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Posts Tagged ‘Silencio’

Salvo contadas excepciones las biografías me aburren. Es un género al que sólo acudo cuando el personaje en cuestión me divierte con sus peripecias vitales, incluso las más dramáticas (como me ocurrió con Groucho Marx en Groucho y yo, y también –menudo cambio de registro- con José Manuel Caballero Bonald en La novela de la memoria). Claro que también escapo del sopor cuando se trata de alguien admirable que, aún así, no ha padecido el síndrome de la prima donna, y del que, por tanto, cabe envidiar algunas virtudes y tratar, si fuera posible, de aprender lo suficiente como para alcanzar alguna de ellas.

Aunque ciertos pasajes me han divertido, la biografía de Manu Leguineche (Manu Leguineche. El jefe de la tribu, de Víctor López, con prólogo de Javier Reverte) pertenece claramente al grupo de las memorias ejemplares. Llegados a este punto, los que me conocéis ya sabéis que advertiré, por enésima vez –perdonadme-, que me hice periodista, abandonando el florido camino de la Biología, por culpa de este vasco recriado en La Alcarria. Justo cuando leí, con 17 años, El camino más corto, cambié de rumbo. Y aquella brusca decisión, insensata sin lugar a dudas, se convirtió en una de las decisiones más sensatas de toda mi vida. Quizá sólo erré, pasados los años, en una apreciación estimulante pero falsa, aunque entonces no lo sabía: creí que todos los periodistas serían como Manu Leguineche. Menudo desatino.

De los muchos testimonios que recoge Víctor López hay varios, agrupados en el capítulo “Asignatura pendiente”, que podría haber suscrito yo mismo, porque coinciden con una idea que me quema desde que empecé a seguir la estela profesional del maestro: Manu es uno de los grandes olvidados en las facultades de Periodismo de este país. “Pese a que algunos claustros persisten en su intento de salvaguardar la figura del periodista vasco, – asegura el biógrafo-, “la mayoría continúa mirando hacia otro lado. Leguineche sigue siendo una asignatura pendiente en el panorama universitario español”.  Los jóvenes que sueñan con ser periodistas leen con fascinación a Kapuscinski, Terzani o Fisk, sin saber de la existencia de Manu, el maestro más cercano. La erótica de lo foráneo sigue causando estragos bajo algunas boinas bien apretadas.

Manu Leguineche en su refugio de Brihuega (Guadalajara).

Aún más grave, si es que hay algo más grave que la desidia en el ámbito de la academia, es el olvido al que está condenado en las redacciones de los medios de comunicación. La tribu de la que presumía Manu está al borde de la extinción, si es que no la damos ya por extinguida y con pocas posibilidades de resurrección. Y no me refiero a los intrépidos reporteros que se jugaban el tipo en las guerras de medio mundo para dictar crónicas apresuradas entre disparos y lingotazos de whisky. No, de esos seguimos teniendo una nómina razonable, aunque algunos de ellos escriban hoy al dictado, lejos de los escenarios donde palpita la vida. No, no me refiero a esa tribu.

Me refiero a la de los periodistas que se deben a sus lectores, a su audiencia, y no renuncian a este compromiso, sacrosanto, en favor de su ego, de los intereses empresariales, de los enredos políticos o de una cuenta corriente saneada (la de la mayoría de los plumillas es ridícula, y eso, efectivamente, nos hace muy vulnerables).

Me refiero a la de los periodistas que escriben de lo que saben, y por eso escriben, y no de los que creen que el conocimiento se adquiere por ósmosis, colocándose delante de un ordenador o de una cámara. Los que tratan de explicarnos el mundo que nos rodea haciendo el esfuerzo, previo, de entenderlo ellos mismos. Los que admiten hasta dónde llega su conocimiento de un asunto, el que sea, y por eso tienen claro sobre qué no pueden, ni deben, informar (ni opinar siquiera). Los que no necesitan consultar de manera frenética las previsiones del día, porque tienen agenda propia y la actualidad la construyen ellos mismos.

Me  refiero a los que aún frecuentan los mentideros, y los consideran más biodiversos, y hasta más fiables, que esos gabinetes de comunicación tan profesionales, tan profesionales, que te ahorran todo el trabajo y, con el auxilio de algoritmos y algo de postureo, te ofrecen, sin necesidad de mancharte las botas de barro, el paquete completo de una realidad tan real, tan real, que ni siquiera invita a ser contrastada.

