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Posts Tagged ‘restaurantes de Sevilla’

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¿Cuántos turistas pasan cada día por la puerta del Génova?

 
“A la mente del principiante se le presentan muchas posibilidades; a la del experto, pocas”
(Shunryu Suzuky, Mente Zen, Mente de Principiante)
 

Resulta llamativo (por ser benevolente en la elección del adjetivo) que en España, una potencia turística a escala planetaria, la expresión “es-un-sitio-para-turistas” sea sinónimo de negocio ramplón, local zafio o antro donde serás asaltado por una pandilla de bandoleros, de generosa patilla, dispuestos a intoxicarte, a precio abusivo, con algún comistrajo que remotamente recuerda a ciertos platos de la gastronomía local.

Es-un-sitio-para-turistas” se ha convertido en una señal de alarma y en la peor publicidad que puede recibir un restaurante. Es cierto que esta expresión se usa en otros países (aunque la carga negativa no tenga la intensidad que le ponemos en esta tierra), y no es menos cierto que algunos locales (incluso de renombre) han hecho del maltrato al turista una forma de vida, casi un arte del que llegan a regodearse orgullosos. Todo eso es verdad, pero conviene no olvidar, también, que hay turistas (muchos turistas) con un gusto excelente que jamás pisarían ciertos establecimientos, y establecimientos que jamás pisarían a los turistas.

Pero lo más curioso de la expresión es que tiene vida propia. No necesita ser pronunciada. Nadie tiene que usarla para estigmatizar un restaurante. Ella sola se posa sobre el local si este está situado en determinadas zonas y, para colmo, tras los cristales advertimos la presencia de algún forastero acodado en la barra. ¿Quién de vosotros no ha pasado cientos de veces por un restaurante situado en alguno de los enclaves más atractivos de la ciudad y ha pensado –sin haberlo probado ni haber recibido consejo alguno—que era “un-sitio-para-turistas”? A mí me ha pasado docenas de veces en docenas de ciudades, lo confieso, y por eso, quizá, hasta que la secta de Come y Comparte no me invitó al Génova (café de la antigua calle) no reparé en su existencia. En mi descargo diré que lleva poco tiempo abierto, pero estoy casi seguro que alguna neurona, en automático, lo había señalado, en mi inconsciente, como “sitio-para-turistas” y, sencillamente, no lo veía al pasar por su puerta.

El emplazamiento del Génova es muy, muy comprometido. En uno de los mejores tramos de la avenida de la Constitución (antigua calle Génova), con amplios ventanales que miran a la Catedral y a un paso de la Plaza Nueva. En el cogollo de la Sevilla más Sevilla.

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El Génova propone un escenario cosmopolita donde turistas y nativos puedan mezclarse sin prejuicios.

¿Cuántos turistas pasan cada día por la puerta del Génova? ¿Cuántos “sitios-para-turistas”, de los que están a la altura de la expresión, se ubican por los alrededores? ¿Cómo escapar a la tentación de montar un sencillo abrevadero para guiris poco exigentes? ¿Cómo atraer a la clientela española, sevillanísima, a un local con vocación cosmopolita? ¿Cómo se combina el salmorejo y el sushi sin perder la compostura?

Los promotores de este café-restaurante-bar-de-copas (que de todo tiene un poco) han resuelto estos enigmas con la única combinación que funciona en el mundo de la restauración seria: con humildad y verdad. Antonio Manuel López, Gonzalo Soto García-Junco y los hermanos Jesús y Sebastián Armesto de la Lama acaban de aterrizar en el complicado mundo de la hostelería; su actividad profesional, hasta hace bien poco, nada tenía que ver con los fogones y los manteles. Son, por tanto, principiantes, una condición que no ocultan, y hacen bien porque lejos de ser una debilidad es una fortaleza.

En el Génova no hay trampa ni cartón. Las cosas son como son, para lo bueno y para lo malo. Pero la mente del principiante, a diferencia de la del experto, se pregunta muchas veces cómo mejorar y, sobre todo, se pregunta muchísimas veces “¿y por qué no?”, y casi siempre concluye con un “vamos a intentarlo”. La rutina mata el asombro, y muchos locales situados en zonas turísticas, aún siendo honestos, sucumben a la rutina o, lo que es peor, a la soberbia (“somos los mejores y no tenemos por qué cambiar, ni experimentar, ni arriesgar…”).

La carta del Génova tiene un puntito de atrevimiento (que se agradece) y la comida que nos propusieron fue un fiel reflejo de ese carácter aventurero que se les supone a los principiantes. Y la sencillez, y las ganas de mejorar, también se pusieron de manifiesto cuando los cuatro propietarios del local decidieron compartir mesa con nosotros. Aquí nadie quiso ver los toros desde la barrera (hasta el chef se escapó de la cocina varias veces para hablar… y escuchar). En la mesa nos sentamos Ángel y Cristóbal (los inventores de Come y Comparte), Lochy, Susana, Rosa y el que esto escribe, dispuesto, una vez más, a disfrutar de comida y conversación. Estábamos en un bar-restaurante pero, sinceramente, yo antes ponerme la servilleta ya me sentía como en casa de unos amigos que me invitan a comer.

