
Me muevo (a gran velocidad), luego existo. Y a lo mejor resulta que la existencia, orientada al bienestar, es otra cosa…
«Era un vendedor de píldoras perfeccionadas que calman la sed. Se toma una por semana y no se siente más la necesidad de beber.
– ¿Por qué vendes eso? – dijo el principito.
– Es una gran economía de tiempo – dijo el vendedor. – Los expertos han hecho cálculos. Se ahorran cincuenta y tres minutos por semana.
[…] ‘Yo – se dijo el principito – si tuviera cincuenta y tres minutos para gastar, caminaría lentamente hacia una fuente…»
(El principito, Antoine de Saint-Exupéry)
En los últimos años asistimos a una nueva revolución en la movilidad, revolución dictada, sobre todo, por la necesidad de moderar el consumo de energía y neutralizar así la contribución que un transporte insostenible tiene en el cambio climático.
Los sistemas de transporte público se potencian con mejoras tecnológicas y sistemas de gestión capaces de lograr la máxima eficacia, la mayor comodidad y el menor coste. Aparecen nuevas modalidades de transporte colectivo, en grandes áreas urbanas, basadas en metros, tranvías, corredores ferroviarios o enlaces marítimos. Sencillas adaptaciones del viario hacen que las bicicletas se conviertan, por fin, en medios de transporte muy atractivos en la mayoría de nuestras ciudades. Se bonifica la sustitución de vehículos a motor convencionales por aquellos otros de propulsión híbrida, y comienza la adaptación de nuestras ciudades a la llegada de los primeros vehículos eléctricos.
Los peatones recuperan el protagonismo perdido, ese que tuvieron a principios del siglo XX, cuando no tenían que pelear su espacio con los automóviles. Las zonas peatonales, denostadas durante años, se imponen en el nuevo modelo de ciudad sostenible, de ciudad pacificada.
Este cambio de paradigma se beneficia, en parte, de la sustitución de desplazamientos que se ha originado a partir de los nuevos sistemas de comunicación. La telefonía móvil y todos los servicios que ya se asocian a la misma (desde una videoconferencia hasta una operación bancaria), la posibilidad de disponer de acceso a Internet en casi cualquier punto de nuestra geografía y la extrema portabilidad de los ordenadores, hacen posible el alejamiento de los centros productivos. Muchos trabajadores ya no necesitan moverse para cumplir con sus obligaciones laborales, y muchos ciudadanos resuelven múltiples gestiones desde su hogar o desde cualquier punto en donde su smartphone o su tablet le proporcione acceso a Internet.
El teletrabajo ofrece una posible solución, aunque sea parcial, al problema del transporte individual, haciendo que disminuyan los desplazamientos y con ellos la contaminación atmosférica y acústica, el consumo de energía, los atascos y la creciente necesidad de infraestructuras viarias. Sin embargo, advierten algunos autores, esta fórmula de empleo no es la panacea desde un punto de vista ambiental, porque, por ejemplo, puede originar una utilización relativamente ineficaz de la energía empleada en la calefacción y la iluminación de los hogares, ya que calentar e iluminar un gran espacio para un solo individuo, en vez de para muchos trabajadores que comparten una misma oficina, puede ser un despilfarro.
Incluso se anota un fenómeno paradójico por el cual el tiempo que se ahorra en desplazamientos, a cuenta de estos recursos telemáticos o de la mejora en los sistemas de transporte público, se emplea en nuevos desplazamientos, en una especie de espiral sin fin que parece conducirnos, lo queramos o no, al colapso.
Tratando de evitar este peligroso camino al precipicio es como nace ese heterodoxo movimiento ciudadano que defiende la aplicación de la etiqueta “slow” a todo lo que nos rodea: slow-cities, slow-travel, slow-food, slow-people… Quizá, entonces, haya que poner la mirada no tanto en la tecnología, o en las infraestructuras, como en la educación, favoreciendo otra manera de entender la existencia, otra manera de administrar el tiempo y el espacio. Porque si hay algo que caracteriza a los humanos del siglo XXI, al menos en las urbes más desarrolladas, es que no somos capaces de expresarnos sin movilidad y sin velocidad. Me muevo (a gran velocidad), luego existo. Y a lo mejor resulta que la existencia, orientada al bienestar, es otra cosa…
«Sin prisa» es una de las expresiones que más repito a lo largo del día, aunque con desigual resultado. La repito como un mantra y, sobre todo, trato de aplicármela a mi mismo, para que no me devore la velocidad. Prefiero que alguien llegue un poco tarde a esa cita tan esperada a que lo haga jadeante y con la cara de estrés del que ha antepuesto el reloj al placer, que siempre, siempre, es slow…