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Posts Tagged ‘televisión’

A veces pienso que nuestra forma de entender el periodismo, que nuestra manera de plantear un informativo en televisión, son propias de un modelo profesional demodé, algo así como un curioso anacronismo que sólo es tolerable en una televisión pública.

En «Tierra y Mar» & «Espacio Protegido» (Canal Sur Televisión) no hiperventilamos, no gritamos agarrados a un micro, ni locutamos de forma atropellada; no tenemos drones, ni cámaras de última generación y apenas disponemos de grafismo molón (la realidad virtual ni está ni se le espera); dejamos que nuestros protagonistas hablen, no alimentamos el morbo, ni la polémica estéril, y tampoco nos ponemos falsamente intrépidos; no forzamos la realidad hasta inventarnos una propia, no endulzamos lo amargo ni hacemos de la anécdota una catástrofe o un milagro.

A veces nos adelantamos a la actualidad pero otras muchas esperamos a que la actualidad pase de largo, sin atropellarnos, para poder interpretarla con calma y algo de distancia. No nos gusta correr, porque las prisas nos impiden entender (para explicarnos). Empleamos mucho tiempo en estudiar (mucho más de lo que nos ocupó esta tarea en la Universidad) porque aún no hemos sido capaces de adquirir conocimientos por ósmosis, y también hacemos muchos kilómetros (para hablar del campo hay que estar en el campo) aunque muchos menos de los deberíamos. Nuestra tierra nos aporta unas señas de identidad muy poderosas, pero entre ellas no se encuentra la soberbia ni el espejismo de creernos únicos, ni tampoco la obligación de ser ocurrentes. En lo sencillo, en lo cotidiano, en lo próximo, encontramos historias extraordinarias (contadas por personas, no por personajes).

A muchos de nosotros la edad nos obliga a usar las gafas de cerca para escribir, pero cuando le damos vueltas a lo que queremos contar nos ponemos, también por edad, las gafas de lejos. Lo inmediato es tentador, pero es más valioso contar lo que vendrá, lo que apenas se dibuja en el horizonte. Tratamos de que lo urgente no nos distraiga de lo importante (aunque algunos digan que en televisión lo primero es trascendente y lo segundo irrelevante).

No nos obsesionan los datos de audiencia, pero la audiencia nos acompaña de manera más que generosa. No pontificamos sobre los nuevos soportes, los nuevos targets o las nuevas narrativas, pero gozamos de una excelente salud en RRSS (ya nos acercamos a las 25 millones de visualizaciones en YouTube).

A lo mejor este modelo de televisión (pública) no está tan pasado de moda. A lo mejor el espectáculo es una cosa y la información otra (y, para colmo, hay espectadores que saben distinguirlos). A lo mejor en lo clásico se esconde la vanguardia, y en el reposo la verdadera agilidad. A lo mejor lo global no se entiende sin recurrir al periodismo de proximidad, ni lo difuso es posible aclararlo sin esforzarse en un periodismo de precisión.

A lo mejor esto es periodismo, sin más (ni menos). 

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Las audiencias se ganan o se pierden de acuerdo a nuestra capacidad de análisis (reposado) y no en función de la velocidad con la que atendamos las noticias: ¿de qué sirve correr para contar todos lo mismo? (En la imagen un momento de la conocida como «carrera de los becarios», en la que jóvenes periodistas cubren la distancia que hay entre el edificio del Tribunal Supremo, en Washington DC, y las unidades móviles de televisión, llevando en la mano la nota de prensa de algún pronunciamiento noticioso. Absurdo… pero cierto).

En un escenario informativo cada vez más complejo las empresas de comunicación prescinden de la experiencia: menuda contradicción !! La crisis y sus EREs han fulminado a los periodistas veteranos. Muchas empresas renuncian a la especialización porque requiere reposo, tiempo y recursos (es más rentable el periodista todoterreno, y mejor aún si es un becario baratito –por no hablar de esos ¿compañeros? que se ofrecen a trabajar gratis–, o los temibles todólogos que, con desparpajo, se pasean por las tertulias para pontificar de lo que haga falta). En estos casos, el objetivo ya no es tanto el rigor, la calidad o la credibilidad, sino la audiencia, sin más. “Si tengo que explicarlo, renuncio a contarlo”, resumía Lorenzo Milá hace algunos años cuando se quejaba de este fenómeno. A veces, es cierto, no se renuncia a contarlo, pero se recurre a la banalidad, que es casi peor.

(…)

“Tierra y Mar”, el informativo semanal dedicado al sector primario que dirijo en Canal Sur Televisión, es un magnífico ejemplo de cómo se cumple una idea paradójica que llevo años defendiendo a contracorriente: los programas no necesariamente se prolongan en el tiempo porque tienen audiencia (no debería ser así), sino que, por el contrario, en muchos casos tienen audiencia porque se mantienen en el tiempo. El argumento es, justamente, el contrario al que estamos acostumbrados a oír. Los programadores viven presos de una convulsión, de una atención desmedida a las audiencias, que con frecuencia se convierte en nuestra peor enemiga. Esa convulsión impide el reposo que necesitan algunos programas, que desaparecen de la parrilla antes de haber conseguido madurar y así fidelizar a la audiencia. Y, desde luego, en el área de Informativos es en donde menos sentido tiene esta obsesión por las audiencias, que se ganan o se pierden de acuerdo a nuestra capacidad de análisis (reposado) y no en función de la velocidad con la que atendamos las noticias: ¿de qué sirve correr para contar todos lo mismo?

(…)

No caigamos en la trampa de la televisión low cost, ese modelo que algunos gurús quieren vendernos como solución a la crisis: la especialización no es barata, la calidad no es barata, el rigor no es barato. Es imposible un periodismo digno en condiciones indignas.

Rosa María Calaf también resume este sinsentido en una frase muy elocuente: “Ya están aquí estos que tanto saben de cubrir crisis y nada saben de la crisis que tienen que cubrir”. Lo dicho: con demasiada frecuencia el continente vence al contenido, la anécdota a lo sustancial.

Insisto: se nos olvida que informar, in-formar, es dar forma y, por tanto, explicar, interpretar. Hoy en los medios, en las redacciones de todos los medios, hay muchos más redactores que periodistas, no sé si me explico…

(…)

Cuando hablamos de crisis, referida a los medios de comunicación en general, y a la televisión en particular, parece que todo se resumen a un problema de modelo de negocio, pero yo no soy empresario, soy periodista, y por eso insisto en las virtudes tradicionales del buen periodismo, del periodismo que no sabe de épocas ni de revoluciones tecnológicas. Es cierto que si no hay negocio no hay futuro, pero no es menos cierto que el negocio debería descansar sobre esas virtudes, y no al contrario. El futuro va a depender de cómo nos ocupemos del CONTEXTO, la PROXIMIDAD, la CREDIBILIDAD, el RIGOR, la DIVERSIDAD, la ÉTICA, la PROFUNDIDAD, la COMUNICACIÓN, la INTERACCIÓN, la EMPATÍA…

Conviene no perder de vista estos valores, confundidos por el negocio, las audiencias o el tecnoptimismo, porque de ellos depende nuestro futuro, y son, además, las señas de identidad, diferenciales, de una televisión pública. Señas de identidad que, en nuestro caso, tienen, incluso, la fuerza de la ley.
PD: Estos son algunos párrafos de mi intervención, el pasado mes de noviembre, en el XXX Congreso Internacional de Comunicación (CICOM) que se celebró en la Universidad de Navarra. Acabo de ordenarlos, después de recuperar las notas a vuela pluma que me sirvieron de guía, para que la ponencia pueda publicarse en las actas de este interesantísimo encuentro académico y profesional.

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Redacción Informativos Canal Sur Televisión

El mundo está allí afuera, despertándose, y nosotros, aquí dentro, medio dormidos, tratamos de contarlo sin traicionarnos y sin dejar el corazón en la taquilla. Así comenzaba el 19 de agosto en la redacción de Informativos de Canal Sur Televisión (Foto: José Mª Montero)

No sé si todas las personas que se sientan delante de un televisor a ver un informativo, pongamos por ejemplo el Noticias 1 de Canal Sur Televisión, aprecian que, además de otros muchos elementos, esa amalgama de imágenes y sonidos, con los que tratamos de reflejar un trocito del mundo que nos rodea, está teñida por las emociones de las (muchas) personas que hacen ese trabajo.