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En un plato de sushi la vista es la que prepara al paladar, la que le anuncia los placeres por llegar.

Arrancamos con un surtido de sushi, uno de mis platos favoritos porque, para mi gusto, reúne los elementos que más aprecio en la cocina: frescura, sencillez y belleza. El emplatado impecable (a la altura de un bento-box comprado en una estación nipona) y la frescura de los ingredientes intachable (en esta tierra podemos perdonar una carne regular, pero somos implacables con un pescado dudoso, y no digamos si está crudo). El wasabi, del que me declaro adicto, era de los decentes (tremendos engrudos te plantan en algunos pseudojaponeses), aunque el arroz me resultó un poco seco (o tal vez es que a mí el sushi me gusta un poquito más húmedo). El maridaje con un blanco, fresquito, de Rueda fue otro acierto (por eso perdoné, en el primer asalto, que no apareciera un buen blanco andaluz).

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Ni Botero hubiera dibujado mejores curvas con una sencilla línea de tinta de calamar.

La casualidad quiso que el segundo plato que llegó a la mesa también se contara entre mis favoritos: chipirón a la plancha. Una de esas preparaciones, sublimes, que la rutina, de la que antes hablaba, ha convertido en comistrajo en demasiados bares del sur. De nuevo me sorprendió el emplatado, esa composición artística que prepara el paladar para lo mejor, una imagen que tiene mucho de erotismo, de ver antes de tocar, de mirar antes de morder…. El alioli de tinta de calamar no sólo estaba bueno (muy bueno) sino que, además, conforme íbamos saboreando el chipirón (en el que destacaba el crujiente, preciso, de los tentáculos) iba dibujando sinuosos trazos oscuros, de geometría imposible, en un plato que así iba perdiendo su blanco inmaculado. Lo dicho: puro erotismo gastronómico.

Después de la orgía vino un bacalao confitado que me dejó un tanto indiferente, tal vez porque, a mi juicio, estaba mal situado en el orden del menú. En mi paladar aún andaban chisporroteando los fuegos artificiales del sushi y el chipirón, un mal escenario para la sutileza de un pescado que, en esa  preparación sencilla, se me desdibujó. Aún así el plato escondía una grata sorpresa en forma de guarnición (esa gran maltratada que miman en el Génova): unas verduras frescas salteadas en su punto (nada de reventarlas y dejarlas como un mal suflé).

Y de la sutileza del bacalao a la contundencia de una mini-hamburguesa de ternera (doble salto mortal sin red). ¿Quién fue el primero que aplicó el minimalismo al bocata americano por antonomasia? Las mini-hamburguesas han invadido bares y restaurantes y, como ocurre en estos casos, han provocado la aparición de no pocos engendros que se disimulan entre dos trozos de pan dulce y algo de mostaza peleona. No es el caso de la mini-hamburguesa del Génova donde la carne (de excelente calidad) se cocinó en su punto (es la tercera vez que destaco el sabio manejo del calor en los fogones de este local, así es que no volveré a insistir en esta virtud) y la mayonesa de mostaza aportaba el mordiente necesario, sin pasarse ni quedarse corto. Para no distraerme de esos dos ingredientes yo hubiera prescindido del queso de cabra y de la cebolla caramelizada (y si me apuran hasta de la mostaza), pero admito que soy un poco estajanovista en asunto de hamburguesas (no me gusta la acumulación, en múltiples capas, de todo tipo de elementos comestibles que, al final, ni siquiera puedes distinguir). Los sobrecillos, suplementarios, de mostaza y tomate afearon un poco el plato y la mesa (todo hay que decirlo).

Lástima que entre la botellas vencidas no hubiera ningún vino andaluz.

A estas alturas de la comida dejé a un lado el blanco de Rueda y pedí un poco de tinto. Lástima que apareciera esa pregunta que a Ángel le suele poner de los nervios (y a mí también): “¿Rioja o Ribera?”. En España hay cerca de 70 denominaciones de origen, de las que 6 se encuentran en Andalucía. Uno de los puntos fuertes de un local está en su carta de vinos y, sobre todo, en aquellos vinos que se pueden tomar por copas y que se elaboran cerca de casa. No tiene mucho sentido que seamos capaces de ofrecer una sofisticada e interminable selección de gin-tonics (foráneos) y la oferta de vinos se nos quede corta. Como quiera que los propietarios del Génova estaban a pie de obra tomaron nota de este inconveniente  y se comprometieron a subsanarlo (aprovecho la confianza para pedirles que, asimismo, le den un repaso a la página web del local para dejarla, como la mini-hamburguesa, en su punto).