Me refiero a las buenas personas, que lo son sin dejar de ser buenos periodistas (y viceversa). Esa tribu, incómoda, que hace cómodo el ejercicio diario de una actividad áspera. Los que hacen equipo de frente, sin látigo ni púlpito, los que escuchan antes de hablar, los que aprenden de los becarios y desconfían de los diablos (por muy viejos que sean).

Me refiero a los periodistas humildes, a los sensatos, a los que no se creen depositarios de la llama sagrada. Me refiero a los periodistas que aceptan las contradicciones y las incertidumbres, a los que dudan.

“En medio del triunfo, Manu es un escéptico que duda de su propia valía; en plena guerra es un compasivo que baja la guardia para proteger a un compañero; en la mesa de los placeres es un cobarde ante un solomillo rojo y una copa de vino espeso; en el trato amistoso es un tímido que se protege de quien mejor le conoce, y en el campo del amor es un débil al que pone en fuga una mujer hermosa porque la teme tanto como la admira. Manu es un vividor, un sabio y un moralista, pues esa es su actitud respectivamente ante el yo, ante lo desconocido y ante los hombres” (Guadalajara tiene quien le escriba. Homenaje a Manu Leguineche).

A Manu lo echo de menos todos los días. Sé que no está en las universidades, pero me preocupa, sobre todo, que su ejemplo no esté presente en las redacciones.

A la tribu de Manu le quedan dos telediarios.

PD: Como es mi costumbre, he alternado la lectura de la biografía de Manu con otro libro. Sin pretenderlo, y esto es algo que me ocurre con frecuencia, se origina un rico contrapunto entre ambos títulos, algo así como un misterioso mecanismo de compensación. Si estoy leyendo una novela negra, la alterno con un ensayo sobre filosofía. Si me decido por un poemario, lo combino con una obra científica. Estas semanas Leguineche, y sus peripecias de periodista nómada y aguerrido, han convivido con la calma de Sylvain Tesson en su retiro, ascético, a orillas del lago Baikal (La vida simple). Mientras uno se internaba en los peligrosos escenarios de la guerra de los Balcanes o soportaba un duro interrogatorio en Israel, el otro dejaba pasar las horas, en calma, mirando cómo cambiaba la luz de invierno sobre los bosques de una Siberia helada y desierta.

Sylvain Tesson en su cabaña, a orillas del Baikal (Siberia).

Curiosamente, al final ambos libros han llegado al mismo punto germinal, al elogio del silencio. Quién diría que el locuaz Manu, el lector voraz, el inquieto periodista ávido de aventuras, el parrandero que reunía en su ático a la bohemia del periodismo madrileño, terminaría refugiándose en el paisaje, minimalista, de la Guadalajara más rural, en la paz de La Alcarria, entre paisanos con los que jugar al mus.

“Mi patria es esa en la que me esperan el pan y el vino. Ver pasar las nubes y escuchar a Los Panchos” (La felicidad de la tierra, Manu Leguineche).

No fue hombre de oropeles (*), aunque recibió todos los galardones a los que puede aspirar un informador, pero es que, si quedaba alguna pompa, en su último tránsito se deshizo de todos aquellos brillos y aquellos ruidos, de esa hoguera de las vanidades que a tantos achicharra. Si le invadió alguna nostalgia fue la del tiempo desaprovechado, ese que podría haber ocupado en ver pasar las nubes y escuchar a Los Panchos.

“Al pasar el tiempo te preguntas cómo pudiste dejar que pasaran en blanco los días […] Lo sabrás cuando ya hayan pasado. Te invade una sensación de pérdida” (Manu Leguineche).

(*) Su biografía en Wikipedia ocupa 5 (cinco) líneas. Invito a compararla con la de algunos colegas, intrascendentes, que han tenido la osadía de ofrecernos su perfil en la «enciclopedia de contenido libre» consumiendo párrafos y párrafos. Algo parecido a esos currículos adolescentes que uno infla sin pudor, convirtiendo la asistencia a una charla en «curso de postgrado», el chapurreo de inglés en «conocimiento avanzado» del idioma y una mención en el concurso de redacciones del colegio en «temprano galardón literario». Los impostores, como en tantas otras parcelas de la vida, también abundan en este gremio.

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Me gustan las partituras manuscritas, con sus tachaduras, sus notas, sus silencios… Con el pulso de lo que quiere ser pero todavía no ha sido. Con sus tiempos y sus contratiempos. Esta, por cierto, es de Beethoven.

