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La vieja tinaja vista de lejos, de cerca y de muy cerca. La escala ayuda a ver lo invisible y a entender lo incomprensible. Fotos: José María Montero (Los Linares, Sierra Morena, Córdoba).

 

Quizá una de las limitaciones que nos impide entender ciertos problemas sea la distancia a la que los contemplamos. En general, incluso cuando no hay perturbación alguna, miramos a la naturaleza (en todas sus manifestaciones) y a nuestros semejantes a una distancia prudente, demasiado prudente. No nos acercamos lo suficiente, creo, y así la realidad adquiere un tamaño inabarcable e incomprensible. La escala no es humana, nos separa demasiado del objeto o del sujeto, desaprovecha las ventajas que nos presta un sentido, el de la vista, capaz de apreciar los más sutiles detalles, esos en los que, con frecuencia, se esconden las claves del problema o los hilos, casi invisibles, del hallazgo.

La lluvia también hizo milagros en el pequeño bosque de musgo, donde diminutas gotas de agua quedaron prisioneras (Foto: José María Montero).

Hace un par de años me acerqué a la vieja tinaja que nos da la bienvenida en Los Linares y descubrí que, sobre el barro cocido, crecía un bosque que nada tiene que envidiar a la dehesa en la que se planta la enorme vasija. Lo que parecían irrelevantes manchas verdosas se convierten, cuando el ojo se acerca, en tupidos matorrales (gametófitos) entre los que se alzan árboles anaranjados (esporófitos) cuyas copas se encierran en cápsulas (esporangios) que atesoran las esporas del musgo. Los hay esbeltos y ordenados, como si quisieran recordarnos un bosque de ribera, y otros de líneas curvas y transparencias propias de los más delicados tulipanes. Las algas y hongos que desde hace millones de años viven en simbiosis tapizan los labios de la tinaja, líquenes abrasados por el sol mediterráneo que sobreviven como una triste capa de ceniza hasta que, milagrosamente, se hinchan al contacto con las gotas de rocío para dibujar botones y cálices de un amarillo chillón. Y este derroche de vitalidad, este despliegue de recursos cromáticos, formas extravagantes y estrategias radicales de supervivencia, se manifiesta, insisto, a espaldas de los humanos que, aunque también son piezas de este entramado, andan, andamos, en otros menesteres, mirando al cielo o mirándonos el ombligo, ajenos al espectáculo gratuito que las criptógamas han montado en la tinaja familiar.

No sé si era yo quien miraba la floresta miscroscópica, o era ella la que me miraba a mi con sus redondos ojos de agua (Foto: José María Montero).

Los que sí saben de su existencia son algunos pájaros que aprecian el amargor de los líquenes, los minúsculos artrópodos (colémbolos) que se sienten atraídos por el perfume del musgo (un reclamo sexual con el que consiguen diseminar su material genético), las diminutas arañas que se internan en la floresta buscando alguna presa distraída, o las semillas de otros vegetales que aprovechan estos reductos de humedad para germinar.

El domingo me acerqué de nuevo a la vieja tinaja para comprobar que el bosque de líquenes, musgos y hongos había agradecido las últimas lluvias, que el frío no había causado estragos en los campos de arcilla quebrada, que los insectos se soleaban despreocupados y que los humanos, a escasa distancia del recipiente ya inútil (¿inútil?), seguían, seguíamos, equivocando la escala.

La cazadora se interna en la selva en busca de alguna presa escondida entre líquenes y musgos (Foto: José María Montero).

 

 

 

 

 

Estamos demasiado lejos de casi todo. Pocas cosas quedan lo suficientemente cerca como para reconocerlas y tocarlas y entenderlas.

En la gota de rocío también quedaron atrapados los rayos de sol de una mañana de enero (Foto: José María Montero).

 

 

 

 

 

Incluso a pequeña escala la naturaleza siempre apuesta por el ramillete como expresión de vida en explosión (Foto: José María Montero).

Si sigo acercándome voy a necesitar un móvil con microscopio… (Foto: José María Montero)

 

 

 

 

 

 

 

 

PD: Menos mal que siempre tengo a mano mi móvil, y la pinza con un sencillo macro en la que apenas invertí siete euros, para mostraros de qué estoy hablando, qué veo cuando miro de cerca, de qué belleza escondida estoy presumiendo.