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Y coronando el magret, en su punto, unas humildes escamas de sal…

Quien en Sevilla se atreve a comenzar una comida con un surtido de sushi no debe tener miedo a concluirla con una plato igual de arriesgado (o más). El magret de pato, siendo una preparación absolutamente deliciosa, provoca fobias encendidas por motivos varios (desde el bienestar del animal que proporciona la pechuga hasta el sabor inconfundible de esta carne, pasando por el discreto sangrado que debe presentar en su justa cocción o el dulce que casi siempre la acompaña en las guarniciones). En Sevilla lo he comido (bueno) muy, muy pocas veces y una de ellas ha sido en el Génova. Fabuloso el magret y la guarnición (mermelada de frambuesa y compota de manzana).

Con el postre (coulant de chocolate acompañado de helado de vainilla y crema inglesa) sufrí el mismo vacío existencial que con el bacalao: mi paladar aún estaba recorriendo la pechuga de pato –bendito erotismo– y se resistía a dejarse enredar por el chocolate. Aún así, una vez más tengo que destacar los elementos accesorios, los que parece que pintan poco pero que, sin embargo, son decisivos: la crema inglesa te reconcilia con la Gran Bretaña (sí, algunas recetas comestibles ha dado ese país…).

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En una discreta infusión se puede resumir lo mejor de un restaurante

Y cuando parecía que ya sólo nos restaba despedirnos (no soy cafetero) aparecieron dos de los elementos más extraños en un restaurante de esta tierra: agua con gas y una infusión de las de verdad (es decir, no una de esas que se destilan a partir de un sobrecillo de papel relleno de serrín). El rooibos con el que terminé la comida venía servido en una tetera japonesa de hierro colado y ese detalle, tan imprescindible como inusual, fue la guinda definitiva para alegrarme por los turistas, y los nativos, que recalen en este bar-restaurante de la avenida de la Constitución.

Son principiantes, y eso me gusta…

“Un niño no sabe qué cosas no son posibles, de modo que está abierto a la exploración, al descubrimiento y a la experimentación. Si nos aproximamos a las tareas creativas con esa mente de principiante, podemos ver las cosas más claramente tal como son, sin que nuestra visión quede obstaculizada por nuestros puntos de vista prefijados, por nuestros hábitos o por lo que la sabiduría convencional dice acerca de la realidad (o acerca de lo que la realidad debería ser). La mente del experto está constreñida por el pasado y no está interesada en aquello que es nuevo, que es diferente o que no está probado. Nuestra mente de experto dirá que no puede hacerse (o que no debería hacerse), mientras que nuestra mente de principiante diría: <Me pregunto si esto se puede hacer>”

(Presentación Zen, Garr Reynolds)

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Declaración de principios de panrallao: «sabores que dejen memoria…»

Cocinar es recordar. En este mismo blog expliqué hace tiempo cómo se puede cocinar de memoria, esa fórmula, casi mágica, que nos permite reconstruir, sin receta ni guía, aquellos platos de los que disfrutamos, por ejemplo, en nuestra (cada vez más lejana) infancia. Cocinar es recordar, y por eso hay que mantener vivo ese conocimiento que va saltando de generación en generación, perpetuando el cariño de los que, hace siglos, ya estaban cocinando, sin saberlo, para nosotros.

Hay lugares en donde ese respeto al pasado, a la memoria, se aprecia antes incluso de comer porque se ha incorporado al escenario, en un guiño que no pocos agradecemos. ¿Cuál fue el primer elogio que algunos comensales dedicaron a panrallao, el local de vinos y tapas donde el pasado miércoles celebramos la tercera edición de Come y Comparte? No creo que sea muy frecuente pero lo primero que nos gustó fue… el suelo. Un suelo de mosaico hidráulico que me recordaba la entrada de una de aquellas casas de pueblo en donde vivían las que en mi infancia mejor cocinaban. Un suelo que los paladines de la modernidad condenaron al olvido, por considerarlo provinciano, sin saber, quizá, que en sus orígenes se mezclan el Renacimiento italiano y el modernismo francés.

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Un suelo como éste nos traslada a otro tiempo… sin salir de panrallao.

Por segunda vez los promotores de esta gastroexperiencia (Ángel Fernández Millán –Hecho en Andalucía– y Cristóbal Bermúdez –De Tapas por Sevilla-) me habían invitado a comer, compartir y escribir (no se qué me gusta más) y, en esta ocasión, mis compañeras de mesa eran María (@losblogsdemaria, Los blogs de María), Lochy (@cocinoparati, Cocino para ti) y Shawn (@SevillaTapas, Azahar-Sevilla). Si habéis pinchado en sus blogs ya os habréis dado cuenta de que, una vez más, me tocaba ser el alien de la reunión (un periodista ambiental rodeado de expertas cocineras e intrépidas exploradoras de tapas).

