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Posts Tagged ‘Sierra Nevada’

Primeras luces

Hace un par de semanas, y desde las Cuevas del Tío Tobas, así fotografié los primeros rayos de sol iluminando el picón de Jerez.

Me podría haber quedado en la cama un rato más, disfrutando de la cálida cueva que nos había brindado Manuel en su refugio de Alcudia de Guadix (Granada), pero intuyendo que el día amanecería claro y que las últimas nevadas habrían sumado adornos a la sierra, decidí madrugar.

Aún era de noche cuando me acomodé en la ladera que miraba al picón de Jerez (3.090 metros), el tresmil más oriental de Sierra Nevada, el otero que corona el Marquesado del Zenete cerca ya del límite con Almería; un territorio al que tengo especial cariño. Y allí, en el silencio del valle del Zalabí, disfruté de esos primeros rayos de sol que fueron tiñendo de naranja las cimas repletas de nieve.

Me gusta la familiaridad con la que los lugareños tratan a estas soberbias montañas, la manera en que les otorgan un calificativo u otro. Si el viajero, que por vez primera se interna en Sierra Nevada, hubiera de guiarse por la particular calificación que los nativos otorgan a las diferentes cumbres de este macizo seguramente despreciaría el valor del Mulhacén como techo de la Península Ibérica (3.482 metros). Sin posibilidad de medir con exactitud la altura de este gigante, que con su discreto perfil apenas despunta entre otras cimas cercanas, terminaría aceptando que se trata de un simple “cerro”, como lo han venido denominando desde siempre los vecinos de la cercana Alpujarra.

Manuel Titos, que desde la Universidad de Granada ha estudiado con detenimiento la historia de esta sierra, considera que esta peculiaridad  no es más que “la calificación del miedo perdido, que nunca, por ejemplo, ha llevado su competidor en altura, el Veleta (3.392 metros), que siempre ha merecido la denominación de pico o la casi familiar y menos respetuosa de picacho”. Acceder al Mulhacén por su flanco sur no entraña demasiadas dificultades y, quizá, esta muestra de generosidad, no muy común en las montañas más soberbias, haya influido en la llamativa rebaja de su solemnidad.

Y aunque hoy esta sea una cuestión en la que pesan más los afectos que la razón, no fue hasta 1805 cuando se consideró, con datos irrefutables, que el Mulhacén aventajaba al Veleta en unos pocos de metros. El botánico valenciano Simón de Rojas, con los primitivos pero eficaces instrumentos de nivelación de la época, fue el encargado de romper el mito, ya que hasta entonces no pocos otorgaban al Veleta la supremacía en esta pugna.

Y lo cierto es que, desde Granada capital, el símbolo más rotundo e inconfundible que ofrece Sierra Nevada es el pico del Veleta que, ajeno a las evidencias científicas, se muestra mucho más poderoso que su vecino. No hay competencia posible, sin embargo, en lo que se refiere al origen y significado de ambos nombres, ya que, en el caso del Mulhacén, la historia, salpicada de leyendas, ha venido a compensar la soberbia del Veleta.

Postero

A media mañana ya habíamos subido hasta el refugio de Postero Alto y así lucía, a través de una de sus ventanas, el ahora cercano picón de Jerez.

Muley Hacen, como lo llamaron los cronistas cristianos, fue el antepenúltimo de los reyes nazaríes, aunque su nombre se otorga a la montaña no antes del siglo XVI. Nada se sabe de aquel o aquellos que decidieron el bautizo, tal vez como suerte de homenaje a un esplendor perdido, pero en la cultura popular sí que hay un romántico argumento para esta elección. Muley Hacen, anciano y enfermo, es despojado de su reino por su propia esposa, Fátima, devorada por los celos al comprobar cómo el monarca se ha enamorado de Zoraya, una esclava cristiana. Los amantes terminan su destierro en el castillo de Mondújar, donde el rey muere. Es entonces cuando Zoraya considera que tan sólo la cumbre más alta de la sierra es digna de servir de sepultura a su amado y hasta allí manda conducir el cadáver, cerca del cielo, definitivamente a salvo de las intrigas y los celos.