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Como en un diminuto bosque de ribera sobre el musgo se levantan microscópicos troncos anaranjados buscando los primeros rayos de sol. Es lo que encontré sobre la piel cobriza de la tinaja un sábado de invierno (Foto: José María Montero)

«La belleza ecológica no es el estímulo estético o la novedad sensorial. Una comprensión de los procesos de la vida subvierte a menudo esas impresiones superficiales. (…) Puede que la comunidad microbiana bajo nuestros pies sea más complejamente bella que una puesta de sol en la montaña, obvia en su grandiosidad. Puede que en la podredumbre y las capas de suciedad encontremos lo sublime viscoso. La estética ecológica es eso: la capacidad de percibir belleza en la relación sostenida y encarnada en el seno de una parte concreta de la comunidad de la vida» (Las canciones de los árboles. Un viaje por las conexiones de la naturaleza, David George Haskell).

Esta es la tinaja en cuya piel de barro crece un bosque microscópico. Lleva con la familia más de un siglo, apenas un suspiro en la escala temporal de las tinajas habitadas… (Foto: José María Montero)

La tinaja, uterina y rechoncha, acompaña a la familia desde hace más de un siglo. La cocieron en alguno de los alfares cuyas ruinas sestean junto al arroyo, en la vereda de los Huertos de la Virgen, en este rincón de la Sierra Morena cordobesa. Tiene algunas heridas, suturadas con grapas herrumbrosas, y esconde el lago oscuro que las pocas lluvias de este invierno han alimentado en su panza. Ya no almacena vino ni guarda aceite. Ni siquiera se mantiene en pie: la dejaron tumbada en el prado que se abre frente a la casa, a la vista del porche, como si ya no tuviera otra función, ni más uso, que el de servir de adorno.

Los musgos son los bosques-isla de esta campiña cocida en un viejo alfar (Foto: José María Montero).

Y es cierto que su perfil, y el ocre de las arcillas con que se modelaron sus curvas, añade un suave rasgo de humanidad, de primitiva humanidad, al paisaje, y lo hace, si cabe, más hermoso. Pero, como ocurre con tantos otros elementos que salpican este raso de Los Linares, es mucho más lo que la tinaja oculta que lo que muestra, y aunque no es fácil reparar en ese llamado –porque es susurro que el viento compone, a su capricho, cuando roza los labios de barro dormido –, su boca, abierta en mueca de asombro, pide que nos acerquemos, que nos acerquemos un poco más, que rocemos su piel, la piel habitada, la rugosa superficie cobriza en la que crece ese bosque que casi nadie conoce, la selva escondida, el microcosmos en el que la naturaleza se multiplica (y se repite, a diferentes escalas) lejos de la mirada (ciega) de los humanos, esa que no distingue la más humilde expresión de la vida.

Estos son los delicados y diminutos tulipanes que se alzan sobre las encrespadas hojas del musgo (Foto: José María Montero).

Lo que parecían irrelevantes manchas verdosas se convierten, cuando el ojo se acerca, en tupidos matorrales (gametófitos) entre los que se alzan árboles anaranjados (esporófitos) cuyas copas se encierran en cápsulas (esporangios) que atesoran las esporas del musgo. Los hay esbeltos y ordenados, como si quisieran recordarnos un bosque de ribera, y otros de líneas curvas y transparencias propias de los más delicados tulipanes. Las algas y hongos que desde hace millones de años viven en simbiosis tapizan los labios de la tinaja, líquenes abrasados por el sol mediterráneo que sobreviven como una triste capa de ceniza hasta que, milagrosamente, se hinchan al contacto con las gotas de rocío para dibujar botones y cálices de un amarillo chillón. Y este derroche de vitalidad, este despliegue de recursos cromáticos, formas extravagantes y estrategias radicales de supervivencia, se manifiesta, insisto, a espaldas de los humanos que, aunque también son piezas de este entramado, andan en otros menesteres, mirando al cielo o mirándose el ombligo, ajenos al espectáculo gratuito que las criptógamas han montado en la tinaja familiar.

Es un microscópico bosque de ribera con árboles anaranjados que brotan entre los matorrales (Foto: José María Montero).

Los que sí saben de su existencia son algunos pájaros que aprecian el amargor de los líquenes, los minúsculos artrópodos (colémbolos) que se sienten atraídos por el perfume del musgo (un reclamo sexual con el que consiguen diseminar su material genético) o las semillas de otros vegetales que aprovechan estos reductos de humedad para germinar.