Es relativamente fácil reparar (aunque no conozcamos sus infinitos detalles) en la sofisticada tecnología que hace posible el milagro de esa ventana que nos asoma al mundo pulsando un sencillo botón; lamentar el olvido de alguna noticia que juzgamos trascendente o el abuso de esas otras cuestiones que creemos irrelevantes y hasta ridículas; celebrar la elegante disposición del decorado, los rizos de la presentadora, la barba del presentador, o, por el contrario, abochornarnos por un error en la dicción, por una tos inoportuna, por un titubeo, por una corbata de estampado cañí, por un peinado demodé, por un rótulo al que le faltan letras o por una confusión a la hora de dar paso a una noticia que nada tiene que ver con lo anunciado.

Visto así, sin mayores consideraciones, todo es como un simple teatrillo donde, con voz más o menos neutra, unos perfectos desconocidos nos van contando una historia que a veces tiene que ver con nuestra propia historia y otras suena a algo lejano, confuso y ajeno. Pero resulta, y eso no se ve y raras veces se cuenta, que a la persona que, por ejemplo hoy mismo, se sienta delante de un ordenador a tratar de contar que decenas de refugiados han aparecido muertos, asfixiados en el interior de un camión, se le hace un nudo en la garganta; que quien tiene que grabar el enésimo cadáver de un inmigrante que desembarca en un puerto andaluz dentro de un saco negro trata de mirar, por el objetivo de la cámara, sin querer ver lo que resulta insoportable ver; que quien, perfectamente maquillad@, relata el desahucio, el crimen, el bombardeo, la hambruna, el accidente o el funeral, tiene, debajo del perfecto maquillaje, piel y corazón, y en los dos siente escalofríos, como el resto de sus compañer@s, los que no están maquillad@s.

En la redacción todo transcurre a un ritmo frenético, intenso y áspero en el que, aparentemente, no caben los sentimientos o, mejor dicho, donde los sentimientos, aparentemente, podrían resultar un estorbo. Pero resulta que este trabajo maravilloso, por el que recibimos tantas críticas injustas y cuya dignidad se empeñan en dinamitar algunos políticos y financieros (entre otros agentes de la autoridad), lo hacen personas que saben, como casi todas las personas, lo que es el dolor y la alegría; personas que se abrazan en los malos momentos y que se parten de risa cuando la ocurrencia ha sido oportuna e inesperada. Personas que se enamoran, que tienen hijos, que cuidan de sus padres ancianos, que se desenamoran, que enferman, que sufren con los amigos que están sin trabajo, que padecen la soledad o el abandono, que cantan cuando se pasan de copas, que pierden a la gente que más quieren, que bailan en todas las fiestas, que lloran, que suspiran, que acarician, que sienten dolor, que comparten, que se guiñan un ojo al cruzarse en un pasillo, que se cabrean, que gritan y luego se arrepienten, que llegan al amanecer y aunque es el mismo todos los días disfrutan de él como si fuera único, que se marchan de noche cerrada y agotados, que silban, que susurran, que regalan, que piden perdón, que dan las gracias, que celebran, que besan… Y todo eso, y muchas cosas más, tiñe las noticias, queramos o no, las colorea o las empaña, las hace humanas.

Y todo eso, que es en definitiva lo que quería contaros esta noche, lo hace gente vulgar y corriente, humanos con corazón que a veces aciertan y otras se equivocan. Ese es el verdadero corazón de la tele, el que no se ve pero lo empapa todo…

PD: Claro que hay fantasmas, mamarrachos y gente sin corazón, como en todas las ocupaciones, pero son minoría y su presencia hay que vivirla como un estímulo, incómodo pero inevitable. Aunque transiten por el lado oscuro, también son parte de esta historia sentimental y, a su manera, nos ayudan a ser mejores.

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¿Qué relación guardan las grandes ciudades con la televisión y el deterioro ambiental? Esa es la pregunta que traté de responder el pasado 12 de noviembre, cuando tuve el privilegio de inaugurar (con una conferencia que titulé La trampa urbana) el Foro “Transformar la Televisión”. Aunque creo que los organizadores del encuentro la van a publicar en su versión completa, os adelanto las tres ideas, sencillas, sobre las que giraba ese cóctel. Una conferencia que inicié contando cómo había llegado a Madrid…

“He viajado en AVE y apenas he tenido tiempo de desayunar y echarle un vistazo a la prensa. Desde Sevilla he tardado menos de dos horas y media en llegar a Madrid. Mi primer recuerdo de esta ciudad también se tejió en un tren en el que me monté, con mi padre, en Córdoba y que tardó casi nueve horas en dejarnos, bien entrada la noche, en la capital de España. Yo debía tener seis o siete años y hubo, como es lógico, muchas cosas que me llamaron la atención de la gran metrópoli, aunque tres de ellas no las he olvidado y, curiosamente, me van a servir hoy de ejemplo para tratar de explicar, de explicarme, qué relación guardan las grandes ciudades, la televisión y el deterioro ambiental:

 

 

359x2qePRIMERA SORPRESA.- Quedé fascinado con las escaleras mecánicas de Galerías Preciados, en Callao. No sólo por lo que suponía subir y bajar montado en una especie de alfombra mágica de metal sino porque, además (y esto era lo realmente increíble), podías realizar ese viaje todas las veces que quisieras y no valía nada, era gratis.

Pero claro, detrás de este tentador recurso también había un elemento, difuso y complejo, oculto, que yo entonces no supe interpretar (mejor dicho: lo interpreté de la manera más primaria, inocente… y equivocada). Lo que en la gran ciudad resulta fascinante raramente es gratuito. Yo pensé que lo mejor que tenían las escaleras mecánicas, lo realmente increíble, es que eran gratis y no existía límite en el número de veces que podías subir y bajar. Pero no es verdad: lo que la ciudad ofrece como fascinante suele ser tremendamente caro y lo pagamos todos. Tardé unos cuantos años en descubrir el coste oculto del supuesto progreso, la falsa modernidad y el pequeño bienestar. Justo al contrario de lo que ocurre (al menos, por ahora) en la naturaleza: lo maravilloso es realmente gratuito.

Fue en una conferencia del desaparecido Fernando González Bernaldez, catedrático de Ecología y pionero de la educación ambiental en España, donde encontré la mejor explicación de este argumento oculto, una conferencia dictada a comienzos de los años 80 a un reducido (entonces éramos pocos) grupo de periodistas ambientales. La sociedad de los cazadores-recolectores y las primitivas sociedades agro-pastoriles, explicaba, mantenían un grado de conciencia relativamente elevado de sus influencias ambientales. Su escasa especialización permitía que los miembros del grupo fuesen protagonistas y responsables de las consecuencias de sus intervenciones en el medio. Las “reglas éticas culturales”, a veces envueltas en apariencias extrañas, mágicas y supersticiosas, dejaban frecuentemente traslucir un trasfondo adaptativo más o menos claro (como los conocidos ejemplos de la ética natural que aparece en el discurso del jefe indio Seattle, o en los dichos y hechos del cazador indígena Dersu Uzala llevados al cine por Kurosawa).

Pero la sociedad industrial y post-industrial, advertía González Bernáldez, ha llevado consigo cambios que los sistemas de ajuste mencionados no han podido seguir. Una característica clave de estas sociedades modernas es la pérdida de conciencia de los efectos que sus acciones causan en la biosfera. No se trata sólo de la potencia de los medios de acción disponibles, sino sobre todo de que la especialización y el alejamiento de las fuentes de materias primas, y las complicadas cadenas de causas y efectos intermedios, hace que conozcamos cada vez peor las repercusiones últimas de nuestros actos, incluso de los más cotidianos.

El cazador-recolector era espectador diario de los efectos de sus acciones. Por ejemplo, él mismo cortaba la leña para calentarse. Pero cuando nosotros accionamos el interruptor de la luz no somos conscientes de los complicados procesos tecnológicos y ambientales conectados a esa sencilla acción y de sus repercusiones en lugares remotos (travesía de grandes petroleros, extracción de carbón, contaminación atmosférica, residuos radiactivos procedentes de centrales nucleares, construcción de grandes embalses, cambio climático…).