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En Sevilla la mejor decoración puede ser un sencillo ventanal abierto a la calle y a la luz.

Mientras llegaban los platos seguí fijándome en otros detalles del escenario. Curioso el color de la mesa, porque precisamente el azul es un tono frío que los humanos consideramos muy poco atractivo en los alimentos (así es que, por contraste, imagino que la comida pinta apetecible encima de una mesa azul). Estupendos los amplios ventanales a la calle Divino Redentor (Nervión), que regalan esa luz natural de la que esta ciudad presume y que, inexplicablemente, nos escatiman en demasiados locales. Además, lo que se disfruta a través del cristal son unos naranjos bien cargados de frutos, paisaje que predispone a la alegría de una comida sureña (el rugido del parloteo… también, aunque ese nos roba la serenidad, qué le vamos a hacer…).

Lo primero que llegó a la mesa fue el vino y, como anuncian en su web los responsables de panrallao, a algunos nos cogió “desprevenidos”, porque si te dicen que la comida se va a acompañar con un Montilla lo último que esperas es un tinto. Cerro Encinas es un vino natural (antes los eran todos, ahora el adjetivo ya no es tan obvio) que mezcla, con delicadeza, Syrah y Monastrell a partes iguales. José Miguel Márquez, el apasionado viticultor que lo produce en tierras cordobesas, confiesa que busca en la tierra “la <memoria perdida> de los vinos de antes”. De nuevo el respeto a un tiempo pasado encima de la mesa; la memoria  emboscada en un tinto amable, sincero, del que siempre te parece que has bebido poco.

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Un vino para cada mes y también un vino para cada día. En panrallao hay carta de sobra.

En locales como panrallao no es raro encontrar una buena carta de vinos, con marcas previsibles y también algunas sorpresas (en este local, conviene destacarlo, las sorpresas son más numerosas de lo habitual y se agradece). Pero lo que no es frecuente, uno de los aciertos de panrallao, es la posibilidad de poder consumir cualquiera de esos vinos, cualquiera, por copa, a un precio razonable y en unas condiciones óptimas (las botellas abiertas están selladas al vacío).

Pero, ¿dónde está la comida? Para no lanzarse al futuro de manera atropellada, el primer plato también venía del pasado: berenjenas fritas. Un clásico, actualizado con buen criterio: corte en tiras gruesas, fritura en su punto (sin empaparruchar) y salsa de queso (inesperada). ¿Para qué usar el tenedor?

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El steak tartar es una preparación que no admite medianías y en panrallao la bordan.

Me hubiera gustado seguir comiendo con los dedos para ser fiel al origen de la siguiente tapa. El steak tartar era la comida más cómoda para los guerreros tártaros que, si hacemos caso a lo que me contaron en las estepas de Kazajistán (en donde siguen cabalgando sus descendientes), colocaban algo de carne, picada y especiada, bajo la montura, de manera que el propio calor del caballo cocinara ligeramente la mezcla y esta pudiera comerse con las manos y sin necesidad de desmontar. Sabiendo quiénes nos sentábamos a la mesa me pareció que la elección de esta tapa era una muestra de valentía y autoestima: el steak tartar no admite elaboraciones mediocres, o está muy bueno o no hay quien se lo coma. Y en esta ocasión, al menos para mi gusto, estaba muy bueno, algo en lo que resultaba decisiva la excelente alcaparra que llevaba mezclada (otro día hablaré de cómo los encurtidos más deliciosos han terminado por convertirse en corchos avinagrados) y las crujientes rebanadas de pan que lo acompañaban (Shawn y yo echamos en falta algunas rebanadas más….).

Con el pulpo tampoco conviene arriesgar en exceso. La textura y el sabor de este animal deberían ser inconfundibles pero… a veces se confunden. El pulpo braseado con salsa de ostras y rinrán, nuestro siguiente plato, quedó algo desdibujado. La salsa, y el rinrán (que los cordobeses, en su versión  serrana, llamamos mazaporra), se comieron al pulpo. Quizá fue un bache coyuntural porque Shawn me aseguró que en una visita anterior el pulpo no se dejó intimidar por la salsa. ¿O fué que tiramos de tenedor en un plato que pide cuchara y un recipiente más grande?

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Tres tapas en una: bacalao, migas y morcilla. ¿De dónde salió esta combinación?

