¿científicos? que se pasean por algunas televisiones y que triunfan en Youtube. Entre unas y otros ha pasado más de medio siglo, pero Hubert sigue ganando por goleada.

El hecho de que los medios de comunicación hayan dejado de estar gobernados por periodistas explica también esta peligrosa deriva hacia el entretenimiento por encima de la información, una estrategia que ha terminado por contaminar todo tipo de  escenarios, como el de la divulgación científica, en donde se busca la risa o el aplauso antes que la más discreta comprensión (con frecuencia, silenciosa). En manos de gerentes, especialistas en marketing, analistas de audiencia o community manager, en el orden de prioridades de muchos comunicadores ya no ocupa los primeros puestos la generación de conocimiento (a partir de una información rigurosa y asequible) sino la agradecida diversión.

Pero si en el periodismo científico hay que protegerse de esta fiebre por el espectáculo, que suele garantizarnos el aplauso de la audiencia, en el periodismo ambiental hay que alejarse de esa corriente que defiende la militancia (ciega) con el peligroso argumento de que lo que está en juego no admite neutralidad alguna.

A más de uno le gustaría que la realidad fueran las redes sociales donde todo, hasta lo más complejo, se puede reducir a 140 caracteres, y el éxito sólo depende del número de followers (reales o falsos, este es un matiz intrascendente).

Al margen de las circunstancias económicas en las que siempre nos escudamos, la crisis del periodismo es, sobre todo, una crisis de credibilidad, que se origina a partir de una pérdida de valores, y de las (buenas) prácticas en las que estos se materializan, valores que forman parte de la misma esencia de este oficio, de sus verdaderas señas de identidad. Si la audiencia nos abandona, si cuestiona nuestro rigor y desconfía de nuestro trabajo, es porque se ha cansado de ese periodismo reduccionista que se asoma a una realidad complejísima y la simplifica hasta obtener un tranquilizador escenario de buenos y malos, un sencillo paisaje en blanco y negro. Un periodismo maniqueo y soberbio que no tiene sentido alguno en un mundo en donde las nuevas tecnologías de la información permiten a cualquier ciudadano estar al tanto de toda esa complejidad, la misma que se le quiere hurtar desde ciertos púlpitos. Los ciudadanos desean, creo, que el periodista les ayude a entender esa complejidad sin hurtarle ni uno solo de los elementos que la componen. La contradicción forma parte de esa realidad compleja, y la incertidumbre también, así es que necesitamos, más que nunca, periodistas dispuestos a mantener una mirada abierta, democrática y conciliadora. Y estas tres virtudes no hay por qué sacrificarlas en el periodismo de denuncia, al contrario, son las que lo dignifican y lo alejan del periodismo sectario. La primera señal con la que se anuncia el totalitarismo, con la que se presentan los totalitaristas, es la eliminación de los grises.

Los ciudadanos no quieren juicios (y mucho menos prejuicios), ni sentencias y condenas inapelables, ni manuales sobre lo que deben hacer y lo que no deben hacer. Se acabaron los discursos porque, en manos de las redes sociales, vuelven las conversaciones, y si el verdadero periodista no es capaz de competir con este nuevo modelo democrático de información on-line dejará en manos de algunos peligrosos influencers , más interesados en el ruido que en el rigor, la interpretación de una realidad, compleja, que necesita de algo más que 140 caracteres (y el coro silente de miles de followers) para ser comprendida.

Lástima que esas redes sociales que han devuelto el protagonismo a la conversaciones sean las mismas con las que justifican su éxito (medido en followers, of course) esos periodistas maniqueos que defienden la militancia (ciega) para mostrarnos un mundo felizmente reducido a buenos y malos.

 

Hay quien busca mejorar el conocimiento y quien se conforma con el aplauso del coro. Tener criterio propio complica bastante el aplauso…

 

» El periodista debe tener una visión panóptica y cuando se limita a reflejar los comportamientos de los medios sociales está traicionando el principio moral del periodismo que es informar a la ciudadanía de lo que está pasando» (Entrevista a Juan Soto Ivars a propósito de la presentación de su ensayo Arden las redes).