«El sonido también ocupa espacio» (Marcel Duchamp)

No sólo el sonido ocupa espacio, también el silencio necesita expresarse y es en ese duelo, con su armonía y su caos, en donde nace la música, cualquier música. A veces el pulso es intencionado, y responde a un cierto cálculo, pero también es verdad que lo inesperado, la magia o el desorden que habita en lo cotidiano, también hace de las suyas y construye melodías imposibles (¿imposibles?)  con la sencilla (¿sencilla?) combinación que brinda el más primitivo sistema binario: sonido, silencio, sonido, silencio, sonido, silencio… La melodía puede ser la de una sinfonía endiablada o la de una conversación a media luz y a media voz. Pueden ser notas o pueden ser palabras. O risas, a las que Kant atribuía la curiosa condición de ser el único sonido, junto con la música, que produce placer sin necesidad de revestirse de un significado.

 

“ MIGUEL -Siempre he envidiado a los pintores. Ellos no necesitan las palabras…

ÁNGELA – Pero si las usas bien…, las palabras me refiero…

MIGUEL – Pero no se tocan, no huelen… Por eso son odiosos los museos. No te dejan tocar, los cuadros ya no huelen. Lo hermoso debía ser oler Las Meninas recién pintadas, ¿no?

Miguel se detiene frente a Ángela, muy cerca de ella…

MIGUEL – La historia de la literatura es la historia de la pelea para contar cosas con palabras… ¿Cómo cuentas esto, por ejemplo?

Miguel está pasando su mano por el rostro de Ángela. Muy despacio, como si fuera un pintor descubriendo los rasgos de su modelo”

(Madrid 1987 – David Trueba) 

 

Hay autores por los que siento predilección y, aún así, no estoy al tanto de su trabajo, quizá para reservarme la sorpresa, y el placer, de encontrarme, sin esperarlo, con algún texto desconocido que andaba oculto en algún rincón, esperándome.

Madrid 1987  es un guión, que no había leído, de una película, que no he visto, de un autor (David Trueba) por el que siento debilidad desde que lo descubrí en Cuatro amigos (1999). De manera inexplicable entre Saber perder (2008) y Blitz (2015) me salté este relato aparentemente sencillo, casi anecdótico, pero salpicado de minas, cargas de profundidad y llamaradas (de esas que iluminan y achicharran a un tiempo). Un guión que me llevé a la playa y que ahí, en la cresta de una duna gaditana, fui saboreando con tal placer que no pude evitar compartir ese goce íntimo. Tomé una cita del libro (la misma que encabeza este párrafo), la subí a mis redes sociales y confesé ser muy vulnerable a los relatos que dibujan romances a contratiempo, sobre todo si transcurren en Madrid (una ciudad de la que estoy, desde niño y gracias a mi padre, fatalmente enamorado).

No tardó mucho en aparecer una amiga para preguntar qué era eso de un romance-a-contratiempo, y entonces me di cuenta que la expresión la había utilizado sin pensar aunque, en realidad, no era un adjetivo caprichoso (el cerebro sabe muy bien por qué elige determinadas palabras, otra cosa es que lo confiese o que logremos que lo confiese).

«Creo en la supremacía total de la música. Sólo ella, y quizá la poesía, merecen el nombre del arte que revela lo inexplicable. Ni la literatura ni la pintura lo son» (Yasmina Reza a propósito de Hammeklavier).

Sin pretenderlo, al menos de manera consciente, había usado el contratiempo en sentido musical. Una historia de amor, o desamor, que se revela como esa irregularidad rítmica que los entendidos llaman contratiempo, ese compás que traiciona el compás y parece manifestarse contra natura, haciendo que silencios y sonidos ocupen el lugar que (aparentemente) no les corresponde. El contratiempo se posa revoltoso sobre el tiempo débil del compás y sustituye los tiempos fuertes por silencios. Y entonces, tal y como ocurre tantas veces en la vida, ese juego de contrarios, ese poner patas arriba lo que debería estar ordenado, lejos de destruir la melodía la enriquece, el tiempo adquiere otro sentido y provoca otro efecto emocional, y  si no que se lo pregunten a cualquiera que tenga un poquito de oído para el flamenco (ya que escribo cerca de Jerez adjunto ejemplo de compás, desnudo, por bulerías, con su miajita de contratiempo).