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JCarlos

Así fotografió Juan Carlos Roldán las cumbres de Sierra Nevada desde la Laguna de las Yeguas, a casi 3000 metros de altitud.

Los hay que suben a un otero para sentirse más grandes, pero son los menos. Quien acostumbra a realizar el esfuerzo de ascender a una cumbre, por el mero placer de contemplar el horizonte, sabe de la grandeza con la que la naturaleza se manifiesta en las montañas y se siente (es casi inevitable) pequeño, muy pequeño. Podríamos decir que este ejercicio actúa como una sencilla cura de humildad, recomendable o, mejor, imprescindible, en un mundo que todos los días alimenta nuestra soberbia.

Quine

La cámara de Joaquín Araujo captó esta imagen cuando, el 1 de enero, se encaminaba al Pico Cervales, un ritual que cumple desde hace 26 años.

Los hay que inician el año abandonando el tabaco, volviendo al gimnasio, empezando un libro o apuntándose a clases de inglés. Y también quien estrena el calendario subiendo a una montaña, en un hermoso ritual que, curiosamente, es más frecuente de lo que pudiera pensarse.

Como yo mismo había estrenado este incierto 2013 en la Peña de Arias Montano (Alájar, Parque Natural de la Sierra de Aracena y Picos de Aroche, Huelva), lancé la pregunta en Twitter y tres amig@s contestaron de inmediato. Mientras yo me asomaba a este balcón calcáreo (736 metros sobre el nivel del mar) cargado de simbolismo y desde el que llega a contemplarse el Atlántico en días claros, @juancarlosroldn fotografiaba un paisaje espectacular junto a la laguna de las Yeguas (2938 metros sobre el nivel del mar), uno de los enclaves más apreciados por los montañeros que se aventuran en la zona de cumbres del Espacio Natural de Sierra Nevada (Granada-Almería); @CristinaNarbona disfrutaba del románico que atesora Taüll (1520 metros sobre el nivel del mar), uno de los pequeños municipios de montaña del Vall de Bohí (Lérida), declarado Patrimonio de la Humanidad en el año 2000; y @joaquinaraujo cumplía con su costumbre de ascender al Pico Cervales (1441 metros sobre el nivel del mar), una de las señas de identidad de la Sierra Palomera, en Las Villuercas extremeñas, y cuyo topónimo hace referencia al extinto lince ibérico (que en algunos lugares llaman gato cerval).

Alájar

Desde el Puerto de Alájar fotografié este atardecer de año nuevo.

Cuatro miradas montañeras para estrenar el año. Cuatro atalayas desde las que tratar de ver algo de luz en mitad de esta oscuridad. Una manera de estar en las nubes… sin dejar de pisar la tierra.

Quizá no hay mejor lugar que la naturaleza para encontrar un poco de esperanza, como nos recuerda Viktor Emil Frankl, el neurólogo y psiquiatra austriaco, padre de la Logoterapia, que sobrevivió a los campos de exterminio nazis de Auschwitz y Dachau, y que relató su terrible experiencia en un libro de lectura más que recomendable: El hombre en busca de sentido.

¿Necesitamos del dolor para volver la vista a lo que tenemos tan cerca?