Vuelve a sorprenderme, como tantas otras veces, la sincronía de la literatura y la experiencia, de lo leído y lo vivido: después de varias décadas de paciente espera la tinaja me reveló su secreto el fin de semana en el que comencé a leer Las canciones de los árboles, de David George Haskell. ¿Y cómo comienza este ensayo de botánica-poética que se ha venido conmigo desde Madrid hasta Los Linares?  Primera frase: «El musgo ha echado a volar, elevándose sobre unas alas tan finas que la luz apenas se da cuenta de la travesía».

La luz, y la mirada, cómplices en la búsqueda de las redes, casi invisibles, de la vida.

Cuando el ojo se acerca es fácil entender que todo está conectado, que todo tiene sentido, que la individualidad sólo conduce a la extinción.

Cuando la mirada se detiene (lejos de tantas distracciones) es capaz de leer lo que jamás pensó que estaba escrito en la rústica superficie de una vieja tinaja familiar.

El musgo ha echado a volar…

Es suficiente con unas gotas de rocío para que de la ceniza nazca fuego. Los líquenes atesoran la paciencia de los hongos y la sensualidad de las algas (Foto: José María Montero)

«Y esta nuestra vida retirada del bullicio público/ descubre idiomas en los árboles, libros en los arroyos, / sermones en las piedras y el bien en todas las cosas» (Como gustéis, William Shakespeare).

PD: Hace tiempo que dejé en el cajón mi Canon G8 convencido de que la mejor cámara de fotos es la que siempre llevas en el bolsillo. El microcosmos de esta tinaja lo retraté con mi móvil, un Samsung S8+, sin accesorios, a pulso. Claro que, dos días después, cautivado por estas imágenes, ya me había comprado un sencillo macro para adaptárselo al teléfono…

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Así empezó todo en la cocina serrana de Pepi

Aunque el sinsentido de un mercado alimentario globalizado nos permita comprar cualquier producto, en fresco, sea la época del año que sea (así tengan que trasladarlo 10.000 kilómetros para que llegue al súper del barrio), lo lógico, lo sostenible, lo sensato, es comprar productos de temporada (de nuestra temporada no de la temporada argentina o cingalesa) producidos cerca de casa, lo más cerca posible.

Si viviéramos en otro país, en otra comunidad autónoma, donde la tierra fuera menos generosa y los agricultores y pescadores se hubieran extinguido (como terminará sucediendo en algunas de nuestras comarcas si no ponemos remedio pronto a este sinsentido), quizá tendríamos que recurrir a alguna materia prima exótica y deslocalizada, pero estamos en Andalucía y eso es un privilegio para los que nos gusta cocinar, comer y compartir.

No hay nada más estimulante para un cocinilla que enfrentarse al reto de inventar  una comida con-lo-que-hay, esto es, con-lo-que-brinda-la-naturaleza-en-ese-momento. Y si puede ser en cocina ajena… mejor, porque el esfuerzo de imaginación se multiplica (¿tendrán una mandolina para cortar las verduras? ¿habrá comino? ¿qué vino usan para cocinar?…).

En la cocina de Pepi, literalmente perdida en la Sierra Morena cordobesa, había un par de buenos boniatos que compramos, en plena calle, a un viejo agricultor de Chipiona (Cádiz), y un buen plato de níscalos frescos (los habíamos cogido, entre las jaras y los pinos, esa misma mañana). Y también había una pata de jamón blanco granadino, recién estrenada, y una ristra de ajos morados que colgaba junto a la chimenea. Escamas de sal, que también vinieron de Cádiz, y perejil del que nace en la misma puerta de esa casa serrana. Ingredientes más que suficientes para inventar un plato de otoño, sencillo.

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Y así terminó, en el plato, esta improvisada delicatessen.

Dos boniatos (también conocidos como “batatas”).

Cinco o seis buenos níscalos (seguro que con otras setas, de sabor recio, el plato funciona, al igual que con alguna carne de contundente sabor, como la de venado).

Una cabeza de ajos.

Tres lonchas gruesas de jamón serrano no muy curado.

Aceite de girasol, aceite de oliva, sal y perejil.

Pelamos los boniatos y los cortamos en rodajas bien finas (aquí se agradece el uso de una afilada mandolina, como la que no había en la cocina de Pepi…). Ponemos las rodajas en un bol, cubiertas de agua fría, durante al menos 30 minutos.