El azar quiso que el bache se sorteara de la mejor manera posible: el siguiente plato fue, a mi juicio, el mejor de la cita. Bacalao a baja temperatura (que gran día ese en el que los cocineros descubrieron que todos los fogones pueden colocarse en la posición MIN) con morcilla y migas. Tres platos en uno. El bacalao, ahora sí, expresaba toda su inconfundible personalidad, y, además, era un lomo precioso a la vista (como para comer a ciegas… a mí que no me busquen en Dans le noir ). Las migas y la morcilla, excelentes, y, por supuesto, inesperadas (como la salsa de queso de la apertura). Una manera atrevida de conseguir que los comensales celebren un plato es proponer una combinación, bien trenzada, sobre la que no existe memoria (¿de dónde habrá salido la mezcla de esos tres ingredientes?).

Lástima que después de este subidón… viniera otro bache. A la lasaña de rabo de toro le faltaba bravura. Admitiendo que no existen toros suficientes en toda la península ibérica para abastecer las ollas de este guiso, el problema no estaba en la materia prima (si era ternera o buey… cumplió), si no en la falta de personalidad del propio guiso. Cuando en una carta lees «toro» el paladar se prepara para un golpe de carácter, para una demostración de temperamento. Suavizar esa promesa de emociones fuertes provoca un cierto desencanto. Aquí me pasó al contrario que en el bacalao con migas y morcilla: tengo muchos rabos de toro en la memoria (en el buen sentido de la expresión, por supuesto).

Siempre he desconfiado de las recetas que se anuncian con demasiadas palabras. Tiendo a pensar que la excelencia del plato (y el tamaño de la ración) es inversamente proporcional a las líneas que ocupa en la carta. Pero esta vez me equivoqué. Las galletas-de-chocolate-recién-hechas-con-chocolate-blanco-en-taza bien podrían haberse anunciado con una sola palabra, con una sola letra (con una onomatopeya, para ser exactos): Mmmmmmmm…

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Se acabó la galleta y tiramos… de pan crujiente (mojado en chocolate blanco).

Los naranjos-naranja, y los mosaicos hidráulicos, y la mesa azul, y el tinto Cerro Encinas, con todos sus colores y sus matices, se rindieron al humilde blanco y negro del postre. Mmmmmmmmmmm. Los hubo que cuando se acabó la galleta tiraron de pan, bien crujiente, para seguir mojando en el chocolate blanco. Pan con chocolate. Mmmmmmmmmmm. ¿Quién no tiene en la memoria una merienda así, sencilla, con los amigos, en la calle?

 

Comer es recordar. Y en la propia web de panrallao admiten que su objetivo es conseguir “sabores que dejen memoria”. Esa es la mejor declaración de intenciones (los baches se sortean o se reparan, las intenciones… no, o se tienen o no se tienen).

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¿Son compatibles la hostelería de calidad, la amistad y la sonrisa? Los miembros del  equipo de panrallao, con Luis sosteniendo el cazo, tienen cara de saber el secreto de ese cóctel.

Tres apuntes finales:

  • Me gustan los locales que están en manos de amigos (Miguel Bauzano, al frente del bar, y Luis Bonet, en los fogones) que no han perdido la amistad a pesar de la presión que hay que soportar en este tipo de negocios.
  • Me gustan los cocineros que sonríen, que visten de cocineros y que tienen los cuchillos a la vista. Luis es cocinero, no hay duda.
  • Una mesa en donde quedan los restos del banquete sin recoger puede expresar descuido (cuando los camareros se olvidan de los clientes) o desenfado (cuando te sientes como en casa). En panrallao hay desenfado (una virtud que en Sevilla rápidamente se confunde con el compadreo, que es otra cosa).

EPÍLOGO //Las ostras que andaban escondidas en el guiso de pulpo provocaron un recuerdo literario muy oportuno. La cocina y la memoria, que han tejido el hilo conductor de este post, mantienen un vínculo poderoso, como descubrió un  jovencísimo (9 años) Anthony Bourdain cuando, en una experiencia iniciática, se comió su primera ostra (recién pescada en la mítica cuenca de Arcachon):

“Monsieur Saint-Jour preguntó con su rudo acento girondino si alguno de nosotros quería comer otras.

Mis padres titubearon. Dudo que estuvieran dispuestos a comer de verdad una de esas pequeñas viscosidades sobre las cuáles flotábamos. Mi hermano retrocedió horrorizado.

(…) Monsieur Saint-Jour me hizo señas de que me acercara a la borda, se inclinó por encima hasta que la cabeza le hubo casi desaparecido bajo el agua y emergió sujetando en su recio puño cerrado –que más parecía zarpa—una única ostra cubierta de limo, enorme, de forma irregular. Abrió aquella cosa con un cuchillo herrumbrado de punta curva y me la alargó, mientras todos me miraban.

(…) La cogí con la mano, apoyé la concha en la boca como me había enseñado el entonces ya sonriente monsieur Saint-Jour y la engullí sorbiéndola de un bocado. Sabía a agua de mar… a salmuera… a carne… y, de alguna manera, a futuro.