“A medida que la vida interior de los prisioneros se hacía más intensa, sentíamos también la belleza del arte y de la naturaleza como nunca hasta entonces. Bajo su influencia llegábamos a olvidarnos de nuestras terribles circunstancias. Si alguien hubiera visto nuestros rostros cuando, en el viaje de Auschwitz a un campo de Baviera, contemplamos las montañas de Salzburgo con sus cimas refulgentes al atardecer, asomados por las ventanucas enrejadas del vagón celular, nunca hubiera creído que se trataba de los rostros de hombres sin esperanza de vivir ni de ser libres. A pesar de este hecho -o tal vez en razón del mismo- nos sentíamos transportados por la belleza de la naturaleza, de la que durante tanto tiempo nos habíamos visto privados. Incluso en el campo, cualquiera de los prisioneros podía atraer la atención del camarada que trabajaba a su lado señalándole una bella puesta de sol resplandeciendo por entre las altas copas de los bosques bávaros (como se ve en la famosa acuarela de Durero), esos mismos bosques donde construíamos un inmenso almacén de municiones oculto a la vista. Una tarde en que nos hallábamos descansando sobre el piso de nuestra barraca, muertos de cansancio, los cuencos de sopa en las manos, uno de los prisioneros entró corriendo para decirnos que saliéramos al patio a contemplar la maravillosa puesta de sol y, de pie, allá fuera, vimos hacia el oeste densos nubarrones y todo el cielo plagado de nubes que continuamente cambiaban de forma y color desde el azul acero al rojo bermellón, mientras que los desolados barracones grisáceos ofrecían un contraste hiriente cuando los charcos del suelo fangoso reflejaban el resplandor del cielo. Y entonces, después de dar unos pasos en silencio, un prisionero le dijo a otro: «¡Qué bello podría ser el mundo!» “

(Meditaciones en la zanja – El hombre en busca de sentido, Victor E. Frankl, Editorial Herder, Barcelona, 1982).

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Camino al Picón (Lugros, Espacio Natural de Sierra Nevada) Foto: JMª Montero

Camino al Picón (Lugros, Espacio Natural de Sierra Nevada) Foto: JMª Montero

Ni el tiempo ni el olvido han conseguido borrar la huella morisca que aún late en esa primorosa agricultura de bancales salpicada de viñas, olivos y castaños; un mosaico de verdes y ocres alimentado por las venas de las acequias que toman agua desde las alturas glaciares. Un paraíso a los pies del Picón. Un oasis que mira al Camarate. La luz y el silencio, indiferentes a los relojes. Un refugio. Un hogar. En paz. En Lugros.

Castaño al amanecer (Lugros, Espacio Natural de Sierra Nevada)

Castaño al amanecer (Lugros, Espacio Natural de Sierra Nevada) Foto: JMª Montero

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Nieve fundiéndose. Fotografía de Ramón Baylina & Conchi Ciurana

El Espacio Natural de Sierra Nevada es un enclave particularmente sensible, y así lo han entendido, históricamente, los propios granadinos. Ya en 1929 algunos diarios locales, como El Defensor, se hicieron eco de las primeras iniciativas orientadas a declarar como parque nacional el macizo, esgrimiendo, entre otros argumentos, «el derecho al paisaje» de todos los ciudadanos.

Pero al mismo tiempo que las clases populares percibían, de manera espontánea, la importancia de estas cimas que marcan el techo de la Península Ibérica, los primeros naturalistas que se internaron en ellas comenzaron a detallar los múltiples elementos que las convertían en un territorio único dentro la limitada nómina de altas montañas mediterráneas.

En ningún otro lugar del país, exceptuando el archipiélago canario, se concentraba, por ejemplo, tal diversidad florística. Hoy sabemos que en Sierra Nevada crecen más de 2.100 especies y subespecies de flora diferentes, lo que supone la cuarta parte de las que se han inventariado en toda la Península y las dos terceras partes de las existentes en la comunidad andaluza. Además, 66 de ellas son endemismos exclusivos, es decir, únicos en todo el planeta, cifra que duplica el número de endemismos de Austria y triplica al de Gran Bretaña.

Estos y otros valores, y la propia declaración de parte del macizo como espacio protegido, no sirvieron para frenar las amenazas que ya inquietaban a los ciudadanos a comienzos del siglo XX. Los sectores más concienciados de la sociedad granadina  volvieron a expresar su alarma cuando el Ministerio de Defensa anunció que iba a instalar un sofisticado radar en la cumbre del Mulhacén. Corría el año 1994, y entonces, con una coincidencia de opiniones poco habitual, ecologistas, montañeros, astrónomos y botánicos se opusieron al proyecto, oposición a la que acabaría sumándose el gobierno andaluz. Las obras, afortunadamente, nunca se iniciaron.