 

 

El contratiempo es una contradicción, una sorpresa, algo inesperado, fuera del orden establecido, fuera de la norma, de lo normal y de los normales. Y, sin embargo, cuando aparece, cuando lo hacemos aparecer, viene a iluminar la melodía y pide, incluso, un compromiso que va más allá de la simple audición, un compromiso que invade al resto de los sentidos, un compromiso físico y, por eso mismo, primitivo y placentero (quizá no exista un recurso que invite más al baile que este cambio en la acentuación de las pulsaciones). Eso que llaman swing necesita de unas dosis generosas de contratiempos, no digo más.

«La exactitud no es verdad» (Henri Matisse)

Así es que, ¿cómo vivir sin conducirse a contramano, a contratiempo, aunque sólo sea un poquito? ¿Cómo no escaparse de la rígida pauta sin salirse del compás? ¿Cómo no alterar el curso del tiempo? ¿Cómo no bailar cuando la fiesta parecía haberse terminado? ¿Cómo no apreciar, en definitiva, los romances, en riguroso contratiempo, de David Trueba?

El tiempo es el que manda y no es fácil hacerle frente, sortearlo para que, sin detenerse, ilumine, aunque sea de manera fugaz, nuestra existencia y nos regale una chispa de belleza. «Déjate llevar», diría el gitano de Jerez que marca el compás a contratiempo, y en esas dos palabras se resume el único sentido de tanto sinsentido.

«La belleza se resume en apreciación, concluyó. El paso del tiempo es la expresión perfecta de la fugacidad y es precisamente ese discurrir el que dota a cada etapa vital de significado. El sentido de la vida es vivir siguiendo el sentido de la vida» (Blitz – David Trueba).

Hummmm… creo que no me estoy explicando muy bien (algo ya clásico en este blog heterodoxo y algo caótico), así es que mejor os dejo con Sara Vaughan y su interpretación, salpicada de delicadísimos contratiempos, de Lullaby of Birdland

«Never in my woodland could there be words to reveal / In a phrase how I feel….»                         (Lullaby of Birdland)

 

 

 

 

 

 

 

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«La mirada perdida en la cal y el oído asombrado en el silencio perfecto…» (El Zendo antes del amanecer – Foto: JMª Montero)

De madrugada, en la soledad de ese refugio que mira a la Contraviesa, sólo se escucha la hermosa imitación que los álamos, agitados por el viento, hacen de un arroyo imaginario. El chapoteo que las hojas copian del cercano barranco. Un rumor vegetal que acuna mi insomnio.

Despierto, y en silencio, dejo que ese agua inexistente me empape sin mojarme y limpie las manchas invisibles con las que he llegado hasta aquí; el polvo del largo camino, de la tortuosa pista que he recorrido para ir desde la gran ciudad, con su ruido y su furia, hasta el Zendo pequeño.

Todo mi mundo, todos los que ocupan algún espacio en mi corazón, están aquí, dentro del estrecho saco de dormir que reposa en un viejo colchón tirado en el suelo. No hay luz. No hay muebles. No hay adornos. No hay reloj. No hay nostalgia, ni miedo, ni deseo. Es la nada, la oscuridad absoluta, el vacío. La respiración calmada, siguiendo el tictac más primitivo y dulce, el agua intangible que se derrama desde los álamos. Y nada más.

Puerta

El Zendo (pequeño) al atardecer, cuando en su puerta me pongo a escribir (con la Contraviesa al fondo). (Foto: JMª Montero)

Antes del amanecer, cuando el cielo de la Alpujarra aún está empedrado de estrellas y a lo lejos brillan las farolas de los pueblos que se acomodan en el valle, dejo el saco (con todos sus habitantes, sus risas y sus pesares), me calzo las botas y recorro, de memoria, el escarpado camino que baja al barranco, cruza el arroyo, sortea los castaños y, convertido en estrecha vereda, alcanza las lindes del huerto y el comedor bajo la parra.

Respiro. Suspiro. La mirada perdida en la cal y el oído asombrado en el silencio perfecto. ¿Quién está aquí? ¿Yo? ¿Solamente yo?

No puedo huir más lejos, allá donde voy vienen conmigo…

PD: Creo que es el primer verano (en muchos años) que no podré subir a ese refugio que mira a la Contraviesa y por eso esta tarde lo convoco así, ordenando unos pocos recuerdos y mucha nostalgia…

 

 

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