Ya todo fue diferente. Todo.

No sólo sobreviví. Disfruté.

Supe que aquello era la magia apenas vislumbrada entre las tinieblas, de la cual sólo era consciente a medias. Lo hice por retorcido. Había tenido una aventura, y todas cuantas la siguieron en la vida – la comida, la larga y muchas veces estúpida búsqueda de la próxima experiencia, drogas, sexo o cualquier sensación nueva–, todas han sido fruto de aquel momento.

En ese instante aprendí algo. Visceral, instintiva, espiritualmente –de alguna manera precursora también sexualmente—aprendí algo. No había vuelta atrás. El genio saltó de la botella. Ahí empezó mi vida de cocinero, de maestro cocinero.

La comida tenía poder ”.

(Memorias de un chef, Anthony Bourdain, Editorial RBA)

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Paisaje después de la batalla… Así nos despedimos de panrallao.

 

 

 

 

P.D.: Me quedé con ganas de probar el tiramisú, así es que tendré que volver…

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Comiendo y compartiendo en La Chunga (Pilar en el centro; a su izquierda Ángel y a su derecha un servidor; detrás Carmen y Enrique; y Cristóbal disparando la cámara).

El post más leído de este blog (cerca de 3.000 visitas en los últimos doce meses) no habla de medio ambiente, ni de periodismo, ni de filosofía… habla de cocina. Cuando en diciembre de 2011 publiqué mi receta de tiramisú de piñones la encabecé con una cita que siempre resulta oportuna cuando nos referimos a una comida  en buena compañía: “Nadie cocinó nunca para su enemigo”. Por eso, hablar de comer y compartir es, casi siempre, una feliz redundancia, convertida, además y gracias a Cristóbal Bermúdez (De tapas por Sevilla) y Ángel Fernández Millán (Hecho en Andalucía), en una innovadora gastroexperiencia de la que he sido afortunado cobaya.

La idea consiste en reunir a un grupo heterogéneo de comensales, de esos que gustamos de trastear en los fogones y lucimos servilleta con desparpajo, vinculados, tan sólo, por nuestra afición (¿o es adicción?) a los escaparates virtuales, bitácoras electrónicas y redes sociales. Se nos cita en un local en el que se manifieste lo mejor de la nueva gastronomía del sur y, a partir de ahí, invitados por los organizadores, nos dejamos llevar… El único compromiso es el relato, sincero, de los hechos.

Ya digo que fui afortunado cobaya en la primera cita de este “Come y Comparte” que nos llevó, el pasado 9 de enero, hasta “La Chunga (Tapas y Platillos)”, en el número 9 de la calle Arjona, esquina con la calle Albuera, en Sevilla, muy cerca de la antigua Estación de Córdoba. Cristóbal y Ángel habían convocado, como compañeros de mesa, a Pilar Bernal (Tupersonalshopperviajero) y a Carmen González & Enrique Vargas-Machuca (Delicietas). Un grupo con el que fue un placer compartir, charlar… y comer.

LA VISTA

Fue inevitable. Pura deformación profesional. Nada más acodarme en la barra, con una copa de La Gitana, descubrí, en los estantes que son antesala de los fogones, algunos libros de cocina, dispuestos, como en mi propia casa, entre latas de tomate y paquetes de cuscús. La literatura gastronómica no es para tenerla en el salón ni en la biblioteca, y las letras (que también decoran, en citas ingeniosas, las paredes de La Chunga) son una buena manera de provocar el apetito (cualquier apetito).

La vista se paseó luego por el cuarto de baño, que es en donde naufragan  muchos locales sureños. Impecable. La cisterna funcionaba, había jabón y papel higiénico en cantidades suficientes y, sobre todo, estaba muy limpio. Sí, ya se que estos detalles serían intrascendentes en Helsinki, pero… estamos en Sevilla. ¿Si uno tiene sucio el cuarto de baño por qué vamos a suponer que tendrá limpia la cocina, o las manos, o los peroles? Hace tiempo que deje de pisar algunos sitios en donde me resulta muy difícil comer sabiendo que en algún momento tendré que pisar el cuarto de baño con los mismos reparos que el que visita un depósito de residuos tóxicos…

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En una carta, de sólo una página, hay mucha cocina (Foto: JMª Montero).

Y, por fin, examiné la carta que, a la distancia en la que un miope no distingue la ensaladilla rusa de la piña colada, ya prometía por su diseño retro. Una selección ajustada de platos en donde se combina lo clásico y lo innovador, y en la que, por fortuna, no caen en la trampa, ridícula, de describir con tres líneas de texto, alambicado y pretencioso, lo que puede revelarse en dos o tres palabras (antes de decidirse conviene hacer trabajar, sin demasiadas pistas, a la imaginación, que es otro sentido fundamental a la hora de sentarnos a comer en cualquier restaurante).