Los problemas ambientales, la mayoría de ellos, son de tal complejidad y envergadura que ese periodismo áspero y soberbio, tan complaciente con algunas fuentes que defienden la pureza y lo políticamente correcto (y no hablo necesariamente de la política dominante), no sólo es aburrido sino que es, sobre todo, estéril. Algunos periodistas necesitan sentir que determinadas fuentes, aquellas que (afortunadamente para todos) están entregadas a la defensa de nuestro patrimonio común, celebran su determinación y, sobre todo, su incuestionable toma de postura. Pero es que los periodistas no nos debemos a nuestras fuentes, por loable y abnegado que sea su trabajo, sino a nuestros receptores, esos que necesitan conocer, sin juicios previos, todas las posturas enfrentadas, todos los puntos de vista, todas las aproximaciones, todas las incertidumbres… Y lo peor es que esos periodistas, convertidos en militantes (ciegos), exigen esa misma militancia a sus colegas, como prueba de compromiso y pureza. Como si esto fuera una guerra y no un debate en el que deben primar los argumentos por encima de las adhesiones. La furia es, con frecuencia, la que contamina algunos discursos supuestamente periodísticos, discursos que, en realidad, son mítines en donde resulta mucho más fácil juzgar que entender. Por eso, y aunque resulte paradójico, algunos de los que dicen combatir la censura han acabado por convertirse en los nuevos censores.

«La gente empieza a tener miedo de decir ciertas cosas, pero no porque me van a insultar los otros, sino porque me van a insultar los míos. A mí es eso lo que realmente me preocupa. (…) La postcensura funciona así: gente que tiene una ideología pero puede que no esté al 100% de acuerdo con ella acaba no expresando sus puntos de disconformidad por miedo a que los suyos le llamen traidor. Mucha gente no se atreve a cuestionar ciertos dogmas porque la presión puede ser insufrible. Ahí es donde está el peligro, que nos volvemos monolíticos». (Entrevista a Juan Soto Ivars a propósito de la presentación de su ensayo Arden las redes).

Aunque a algunos les cueste admitirlo todas, todas las banderas son de conveniencia. Mejor un diálogo (abierto) que una guerra a golpe de banderas…

Predicar al coro nunca sirvió de mucho. Sentirte aplaudido por los fieles es el objetivo de los incapaces. Buscar la aprobación de los gurús, de los líderes inmaculados, sólo sirve para alimentar el ego y alejarnos de la calle, ese espacio en donde nada es inmaculado. Ahora, más que nunca, se necesita una comunicación conciliadora donde esté presente la diversidad, donde podamos conocer todos los elementos en disputa y, sobre todo, concederles la posibilidad de que expresen sus puntos de vista porque en ellos habrá, seguro, alguno o algunos razonables, legítimos.

No se, hay algo que no me cuadra. Algunas de las partes en conflicto, aquellas que se consideran legítimas per se, dicen que quieren cambiar el mundo, acabar con las injusticias, perseguir la corrupción, ayudar a los más débiles, proteger el medio ambiente, trabajar por la paz… Pero todo eso lo defienden con un tono y unos argumentos que no se corresponden con esas (buenas) intenciones. No se, hay algo que no me cuadra cuando leo, cuando escucho, a alguno de estos justicieros de última hora que quieren salvarnos por obligación y a cara de perro. Ni me gustan los toros ni soy cazador, pero, ¿qué sentido moral tiene que un animalista se alegre de la muerte de un torero, o un ecologista de la muerte de un cazador? ¿Qué autoridad ética le concedemos al que justifica el insulto como un arma para la defensa propia? La violencia, aunque sólo sea verbal, ¿es un medio razonable para defender intereses legítimos?

