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Posts Tagged ‘Semana Santa’

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Del sueño al plato en cinco pasos… No es bueno dejar los deseos insatisfechos porque siguen alimentando más sueños y puede que hasta alguna pesadilla…

Liberada de ataduras, sin filtros que atemperen sus desmanes ni sordinas que dulcifiquen sus estridencias, la mente, esa gran fábrica de ideas, hace de la noche el patio de su recreo. A veces saca a pasear a los fantasmas y se empeña en revisar, uno a uno, todos los miedos que andábamos ocultando, y otras se entretiene jugando con recuerdos, dulces, que ya habíamos olvidado, o con proyectos, apetecibles o absurdos, que nunca llevamos a cabo.

La última madrugada me la he pasado cocinando en sueños; cocinando docenas y docenas de torrijas que aparecían y desaparecían en un bucle empalagoso e infinito. No es uno de mis postres favoritos, ni lo había cocinado nunca, pero en mi mente, dormida, sólo había montañas de torrijas. Y, claro, el sueño, ya de día, se convirtió en deseo, y el deseo en pasión, y a la pasión hay que darle salida para que no se convierta en obsesión y siga alimentando sueños y pesadillas.

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Desde la cocina toda la casa se perfumó con ese perfume a cáscara de naranja frita, a canela, a limón, a Oloroso gaditano…

Dicho y hecho: antes de agarrar la bici para perderme en la playa he cocinado mis primeras torrijas, algo heterodoxas, porque no soporto el empalago de las tradicionales, el exceso de dulce que me satura el paladar, ni tampoco me gusta empaparrucharlas hasta convertirlas en algo parecido a unas natillas. Y, además, he tenido que cocinarlas con lo que tenía a mano, sin florituras. El resultado (perdonad la inmodestia): impecable (han pasado el examen benevolente de mi madre y el riguroso de mi vecino Iñaki, un navarro que en asuntos de cocina no hace prisioneros… ).

La receta es la clásica con un final adaptado a mis gustos:

Una barra rústica de pan duro (sobró de ayer)

1/2 litro de leche entera

4 huevos

Aceite de girasol y aceite de oliva

Canela en rama, cáscara de limón, cáscara de naranja, azúcar, miel y Oloroso

Ponemos la leche a calentar (que no hierva) con un poco de canela en rama, una cucharada de azúcar y un trozo de cáscara de limón. La mantenemos bien caliente durante 15 o 20 minutos. Apartamos y dejamos enfriar.

Cortamos la barra en rebanadas como de un dedo de grosor (efectivamente, no me gustan las torrijas flacuchas…) y las empapamos en la leche. Hay que dejar reposar unos minutos cada rebanada sobre la leche, de un lado y de otro, para que la miga no se quede seca.

En una sartén amplia ponemos a calentar el aceite (3/4 partes de girasol y 1/4 parte de oliva), bien fuerte, con un trozo de cáscara de naranja. Cuando la cáscara empiece a freírse con cierta alegría habremos alcanzado la temperatura perfecta (unos 170 grados) y será el momento de empezar a freír las torrijas, bajando el fuego a una posición media.

Las torrijas las pasaremos por huevo batido antes de freírlas, y estaremos muy atentos para que no se quemen, dejándolas doradas por ambas caras. Las vamos retirando y reservando en un plato cubierto de papel de cocina para que empape el exceso de aceite.

En un cacito ponemos una cucharada de miel, una cucharada de agua y cinco o seis cucharadas de Oloroso (no seamos mezquinos con el vino… sobre todo si es de Sanlúcar de Barrameda). Mezclamos bien a fuego bajo, hasta que se forme un sirope con el que iremos empapando, ligeramente, las torrijas (como una o dos cucharaditas de sirope por torrija).

El deseo, y la pasión, quedaron satisfechas.