Está claro, por tanto, que la conciencia ecológica, hasta ahora mantenida por mecanismos naturales en las formas primitivas de la sociedad humana, tiende a perderse en las actuales circunstancias. El deterioro del entorno, concluía González Bernáldez, refleja el desequilibrio que la ausencia de mecanismos correctores va produciendo. Y es justamente aquí en dónde aparecen los medios de comunicación de masas como posibles “restauradores” de esa conciencia ecológica. Ninguna otra herramienta es capaz de alcanzar a tan amplios sectores de la sociedad para mostrarles lo que se oculta detrás de esa sencilla acción que, a veces, se limita a apretar un botón. Este tipo de periodismo, el que revela causas y consecuencias, el que sitúa las noticias en su verdadero contexto, es un periodismo “sostenible”, que no se extingue en lo efímero del suceso y contribuye, por tanto, a crear conciencia de nuestros propios actos y favorece la toma de decisiones. Menuda responsabilidad nos otorgaba ya entonces este catedrático de Ecología. Menuda responsabilidad tenemos… y qué pocas veces estamos a la altura de esa responsabilidad…

Si no revelamos el coste oculto de nuestro bienestar poco podremos hacer por corregir algunos errores que nos conducen al precipicio. Necesitamos información rigurosa. Y a partir de ahí podemos decidir que la fiesta continúe, al precio que sea, subiendo y bajando por las escaleras mecánicas hasta el agotamiento (el nuestro y también el del planeta), o podemos decidir que es mejor ahorrar energía y seguir usando las escaleras tradicionales limitando el uso de ascensores o escaleras mecánicas a personas que realmente las necesitan. El conocimiento lo único que facilita es la elección, pero eso ya es mucho.

14494_10200560936332212_644741300_nSEGUNDA SORPRESA.- En casa de mi tío, que vivía en Madrid, la televisión tenía un botón que ponía UHF y que cuando lo presionabas aparecía un segundo canal. ¡¡ Una televisión con dos cadenas !! Si no te gustaba lo que había en la primera cadena podías elegir el UHF. Las posibilidades de entretenimiento se multiplicaban, se doblaban. ¡¡ Qué suerte tenían los madrileños, libres de la tiranía del primer canal, dueños de ese segundo botón milagroso que abría una segunda ventana en casa !! Además era una ventana (como descubrí más tarde, cuando llegó a Córdoba) sesuda, una ventana que miraba al mundo de la cultura, del análisis, del debate, de la música, del cine de calidad… En Madrid, y sólo en Madrid, había una televisión que además de entretener tenía un interruptor por si querías pensar, por si necesitabas ayuda para reflexionar,…

Yo, sin duda, me sentía más satisfecho frente al televisor de mi tío, que tenía dos canales, que frente al de mis padres, encadenado a un único canal. Hoy, en la SmarTV de casa, puedo elegir entre… ¿cien canales? ¿Doscientos? ¿Y si tiro de Internet? ¿Mil canales? ¿Ha aumentado mi grado de satisfacción como televidente al mismo ritmo que la oferta de canales? ¿Más oferta significa más libertad, mayor satisfacción?

De nuevo busco la explicación de esta paradoja en un especialista, Fernando Trías de Bes (economista y experto en mercadotecnia), y en un artículo que publicó en La Vanguardia hace algunos años. Citaba Trias de Bes en el comienzo de su artículo al psicólogo Barry Schwartz quien acuñó la expresión “la paradoja de la elección” para explicar que el silogismo “más libertad es más bienestar”, “más opciones es más libertad” y, por ende, “más opciones es más bienestar” no es necesariamente cierto. A priori, un mayor abanico de posibilidades es positivo y aumenta el bienestar de los ciudadanos, pero si el número de alternativas cruza cierto umbral se producen una serie de efectos nocivos. Y si ese umbral se sobrepasa en exceso, como ocurre también con el tamaño de las ciudades, los inconvenientes pesan más que las ventajas, produciéndose la llamada paradoja de la elección: el aumento de las posibilidades al alcance de nuestra mano arroja un saldo final negativo.

No me extraña que fuese feliz en casa de mi tío, con dos canales de televisión, y ahora, cuando dispongo de un rato para ver la tele, lo consuma en tratar de elegir en mitad de una auténtica selva digital, para, finalmente, navegar sin rumbo y terminar haciendo zapping hasta malgastar todo el tiempo disponible.

 

 

3103751116_04cd147183TERCERA SORPRESA.- Yo pensaba que Madrid, que todo Madrid, era como la Gran Vía, como la calle Preciados, como Sol, como la Castellana… Y cuando me monté en el tren de vuelta y salí de Madrid, de día, empecé a ver por la ventanilla que esa ciudad, la que yo creía que era Madrid, se iba desdibujando… Primero en barrios tan convencionales como los de mi propia ciudad de provincias. Y luego en un interminable paisaje de casuchas, descampados y chabolas… ¿Esto también es Madrid?, debí preguntarle, inocente, a mi padre, pero no recuerdo qué me contestó…

Al cabo de los años, muchos años después, leyendo La sonrisa etrusca, de José Luis Sampedro, descubrí que no era el único que había sufrido esa impresión, o esa confusión, con los límites de la gran ciudad, aunque en el caso de la novela de Sampedro era un anciano, Salvatore Roncone, un apasionado campesino calabrés, el que se muestra incapaz de situar los atractivos de la gran ciudad cuando llega a ella a través de sus suburbios.

Nacidas para convertirse en centros de la vida económica, cultural, política y social, las ciudades volvieron pronto la espalda a sus creadores. La ciudad ofrece al individuo numerosos alicientes de prosperidad económica (ligada sobre todo a las oportunidades de trabajo), diversidad cultural y acceso a servicios públicos indispensables. Sin embargo crea, a su vez, no poco perjuicios en el orden biológico, como consecuencia de una merma en la calidad de los recursos naturales básicos (clima, atmósfera, agua, suelo, vegetación) y un cierto fracaso social debido a los costes adicionales que causa esta forma de vida, en la que se instala la fatiga, la neurosis, la violencia o la insolidaridad, que conducen, en definitiva, a una pérdida de bienestar.

El éxodo de las zonas rurales a las ciudades, y sobre todo a las grandes ciudades, es un fenómeno que, aún visto desde la objetividad de la estadística, resulta casi increíble. A comienzos del siglo XX, en 1900, el 92 % de los municipios españoles tenían menos 5.000 habitantes y el 52 % tenía menos de 1.000 habitantes. Éramos un país de pueblerinos. Sólo un tercio de la población (el 32 %) residía en municipios que tenían más de 10.000 habitantes. Este porcentaje creció hasta el 80 % en un siglo. Pero donde se ha manifestado un mayor trasvase de población ha sido, precisamente, a las grandes ciudades, a las urbes de más de 100.000 habitantes, en las que vivía menos del 10 % de la población española en 1900 y que ahora concentran el 40 % de la población.

Son múltiples los factores que explican estos movimientos de población, aunque en la raíz de todo este fenómeno están esas atractivas promesas de prosperidad económica y cultural, y no hay duda de que la televisión ha puesto su granito de arena en la transmisión de este discurso, hasta el punto de que se ha convertido en un medio de comunicación (en realidad siempre lo fue) que mira a su entorno con los ojos, el criterio y los valores de quien vive en la gran ciudad. Incluso cuando mira a la naturaleza, como ocurre en demasiados documentales, lo hace con ese sesgo antropocéntrico del urbanita que reclama la protección de algunas especies y espacios (eso sí, de cierto tamaño y espectacularidad) para que podamos seguir disfrutando de su contemplación (en vacaciones o en fines de semana). Un mensaje puramente estético, peligrosamente emocional y descaradamente antropocéntrico.

En el día a día de nuestro trabajo, de mi trabajo como director de dos programas de televisión que se ocupan de la actualidad ambiental y de la ruralidad, esta forma de mirar, tan urbana, plantea serios problemas de análisis, de interpretación de la realidad. Informar es dar forma, y con frecuencia modelamos el medio rural a nuestra imagen y semejanza.

En realidad se trata de un conflicto ontológico, un conflicto de valores, que enfrenta la visión romántica e idealizada de las poblaciones urbanas con la perspectiva pragmática y utilitarista de los habitantes de las zonas rurales. Desde los grandes medios de comunicación, y en particular desde la televisión, se suele apostar por esta visión urbana, insensible a las inquietudes, los miedos o las expectativas, la señas de identidad (en definitiva), de aquellas personas que viven, lejos de la gran ciudad, pegadas a otra realidad, a otros problemas.