No sólo para los políticos, las instituciones internacionales o las ONGs son utilísimos los trabajos de Johan Galtung, el gran científico de la paz. También los periodistas deberíamos conocer, y tener muy presentes, las reflexiones de Galtung a propósito de la resolución de conflictos porque igualmente sirven para construir esa comunicación democrática, conciliadora y creativa. Sobre esta última virtud, que tanto me interesa y sobre la que ya he escrito en este blog, Galtung nos regala su particular punto de vista: en un conflicto entre partes, explica el sociólogo y matemático noruego, no se trata de convencer, se trata de escucharlas a todas para entender, para entenderlas, y luego se necesita «mucha creatividad para tender puentes entre objetivos legítimos, porque todas las partes tienen, como mínimo, un objetivo legítimo«.

Es preferible escuchar a gritar, interpretar con reposo antes que correr en busca de la exclusiva (un triunfo ridículo en un mundo  interconectado en tiempo real). Condenar a los que no piensan como nosotros es excluirlos de una solución que será cooperativa… o no será. Diálogo, no arengas. Conversaciones, no mítines. Y aquí, por favor, sí que se necesitan algunas gotas de buen humor.

 

Los prejuicios son, con demasiada frecuencia, el disfraz de la ignorancia y el miedo.

 

 

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BR

Leer a Bertrand Rusell ayuda a reconciliarse con la Humanidad. Lástima que los más necesitados de su filosofía no frecuenten este tipo de lecturas.

 

Dice el ministro del Interior, con esa rotunda seguridad que siempre gastan los ministros del Interior, que “hay que limpiar las redes de indeseables”, quizá convencido de que los indeseables que circulan por las redes no tienen una vida real más allá de estos escenarios virtuales. Los indeseables están a este lado de la pantalla, no nos equivoquemos, lo que ocurre es que el parapeto informático, que en muchos casos actúa, además, como una bebida euforizante (1), sirve a los acomplejados para sacar pecho, convierte a los cobardes en fanfarrones, facilita a los corruptos presumir de honestidad, a los atormentados los viste de templanza y bonhomía, y hasta los mediocres lucen como intelectuales de vasta cultura y refinados gustos (léanse, por ejemplo, los panegíricos de tuiteros casi iletrados dedicados a glosar la figura del escritor muerto…sobre todo si obtuvo el Premio Nobel).

En gran medida, como ocurre en otros órdenes de la vida, la envidia, más o menos disfrazada, suele ser el motor de este curioso fenómeno de cogorza electrónica que deriva, como casi todas las cogorzas, en un despropósito de bochornosas consecuencias.

Hay quien, como el ministro del Interior, piensa que esta es una lacra de la vida moderna, tira de porra y, si cabe, busca iluminación en alguno de esos gurús de ultimísima hora. Pero si volvemos la vista atrás nos encontraremos con el mismo panorama, descrito con la precisión y el talento de quien hace cerca de un siglo se empeñó en defender la bondad por encima de la violencia.

Acabo de leer una pequeña joya de mi admirado Bertrand Russell. “La conquista de la felicidad”, que así se llama el ensayo, se publicó en 1930 pero respira frescura, actualidad y, sobre todo, oportunidad. El filósofo británico no sólo describe, con humor, las causas de la felicidad (algunas no tan obvias como quisiéramos creer) sino que, sobre todo, advierte sobre los motivos de la infelicidad, señalando la envidia como uno de los principales y acercándose a ella con una mirada inquisitiva que no desprecia ninguna perspectiva por chocante que nos parezca.