En una sartén amplia calentamos el aceite de girasol y cuando esté bien caliente vamos friendo las rodajas de boniato (escurridas y secas). Las freímos hasta que se doren, como si fueran patatas, y empiecen a salirles burbujas. Las disponemos en una fuente con papel absorbente que elimine bien el aceite sobrante. Sazonamos, moderadamente, y reservamos sin que se lleguen a enfriar (el resto de pasos de la receta hay que darlos en paralelo).

En una sartén pequeña freímos (con aceite de oliva) todos los ajos bien picaditos, hasta que estén casi tostados. Reservamos los ajos y en ese mismo aceite salteamos los níscalos sazonados muy ligeramente y cortados en trozos no muy pequeños (apenas dos o tres minutos, a fuego medio, para que el sabor de los hongos no se malogre).

Colocamos las lonchas de jamón entre dos trozo de papel de cocina y las metemos en el microondas, a máxima potencia (800 W), durante dos o tres minutos. Vigilamos el tiempo para que no se quemen, porque se trata de que pierdan toda la grasa y se queden crujientes, muy crujientes.

Desmenuzamos las (ahora) crujientes lonchas de jamón con las manos y las mezclamos con los ajos. Añadimos los níscalos y removemos bien la mezcla. Disponemos níscalos, ajos y jamón sobre los boniatos, y cubrimos el conjunto con perejil fresco picado. Para los más atrevidos sugiero espolvorear los boniatos fritos con una pizca de pimentón picante.

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El otoño se nos manifestó en el paladar…

Así se nos manifestó el otoño hace unos días en la rústica cocina de Pepi, perdida en el corazón de la Sierra Morena cordobesa. Boniatos y setas combinaron sorprendentemente bien, se hicieron buenos amigos en los fogones.  Y a la hora de comernos semejante delicatesen (rústica, pero delicatessen) recurrimos a unos discretos tintos de Jumilla y Rioja, que andaban por allí extraviados, aunque el paladar ya se había hecho fuerte con un Tertulia de las Bodegas Delgado (Puente Genil, Córdoba) que, para abrir el apetito, nunca falta en nuestras reuniones serranas.

 

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Así se anuncia la primavera en el corazón de la Sierra Morena cordobesa (Foto JMª Montero)

“El fin de un viaje es solo el inicio de otro. Hay que ver lo que no se ha visto, ver otra vez lo que ya se vio, ver en primavera lo que se había visto en verano, ver de día lo que se vio de noche, con el sol lo que antes se vio bajo la lluvia, ver la siembra verdeante, el fruto maduro, la piedra que ha cambiado de lugar, la sombra que aquí no estaba. Hay que volver a los pasos ya dados, para repetirlos y para trazar caminos nuevos a su lado. Hay que comenzar de nuevo el viaje. Siempre”.

(Viaje a Portugal, José Saramago)

La última vez que me calcé las botas para internarme en el corazón de la Sierra Morena cordobesa había nevado. Una repentina ola de frío vistió de blanco, a comienzos de marzo, paisajes en los que esta pincelada no es frecuente.

Este fin de semana he vuelto a los mismos campos para ver cómo la primavera ha provocado en ellos la más profunda y hermosa transformación. Pura impermanencia.

En la ciudad el tiempo pasa porque lo dicen los relojes y, como mucho, porque lo marca la noche y el día. Y poco más. Aquí, donde no hay cobertura, el tiempo se manifiesta en un sinfín de señales. En la escarcha que cubre los pastos, en las primeras flores, en el vuelo de los abejarucos, en el canturreo del arroyo, en el trabajo de las abejas…

Mi corazón está dividido entre las costas de Cádiz y estas montañas, amables, del norte de Córdoba.

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A primeros de marzo la nieve adornó el arroyo…

Sierra Morena es una de esas columnas vertebrales en donde se sostienen algunas de las más poderosas señas de identidad de Andalucía. La sola mención del adjetivo con que se adorna esta vasta cordillera es evocación suficiente para imaginar las tierras del sur y sus paraísos, aunque, en origen, tan hermosa toponimia debió nacer de la aparente oscuridad de esos cerros en donde se combinan los pardos colores de los minerales dominantes (cuarcitas y pizarras) y la umbría que brinda la espesura de una vegetación en la que prima el verde perenne.