Así es que resulta fundamental distinguir dónde acaba la gran ciudad, y su manera de entender el mundo, y donde empieza el universo rural con sus propias señas de identidad. Esa frontera que yo no era capaz de establecer desde la ventanilla del tren cuando tenía seis o siete años; esa frontera que cruza Salvatore Roncone distinguiendo perfectamente lo que hay a un lado y a otro. Esa frontera que todo periodista debe respetar para entender cómo es el mundo más allá de la trampa urbana.

 

 

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Sin periodistas no hay periodismo. Sin periodismo no hay democracia (imagen tomada de http://www.vanguardia.com).

No acostumbro a escribir mis conferencias, ni mis clases, sea cual sea el escenario académico al que me inviten; me suele bastar con unos apuntes que sirvan para no perder el hilo y no olvidar las ideas clave. Sin embargo, cuando empecé a pensar en lo que quería decir en el Congreso Internacional de Comunicación en el que acabo de participar como ponente, me di cuenta de que, por una vez, necesitaba escribir, palabra a palabra, coma a coma, lo que quería exponer. No era una cuestión de vértigo o de inseguridad, era una cuestión de firmeza en los argumentos. Necesitaba una estructura sólida que otorgara rotundidad a lo que quería contar y que garantizara que nada iba a quedar en el tintero o que algo pudiera malinterpretarse (aunque, como veréis, en el texto, entrelíneas, habitan, ocultos, otros textos).

Esto es lo que quería contar y lo que finalmente he contado en el Aula 1 de la Facultad de Comunicación de la Universidad de Navarra:

Creo que en las circunstancias actuales, y por más que este sea un congreso internacional y que en esta misma mesa se sienten algunos colegas que vienen de otros países con otras realidades, creo que sería ridículo, o más bien sería un ejercicio de cinismo, no hablar de la situación en la que hoy, en España, se desarrolla el oficio de periodista y el exterminio (perdonadme por el calificativo pero es el que más se acerca a la realidad), sistemático y calculado, al que nos están condenando los enemigos del pluralismo y la libertad de expresión.

Vengo de Sevilla, donde el periódico decano de la prensa local (115 años está a punto de cumplir) se encuentra al borde de la desaparición, con todos sus trabajadores encerrados y en huelga, después de una humillante operación mercantil en la que su propietario lo vendió por un euro. Eso es lo que vale hoy un periódico digno como El Correo de Andalucía, donde, por cierto, yo mismo me formé como periodista y en donde firmé una página semanal de medio ambiente en el lejano 1981; una página pionera en el panorama del periodismo ambiental español, un espacio que entonces (imaginaos) era milagroso conquistar todas las semanas; un espacio que con los años se fue extendiendo y que fuimos conquistando, todos los periodistas ambientales, en multitud de medios. Un espacio que hoy hemos vuelto a perder, que hoy nos han arrebatado.

Un euro es lo que vale El Correo de Andalucía. Un euro para los que piensan que la información de calidad es una simple mercancía, barata, con la que se trafica sin mayores escrúpulos, y no un bien público que debemos defender todos, periodistas y ciudadanos, porque de él depende, en gran medida, nuestra propia libertad.

Me escucho hablar y siento el vértigo de quien ha retrocedido décadas en el tiempo, de quien está reivindicando, de nuevo, los espacios de dignidad que ganamos a finales de los 60 y que creíamos invulnerables en un sistema democrático.

Desde hace ya algunos años, demasiados, los medios de comunicación, la mayoría de los medios de comunicación, no están gobernados por periodistas, ni siquiera en las parcelas que son estrictamente informativas. Ahora nos sometemos al criterio de los políticos, los gerentes, los publicistas, los analistas de audiencias, los programadores (en el caso de la televisión)… profesionales para los que la información, insisto, es una simple mercancía sobre la que se anteponen otros valores (poder, beneficio económico, audiencia) que nada tienen que ver con el ejercicio, digno, del periodismo.

También vengo de una televisión pública, Canal Sur TV, donde, desde hace exactamente 17 años existe una sección específica de medio ambiente en el organigrama de los Servicios Informativos (la primera y única sección de sus características en las televisiones españolas), y un informativo semanal de medio ambiente (Espacio Protegido) que ha cumplido quince años en antena (en la escala temporal que se maneja en el universo de la televisión esto es una barbaridad). Justamente el mismo año en que nacía Espacio Protegido, 1998, nacía también Medi Ambient, nuestro programa hermano de la Televisión Valenciana, de Canal Nou, que, por cierto, ha cosechado aquí, en Telenatura, algún que otro galardón más que merecido. Un programa que, sospecho, nunca más  volveremos a ver porque es una de las muchas víctimas del cierre de Canal Nou decidido esta semana por un gobierno, el de la Generalitat valenciana, que sumió a esta empresa pública en la ruina económica (1.200 millones de deuda acumulada) y, lo que es peor aún, en el descrédito ciudadano (os recomiendo la lectura del testimonio de Iolanda Mármol, periodista de los Servicios Informativos de Canal Nou, o la lectura del libro “¿Y tú qué miras?” de Mariola Cubells, donde se relata cómo se trabajaba en la redacción de informativos de Canal Nou y a qué punto de degradación se había llegado).

Represento, en fin, a un colectivo, el de los periodistas ambientales, que sufre, como pocos, el impacto de esta crisis, porque son los periodismos especializados los primeros que se sacrifican en un medio que naufraga, los primeros que se lanzan por la borda tratando de evitar el hundimiento. Los profesionales mejor formados, los que gozan de mayor experiencia, los que se manejan con mayor soltura en el terreno de la información compleja, los que pueden transmitir sus conocimientos a las nuevas generaciones de periodistas, esos son los primeros en caer víctimas de los ERES, los ERTES y otros engendros administrativos similares.

Hemos vuelto al redactor o redactora todo terreno y baratito (y también sumiso), al becario explotado y a los colaboradores que se ofrecen gratis (ya ni siquiera hay que buscarlos, ellos mismos se ofrecen, a cero euros, con tal de enlucir su curriculum y, por supuesto, sin mirar el daño que causan al resto de sus compañeros). Y no hablo de algo que ocurre en medios de pequeño tamaño (esos ya se han extinguido o están a punto de extinguirse), hablo de medios de gran tamaño donde se ha instalado, con absoluto desparpajo, esta forma indigna de hacer periodismo. Una buena amiga, con muchas horas de vuelo en uno de los periódicos más importantes de este país, me lo resumió de manera magistral en un correo electrónico: Vamos a la estructura laboral de un reloj de arena muy culón. Por arriba los mandamases cobrando un congo, en la cintura (cada vez más estrecha), nosotros —profesionales con experiencia y preparados–, especie en extinción; y debajo, los becarios esclavos, una franja movible y volátil, a duro la jornada, que hará ricos a los de arriba. Nos queda poco, muy poco”.

¿Qué clase de información podemos ofrecer en estas condiciones? ¿Se puede hacer un periodismo ambiental digno y riguroso cuando tus condiciones laborales son indignas y la manera en que hay que despacharse para encarar una información compleja –como lo es la información ambiental— es cualquier cosa menos rigurosa? Cualquier análisis, hecho en España, a propósito del periodismo ambiental, cualquier análisis como los que hemos conocido en este congreso, está enturbiado por este contexto. Y aún así, seguimos haciendo periodismo ambiental de calidad y manteniendo, muy activa, una asociación profesional (APIA) que suma cerca de 200 socios.

Aunque los entierros superan, con mucho, a los nacimientos, todavía hay vida en este sector maltratado. Una revista imprescindible como Quercus ha pasado a ser gobernada por sus (pocos) trabajadores, un grupo de valientes que se han atrevido a hacer lo que pocos se atreverían a hacer, y La Vanguardia acaba de estrenar, en su oferta digital, un canal de información ambiental donde escriben algunos de los mejores profesionales de esta especialidad.

No todo está perdido, pero hemos perdido mucho de lo que habíamos conquistado en las tres últimas décadas. Y la pérdida más valiosa no es material, lo más valioso que estamos perdiendo es la capacidad de análisis que habíamos sido capaces de brindar a los ciudadanos, esa que permite conectar el cambio climático (o cualquier otro asunto ambiental trascendente) a su vida cotidiana, a sus intereses, a su calidad de vida, a sus expectativas de trabajo o a su salud.