A mi los indeseables que más miedo me dan en las redes (y fuera de ellas) son esos que nos prometen, a dentelladas y con los ojos inyectados en sangre, la justicia y la igualdad universales. Los que dicen combatir en favor de los más débiles, sin reconocer que los más débiles son ellos. Los que juzgan y condenan con la infalibilidad de un Papa. Los que presumen de cultivar enemigos. No se por qué me recuerdan a aquellos otros que de vez en cuando salían con sus pasamontañas negros asegurando que las bombas y los tiros en la nuca eran el mejor camino para lograr la libertad y la felicidad de un pueblo. Menudos salvapatrias

En cuanto se piensa racionalmente en las desigualdades, se comprueba que son injustas a menos que se basen en algún merito superior. Y en cuanto se ve que son injustas, la envidia resultante no tiene otro remedio que la eliminación de la injusticia. Por eso en nuestra época la envidia desempeña un papel tan importante. Los pobres envidian a los ricos, las naciones pobres envidian a las ricas, las mujeres envidian a los hombres, las mujeres virtuosas envidian a las que, sin serlo, quedan sin castigo. Aunque es cierto que la envidia es la principal fuerza motriz que conduce a la justicia entre las diferentes clases, naciones y sexos, también es cierto que la clase de justicia que se puede esperar como consecuencia de la envidia será, probablemente, del peor tipo posible, consistente más bien en reducir los placeres de los afortunados y no en aumentar los de los desfavorecidos. Las pasiones que hacen estragos en la vida privada también hacen estragos en la vida pública. No hay que suponer que algo tan malo como la envidia pueda producir buenos resultados. Así pues, los que por razones idealistas desean cambios profundos en nuestro sistema social y un gran aumento de la justicia social, deben confiar en que sean otras fuerzas distintas de la envidia las que provoquen los cambios.

(…) El corazón humano, tal como lo ha moldeado la civilización moderna, es más propenso al odio que a la amistad. Y es propenso al odio porque está insatisfecho, porque siente en el fondo de su ser, tal vez incluso subconscientemente, que de algún modo se le ha escapado el sentido de la vida, que seguramente otros que no somos nosotros han acaparado las cosas buenas que la naturaleza ofrece para disfrute de los hombres. La suma positiva de placeres en la vida de un hombre moderno es, sin duda, mayor que en las comunidades más primitivas, pero la conciencia de lo que podría ser ha aumentado mucho más. La próxima vez que lleve a sus hijos al parque zoológico, fíjese en los ojos de los monos: cuando no están haciendo ejercicios gimnásticos o partiendo nueces, muestran una extraña tristeza cansada. Casi se podría pensar que querrían convertirse en hombres, pero no pueden descubrir el procedimiento secreto para lograrlo. En el curso de la evolución se equivocaron de camino; sus primos siguieron avanzando y ellos se quedaron atrás. En el alma del hombre civilizado parece haber penetrado parte de esa misma tensión y angustia. Sabe que existe algo mejor que él y que está casi a su alcance; pero no sabe dónde buscarlo ni cómo encontrarlo. Desesperado, se lanza contra el prójimo, que está igual de perdido y es igual de desdichado. Hemos alcanzado una fase de la evolución que no es la fase final. Hay que atravesarla rápidamente, porque, si no, casi todos pereceremos por el camino y los demás quedarán perdidos en un bosque de dudas y miedos.

(…) Para encontrar el camino que le permita salir de esta desesperación, el hombre civilizado debe desarrollar su corazón tal como ha desarrollado su cerebro”. (La conquista de la felicidad, Bertrand Rusell). 

Parece que estos párrafos se escribieron anteayer, ¿verdad?, pero lo cierto es que tienen más de 80 años, y mucho me temo que el corazón de muchos, de demasiados, sigue encerrado en una cueva oscura y primitiva.

(1) En 2012 se publicaban los curiosos resultados de un estudio que firmaban investigadores de las universidades de Columbia y Pittsburg, y en el que se asegura que hay varios factores de la interacción on line que nos hacen comportarnos como si hubiéramos bebido más de tres gin tonics en una hora (imaginaros el efecto de estos pelotazos virtuales en el internauta que ya teclea bien cocido o viene cocido de serie). Por eso abundan las expresiones violentas, las amenazas tabernarias, las muestras de amor más bochornosas o la exaltación –sin límites– de la amistad, justamente el repertorio de lindezas con las que suelen aburrirnos o incomodarnos los borrachos.