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Y cuando esta mañana volví al pequeño cauce de Los Linares, abril lo había transformado…

Aunque los modernos sistemas de transporte hayan desdibujado las barreras que antes imponía la naturaleza, Sierra Morena sigue siendo la puerta trasera de la Meseta, su último escalón meridional, y el pasillo que conecta el valle del Guadalquivir con el resto de la Península Ibérica. Para quien contemple la cordillera  desde la depresión del gran cauce se le antojará un farallón montañoso, pero para aquel otro cuya mirada sea mesetaria el horizonte sólo mostrará un perfil suavemente alomado.

Esta cortina de montañas, antiguas y jóvenes a un tiempo, se extiende, en la frontera norte andaluza y de oeste a este, desde la raya con Portugal, en los límites de la provincia de Huelva, hasta Depeñaperros, ya en Jaén, cubriendo algo más de 400 kilómetros lineales. Un espacio en donde se resumen algunas de las claves que explican la biodiversidad de esta región. Un mosaico en el que se combinan los recursos naturales, el patrimonio cultural y los valores etnológicos. Un territorio, afectivo, en donde muchos nos reconocemos.

 

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Verde, blanca y verde. Una manera inusual de celebrar el Día de Andalucía en la Sierra Morena cordobesa (Fotos: JMª Montero)

Debe ser por lo inusual del fenómeno, por el color brillante con que tiñe el paisaje o por el anuncio de bienes que trae consigo (¿hay un bien más preciado que el agua?), pero, sea lo que sea, una buena nevada, en estas tierras del sur, es casi siempre motivo de alegría. Y si no que se lo pregunten a los niños que el jueves, al asomarse a la ventana con las primera luces, vieron el manto blanco que ya cubría los cerros de este rincón de la Sierra Morena cordobesa desde el que escribo.

Caminamos bajo la intensa nevada. Disfrutamos con el sencillo placer de oír crujir bajo nuestras botas la nieve recién caída. Nos acercamos a los arroyos, que ya recogían el regalo, y al pequeño huerto, casi sepultado, cuyo trazado adivinamos por el tallo de los ajos y las cebollas. Buscamos huellas de animales dibujadas en el blanco, señales que nos garantizaran que la vida, a pesar de ese arreón de frío, seguía latiendo intacta.

Esa era la pregunta, como siempre oportunísima, de los más pequeños: ¿qué ocurre con los pájaros cuando nieva? ¿Y con los escarabajos? ¿Y con las flores? Aunque el invierno ya llevaba con nosotros una buena temporada, la nieve se convirtió el jueves en la contundente señal de la estación más fría, esa que pone a prueba la capacidad de resistencia de animales y plantas.

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La vida se oculta, y resiste (Fotos: JMª Montero)

¿En dónde se oculta la vida? ¿Qué hace a un erizo o a un murciélago despertar de su letargo invernal, qué mecanismo les anuncia el fin de la hibernación y la llegada de la primavera? ¿Cómo elige un almendro el momento adecuado para florecer? Para estas y otras preguntas parecidas que podemos hacernos cuando el invierno anuncia su retirada (aunque sea con una nevada inusual), no existe una única respuesta. Son varios los factores que desactivan el letargo invernal, aunque los más frecuentes están relacionados con la temperatura y la duración de la luz diurna.

Muchas plantas florecen cuando aumentan las horas de luz, mientras que otras se estimulan con el cambio de días cortos a días largos. El trigo o el centeno, por ejemplo, reaccionan con el cambio de horario y no con un determinado periodo de iluminación. También es posible encontrar especies que parecen insensibles a la duración de la luz diurna, como el manzano, el peral o el ciruelo.

Pero en primavera los días no sólo se hacen más largos sino también más cálidos, con lo que aparece el activador térmico. Como norma general, conforme se va incrementando la temperatura también se desarrollan con mayor rapidez las plantas, aunque algunas necesitan haber pasado frío durante el invierno. La remolacha es una de ellas: las bajas temperaturas invernales la activan para dar flores en primavera si la temperatura sube hasta el nivel adecuado. En el caso del almendro las flores pueden aparecer cuando la temperatura ambiente se sitúe entre los 7 y los 10 Cº, aunque la máxima actividad en la floración y en la visita de los insectos que, como la abeja, permiten su polinización, no se produce hasta alcanzar temperaturas de entre 16 y 24 Cº. Algunos animales, como las ranas, son incapaces de controlar la temperatura de su cuerpo, que se iguala a la del aire o el agua que las rodea: si hace frío su metabolismo decrece y se ralentiza, pero si el calor es excesivo se aceleran sus reacciones químicas hasta fatigarlas.

