“Come chocolates, muchacha,
¡Come chocolates!
Mira que no hay metafísica en el mundo como los chocolates
Mira que todas las religiones enseñan menos que la confitería
¡Si yo pudiese comer chocolates con la misma verdad con que tú los comes!
Pero yo pienso y al arrancar el papel de plata, que es de estaño,
echo por tierra todo, mi vida misma”
(Tabaquería, Fernando Pessoa)
En la cocina, como en casi todas las actividades creativas, habitan múltiples contradicciones. La oposición de elementos aparentemente compatibles, el juego de contrarios, el contraste, siempre juegan a favor de la creación. Pero lo cierto es que esta curiosa cualidad no se aprecia lejos de los fogones. Por eso, a las personas que celebran un plato y preguntan por su elaboración les suelen sorprender algunas de esas frases-comodín, que ya usaban nuestras abuelas, y que destacan precisamente por ser, en muy pocas palabras, un elogio a la contradicción.
Para reproducir un plato necesitamos el auxilio de una receta, que, con más o menos literatura, es una simple enumeración de tiempos, cantidades y pesos, pero cuando nos preguntan por esa fórmula alquímica objetiva recurrimos a frases confusas en las que el tiempo y el espacio no se pueden medir o se miden de una manera absurda. Menuda contradicción…
– ¿Cuánto vino tenemos que añadir al guiso?
– Eso te lo va pidiendo el propio guiso…
Los guisos hablan, y nuestros relojes, los relojes de los que nos gusta enredar en la cocina, nunca son capaces de medir espacios de tiempo superiores a los quince minutos.
– Pero para hacer ese pastel te tienes que tirar una tarde entera en la cocina…
– En absoluto !! Este pastel se hace en quince minutos…
Por no hablar de esos platos maravillosamente sofisticados, en los que intervienen diez o doce elementos diferentes, y que, misteriosamente, se elaboran siguiendo un único paso, muy sencillo…
– Explícame cómo vas añadiendo los ingredientes para que salga así de bueno…
– Nada, nada, muy fácil: se pone todo en crudo en la olla y ya está…
Estas frases, y otras muchas parecidas, forman parte de la jerga, un tanto absurda y pelín ególatra, de los cocinillas, y por eso el otro día, cuando aparecí en el trabajo con una tarrina de rocas caseras de chocolate nadie me creyó cuando dije que se cocinaban en quince minutos. Y eso que, por una vez, era verdad.
– Una tableta de chocolate negro para fundir (o del chocolate que más nos guste, que también sirve el que lleva leche y tiene un paladar menos rotundo).
– 150 gramos de piñones (a mí en esta receta me gustan los piñones, pero vale cualquier fruto seco y también queda de maravilla con arroz inflado).
– Cinco o seis cucharadas soperas de azúcar.
– Un chorreón generoso de Cointreau (sí, todavía se vende…).
– Papel vegetal (del que se usa para no se pegue la comida en la bandeja del horno).
– Una cucharada de mantequilla (opcional).
Ponemos el azúcar en un cacito a fuego medio y, sin dejar de remover, la convertimos en caramelo. Cuando esté bien líquida echamos los piñones, los envolvemos bien en el caramelo, apartamos del fuego y extendemos sobre papel vegetal (acabamos de fabricar una garrapiñada de piñones, valga la cacofonía). Hay quien en este paso (o al fundir el chocolate) añade una cucharada de mantequilla (a mi no me gusta, pero reconozco que no hace ningún mal). Dejamos enfriar evitando que los piñones estén apelotonados (si no cuando se enfríen necesitaremos un martillo para separarlos).
Fundimos el chocolate al baño María o en el microondas (con cuidado para no achicharrarlo). Cuando esté bien líquido lo apartamos y lo enriquecemos con el licor. Removemos bien y añadimos los piñones caramelizados (si no podemos separarlos podemos trocear la garrapiñada en porciones pequeñas). Mezclamos con cariño y a conciencia, de manera que el chocolate envuelva a los frutos secos por completo. Dejamos que pierda temperatura y se espese un poco para manejarlo mejor.
En una bandeja cubierta con papel vegetal vamos disponiendo, con la ayuda de una cucharita, pequeños montoncitos de ese chocolate revuelto con piñones. La forma aquí es irrelevante porque se trata de rocas y, por tanto, deben ser toscas e irregulares.

Minuto 15. Asi quedaron las rocas con su adorno de chocolate blanco y piñones. Listas para volver a fundirse… en el paladar.
Como tenía un trozo de chocolate blanco también lo fundí y lo usé para coronar cada roca con un delicado pellizco de ese chocolate blanco y un piñón caramelizado (rocas personalizadas, mon cheri…).
Metemos la bandeja en el frigorífico y, buscando alguna distracción que nos salve de los malos pensamientos y las peores tentaciones, esperamos, como mínimo, una hora. Después de ese tiempo, podemos pecar, aunque (ahí va otra contradicción) algunos consideran que el chocolate es la única religión verdadera…
¿Y SI DISPONGO DE MÁS DE 15 MINUTOS?
Si disponemos de un poco más de tiempo y nuestra adicción al chocolate, y a la creación, requieren de nuevas preparaciones para sorprender al paladar y a los amigos, podemos embarcarnos en unas cáscaras de naranja (y limón) caramelizadas, mojadas en Cointreau y bañadas en chocolate negro. Sí, la sola evocación de este postre (que acaba de salir de mi laboratorio casero) provoca suspiros en los espíritus más sensibles.
2 naranjas grandes de piel gruesa + 2 limones grandes de piel gruesa
El peso de las cáscaras en azúcar morena
Una copa de Cointreau
Una tableta de chocolate negro para fundir
Haciendo unos pocos cortes verticales y cuidadosos separamos la cáscara de naranjas y limones en no más de cuatro trozos por pieza de fruta. Retiramos con delicadeza un poco de esa parte blanca del interior de la cáscara sin romper ésta ni dejarla excesivamente delgada. Ponemos agua en el fuego y cuando hierva añadimos las cáscaras. Las dejamos hervir a fuego moderado durante cinco minutos, tiramos el agua y volvemos a repetir la misma operación (hervir cinco minutos y cambiar el agua) otras cuatro o cinco veces, lo que nos servirá para eliminar un posible exceso de amargura. Retiramos las cáscaras con cuidado para no romperlas y las cortamos en tiras del grosor del dedo meñique (por poner una referencia sencilla). Las pesamos, y preparamos algo menos del mismo peso en azúcar morena.

Cáscaras caramelizadas (versión 1,0). Admito que el emplatado es mejorable, pero el churreteo del chocolate y el Cointreau también resulta provocador, ¿o no?
En una sartén amplia ponemos el azúcar y las cáscaras. Con el fuego suave dejamos que el azúcar se vaya fundiendo y que las cáscaras se empapen con ese sirope. Antes de que se peguen, cuando ya apenas queda caramelo, las retiramos y las ponemos, bien separadas unas de otras, en un papel vegetal. Las dejamos enfriar y secarse, como mínimo, durante toda la noche. Cuando ya están bien secas las emborrizamos con un poco de azúcar morena y las mojamos, ligeramente, en Cointreau.
Finalmente fundimos chocolate negro, dejamos que al enfriarse se espese un poco y mojamos cada tira de cáscara en esa crema. Volvemos a colocarlas en el papel vegetal, las ponemos en el frigorífico y cuando pasé el tiempo reglamentario (una hora, al menos) ya están listas para… seguir pecando.
A mi me gusta combinarlas con queso añejo… Y no se muy bien por qué, ni tengo interés en saberlo.