
A los periodistas la única borrasca que debería preocuparnos es la que está acabando con las buenas prácticas en este oficio.
Volví de Granada disfrutando de la borrasca Félix, disfrutando del tiempo invernal que tanto nos sorprende en su olvidada normalidad, del agua que tanto pedía el campo, la naturaleza. Claro que si le hubiera hecho caso a los informativos con los que amanecí tendría que haberme atrincherado con víveres suficientes en el hotel, tapiando puertas y ventanas, convencido de no poder regresar a casa en días.
Más allá de la prevención sensata con la que enfrentarse a estos fenómenos y de la información razonable que cualquiera demanda frente a la incertidumbre de la meteorología, convertir cada una de las manifestaciones estacionales lógicas (altas temperaturas, lluvias intensas, vientos, nevadas,…) en un fenómeno extraordinario me parece un absoluto disparate que sólo contribuye a provocar asombro o angustia en los ciudadanos, respuestas que invitan a la inacción, la rabia o el lamento, como si la naturaleza se gobernara a golpe de maldición bíblica a la que únicamente cabe enfrentarse con obras (y más obras) de defensa.
Es cierto que los fenómenos meteorológicos extremos (sequías acusadas, olas de calor, lluvias torrenciales) comienzan a ser más frecuentes de lo que era habitual, y esa mayor incidencia hay que achacársela, ya sin ninguna duda, al cambio climático. Y también hay que insistir en que la mayoría de las infraestructuras que se están viendo afectadas por las últimas borrascas profundas (desde chiringuitos en primera línea de playa hasta viviendas en zonas inundables) no son víctimas de la furia de la naturaleza sino de una mala planificación, el incumplimiento flagrante de las leyes, la tolerancia ciega de algunas administraciones y, por supuesto, una peligrosísima dosis de insensatez por parte de aquellos ciudadanos que sabían cuáles eran los riesgos pero decidieron obviarlos confiándose al porvenir. Y todos estos elementos, que en definitiva explican lo aparentemente inexplicable, son los que se ocultan cuando la información es únicamente una información de sucesos (las causas y las consecuencias son las que componen el proceso, las que explican lo aparentemente inexplicable, pero, en la mayoría de los casos, son elementos que se desprecian en favor del simplista y llamativo suceso).
El periodismo que más crece es el de sucesos (por no hablar del periodismo de anécdotas, que suele ser un subgénero, low cost, del primero). Y ese crecimiento, desproporcionado, se apoya en un fenómeno (este sí) extraordinario: se crece gracias al decrecimiento. Es la traducción práctica más elocuente del conocido mantra menos-es-más. Pero, ¿cómo se puede crecer restando? Cuanto más se escatima en medios, cuanto más se recortan los presupuestos, cuanto más se racanea en especialización, cuanto más míseras son las condiciones laborales de los periodistas, cuanto más se reduce el tiempo que se dispone para elaborar la información, cuanto más ridículo es el conocimiento exacto que se tiene del tema en cuestión, cuanto menos interés se pone en profundizar, en analizar, en explicar… más crece la atención a los sucesos. Curioso, ¿verdad? Bueno, más bien lógico, ¿verdad?
El periodismo de sucesos, sobredimensionado y adulterado en sus esencias, deja de ser periodismo y se convierte… en otra cosa, quizá en el mejor combustible para ese incendio en el que se está consumiendo la información razonada en favor del entretenimiento banal. Es la fast food del periodismo vendida como cocina de autor, los éxitos veraniegos de Georgie Dann presentados como una delicada sinfonía. Mucha grasa (y poca chicha), mucho ruido (y pocas nueces). ¿Especialistas?, pocos, que la audiencia se aburre, mejor que hablen los damnificados. ¿Explicaciones?, las justas, conviene no distraerse del drama. ¿Reposo?, no, que nos adelanta la competencia y es más importante ser primero que ser mejor. No, no manda la audiencia, ni siquiera manda la actualidad y mucho menos mandan los influencers que vociferan en las redes sociales al calor del drama, lo que manda, lo que (perdón) debería mandar, es el buen oficio del que nace el criterio propio, el criterio profesional riguroso y desapasionado.
Si mi objetivo es entretener (¿de verdad ese es el objetivo de un periodista?, ¿en serio?) mi territorio son los sucesos, esos que atraen la atención sin requerir de grandes dosis de análisis. Si mi objetivo es la audiencia mi espacio natural son los sucesos, donde una simple cámara encendida en el lugar adecuado, y algunos testimonios atropellados (mejor si tienen el dramatismo propio, y lógico, de las víctimas), se convierte en un scoop a la altura de Woodward & Bernstein, aunque no sea más que la mínima expresión del periodismo. Bueno, en realidad eso no es periodismo, por más que traten de convencernos de que el «seguimiento mediático» es periodismo. Y aprovecho para advertir que existe un periodismo de sucesos digno y riguroso, necesario, claro que sí, pero ese también está en horas bajas, devorado por las prisas, la ignorancia y las baraturas.
«Ya están aquí estos que tanto saben de cubrir crisis, y nada saben de la crisis que tienen que cubrir«, lamentaba no hace mucho Rosa María Calaf.
Dos o tres datos, en un bucle interminable, sirven para tejer programas de horas y horas en donde prima el peor de los entretenimientos, el que alimenta nuestros más bajos instintos. Sí, efectivamente, se puede informar de un temporal sin temporal, de una catástrofe sin catástrofe. La nada convertida en noticia y aliñada con el discurso vacuo de los todólogos de turno. Y eso no es periodismo. Eso es ruido, morbo, distracción, prisas, suposiciones, espectáculo,… No, eso no es periodismo. Antes de juzgar el periodismo busca entender, y para eso requiere reposo, conocimiento, contención y rigor. Justo lo que cada vez echo más de menos en muchos medios de comunicación. Durante años me he resistido a admitir la máxima, cruel, que asegura que el periodista es «aquella persona que tiene que explicar a muchos lo que él sólo no ha sido capaz de entender«, pero estoy a punto de rendirme a la evidencia (aunque en este oficio hay, sin duda, magníficos profesionales).
Enric González, periodista lúcido e incisivo, reflexionaba hace algunos años en El País tratando de aclarar esta confusión interesada: «El <seguimiento mediático> no tiene nada que ver con el periodismo. Es espectáculo y entretenimiento, generalmente de mal gusto, pero no periodismo. ¿Es información? Sí, como las etiquetas de las conservas, las matrículas de los coches o la posición de las estrellas. El periodismo es otra cosa«.
Sí, el periodismo es otra cosa, y por eso yo, que soy periodista, me echo a temblar cuando se anuncia la llegada de una borrasca, la desaparición de un menor o el comienzo de un incendio forestal, porque, además de todo el dolor y los daños que irán parejos a estos sucesos, además de todas esas pérdidas, lo que se perderá también, seguro, será el periodismo.
PD: Y hablo de borrascas por no hablar de otros sucesos sobre los que, hoy, justamente hoy, prefiero el silencio…