De nuevo en 2007 Sierra Nevada se colocó en el ojo del huracán a propósito de una iniciativa que, al margen de otras consideraciones ambientales, hubiera provocado  una sustancial modificación de este paisaje serrano único en el Mediterráneo. Esta penúltima amenaza tenía forma de teleférico, y se propuso que semejante artilugio uniera el casco urbano de la capital con la estación de esquí de Pradollano para así, según los promotores de la idea, resolver el colapso de tráfico que sufre la carretera A-395 (la única vía de acceso a este complejo turístico-deportivo).

El estrambótico proyecto quedó en suspenso, pero no sería de extrañar que uno de estos días resucite de la mano de esos mismos que ahora, en plena crisis, reclaman una importante ampliación de la estación de esquí (http://www.nevasport.com/noticias/art/35521/La-ampliacion-de-Sierra-Nevada-sigue-sumando-apoyos/). ¿Cuál es el argumento central de esta nueva amenaza? Efectivamente: la creación de puestos de trabajo. Vuelve, pues, la clásica milonga con la que casi todo vale.

Pero la pregunta del millón no son cuántos puestos de trabajo se van a crear, en qué plazo y con qué coste ambiental, sino cuánta nieve va a llegar (de manera natural) a la estación de esquí, porque las previsiones que se anotan en los escenarios más fiables de cambio climático no son especialmente optimistas en el caso de este macizo. ¿Una estación de esquí sin nieve? ¿Ignorancia o mala fe? Contra la segunda poco podemos hacer, pero para tratar de neutralizar la primera ahí van un par de documentos rigurosos:

  • Impactos del cambio climático en distintos sectores productivos (Proyecto PESETA del Instituto de Prospectiva Tecnológica de la Comisión Europea). Muy interesantes los mapas sobre atractivo climático para el turismo. Echadle un vistazo a la zona de Sierra Nevada: http://peseta.jrc.ec.europa.eu/

¡Qué tiempos estos en los que hay que luchar por lo evidente!

 


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El próximo sábado la figura del pastor tradicional volverá a estar presente en Espacio Protegido (Canal Sur Televisión). ¿Y qué tiene que ver un pastor con el mantenimiento de la biodiversidad? ¿Realmente son compatibles?

José Luis González, investigador de la Estación Experimental del Zaidín (Granada, http://www.eez.csic.es/), me lo explicó de una manera sencilla pero muy efectiva. “Mi hija”, me dijo, “tiene siete años y suele pintar, como cualquier otro niño de su edad, prados salpicados de vaquitas”. Esa es la imagen tradicional del pastoreo, y como relataba José Luis, “a nadie se le ocurriría pintar vacas que se comen unas a otras”. Y sin embargo, el manejo intensivo de este recurso ha llevado a esa sinrazón que, finalmente, desembocó en la crisis de las “vacas locas”. “Una sociedad que ha olvidado cosas que un niño de siete años ya sabe”, lamentaba González, “asume consecuencias muy graves con respecto a lo que pueda venir”.

La hija de José Luis roza ya la mayoridad de edad, pero aquella sinrazón que me explicó de forma tan contundente sigue contaminando el buen hacer de los pastores tradicionales, aquellos que contribuyen al mantenimiento de espacios naturales particularmente frágiles.

El trabajo de José Luis trata, en gran medida, de desmontar, con argumentos científicos, algunos de los tópicos y malentendidos que giran en torno a la actividad ganadera en terrenos de gran valor ecológico. Al sobrepastoreo suele achacarse, por ejemplo, un notable impacto en la flora silvestre, pero no siempre se dispone de datos fiables que determinen la carga ganadera que puede soportar una zona, la influencia de otros herbívoros que no son los domésticos o las ventajas ambientales que se derivan del pastoreo tradicional.

