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La foto que ilustra este post la tomé en Chipiona (Cádiz), el sábado 15 de octubre, a las 22:30 h., en una zona de paseo marítimo absolutamente desierta a esas horas. Nadie caminaba por el paseo (que también contaba con sus correspondientes farolas encendidas), ni por la arena de la playa, ni mucho menos se bañaba en el mar, pero potentes focos situados sobre mástiles repartían generosamente su luz en mitad de la noche y la neblina.

La foto la subí a Twitter con el siguiente comentario: “Playas de Chipiona (CA) iluminadas. ¿Para qué? ¿Para quién? ¿Por cuánto? Tirando energía, dinero y sentido común”.

Como es lógico los comentarios no se hicieron esperar aunque, para mi sorpresa, alguno de ellos criticaba mi foto y mi análisis del asunto. El argumento de la crítica era que las playas de Chipiona son un monumento y merecen, como otros monumentos, ser iluminadas durante la noche. Claro que, a lo peor, es que no hay que iluminar, de esa manera, ni playas ni monumentos…

No es la primera vez que en este blog escribo a propósito de la contaminación lumínica (ver: https://elgatoeneljazmin.wordpress.com/2011/03/03/la-luz-que-ensucia-el-cielo/), pero lo cierto es que, dentro del amplio abanico de insensateces que nos han llevado a ensuciar el cielo nocturno hasta convertirlo en una bóveda blanquecina de la que han desaparecido las estrellas, la que me parece más sangrante, por absurda y ruinosa, es  la que ha servido para transformar algunas de nuestras playas en arenales sobreiluminados. ¿Para qué? ¿Para quién?

Pasear una noche de verano por algunas playas urbanas, a la tenue luz de la luna, se ha convertido en una reliquia del pasado que no pocos ciudadanos añoran. Como si se tratara de pistas deportivas en las que se estuviera desarrollando un campeonato nocturno de alguna extraña disciplina, amplias zonas de litoral, y las aguas marinas adyacentes, reciben la iluminación de potentes focos situados sobre grandes mástiles.

Los ayuntamientos que han decidido derrochar así dinero, energía y sentido común, argumentan que la iluminación de las playas favorece el uso público de las mismas durante las horas nocturnas, compensando así la escasez de parques y zonas de ocio al aire libre. Y, al mismo tiempo, consideran que así se reducen los actos vandálicos (un argumento manido y falso que, en este país, siempre aparece a la hora de justificar la sobreiluminación de cualquier escenario). Sin embargo, como se ha demostrado en muchos de estos enclaves, el uso de estos focos no ha favorecido una mayor presencia de vecinos en las playas,  por lo que la factura energética y el impacto ambiental resultan desproporcionados en relación a las personas que realmente disfrutan de estos servicios. Y tampoco ha disminuido el vandalismo.

Ya  a finales de los años 90, cuando algunas playas de Cádiz capital incorporaron estos sistemas de iluminación que luego se han extendido a otras localidades, un grupo de especialistas advirtieron de sus indeseables consecuencias. Para empezar, y debido al diseño, potencia y orientación de estos sistemas de iluminación, se emite una radiación directa hacia el firmamento del todo desproporcionada, con unos costes económicos, paisajísticos y ecológicos muy difíciles, si no imposibles, de justificar. Lo primero que desaparece es el  espectáculo del firmamento nocturno, de manera que las playas no tienen noches, no se ve la luna, ni se puede contemplar la Vía Láctea o disfrutar con una lluvia de estrellas, y esto ya supone una importante pérdida desde el punto de vista cultural. Si consideramos a nuestras playas como un monumento (natural), esta manera de iluminarlo destruye gran parte de su atractivo.

Además, los vecinos de estos tramos litorales sufren los inconvenientes de la intrusión lumínica en sus hogares. En algunas de las viviendas que se sitúan en las inmediaciones de las torres de iluminación no hay más remedio que mantener las persianas bajadas durante la noche si se quiere dormir, y, además, también se advierte una inusual presencia de insectos voladores, con las consiguientes molestias a las personas que por allí transitan o viven.

No menos importante es el impacto sobre la flora y la fauna. La contaminación lumínica afecta a distintas especies de aves, murciélagos y, sobre todo, insectos. Más del 90 % de los lepidópteros (mariposas y polillas) son de hábitos nocturnos, y de su existencia depende la polinización de numerosas plantas y la alimentación de multitud de predadores.  La atracción que ejercen los focos de gran potencia sobre estos insectos desequilibra todo el sistema natural, provocando una gran mortandad de individuos y la acción oportunista de los murciélagos en perjuicio de las aves insectívoras que no pueden competir con ellos.