A ver qué sueño esta noche…

 

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Hubo un tiempo en el que el calendario mandaba en los fogones. Se cocinaba, sin discusión, lo que correspondía a cada época del año, ya fuera porque la naturaleza iba proporcionando la materia prima de acuerdo a las estaciones o porque las convenciones religiosas y festivas obligaban a consumir (o dejar de consumir) determinados manjares.

La Semana Santa era una de esas épocas en las que la cocina debía someterse a las estrictas reglas que dictaba la iglesia católica. Lástima que hoy esos mandamientos se hayan relajado hasta el punto de liberar a los cocinillas de algunas benditas esclavitudes, como la que tenía por protagonista al bacalao, ingrediente fundamental en los potajes de Cuaresma.

En mi casa se cocinaba un potaje de garbanzos, acelgas (o espinacas) y bacalao, capaz redimir todos los pecados, ya fueran veniales o mortales (bastaba con ajustar la dosis de potaje a la gravedad de la falta).

Es un guiso sencillo en donde prima, más que la técnica, la materia prima y, sobre todo, la paciencia y el cariño, como ocurre en casi todos los guisos.

400 gramos de garbanzos.

700 gramos de acelgas o espinacas.

150 gramos de bacalao desalado y desmigado.

Caldo de pescado (o media pastilla de caldo de pescado).

2 cebollas.

1 tomate maduro.

Laurel, ajos, pimentón dulce, harina y perejil.

Los garbanzos se dejan bañados en agua con sal desde la noche anterior, y también un día antes se inicia el desalado del bacalao (en agua fría que cambiaremos, al menos, cuatro veces).

Escurrimos los garbanzos y los ponemos en la olla a presión con agua caliente (un litro de agua caliente + un litro de caldo de pescado caliente, o, si no tenemos caldo, dos litros de agua caliente). Añadimos media cabeza de ajos sin pelar, una hoja de laurel, la cebolla entera y una pizca de sal (cuidado con la que aporta el bacalao y el caldo de pescado). Cerramos la olla, la ponemos al fuego y cocinamos los garbanzos hasta que estén en su punto (depende del tipo de olla y de la variedad de garbanzos pero, como referencia, podemos tomar unos 20-30 minutos de cocción, es decir, desde que la válvula de la olla comienza a expulsar vapor y bajamos el fuego). No nos conviene que se queden excesivamente blandos, porque la olla aún estará al fuego un buen rato y siempre podemos corregir la cocción si se ha quedado corta.

Abrimos la olla y, aún en el fuego (medio), añadimos el bacalao. Dejamos cocer otros quince o veinte minutos. Si no pusimos caldo de pescado ahora podemos añadir media pastilla de caldo de pescado y las acelgas (o espinacas) lavadas y troceadas. Dejamos cocer otros quince minutos.

En una sartén freímos una cebolla muy picada hasta que esté ligeramente dorada (no dejamos que se tueste). Añadimos el tomate bien maduro, pelado, sin pepitas y troceado (también podemos usar un buen tomate de lata, al natural y triturado) y sal. En otra sartén tostamos, con el fuego bajo, una cucharada de harina y la añadimos al sofrito de cebolla y tomate. Por último ponemos media cucharadita de pimentón dulce, y dejamos que el sofrito se haga a fuego suave. Finalmente lo pasamos por la batidora y lo añadimos a la olla del potaje. Corregimos de sal y dejamos cocer todo junto otros quince minutos.

No se si este potaje está más rico en el mismo momento en que se cocina o al día siguiente.

Si los pecados que tratamos de redimir con este guiso celestial son de extrema gravedad podemos añadir unas bolitas de perejil que aportan unas cuantas indulgencias más al potaje. Este complemento se obtiene a partir de una masa elaborada con huevo batido, miga de pan, perejil picado y ajo picado, que moldeamos formando bolitas (del tamaño de una canica). Las freímos en aceite muy caliente y cuanto estén doradas y crujientes las ponemos a disposición de los comensales, que las añadirán a sus platos de potaje a discreción.

 

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