 

 

 

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periodista

Hubo un tiempo en el que (casi) bastaba con una vieja máquina de escribir y un cigarrillo…

Hace diez o quince años un panel titulado “El periodista ambiental: los pioneros” hubiera sido una magnífica excusa para lanzarnos al relato de unas cuantas batallitas, de esas que invitan a la risa, sacándole de paso un poco de brillo al ego, ese monstruo al que tanto cuesta dominar en este oficio de locos.  Pero hoy, en los últimos días de 2013, un panel con ese título obliga a domar la nostalgia y, sobre todo, la melancolía, para que no se desaten más allá de lo razonable.

Acabo de terminar mi intervención en la mesa de los “pioneros”, el panel al que me invitó el comité organizador del X Congreso Nacional de Periodismo Ambiental que estos días se celebra en Madrid convocado por APIA (Asociación de Periodistas de Información Ambiental). Creo que he conseguido escapar de la melancolía, quizá porque ésta es incompatible con la rabia que uno siente cuando ve lo que está ocurriendo con el periodismo, con cualquier periodismo, en este país, y lo compara no ya con las ilusiones –intactas- con las que comenzamos sino con las conquistas, reales, que fuimos atesorando en desiguales batallas.

La melancolía la he dejado a un lado, pero ¿quién se resiste a la nostalgia? Soy periodista vocacional (perdón por la redundancia). Con 17 años, cuando llevaba un mes en la Facultad de Ciencias de la Información, agarré un autobús que me dejó en el más allá, en el extrarradio desconocido de Sevilla, en el polígono de la Carretera Amarilla, justo enfrente de la cárcel, donde se levantaba el destartalado edificio de Editorial Sevillana. Y allí, con la osadía de la juventud, llamé a las puertas de un periódico y dije que quería ser periodista. Mi primer reportaje se publicó el 3 de diciembre de 1981 (a punto está de cumplir 32 años) y ocupó una doble página del querido Nueva Andalucía, el único vespertino que existió en mi comunidad autónoma. Escribí de las amenazas que planeaban sobre el Brazo del Este, en el Bajo Guadalquivir, un humedal que hoy es espacio natural protegido. Después vino una página semanal pionera (Página verde), que firmé en El Correo de Andalucía entre 1982 y 1985, y luego pasé al otro lado de la trinchera para convertirme en el primer director de Comunicación de la recién nacida Agencia de Medio Ambiente (AMA) de la Junta de Andalucía (organismo que también fue pionero en el panorama de la administración ambiental española). Aprobé las oposiciones en la Radio Televisión de Andalucía (RTVA) y seguí haciendo periodismo ambiental en radio, en televisión, en prensa escrita, en revistas especializadas, en Internet, en las redes sociales, en universidades…

Cualquier tiempo pasado es… anterior.  Hace treinta años no todo era maravilloso en el mundo del periodismo patrio, pero lo mejor de aquellos años, lo que sí que ha desaparecido casi por completo, es la posibilidad de aprender de los mayores, de los periodistas más veteranos. Nuestra generación desembarcó en las redacciones con todo el atrevimiento del mundo, como debe ser, pero los que nos enseñaron el oficio fueron los hombres y mujeres (algunas había) que entonces bregaban en los medios. El relevo generacional existía y se respetaba a rajatabla: la mayoría de nosotros aprendimos lo mejor de nuestro oficio, los valores esenciales de nuestra profesión, de aquellos viejos periodistas que, en la mayoría de los casos, no habían pisado una universidad (ni falta que les hacía). Aún hoy siguen siendo mis maestros y los trato con el mismo respeto y admiración que entonces, cuando sólo tenía 17 años.