En fin, que habíamos empezado bien. Aún no habían salido los primeros platos y en el marcador ya se anotaban varios puntos a favor de La Chunga.

EL OLFATO

Posiblemente el olfato sea el sentido con más poder de evocación. La voz latina evocare, de la que nace este verbo, hace referencia a ese curioso sortilegio por el que los humanos somos capaces de colocar ante nuestra imaginación sucesos o escenarios que, en ese momento, no están al alcance de nuestros ojos, bien porque fue en otro tiempo cuando los contemplamos o, sencillamente, porque nunca pusimos sobre ellos nuestra mirada.

La evocación es, al mismo tiempo, recuerdo y descubrimiento, nostalgia y sorpresa. Causa, por ello, una notable movilización de los afectos. Requiere más del corazón que del cerebro y, por tanto, suele ser muy poderosa cuando lo que buscamos es tomar conciencia de algo, ser sensibles ante una realidad terrible o hermosa.

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El mundo siempre luce más bonito a través de una copa de Barbazul (Foto: JMª Montero).

¿Y todo este rollo a qué viene? Pues a que una vez sentados a la mesa lo primero que me pusieron por delante fue una copa de Barbazul, ese prodigioso tinto gaditano que huele a sotobosque mediterráneo y en el que mi nariz siempre descubre (o cree descubrir, que es casi lo mismo) el perfume balsámico de los pinares de Punta Candor, la sal de los corrales de San José o de San Clemente, y hasta las hierbas aromáticas que salpican el terruño de los mayetos. Todas esas evocaciones, y muchas más, viajan encerradas en la tintilla de Rota (Cádiz) que alegra este vino, una uva al borde de la desaparición, una reliquia enológica que con buen criterio han rescatado, entre otras, las bodegas Huerta de Albalá.

EL PALADAR

Sorprender a un cordobés, que hace patria con el salmorejo, es complicado, pero lo cierto es que ese fue el primer plato que nos sirvieron. Un plato de elaboración tan sencilla que… es muy difícil de elaborar. El paladar, educado en los delicados salmorejos de madres y abuelas, se rebela en cuanto la acidez o el amargor no cumplen con los cánones (casi siempre por culpa de los tomates o el aceite).

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Así lucía el salmorejo, con su huevo duro, su jamón y sus palillos de pan (que diríamos en Córdoba) – (Foto: JMª Montero).

El salmorejo de La Chunga sabe a salmorejo, y eso es mucho, muchísimo. Y el emplatado, fundamental, no busca combinaciones absurdas ni tampoco se queda corto: su poquito de huevo duro, algunas lascas de buen jamón y unos picos crujientes. Ni más, ni menos. Eso sí (llegó, por fin, el turno de las críticas… amables), la rusticidad de esta crema, que nació en las cocinas más humildes, ha sido literalmente triturada por la Thermomix, ese robot sin alma que envenena nuestras cocinas. Todos los salmorejos callejeros, absolutamente todos, tienen la aburrida textura-Thermomix, esa que lo mismo vale para una crema de tomate que para una mousse de limón. No digo yo que volvamos a la paciente elaboración de mortero, pero las batidoras menos sofisticadas ofrecen algunos matices más en la textura de un plato que no debería perder las señas de identidad de su origen. Como bien sabe el paladar, el sabor también es textura (y viceversa).

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¡ Qué sería de la vida sin perejil ! (Foto: JMª Montero).

El salmorejo fue sólo el preludio de otros platos con los que ir alimentando nuestro apetito. Los boquerones fritos nos confesaron, sin hablar, que eran frescos, que habían pasado por una fritura cabal y que gustaban del sencillo adorno de perejil (! qué sería de la vida sin perejil ¡). En la capital del pescaíto frito cada vez resulta más difícil comer un buen pescaíto frito (doble mérito para La Chunga). Además, sin que hubiera intención (¿o sí?), la friturilla compartió mesa con el salmorejo, invitando a una combinación que siempre me ha gustado (en casa el salmorejo sirve para mojar patatas, berenjenas o boquerones fritos).

La carne (secreto de cerdo ibérico) estaba bien jugosa, en su punto, sin reventarla (que diría mi amigo Iñaki, el rey de la cocina casera de Estella). Las salsas (gaucha y de ajo) deliciosas, aunque la de ajo buscaba paladares recios. Salsas en las que es difícil resistir la tentación de mojar sopas, como debe ser.

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Una minúscula pinza une todo lo que debe fusionarse en este kebab de pollo (Foto: JMª Montero).

El kebab de pollo se cocinó en un territorio incierto pero atractivo, a medio camino entre Turquía y México, en una fusión sostenida por una pinza minúscula. Y la mezcla de yogurt y cítricos, que salpicaba el interior de la tortita de trigo, me recordó ese cóctel dominicano, apto para todos los públicos, en el que se mezclan leche, naranja y lima, y cuya simple pronunciación te transporta al atardecer de una playa con cocoteros: morir soñando.