Como efecto indirecto, la iluminación ha permitido, en algunas playas, que mariscadores y pescadores ilegales esquilmen durante la noche zonas particularmente frágiles que antes sólo frecuentaban muy pocas personas, de manera esporádica y con la limitada ayuda de una linterna.

Resulta llamativo, por lo absurdo, ver a los ciudadanos que han mantenido su costumbre de organizar barbacoas nocturnas en algunas de estas playas, protegerse de la luz artificial con las mismas sombrillas que usan durante el día.

Por mucho que se trate de playas urbanas, la iluminación artificial, si aceptamos que en algunos casos puede estar justificada, debería limitarse a las zonas que realmente frecuentan los ciudadanos, con instalaciones de bajo impacto y horarios razonables. Lo demás es… tirar la energía, el dinero y el sentido común.

Información adicional sobre contaminación lumínica en Andalucía:

http://www.juntadeandalucia.es/medioambiente/site/web/menuitem.486fc6e1933804f2c562ce105510e1ca/?vgnextoid=57500bd8ac2db210VgnVCM2000000624e50aRCRD

Iniciativa Starlight: http://starlight2007.net/index.php?lang=es

La contaminación lumínica en las playas de Cádiz: http://www.celfosc.org/galeria/cadiz/cadiz.htm

Revista Consumer. Informe: Iluminar para ver menos:

http://revista.consumer.es/web/es/20110101/actualidad/informe1/75824.php

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Anoche disfrutamos del eclipse de luna como sólo los habitantes de las zonas rurales podemos ya disfrutar de cualquier espectáculo natural que se desarrolle en el cielo nocturno. Muy pocas luces artificiales ensuciaban la bóveda celeste y por eso nuestro satélite nos regaló una magnífica paleta cromática que viró desde el rojo sangre hasta el nácar más intenso.

Paradójicamente, la contaminación lumínica que nos priva de este regalo de la naturaleza, y que dificulta el trabajo de los astrónomos, sirve a otros especialistas como poderosa herramienta capaz de revelarnos la compleja distribución de los seres humanos sobre la superficie del planeta, los verdaderos límites de las ciudades o la relación oculta que existe entre el urbanismo y el cambio climático o la destrucción de suelos fértiles.

Toda esta información empezó a manifestarse cuando en 2000 la NASA y la NOAA publicaron el primer mapa completo de la Tierra fotografiada durante la noche, combinando varias imágenes de satélite obtenidas en 1994 y 1995. El cuadro compuesto por miles de puntos luminosos salpicados de manera desigual a lo largo de los cinco continentes ayudó a muchos ciudadanos a visualizar, por vez primera, la distribución, real, de personas y ciudades sobre nuestro planeta. En definitiva, dibujaba, con asombrosa nitidez, la ubicación de los terrícolas y su grado de desarrollo económico.

Aquel primer mapa, impactante pero parco en detalles, necesitaba completarse con fotografías de mayor resolución. Por desgracia, los astronautas que desde la Estación Espacial Internacional trataban de obtener nuevas imágenes nocturnas de la superficie terrestre, a tan sólo 300-400 kilómetros de altura, se enfrentaban a un cóctel que cualquier aficionado a la fotografía reconoce como nefasto: un escenario lejano y débilmente iluminado en mitad de la noche, una larga exposición para poder capturarlo y una cámara que se mueve a más de 7 kilómetros por segundo. Tres elementos que, combinados, sólo pueden conducir a imágenes borrosas.

La solución a este problema la encontró, a finales de 2002, el astronauta Don Pettit, aficionado a la astronomía, quien fue capaz de fabricar, reciclando piezas que encontró en la misma Estación Espacial Internacional, un dispositivo móvil en el que fijar la cámara fotográfica para neutralizar el movimiento de la nave espacial. De esta manera se obtuvieron las primeras imágenes nocturnas de alta resolución (con un nivel de detalle de unos 60 metros) de numerosas ciudades repartidas por todo el planeta. Los mapas que se han ido componiendo con algunas de esas imágenes han servido para desarrollar interesantes investigaciones sobre el impacto ambiental de la urbanización del territorio, medido en consumo de suelo fértil o en destrucción de la cubierta vegetal, y la relación de estos fenómenos con el cambio climático.

Aunque esta aportación al conocimiento científico no la hace buena, no hay duda de que la contaminación lumínica también tiene esta otra cara poco conocida. Y sobre ella ando estos días escribiendo, y de ella también hablaremos, con los mejores expertos, en el XIV Seminario Internacional de Periodismo y Medio Ambiente, nuestra tradicional cita cordobesa de septiembre (www.sipma.es).