El ganado abona la tierra y dispersa las semillas, ayuda a frenar la sangría demográfica que sufren los municipios serranos y mantiene el matorral en unas condiciones que disminuyen el riesgo de incendio. La biodiversidad es mayor en áreas con pastoreo moderado que en aquellas otras zonas con pocos animales o con exceso de carga ganadera. Los efectos de un excesivo número de animales son de sobra conocidos, pero es que el pastoreo leve o la ausencia del mismo, señala Fernando García,  profesor de Biología Animal de la Universidad de Almería, “hace que el territorio tienda a ser invadido por arbustos, se hace impenetrable, pierde riqueza específica y diversidad, aumenta la probabilidad y la intensidad de los incendios, y termina convirtiéndose en un desierto verde”.

Los paisajes de Sierra Nevada, advierten estos expertos, han evolucionado con una carga de herbívoros muy alta, y el pastor tradicional actuaba, en cierta medida, como un depredador capaz de controlar la presión ganadera. Al desaparecer esta figura se elimina el factor de equilibrio y es entonces cuando pueden manifestarse impactos ambientales de cierta gravedad.

El problema, por tanto, no es una excesiva carga ganadera. El hecho de que sobren o no animales en una determinada zona lo resuelve el estudio de la capacidad de carga que tienen esos terrenos. Las posibilidades de explotación de este recurso, en un espacio tan valioso como Sierra Nevada, fluctúan cada año, pero eso, insiste González, “es algo que se puede cuantificar y planificar, pero lo que no podemos inventar es a un pastor”.

Esta es una profesión poco conocida y mal valorada, a pesar de que exige una alta cualificación y un profundo conocimiento del medio. Un oficio que suele transmitirse de padres a hijos, y que cada vez resulta menos atractivo para los jóvenes serranos. Su valor suele apreciarse cuando se visitan territorios en los que no existe esta figura, y el ganado se explota de una manera irracional.

Lo que está en juego no es solo un oficio tradicional, es un patrimonio en el que se incluyen valores naturales, historia y formas de vida. Es, en definitiva, una cultura en peligro de extinción, tan ligada al paisaje y los ecosistemas que su desaparición comprometería los propios valores del medio natural. Un proceso en el que también sucumben los viejos caminos rurales, los cultivos en terraza, los sistemas de riego tradicionales, los cercados de piedra o las clásicas cortijadas.

 

 

 

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“Se que es, pero no se lo qué es”

Ayer volví de las montañas y recuperé el sentido del tiempo (si es que el tiempo, medido más allá de esas montañas, tiene algún sentido).

Ayer me bajé de las nubes (que se emboscaron Ragua abajo) y dejé atrás el frío del invierno, aunque lo cierto es que hoy no me siento más en la Tierra ni tampoco la temperatura, medida debajo de la camisa y a la altura del corazón, es más cálida.

Ayer regresé a la ciudad y a la hora de dormir ya no tuve que cruzar ningún arroyo, ni sortear ningún castaño, ni apartar ninguna araña, ni resbalarme en la hierba recién segada. Pero confieso que anoche eché de menos el  arroyo, el castaño, la araña y el olor de la hierba recién segada.

Ayer me despedí de los amaneceres que tiñen de rojo el perfil de Sierra Nevada, pero no se dieron por enterados y se han venido conmigo (¿me habré confundido de gafas y me he traído unas de chiste, de esas que tienen los cristales coloreados?).

Ayer salí de la cocina en que mejor se cocina, y de la mesa de comedor en la que mejor se come. De la sala, blanca, en la que mejor se escucha el silencio y en la que mejor suena la música. Quizá porque cuando allí se cocina sólo se cocina, y cuando se come sólo se come; y el silencio es sólo silencio, y la música es sólo música. Por no hablar de la risa…

No es fácil pintar una estampa de lo que habita en ese rincón que mira a la Contraviesa, pero gracias al grupo de cómplices con los que compartí, y a los dos amigos que cuidan de ese paraíso, he podido pintar, al menos, una estampeta… esa misma con la que nos despedimos ayer…

«I io portaré
una estampeta arran del cor…»

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