Hasta el objeto más sencillo, más rústico y menos sofisticado puede convertirse, gracias a la mágica influencia de la sociedad de consumo, en un carísimo elemento de decoración, sofisticado y exclusivo. El reloj de arena (Hourglass Ikepod) del diseñador australiano Marc Newson. con el que ilustro este post, tiene un precio aproximado de 15.000 euros, aunque mide los 60 minutos para los que ha sido diseñado con la misma precisión que uno de esos viejos y baratos relojes de arena con los que nuestras abuelas calculaban los tres minutos en los que un huevo alcanza su punto justo de cocción.
Seguramente Newson y su equipo justifican el precio del Hourglass recurriendo a una serie de argumentos que, en la (i)lógica de la sociedad de consumo, deben ser intachables, pero que en la lógica de la sociedad del bienestar quizá muestren algunas grietas. Y ese abismo, el que separa la lógica del consumo de la lógica del bienestar, es el mismo que mi amiga Pruden ha advertido, con su particular ingenio, en la crisis que ahoga al periodismo (al menos al periodismo clásico, al periodismo riguroso y comprometido).
Viendo la peculiar estrategia con la que algunas grandes empresas de comunicación están enfrentando la crisis, el reloj de arena de esta historia adquiere, gracias a Pruden, la categoría de perfecta metáfora. Con el comedimiento que le es propio mi amiga asegura en un mail telegráfico pero contundente: «Hay que joderse. Vamos a la estructura laboral de un reloj de arena muy culón. Por arriba los mandamases cobrando un congo, en la cintura (cada vez más estrecha), nosotros —profesionales con experiencia y preparados–, especie en extinción; y debajo, los becarios esclavos, una franja movible y volátil, a duro la jornada, que hará ricos a los de arriba. Nos queda poco».
Si el del Newson es un reloj de arena carísimo, sofisticado y exclusivo, el que me dibuja Pruden es cínico, injusto y apocalíptico. Me quedo, sin duda, con el de mi abuela. ¿Dónde estará?