¿Sirve de algo reproducir, y repetir como cacatúas, los últimos datos, las últimas evidencias científicas del IPCC, sin ser capaces de analizar esa información, sin ser capaces de interpretar (“informar” es “dar forma”) esa información para adaptarla al grado de conocimiento de nuestros receptores y al contexto (social, económico, cultural…) en el que estos viven?

Si el cambio climático no somos capaces de conectarlo con la salud, con la agricultura o con el turismo (por citar tres ámbitos que resultan esenciales para la sociedad española), no dejará de ser un simple asunto “mágico” (como decía Miguel Delibes parafraseando a Umberto Eco), aislado de causas y consecuencias, que sólo es capaz de provocar asombro o angustia. Sin esas conexiones, sin esa interpretación, que sólo es capaz de aportar el comunicador especializado, el cambio climático es comprensible y trascendente para los científicos, pero no para el común de los ciudadanos.

Es cierto que el periodismo ambiental, como periodismo especializado, está sufriendo de manera particularmente intensa esta crisis, pero, paradójicamente, debería ser el que mejor resistiera esta crisis, uno de los periodismos con mayor capacidad de supervivencia, porque es capaz, porque somos capaces, de interpretar una realidad compleja y por tanto podemos otorgar un valor añadido a nuestro trabajo, un plus que lo convierte en único dentro de una oferta informativa demasiado homogénea e intrascendente.

Los visionarios de turno, o los tontos útiles (que son muy útiles en esta demolición de los medios y sus profesionales), nos hablan de reinventarnos (la palabra mágica para sobrevivir a la crisis). Tan en serio se lo han tomado algunos colegas que en sus perfiles profesionales ya no se identifican como periodistas (o esta condición ha pasado a un vergonzante segundo plano) porque ahora son escritores, coach, consultores, community manager o asesores en Social Media.

Tenemos que reinventarnos dicen los gurús, pero ¿qué es lo que tenemos que reinventar? ¿El periodismo? ¿Tenemos que renunciar a las señas de identidad de este oficio, las que no han cambiado ni deben cambiar, las que se basan en la pluralidad, en el contraste de la información, en la honestidad, en la investigación, en el vínculo inquebrantable con nuestros receptores y no con nuestros pagadores? ¿Eso es lo que debemos reinventar? Una cosa es adaptarse al lenguaje (cuestión de empatía) o a las herramientas que marcan los tiempos (adaptación sobre todo tecnológica) y otra muy distinta es inventar un periodismo diferente al único periodismo posible: el periodismo riguroso y honesto.

Y ya que he hablado de adaptación tecnológica: ¡ cuidado con el tecno-optimismo ! No se hace mejor periodismo porque tengamos un iPad o un smartphone. Arnold Newman, uno de los mejores fotógrafos norteamericanos del siglo XX, lo explicó muy bien refiriéndose a su disciplina: “Muchos fotógrafos piensan que si compran una cámara mejor serán capaces de hacer mejores fotos. Una cámara mejor no hará nada por ti si no hay nada en tu cabeza o en tu corazón”.

El periodismo, como ha hecho siempre, se adapta a las nuevas herramientas pero no por ello debe sacrificar sus señas de identidad.

¿Cuándo escribimos en Twitter, o en nuestro blog, o en Facebook, podemos prescindir de las reglas éticas que estamos obligados a respetar en un periódico o en una televisión convencionales? ¿Debemos relajar el contraste de la información, la búsqueda de los datos precisos, la localización de las fuentes rigurosas, el lenguaje respetuoso, la independencia real, la educación? ¿Esa es la reinvención de la que nos hablan algunos visionarios?

Los periodistas ambientales, reunidos en APIA, cumplimos veinte años y lo celebramos con un congreso nacional que, dentro de muy pocos días, tendrá lugar en Madrid; un congreso que se desarrollará bajo el lema “Tenemos futuro”. Quizá nos hemos olvidado de los signos de interrogación, o los hemos obviado para poner un poco de esperanza. Pero, de verdad, sinceramente, ¿tenemos futuro? El periodismo en el que se formó mi generación y la de los periodistas que me enseñaron el oficio, el periodismo que necesita de valores  más que de herramientas, ese periodismo… ¿tiene futuro? Las facultades de Comunicación están repletas de estudiantes convencidos de que ese futuro existe, ¿pero ellos y nosotros hablamos del mismo periodismo?

No todo se debe a la crisis económica, también hay una profunda crisis de valores, una suicida pérdida de las señas de identidad del verdadero periodismo consumidas en el negocio puro y duro.

Siempre cito, cuando hablo de esta degradación imparable, la película “Buenas noches, y buena suerte”, de George Clooney , en la que se retrata el pulso entre el periodista de la CBS Ed Murrow y el senador integrista Joseph McCarthy. Murrow, en el remotísimo 1952, ya advirtió que la información en el medio televisivo estaba a punto de ser derrotada por el espectáculo. El mayor peligro no viene de la censura directa, no viene de los mandamases empeñados en colocarnos una mordaza, el peligro viene, sobre todo, de la banalidad. ¿De qué manera se ha neutralizado en TVE un programa informativo de referencia como Informe Semanal? ¿Lo han eliminado sin más? No, simplemente lo han ido adulterando poco a poco y al final, cuando nos resultaba casi irreconocible, lo han relegado a un horario indecente, y su hueco, en el prime time, lo ocupa ahora un concurso casposo (de nuevo estamos en este extraño túnel del tiempo que nos devuelve cincuenta o sesenta años atrás…).

Nuestra pérdida de valores incluye esa insana afición al cainismo, común en casi todas las profesiones pero que en el caso del periodismo se practica con inusual soltura y, sobre todo, sin pudor alguno. Acostumbramos a ser nuestros peores enemigos y, por eso, cuando un medio desaparece o un profesional sufre un traspiés los primeros en alegrarse, sin recato, son sus colegas, somos los propios periodistas. Echadle un vistazo a las reacciones, en los medios, a la desaparición de Canal Nou. Eso de que perro no muerte a perro ya pasó a la historia. Ahora los perros comen de todo; incluso se comen a ellos mismos (¿autocanibalismo?).

Consuela comprobar, como yo mismo he comprobado en otras tierras, que el cainismo no es exclusivo de nuestro país, aunque aquí lo practicamos con un grado de refinamiento difícil de alcanzar en otras latitudes. Aquí se suele disfrazar de santa indignación, de honestidad a prueba de bombas, de rigor presupuestario, de patriotismo, de defensa de valores universales, de lucha obrera, o de cualquier pamema al uso. Pero el cainismo no busca el bien común, solo busca el provecho propio: quien quiere comer solo es porque quiere comer más.

En España la crisis económica está resultando terrible para el periodismo, pero la conjura de los necios que ha nacido de nuestra propia incapacidad, de nuestra pérdida de valores, de nuestra soberbia, es aún más terrible, porque su origen y su solución sólo depende de nosotros mismos. A nadie podemos echarle la culpa.

Paradójicamente estamos en un momento, crucial, en el que, quizá, la única forma de avanzar hacia ese futuro incierto sea volviendo a los orígenes, retrocediendo hasta el mismo corazón de este oficio. Si me lo permitís, y aunque se haya convertido en un lugar común, quisiera acabar citando a Kapuscinski, donde, a pesar de todo, casi siempre encuentro consuelo y esperanza, porque nos remite a esos orígenes perdidos que son los que nos hacen periodistas sea cual sea la tormenta que tengamos que sortear.  “Creo”, escribió el periodista polaco en 1999, “que para ejercer el periodismo, ante todo, hay que ser un buen hombre o una buena mujer: buenos seres humanos. Las malas personas no pueden ser buenos periodistas. Si se es una buena persona se puede intentar comprender a los demás, sus intenciones, su fe, sus intereses, sus dificultades, sus tragedias. Y convertirse, inmediatamente, desde el primer momento, en parte de su destino”.

Nuestro destino, el de los periodistas, es el destino de nuestros conciudadanos, y creo que en este momento, si queremos sobrevivir con dignidad, ellos y nosotros tenemos que rebelarnos (que no reinventarnos). Rebelarse es, en este justo instante, mucho más importante que reinventarse.