El bacalao confitado me resultó más confitado que bacalao (aquí pesa mi lusofilia, lo confieso); en las berenjenas a la parmesana volvió a manifestarse la temible Thermomix, y el rissotto me resultó un poco aburrido (aunque el parmesano, delicioso, luchó por escapar de ese aburrimiento).

Y cuando todo parecía haber llegado a su fin… aparecieron los postres. Soy un goloso al que no le gusta empalagarse y por eso busco, en ese último plato, algo más que un grosero chute de azúcar. En la carta los llaman cookies pero yo creo que, en realidad, el cremoso yogurt con frutas estaba cubierto por esas maravillosas bolachas desmigadas que adornan las tartas de las viejas pastelarias  de Oporto. Y en el goloso de chocolate (que rozaba el pecado) había grandes dosis de nostalgia porteña, quizá la de algún postre, casi olvidado, que tomé una noche de lluvia en Palermo o en San Telmo.

Conclusión: en la cocina de La Chunga, sospecho, hay muchas cocinas.

EL OÍDO

Decir que un bar de Sevilla, o de Cádiz, o de Granada es ruidoso es una perogrullada. Y, desde luego, es injusto culpar al establecimiento del alboroto, cuando los que gritamos somos los comensales. En La Chunga el nivel de decibelios, con el local a tope, está dentro del estándar sureño: a todo trapo. No ayuda la ubicación del local (cerca de una avenida muy transitada y con amplios escaparates que filtran poco el ruido exterior), pero se agradece que los camareros y cocineros (rompiendo la tradición local) no se comuniquen entre ellos como pastores tiroleses separados por un valle alpino.

Chunga bis

«A mal tiempo ríase la gente» (una de las máximas de La Chunga) – (Foto: Enrique Vargas-Machuca).

La música me gusta tanto que no puedo comer con ella, porque me distrae (si es buena) o me irrita (si es mala), y en ambos casos resta concentración al paladar. Paradójicamente sí que acostumbro a cocinar con música (y en muchas de mis recetas, de hecho, comento la música que escuché mientras las elaboraba), quizá porque la ejecución de un plato tiene una suerte de compás, de medida coreografía, y también porque la música ayuda a crear el ambiente sonoro que ciertas elaboraciones agradecen (¿se puede cocinar un tzatziki sin escuchar de fondo a Eleftheria Arvanitaki?).

En descargo de La Chunga diré que la música que sonó durante nuestra comida, como también advirtió Pilar en su blog, eran temazos de los 70-80, y uno no tiene más remedio, diga lo que diga el paladar, que rendirse ante tamaña selección.

EL TACTO

Este suele ser el gran olvidado en cualquier banquete, aunque una comida sin tacto, sobre todo fuera de casa, pierde mucho. El tacto, más allá de la piel, tiene que ver con los detalles en los que un restaurante (y su personal) se la juega.

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Geno (primera de la izquierda) se sentó a la mesa en traje de faena y con cara de estar disfrutando en la cocina (Foto: Cristóbal Bermúdez).

Todo estuvo servido con mucho tacto, y los detalles (empezando por el buen humor de todo el equipo chungo) no se descuidaron en ningún momento. Pero si tengo que destacar el detalle definitivo éste lo puso Genoveva Torres (Geno), la responsable, junto a Juanma, de La Chunga, quien salió de la cocina para saludarnos y, sorprendentemente, nos preguntó qué NO nos había gustado. Inaudito. Llevo cerca de 30 años en Sevilla y nunca me había ocurrido algo así. Al contrario, cuando en alguna ocasión he tenido que quejarme de algo, en un bar o restaurante, he sido tratado, casi siempre, como un marciano, enfrentándome, con demasiada frecuencia, a esta frase terrible: “Pues es usted el único cliente que se nos ha quejado…”.  Vaya hombre, qué mala suerte…

A Geno le conté lo que no me había gustado (y en este blog queda escrito), y gracias a su ofrecimiento, al tacto con que nos preguntó, pude salir de La Chunga sin ninguna queja, y estoy seguro de que no soy el único.

Gracias por la invitación a los organizadores, y por la hospitalidad a las chungas y chungos.

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El último detalle de Geno estaba un poco escondido (Foto: Cristóbal Bermúdez).

“El maestro Taizan Maezumi Roshi preguntó a un estudiante carpintero si la reforma del zendo se acabaría pronto. <Básicamente está hecha>, contestó el estudiante. <Sólo faltan algunos detalles>. El maestro zen enmudeció estupefacto durante un momento y después anunció: < ¡ Pero los detalles son todo ¡ >”

(La sabiduría del corazón, Jack Kornfield)

 

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