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Huellas en blanco (Fotos: JMª Montero)

Algunos escarabajos sienten la necesidad de enterrarse cuando el número de horas de luz disminuye por debajo de un límite, aunque previamente, cuando el día ha ido decreciendo, han multiplicado su ingesta de alimentos. Animales más evolucionados, como los murciélagos, también detienen su actividad durante el periodo más frío del año, y en este caso es la temperatura la que marca el inicio de esta pausa. Agrupados en colonias, colgados cabeza abajo en oquedades y cuevas, esperan la llegada del buen tiempo, empleando entonces las reservas energéticas que han almacenado en su cuerpo para realizar los primeros vuelos en busca de comida. Visitas inoportunas, de excursionistas o espeleólogos, a estos refugios durante los meses invernales pueden causar una verdadera catástrofe, ya que las colonias pueden despertarse, agotar sus reservas y morir.

Siguiendo un comportamiento parecido hay árboles que mantienen sus yemas en reposo durante esta época, o bien, en el caso de algunas plantas, suelen permanecer inactivas bajo el suelo. Cada especie reacciona a un activador diferente o a la combinación de varios, normalmente horas de luz y temperatura.

Seguramente todas estas explicaciones no bastaron para mitigar el asombro que nos provocó la nevada, ni tampoco fueron suficientes para saciar la curiosidad, casi infinita, que despierta la naturaleza en cualquiera de sus manifestaciones. La razón se queda corta y siempre pide al corazón que le eche una mano…

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¡ Qué buena campaña publicitaria para anunciar la nueva estación ! (Foto: JMª Montero)

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Lepistas a pie de encina (Sierra Morena cordobesa - Foto JMª Montero)

Lepistas a pie de encina (Sierra Morena cordobesa – Foto JMª Montero)

 

Aunque ya he vuelto a la gran ciudad todavía no me he quitado las botas, esas mismas con las que he estado pateando las dehesas de Sierra Morena. Y en esta época del año no conozco mejor excusa para ponerme andar sin rumbo que buscar setas. Más allá de su valor gastronómico, que en mi caso resulta tentador, los hongos son esos hermosos amigos, ocultos, del monte mediterráneo, decisivos en el mantenimiento de nuestra selva del sur.

Los hongos no son vegetales, aunque Linneo así los consideró en el siglo XVIII, pero tampoco son animales. Están a medio camino de ambos, y constituyen, tan sólo desde 1969, el reino fungi o reino de los hongos, un territorio de gran complejidad para los científicos y que todavía esconde muchos secretos.

Aunque durante años no se les haya prestado mucha atención, los hongos desempeñan un papel fundamental en los ecosistemas, ya que descomponen la materia orgánica y la ponen a disposición de las plantas. Asimismo, establecen relaciones de simbiosis con algunos vegetales, algo que se ha demostrado crucial en el caso del monte mediterráneo.

Las raíces de la encina, por ejemplo, se asocian, de manera simbiótica, con un hongo que les proporciona una mayor capacidad de absorción de los nutrientes y, además, defiende al árbol de algunas enfermedades. Este tipo de relaciones, en las que se manifiesta un beneficio mutuo, son muy frecuentes y potencialmente de gran interés en labores, por ejemplo, de restauración forestal.

Las micorrizas (cuyo significado literal es “hongos de la raíz”) son un tipo de asociación natural, o simbiosis, entre plantas y hongos. Los primeros ofrecen azúcares y vitaminas a los segundos, mientras que los hongos procesan algunos nutrientes y los trasladan selectivamente a la planta. De esta manera las raíces del vegetal cuentan con una especie de prolongación que permite una búsqueda más eficaz de agua y un mejor aprovechamientos de las sustancias minerales imprescindibles para su supervivencia.

La superficie de absorción de una raíz colonizada por micorrizas puede llegar a multiplicarse por mil, lo que hace que aumente su tolerancia a la sequía, las altas temperaturas o la salinización. Al mismo tiempo, el hongo asociado a la planta retiene algunos agentes nocivos, como los metales pesados, lo que también hace útil esta simbiosis en aquellos casos en los que tratan de restaurarse suelos contaminados.

Y cuando me quite las botas escribiré algo más de las setas que me comí, y de las que no me comí…

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