Gracias.

 

XXVIII Congreso Internacional de  Comunicación

Facultad de Comunicación de la Universidad de Navarra.

Viernes, 8 de noviembre de 2013

 

P.D.: Gracias a Bienvenido León, y su equipo, por invitarme a participar como ponente en este congreso. Y gracias, sobre todo, por su compromiso, desde hace muchos años, con el mejor periodismo ambiental, un compromiso que, desgraciadamente, no es muy frecuente en las facultades de Comunicación que es en donde más lo necesitamos.

Si uno no se rebela cuando es estudiante, ¿cuándo se va a rebelar?

 

 

 

 

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¿Qué se necesita para ser un buen periodista ambiental? Pues lo primero que se necesita es ser un buen periodista. Y punto. La formación en cuestiones especializadas, como el problema del cambio climático o la conservación de la biodiversidad, se puede adquirir, con más o menos facilidad y acierto, en el momento en que se necesite, pero los valores que deben inspirar nuestra actividad como periodistas deben estar presentes desde el mismo instante en que somos periodistas y, si me apuráis, desde el mismo momento en que sentimos la vocación por este oficio de locos.

En el Seminario Internacional de Periodismo y Medio Ambiente (www.sipma.es), cuya decimocuarta edición clausuramos hace pocos días,  tenemos muy presente esta preocupación por los valores que deben inspirar el trabajo de los periodistas, y por eso venimos invitando a ponentes que, más allá del universo de lo ambiental, sean capaces de revelarnos, en su quehacer diario, ese conjunto de valores.

Miguel Ángel Aguilar  (1) , un periodista que estudió Física o un físico que se hizo periodista, ha sido este año el portavoz  de los comunicadores comprometidos. Su ponencia, alejada de convencionalismos, fue la de un periodista pegado a la realidad; la de un periodista que mira al mundo que le rodea y tratar de entenderlo, y contarlo, tal cual, sin artificios ni trampas. Miguel Ángel representaba este año en SIPMA el periodismo de autor, que es, en definitiva, el verdadero periodismo.

Para su presentación tiré de hemeroteca y recordé una de sus conferencias, la que en 1997 dictó en el II Congreso Nacional de Periodismo Ambiental, en la que formuló su poco conocida, pero imprescindible y desternillante, ley de la gravitación informativa, con la que cualquiera puede calcular qué cantidad de noticia se encierra en un hecho, en cualquier hecho. Es decir, la ciencia, por fin, aplicada al Periodismo.

De esta manera formuló Miguel Ángel Aguilar su ley de la gravitación informativa en noviembre de 1997, tal y como quedó reflejado en las grabaciones de aquel Congreso (en las que el discurso de Miguel Ángel, todo hay que decirlo, se ve continuamente interrumpido por las risas de los asistentes):

 

<<La ley de la gravitación informativa permitirá resolver eso que en ninguno de los manuales que vengo consultando he podido aclarar: ¿Qué es una noticia? O, si prefieren ustedes, ¿qué cantidad de noticia se encierra en un hecho?

Voy rápidamente a pintar, a dibujar mi ley. La noticiabilidad  de un hecho es igual a I, que es el coeficiente de improbabilidad. En adelante I = 1 partido por P (I =1/P), donde P es la probabilidad de un hecho. Como saben ustedes la probabilidad es el cociente entre el número de sucesos favorables y el número de sucesos posibles. Coeficiente de improbabilidad, o, si ustedes quieren, de extravagancia, de carácter insólito. Pero I es también directamente proporcional a los intereses afectados en el lugar de los hechos (Ah), a los intereses afectados en el lugar donde se encuentra el centro editor o emisor. Y dividido por la distancia que separa el lugar de los hechos del lugar del centro editor al cuadrado.

Esta fórmula devolvería o dotaría al periodismo español de una enorme ventaja comparativa. Yo me he esforzado por difundirla, hasta ahora con escaso éxito. Incluso he conseguido publicarla en inglés en una revista de la Universidad de Columbia, pero ni así. Y eso que las cosas que se publican en inglés adquieren una condición de veracidad muchas veces ya blindada. De todas maneras, el tiempo, como sucedió con D. Santiago Ramón y Cajal, espero que me haga justicia.

[…] El problema es qué es noticia. Y no hay un criterio. Los manuales sólo dicen aquello de “noticia es lo que merece ser publicado”, pero al mismo tiempo todo lo que merece ser publicado es noticia… Es decir, son tautologías que no encierran ningún conocimiento. Los periodistas, pues, se miran unos a otros, se llaman por teléfono, se escuchan… A ver qué ha dicho la SER, a ver qué ha dicho la Pirenaica, a ver qué ha dicho la COPE, a ver qué han dicho los obispos, a ver de qué van los ciegos, a ver por donde sale el grupo hegemónico que nos amenaza con el monopolio, es decir, Polanco… Y todos intentan, mirándose de reojo, no quedar descolocados, y acaban abriendo sus informativos con cuestiones que claramente no cumplen, o aportan escasísimo valor noticioso, en lugar de desentrañar el valor noticioso del acontecimiento aplicando esa sencilla fórmula matemática que permitiría establecer las prioridades informativas de día.

Conforme a esta fórmula contaré una anécdota. Yo dirigía un informativo en Tele 5 que se llamaba “Entre hoy y mañana” y que nosotros llamábamos “Entre hoy y pasado” porque se hacía entre las 3 y las 3:30 de la madrugada, pero nunca con hora fija. Despachaba con Luis Mariñas, director de los Informativos y director del informativo de las 20:30 h., y le daba cuenta de cuál era la escaleta, el sumario de mi programa, sobre las 21 h., cuando él terminaba el suyo. Un día comparezco con mi escaleta, me mira sorprendido y me dice: “Miguel Ángel, pero no está aquí…”, precisamente el asunto con el que él había abierto su informativo, el asunto con el que habían abierto todos los informativos de las 20:30 h., todas las radios y todas las televisiones. Era el inicio del proceso en Sevilla por el asunto del duque de Feria, aquel asunto de corrupción de menores. “Pero no hablas de lo del duque de Feria”, me dijo. Y yo le pinté mi fórmula y le dije: “No es noticia. No es improbable que a un duque le gusten los menores. El número de afectados en Sevilla es mínimo. En Madrid no hay afectados y la distancia es grande aunque haya sido en parte atenuada por el AVE. De manera que esto no es noticia”. Luis Mariñas quedó desconcertado. Yo abrí el informativo con Yeltsin, que había cogido una cogorza de graves resultados políticos e internacionales, y añadí como coletilla: “Para todos los espectadores de Tele 5 que sigan interesados en el caso del duque de Feria, les rogamos que, desde ahora mismo, cambien de canal”.

Estas cosas se podían hacer desde la garantía absoluta de que nadie, entre la cúpula de Tele 5, veía un informativo a las 3 de la mañana>>.

 

P.D.: Miguel Ángel ha prometido enviarme su libro “Sobre las leyes de la Física y el Periodismo”, del que asegura que no se han vendido más allá de doce ejemplares, pero que yo estoy ansioso por leer…

 

 (1) Miguel Ángel Aguilar en Wikipedia: http://es.wikipedia.org/wiki/Miguel_%C3%81ngel_Aguilar

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En España la historia de la comunicación ambiental está ligada a la figura, polémica e irrepetible, de un médico reconvertido en conservacionista mediático. Cuando la naturaleza en televisión ni siquiera servía para dibujar un discurso preciosista, como el que ahora nos brindan algunos documentales políticamente correctos, Félix Rodríguez de la Fuente se atrevió a recorrer el país identificando aquellos elementos valiosos que el desarrollismo brutal de los 60 había (milagrosamente) respetado; denunciando las amenazas que hipotecaban su futuro, convenciéndonos de que un águila o un lobo, considerados aún como alimañas en numerosas comarcas, eran, además de hermosos, útiles. Nuestro futuro dependía de su futuro, insistía con su verbo apasionado, lanzando así un mensaje que hoy asumimos con naturalidad pero que entonces constituía un enfoque casi revolucionario. Él nos hizo sentir orgullosos de nuestro patrimonio natural, territorio reservado hasta entonces a los especialistas, y, lo que es más importante, nos implicó en la conservación de estos tesoros porque supo transmitirnos, con un lenguaje riguroso pero asequible, su justo valor. Difícilmente se puede defender lo que no se conoce, y aquellos programas eran una ventana abierta a una realidad desconocida para muchos españoles. 