Ahora, los mejores, los que atesoran mayor experiencia, son las primeras víctimas de cualquier ajuste, de cualquier regulación insensata. Y los que quedan, los nuevos periodistas que se van incorporando a esta máquina de picar carne (humana) sólo cuentan con su atrevimiento (que no es poco) y la más que discutible formación que han recibido en las facultades de Periodismo. Quizá por eso algunos novatos, unos pocos salvapatrias de medio pelo y los acostumbrados visionarios de siempre, andan deslumbrados con los nuevos periodismos, los que nos van a salvar de la quema, esos a los que debemos entregarnos sin reservas porque en ellos habita el futuro. Seguramente si tuvieran cerca a un perro viejo, uno de esos que han sido víctimas de los ERE después de haberse dejado el pellejo en una redacción cualquiera, la solución no les parecería tan sencilla.

Hace pocos días reflexioné sobre estas mismas cuestiones en el Congreso Internacional de Comunicación CICOM2013, y mi conferencia, y el post en el que la resumí, sirvieron para abrir (quizá por lo descarnado de mis testimonio) un interesante debate al que hoy, tecleando desde el AVE que me devuelve a casa antes de lo deseable, aporto nuevos elementos.

Para empezar por lo obvio (o sea, por lo que primero se oculta o se olvida) conviene advertir que cualquiera no puede ser periodista, os lo aseguro, aunque las nuevas herramientas parezcan posibilitar lo contrario. El periodismo ciudadano, por poner un ejemplo de ese futuro que algunos defienden, tiene todas las virtudes de los movimientos sociales multiplicadas por la potencia de las nuevas tecnologías, pero muy pocas de las virtudes del periodismo real (¿cómo contrastar la información que circula, a borbotones, por las redes?). Su éxito depende, en gran medida, de la traición que hemos ido perpetrando los propios periodistas y que nos ha ido alejando de nuestros receptores. Los ciudadanos están cansados de discursos (que es lo que solemos ofrecer en los medios convencionales) y lo que quieren son conversaciones, pero no todas las conversaciones que encontramos en las redes sociales se ajustan a esas reglas éticas que son esenciales en el ejercicio del periodismo (tenga éste el apellido que tenga).

¿Qué queremos ser? ¿Sismógrafos? ¿Simples herramientas que amplifican cualquier señal, se manifieste en casa o a miles de kilómetros, y la hacen visible a propios y extraños?  ¿O preferimos ser sismólogos?, auténticos especialistas que son capaces de interpretar esas señales, que son capaces de discriminar lo intrascendente de lo realmente importante (porque no es lo mismo un terremoto en Filipinas que la caída de un armario en el salón de casa). Las redes sociales, esas en las que habitan los nuevos-periodismo- que-nos-van-a-salvar-de-la-crisis, son magníficos sismógrafos que no están atendidos por ningún sismólogo.

En los medios convencionales algunos llevamos décadas luchando contra la dictadura de los sucesos y ahora queremos entregarnos de nuevo a ella, porque, no nos engañemos, la dictadura de los sucesos se ha hecho fuerte en las redes sociales (así es la condición humana). ¿Qué es lo que prima en Twitter o en FB? ¿Qué es lo que provoca más actividad, más interacción, más comunicación? ¿La empatía o la agresividad? ¿La cooperación o el insulto? ¿Las buenas prácticas o las catástrofes? ¿La denuncias o los anuncios -parafraseando a María Novo-?

Como nos recordaba María Novo las redes sociales están llenas de revolucionarios de salón. Todo el mundo se indigna, todo el mundo expresa su inquietud, todo el mundo llama a las barricadas. ¿Pero quiénes están, de verdad, en las barricadas? ¿Quiénes han pasado de la opinión a la acción?

Las redes sociales nos proporcionan excelente materia prima para hacer nuestro trabajo. Las redes sociales nos proporcionan el acceso, inmediato y sin intermediarios, a valiosas fuentes de información. Las redes sociales nos permiten interactuar con nuestra audiencia (al fin podemos comunicarnos de verdad, en las dos direcciones y en igualdad de condiciones). Todo eso ha revolucionado nuestro oficio, está revolucionando nuestro oficio, pero todo eso, en si mismo, no es periodismo. El periodismo está por encima de todo eso y requiere (insisto) un código ético inquebrantable, unos valores que no deben modificarse y una capacidad de análisis que se lleva muy mal con la inmediatez y con el ruido.