Este es un llamativo montaje (“Cities at Night. An Orbital Tour Around the World” ) de algunas de las fotografías obtenidas por el astronauta Don Pettit, acompañado por sus propios comentarios:

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En Twitter se registra estos días cierta agitación a cuenta de los planes de la Administración para reducir el consumo energético y, como es lógico, entre ellos se baraja el que contempla una mejora en la eficiencia de la iluminación urbana. Somos un país sobreiluminado, quizá porque el derroche de luz artificial haya que incluirlo en esa esperpéntica lista de “señales” que identifica a los nuevos ricos (por cierto, casi todas ellas vinculadas al derroche energético).

Ayer, cuando salí de casa para viajar a Madrid, en el cielo nocturno que me despidió, y que aún no se había iluminado con los primeros rayos de sol, se podían distinguir, sin esfuerzo, miles de estrellas (las ventajas de vivir lejos de la gran ciudad). Este espectáculo natural gratuito, que se ha convertido en una rareza, era lo habitual para los habitantes de casi cualquier ciudad española hace tan sólo cincuenta años cuando, a simple vista y en una noche despejada, se podían contemplar hasta 7.000 estrellas en condiciones óptimas. Hoy sólo se puede disfrutar de este espectáculo en zonas rurales apartadas. El cielo nocturno se ha apagado porque la iluminación artificial, excesiva y mal diseñada, ha terminado por ocultar los astros tras un espeso velo blanquecino. En el caso de las grandes capitales esta burbuja de luz, visible a varios kilómetros de distancia, es capaz de reducir el número de estrellas visibles a cifras que apenas suman algunas decenas. Esta noche, cuando en Madrid caminé hacia el hotel, en el cielo (si es que las nubes me lo permiten) tendré serias dificultades para distinguir una sola estrella.

La contaminación lumínica no es más que el brillo o resplandor que se origina en el cielo a partir de la difusión y reflexión de la luz artificial en los gases y partículas presentes en la atmósfera. El mayor impacto lo causan los focos o proyectores de gran potencia que se utilizan en el alumbrado de grandes áreas, zonas deportivas, aeropuertos, fachadas de edificios o monumentos. Estas fuentes, debido a la inclinación con la que suelen instalarse, envían parte de su flujo directamente sobre el horizonte, desperdiciando gran cantidad de energía luminosa. Un solo proyector de este tipo puede provocar más alteraciones que la iluminación de una localidad de 1.000 habitantes.

Otros elementos muy contaminantes, sobre todo por lo extendidos que están, son los dispositivos de alumbrado decorativos, en los que el flujo de luz, como ocurre con las farolas de tipo globo, se emite en todas las direcciones. La solución en la mayoría de los casos consiste en utilizar dispositivos que permitan dirigir la luz solo al lugar en donde se necesita, evitando que parte de la misma vaya a parar al cielo. Cuando no es posible recurrir a este sistema, como ocurre con algunos carteles publicitarios, deberían instalarse temporizadores que desconectaran la iluminación durante las horas de la noche en que disminuye el tránsito de ciudadanos.

En 2001, y sólo en lo que se refiere a Andalucía, se cifró en más de 30 millones de euros el ahorro energético, por año y a escala regional, derivado de una iluminación más eficiente orientada a moderar el problema de la contaminación lumínica.

Pero, además, los beneficios de este tipo de acciones también repercutirían en la conservación del patrimonio natural ya que, como explica Cipriano Marín, coordinador de la iniciativa Starlight de la Unesco, “el exceso de luz artificial afecta, por ejemplo, a millones de insectos, alimento básico de otros muchos animales, o a las especies migratorias que se orientan por la luz de las estrellas o de la luna, y a las que le hemos ocultado el camino hacia su destino”. Un caso muy llamativo es el de las tortugas marinas que desovan en las costas mediterráneas, cuyas crías, una vez que nacen en las playas, se encaminan al mar, en plena noche, orientándose por los astros, comportamiento que se ve alterado por el exceso de luz artificial. “Ahora”, lamenta Marín con cierta sorna, “en vez de dirigirse al agua se dirigen a la discoteca”.
“Aplicando un poco de sensatez, y ayudándose de la tecnología disponible, se puede reducir la contaminación lumínica sin hipotecar la seguridad o el confort. No pretendemos apagar las luces”, concluye Marín, “lo que queremos es volver a encender el universo”.

En Andalucía ya se han dado pasos decididos para mitigar el problema de la contaminación lumínica: http://www.elpais.com/articulo/andalucia/sanciones/contaminacion/luminica/Andalucia/seran/60000/euros/elpepuespand/20100803elpand_2/Tes

Iniciativa Starlight: http://www.starlight2007.net/

Por cierto, Cipriano Marín es uno de los investigadores que este año participará como ponente en el XIV Seminario Internacional de Periodismo y Medio Ambiente (Córdoba, 21-23 de septiembre 2011). Seguiremos informando…

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