Félix supo, además, sacarle el máximo rendimiento a la imagen, manejar con maestría los recursos visuales, aprovechar, en definitiva, las principales virtudes del medio televisivo. Las imágenes de aquellos programas no han caducado porque hablan por sí solas, porque tienen mucha más fuerza que algunos de los productos ambientales que hoy se nos ofertan, saturados de planos comodín (bonitos paisajes, panorámicas campestres, animales silvestres en variadas poses) y alardes técnicos, pero que apenas ofrecen información y raramente transmiten sentimientos.

Tan desmedido fue el impacto social de aquellos programas que, incluso, dieron lugar a agrias polémicas en la prensa escrita. Debates que dejaban entrever la resistencia feroz de algunos individuos y colectivos ante el imparable avance de la sensibilidad ecológica. Hoy puede invitarnos a la risa el artículo que guardo en mi particular hemeroteca, un texto que el conde de Montarco firmaba en El País un 27 de marzo de 1977 (“El doctor Rodríguez de la Fuente y sus lobos”, Sección de Sociedad, página 19). Hoy, como digo, invita al pitorreo, pero entonces revelaba la profunda indignación que las tesis de este pionero de la comunicación ambiental provocaban en los más rancios representantes de la España profunda.


“El doctor Rodríguez de la Fuente”, escribe el citado conde, “nos ha obsequiado, en RTVE, con uno de sus trucados reportajes en el que aparecen unos campesinos crueles persiguiendo y matando una loba, de tiernos instintos maternales, que cae bajo las escopetas por querer defender a sus crías antes de que se apoderasen de ellas esos hombres sin corazón. Yo no sé si los televidentes de las grandes ciudades habrán llorado a la vista de semejante drama rural, pero lo que sí he oído son los comentarios de las gentes del campo, que ya están mosqueados con las historias del doctor acerca de los perros asilvestrados, echando a éstos las culpas de las muertes de ganado, para librar de pecado a esos lobos pacíficos y cariñosos con el hombre, como nos lo muestra Rodríguez de la Fuente jugando ante las cámaras con unos ejemplares domesticados que posee. También podía haber domesticado un tigre o un rinoceronte y no por eso dejarían de ser fieras. El doctor debe de creer que en el campo español no sabemos distinguir entre un perro y un lobo, y debe pensar que esta confusión viene desde siglos en toda Europa. Pero los campesinos españoles piensan, después de haber presenciado esa desdichada emisión en RTVE, que el que no conoce el campo es el señor Rodríguez de la Fuente, ya que no existe ningún pastor que no lleve perro, y si hace su aparición el lobo juntos atacan a la fiera, el uno con sus colmillos y el otro con su garrota”. 

Esta era la España en la que vivió y trabajó Félix. Una España a garrotazos. La misma que pintó Goya, la que ayer (23F) recordábamos y la que todavía, aunque con menor intensidad que en aquel ya lejano 1977, seguimos sufriendo los que creemos que otro mundo (sin garrotes) es posible.

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Esta semana los amigos de la Universidad de Cádiz me invitaron a hablar de documentales de naturaleza en la Fundación Caballero Bonald (Jerez de la Frontera), dentro de un ciclo dedicado a la Ciencia y la Literatura y en un bis a bis con mi amigo y compañero de aventuras Fernando Hiraldo, director de la Estación Biológica de Doñana.

Una vez más volvimos a insistir en lo evidente: la televisión no siempre conduce a la banalidad. Otra televisión no sólo es posible, sino que ya existe. Desde 2002 la RTVA y el CSIC vienen colaborando en el diseño y ejecución de expediciones científicas a diferentes puntos del planeta, escenarios naturales que mantienen algún vínculo ecológico con la Península Ibérica. Y de esta experiencia, poco común en el ámbito de los medios de comunicación generalistas, han nacido una decena de documentales ya emitidos en Canal Sur TV.

Hemos viajado hasta Kazajstán para explicar el funcionamiento de las estepas vírgenes y la conservación de las grandes rapaces euroasiáticas; hasta Mauritania y Senegal, siguiendo a un alimoche nacido en tierras gaditanas, para revelar qué ocurre con las aves migratorias cuando cruzan el Estrecho camino de sus cuarteles africanos; hasta Argentina para mostrar cómo el estudio de la avifauna pampeana y andina nos ayuda a preservar nuestra propia avifauna, y, finalmente, hasta las antípodas, a las tierras australianas y tasmanas, para descubrir el origen de la vida en la Tierra y la paradoja de las especies invasoras.

Si algo llamó la atención al público que llenaba el salón de actos de la Fundación Caballero Bonald fue esta última paradoja: lo que en Andalucía es pieza clave para el funcionamiento del monte mediterráneo, en Australia es una plaga de graves consecuencias ambientales, y viceversa.

En nuestro país el eucalipto es una especie exótica que llegó, desde Oceanía, a mediados del siglo XIX. No puede decirse que en España este árbol tenga muy buen prensa, sobre todo en los círculos conservacionistas. Consume demasiada agua, empobrece los suelos, alimenta los peores incendios forestales y es poco atractivo para la fauna autóctona. Un bosque de eucaliptos es, en tierras españolas, un desierto de vida, un desierto verde que sólo tiene sentido económico, porque es una excelente materia prima para la industria papelera.

Sin embargo, en Australia la situación es bien distinta. Allí, donde crecen más de 600 variedades de este árbol, los eucaliptos, adornados con un tupido sotobosque, albergan una rica biodiversidad y constituyen una de las señas de identidad de la naturaleza australiana.

En su hábitat original los bosques de eucalipto muy poco tienen que ver con las plantaciones que encontramos en Europa. Entre otras cosas porque en Australia existe una fauna asociada a este tipo de escenarios. Si hay un animal estrictamente ligado a los eucaliptales ese es el koala, el único mamífero, de cierto tamaño, capaz de considerar como alimento las hojas de estos árboles, un recurso difícil de digerir, muy pobre en nutrientes y hasta tóxico. Gracias a un complejo sistema digestivo y a un modo de vida orientado al mínimo consumo energético, lo que les hace dormir hasta 20 horas al día, los koalas nos muestran cómo la vida se adapta a lo que hay usando todo tipo de mecanismos naturales, esos que no existen o fallan cuando una misma especie se traslada a un territorio que le es ajeno.

Hablamos, por tanto, de un ecosistema repleto de vida, que nada se parece a ese desierto verde que en España ocupa unas 450.000 hectáreas. Ni siquiera podemos establecer similitudes cuando hablamos del fuego, porque en Australia es un elemento fundamental para la supervivencia de algunas especies de eucalipto, aunque la frecuencia de los incendios se haya disparado, como no, por la presión humana.

Pero el ejemplo de los eucaliptos también se puede plantear a la inversa. El conejo, una pieza clave en el monte mediterráneo al servir de alimento a especies tan emblemáticas como el lince o el águila imperial, se ha convertido en una auténtica plaga, de proporciones bíblicas, en tierras australianas.

Las primeras dos docenas de conejos llegaron, importadas desde Inglaterra, en 1859. En pocos años este puñado de animales se había multiplicado hasta extremos desconocidos en Europa. De nada sirvieron disparos, trampas, alambradas o venenos. La plaga avanzaba a razón de 100 kilómetros por año y en 1950, un siglo después de la llegada de esta especie exótica, la población de conejos había alcanzado en toda Australia los 600 millones de individuos. La guerra biológica, en forma de virus como el de la mixomatosis, tampoco sirvió de mucho ya que inicialmente provocó grandes mortandades pero a la postre resultó inútil ya que lograron sobrevivir aquellos ejemplares resistentes a los patógenos. Hoy la población de conejos supera los 300 millones de individuos, y sigue creciendo…

Foto: Héctor Garrido (EBD-CSIC)

La cita jerezana en la prensa local: http://www.diariodejerez.es/article/ocio/907887/fin/una/relacion/quotcontra/naturaquot.html

«La vida en las antípodas» (Segundo capítulo de la serie «Planeta Australia» – Canal Sur TV):

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Primero fue Luis Guijarro quien desveló en Twitter los resultados de audiencia del canal “Gran Hermano 24 horas”, unos índices de audiencia similares a los que obtenía CNN+, el canal informativo que desapareció con la irrupción de los tontacos cuyas intrascendentes peripecias se desarrollan en una suerte de zoológico cutre con aspecto de casa. Si CNN+ rondaba el 0,7 de share, los tontacos se sitúan en torno al 0,9, pero con una notable diferencia: el coste de los zopencos es cero. Los descerebrados salen casi gratis. El negocio es, pues, redondo.