Lo importante ya no es correr, como hace treinta años, lo importante es pensar. Este ya no es un oficio de «exclusivas», entre otras cosas porque vivimos atrapados en la perversa rueda de la información convocada (notas de prensa, ruedas de prensa –sin preguntas–, comunicados…). Si queremos sobrevivir vamos a necesitar ofrecer lo que pocos tienen (capacidad de análisis) y lo que ya comienza a ser un bien escaso (serenidad, educación y respeto).

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bn PISCINA

¿Tienen miedo? ¿Les preocupa no saber nadar? ¿Les incomoda el tamaño de la piscina? ¿Necesitan algo más para divertirse?

El sábado pasamos una mañana fabulosa en A pie de calle. Allí impartí, para un grupo de amig@s, animosos y benevolentes, un sencillo taller sobre Ciencia, Arte y Redes Sociales, una extraña mezcla que nació de mi atrevimiento (sin límites) y del reto que me planteó mi amiga Charo Corrales (el alma de A pie de calle). Como suponía, sobre todo a la vista del alumnado, no hubo dificultad alguna para mezclar el bizcocho casero que nos había cocinado Charo (así se empieza un taller con clase) y la alta tecnología móvil que estábamos dispuestos a domar en unas cuantas horas. Pudimos mezclar, con soltura, la seriedad y la risa; la teoría y la práctica; Instagram y Twitter; la Ciencia y el Arte (aunque creo que, al final, hubo más de lo segundo…).

Para resumir lo que allí ocurrió no se me ocurre nada mejor que rescatar cinco citas que me sirvieron, en el inicio del taller, para situar cinco ideas sobre las que ir apuntalando todo el material que venía después. Sólo cinco principios para saber quiénes somos y qué buscamos…

1.- Somos principiantes.

“A la mente del principiante se le presentan muchas posibilidades; a la del experto, pocas” (Shunryu Suzuky, Mente Zen, Mente de Principiante).

2.- Trabajar con restricciones estimula la creatividad.

“Cuando se le fuerza a trabajar dentro de unos límites muy estrictos, se puede sacar el mayor partido de la imaginación” (T.S. Eliot)

3.- Alcanzar la simplicidad es el objetivo (aunque no es fácil).

“Hay que hacerlo todo lo más simple posible, pero no más simple que eso” (Albert Einstein)

4.- La historia es más importante que los datos.

“Nuestro cerebro está construido para contar y escuchar historias, todos nacemos siendo auténticos cuentacuentos (y auténticos escuchacuentos)” (Garr Reynolds)

5.- ¿En dónde está la verdadera fuerza de la imagen?

“Muchos fotógrafos piensan que si compran una cámara mejor serán capaces de hacer mejores fotos. Una cámara mejor no hará nada por ti si no hay nada en tu cabeza o en tu corazón” (Arnold Newman)

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Así empezamos…

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Y así terminamos…

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Y luego, cuando se disiparon todas las ideas y se apagaron todas las palabras, nos perdimos por las calles de Triana a descorchar botellas de Barbazul

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Portada

Cuatro fotografías espontáneas en las que se unen, durante un paseo por la costa gaditana, la Ciencia y el Arte (Fotos: JMª Montero)

Mi amiga Charo se trajo de Londres muchas cosas. El capítulo británico de su vida dio mucho de sí, y ahora, de vuelta en Triana, anda destilando ese espíritu cosmopolita que allí sobra y en esta ciudad tanto escasea (aunque se ha instalado en el barrio donde, quizá, mejor puedan entender esa mirada alegre y libre de prejuicios).