 

Ayer Urbaneja, en una conferencia muy twitteada, insistía en esta crisis de valores, en esta pérdida de las señas de identidad del verdadero periodismo consumidas por el negocio puro y duro. Una estrategia que, como es lógico, está generando una auténtica sangría en el sector (de ideas y de personas). Y para abundar en la tristeza que nos provoca, a los periodistas vocacionales, este panorama, también hay que lamentar que esta estrategia, lícita (aunque con muchos reparos) en empresas privadas, también ha terminado por contaminar a las televisiones públicas (¿qué hacemos compitiendo, con el dinero de todos, en el terreno de la zafiedad y la memez?).
La jugada me ha recordado algunas de las reflexiones que en 2006, y con motivo del estreno de la película “Buenas noches, y buena suerte”, nos regalaron destacados profesionales de la comunicación, entre ellos Iñaki Gabilondo, la principal víctima de los zoquetes-full-time.
La película de George Clooney , en la que se retrata el pulso entre el periodista de la CBS Ed Murrow y el senador integrista Joseph McCarthy, generó un interesante debate en torno a los informativos de televisión y su capacidad para transmitir, de forma honesta y rigurosa, noticias realmente trascendentes. Murrow, en el lejano 1952, ya advirtió de que la información en el medio televisivo estaba a punto de ser derrotada por el espectáculo, y los profesionales españoles que participaron en aquel debate (Iñaki Gabilondo, Pedro Piqueras, Matías Prats o Lorenzo Milá, entre otros) sólo pudieron certificar lo acertado del pronóstico.

¿El peligro es la censura política?.
No.
El peligro es el entretenimiento.
El espectáculo es la nueva forma de censura que acabará por derrotar a la información honesta en televisión. Ese era el argumento central de Murrow hace ya más de medio siglo, y, no hay más remedio que confesarlo, el pronóstico se ha cumplido.

 

“La complejidad está en horas bajas”, lamentaba Gabilondo, mientras que Piqueras aseguraba que “los contenidos que han de explicarse, se eliminan”. “La lucha hoy”, concluía Milá, “es porque te vea más gente, no porque seas mejor ni más creíble”. Era evidente entonces, o al menos así lo dibujaban estos profesionales del medio, una cierta crisis de profundidad, rigor y credibilidad en los informativos de televisión, secuestrados, al fin, no tanto por las presiones políticas contra las que batalló Murrow sino por la banalización que exige todo espectáculo.

 

Ficción y no ficción, hasta ahora “protocolariamente” separadas, han comenzado a seducirse mutuamente, a intercambiarse y a confundirse. Así lo cree Margarita Riviére que, abundando en esta idea, considera “que el periodismo ya no se concibe más que como una narración de historias, presuntamente reales, de estructura idéntica a la ficción. Es perfectamente normal que la información –desde los deportes y las noticias rosas a la política o las noticias económicas – adopte hoy la forma del folletín y del culebrón”.

 

Y esta batalla por conseguir espectadores a toda costa, fenómeno que no hace muchos años se limitaba a ciertas áreas de la programación claramente asociadas con el entretenimiento (los deportes o los programas de variedades), ha terminado por contaminar el otrora sacrosanto ámbito de los programas informativos, que permanecían más o menos al margen de este tipo de presiones o, al menos, sus contenidos no eran tan vulnerables a la presión de las audiencias. Hoy los informativos se ven interrumpidos para insertar bloques publicitarios e, incluso, algunas de sus secciones se fragmentan o segregan para asociarlas con determinados patrocinadores (como ocurre, por ejemplo, con la información meteorológica). Y los contenidos, para ser fieles a esta lógica del entretenimiento y la máxima audiencia, registran ahora un curioso movimiento pendular que va desde lo banal hasta lo catastrófico, de lo intrascendente a lo hipercomplejo, y donde el punto intermedio, el punto de equilibrio, es muy difícil de encontrar y sostener.
Se gana audiencia pero… ¿se gana en comprensión, en información? 

La evolución que ha experimentado el área de los informativos en la televisión española, al igual que en otras televisiones, es claramente perjudicial para las informaciones científicas y ambientales ya que estas, en la mayoría de los casos, remiten a cuestiones ciertamente complejas, difíciles de interpretar. Cuestiones que en muchos casos terminan resolviéndose por la vía de la frivolización (tuvo más impacto mediático la referencia al primo de Mariano Rajoy y sus discutibles afirmaciones sobre el cambio climático, que el propio problema ambiental al que se refiere esta anécdota) o por el lado del catastrofismo (los sucesos ambientales suelen ser muy apreciados en los informativos de televisión, sobre todo cuando cuentan con imágenes de impacto, como suele ocurrir, por ejemplo, con los incendios forestales).
Pero, ¿realmente este es el tratamiento informativo que reclaman los espectadores? ¿Esta es la televisión que queremos? ¿Por qué las encuestas muestran, de manera insistente, una demanda insatisfecha de rigor y profundidad?

 


Ryszard Kapuscinski (sí, ya se que me repito, pero vuelvo al maestro y a su lúcido lamento) apunta algunas posibles soluciones a este enigma por el cual los responsables de la programación televisiva parecen obrar al margen de las demandas del público y de la clase política, ofreciendo productos que, aún reuniendo audiencias millonarias, son repudiados por su banalidad. Hoy los medios de comunicación, apuntaba el periodista polaco ya en 1999, se gobiernan de tal manera que pesa más el criterio empresarial que el informativo. Las televisiones están lideradas por economistas, publicistas, expertos en marketing y analistas de audiencias, mientras que los periodistas se colocan en un segundo plano. Al menos los periodistas que responden, quizá, a un modelo de este oficio por desgracia ya caduco: “Antes la profesión de periodista era un trabajo de especialistas. Había un limitado grupo de periodistas especializados en algún campo en concreto. Ahora la situación ha cambiado por completo: no existen especialistas en ningún campo”. Y concluye: “Los medios de comunicación, la televisión, la radio, están interesados no en reproducir lo que sucede, sino en ganar a la competencia. En consecuencia, los medios de comunicación crean su propio mundo y ese mundo suyo se convierte en más importante que el real”. 

Hay ejemplos notables de esta perversión por la cual la peripecia que lleva a obtener una noticia, por banal que esta resulte, es más importante que la noticia en sí. De esta manera se han extendido, en todas las televisiones, esos programas de información en directo donde, por ejemplo, un “sufrido” informador, o una “intrépida” informadora, nos relatan, entre jadeos y movimientos de cámara convulsos, el esfuerzo que han tenido que realizar para alcanzar esa pequeña cabaña, perdida en la sierra, donde un rústico pastor nos explica su receta para hacer gachas. Trasladando este concepto a los noticieros en sentido estricto, y a las informaciones ambientales que estos recogen (o deberían recoger), resulta muy acertada la frase con la que la veterana corresponsal de TVE anunciaba la llegada de este tipo de informadores al escenario de alguna noticia trascendente: “Ya están aquí estos que tanto saben de cubrir crisis y absolutamente nada de las crisis que cubren”. Lo dicho: el envoltorio pesa más que el contenido.

En resumen: ahora el pulso no es con un McCarthy de última hora (que también los hay) sino con una pandilla de merluzos que se colocan delante de las cámaras… y también detrás.

Fuentes:

· Cruz, Juan. “El espectáculo frente a la información”, El País, 5 de marzo de 2006.

· Riviére, Margarita. “Cuentistas globales”, El País, 28 de julio de 2006.
· Kapuscinski, Ryszard. “Los cínicos no sirven para este oficio. Sobre el buen periodismo”, Anagrama, 2002.
· Montero, José María. “Información ambiental en televisión” Capítulo en la obra colectiva “El periodismo ambiental. Análisis de un cambio cultural en España” (Fundación Gas Natural, Barcelona, 2008).

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