Charo se ha inventado un espacio donde casi todo es posible. Un rincón, A pie de calle, para el encuentro, el debate, el intercambio, la creatividad… Charo es una artista, y por eso le va ser muy difícil convertir en negocio lo que ha nacido para ser disfrutado sin mirar la cartera.

Trabajando en A pie de calle. Foto JMª Montero

Trabajando en «A pie de calle» (Foto: José María Montero)

También es verdad que Charo atesora un grupo de amig@s dispuestos a embarcarse en sus aventuras… por puro placer. Y así, por puro placer, es como han nacido las I Jornadas sobre Ciencia, Arte y Redes Sociales, una iniciativa que busca compartir conocimientos (insisto) sin mirar la cartera. Una propuesta de formación de alta calidad y bajo coste, porque lo peor que podemos hacer en medio de esta tormenta es quedarnos de brazos cruzados (sobre todo los que tenemos la fortuna de trabajar y, además, con un sueldo digno).

Aunque hay muchas maneras de revelar los vínculos que unen Arte y Ciencia nosotros, en A pie de Calle, os vamos a proponer el uso de las Redes Sociales como herramienta capaz de remediar, al menos en parte, esa absurda separación entre las Dos Culturas (Ciencia vs. Humanidades).

Partiremos de una microexposición de fotografía espontánea (Instagram) en el dominio litoral, una mirada artística y poco sofisticada en la que, sin embargo, se esconden las claves de no pocos procesos naturales que pasan inadvertidos en nuestras playas. La muestra servirá de prólogo a un taller intensivo sobre Ciencia, Artes y Redes Sociales cuyo escenario de prácticas será… la calle.

El activismo ciudadano, que nace y se alimenta en estas redes virtuales, también estará presente en las Jornadas, al igual que la productividad y la reputación, dos conceptos clave para todas aquellas personas que buscan un nuevo horizonte profesional en este tipo de experiencias. No se trata sólo de reflexionar y debatir, sino, sobre todo, de buscar el elemento práctico, la fórmula que nos permita desarrollar nuevas capacidades aplicadas a nuestro entorno académico o laboral.

Y estas son sólo las primeras piezas de una iniciativa que busca la complicidad de otros agentes y que, por tanto, está abierta a nuevas propuestas. ¿Quién se atreve a seguir sumando?

Programa de las Jornadas

  • Viernes, 22 de febrero // 19:30 h. //  Microexposición de fotografía espontánea // “Mirar con asombro”, de José María Montero.
  • Sábado, 23 de febrero // Taller intensivo “Ciencia, Arte y Redes Sociales” con José María Montero // De 9:30 h. a 14:30 h.
  • Lunes, 25 de febrero // Conferencia-Debate “Redes sociales y activismo ciudadano”, con Ángel Fernández Millán // 19:30 h.
  • Martes, 26 de febrero // Conferencia-Debate “Productividad y reputación en las redes sociales”, con Erika López // 19:30 h.

Profesorado 

–      José María Montero Sandoval es periodista especializado en información ambiental y divulgación científica. Director de “Espacio Protegido” (Canal Sur TV) y del Seminario Internacional de Periodismo y Medio Ambiente.

 –    Ángel Fernández Millán es periodista especializado en innovación y emprendimiento. Jefe de Relaciones Públicas de la Radio Televisión de Andalucía y vicepresidente de la Asociación para el Desarrollo de la Innovación en Andalucía (ADIA).

–     Erika López Palma es periodista especializada en información ambiental, divulgación científica y redes sociales. Responsable de Comunicación del CSIC en Andalucía y de La Casa de la Ciencia de Sevilla.

Matrícula: 10 euros (incluye las cuatro actividades previstas en esta primera fase de las Jornadas).

Información complementaria: http://trianaapiedecalle.wordpress.com/jornadas/ciencia-y-arte/

Inscripciones: info.apiedecalle@gmail.com

Localización: todas las actividades se desarrollarán en A pie de calle (http://trianaapiedecalle.wordpress.com/quienes-somos/donde-estamos/).

 

 

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