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Posts Tagged ‘torrijas’

El día que las hice nadie se distrajo haciéndoles una foto (estábamos en el asunto de disfrutarlas), así es que no tuve más remedio que cocinarlas de nuevo para inmortalizarlas junto a una copa de moscatel dorado.

Si no versiono me aburro. En la cocina raramente me someto al dictado de una receta, entre otras cosas porque pocas recetas conozco que garanticen el resultado que prometen si uno es fiel, sin desvío alguno, a los procedimientos, las cantidades y los tiempos. Hay en todas las recetas, incluso en las que uno mismo considera propias (y por ello exactas), enormes dosis de incertidumbre que sólo cabe atribuir a circunstancias cuyo cálculo y previsión no encontraremos en ningún manual: estado de ánimo, perfil de los comensales, condiciones atmosféricas, calidad de la materia prima, tipo de fuego, características del utillaje, música de fondo, paisaje que se contempla desde la ventana, día de la semana, excelencia o no de los cuchillos (ítem decisivo), vino que acompaña al cocinero en sus quehaceres, etc, etc, etc.

Versiono porque es imposible la fidelidad a lo que es por naturaleza cambiante y también porque me aburro. Me aburren la ortodoxia y la pureza llevadas a la cocina, donde me divierto precisamente porque ahí nada es puro y la heterodoxia es la puerta por donde entran los grandes fracasos (de los que tanto se aprende) y los hallazgos brillantes (que celebrarán los comensales). En realidad la ortodoxia me aburre en cualquier quehacer, por eso también en el universo del arte, en sus múltiples manifestaciones, me fascinan las versiones hasta el punto de coleccionarlas en el caso de obras para piano (una misma pieza la escucho en manos de Kissin, de Lang Lang, de Buniatishvili, de Wang, de Ashkenazy, de Lisitsa, de Volodin o de Trifonov, por citar una playlist que llevo en mi móvil para asombro, y desesperación, de algunos que me han pedido escucharla y no han podido soportar el bucle de versiones).

En cada versión, ya sea música, pintura o cocina, hay un matiz que enriquece el original, un elemento sorprendente que aniquila lo previsible, un chispazo que ilumina lo que antes estaba en sombra o no existía. Me gustan las versiones porque cuando vivimos, con conciencia de estar vivos, estamos versionando constantemente, saliéndonos del plan trazado, improvisando. Desconfío (mucho) de aquellos que ejecutan las recetas o las partituras con disciplina militar, los que conducen sólo por autopistas y con ayuda de un navegador y, sobre todo, los que viven sin cambiar de planes.

Hace unos años, como ya conté en este mismo blog, tuve un sueño en el que cocinaba torrijas sin descanso. Al amanecer, con el cerebro bañado en canela, no tuve más remedio que cumplir el sueño, ajustándome, de forma heterodoxa, a la receta de mi abuela y de mi madre. Desde entonces no había vuelto a cocinar torrijas, hasta que hace unos días las incorporé como postre a una comida con amigos. Y lo hice porque se apoderó de mí (las recetas siempre se apoderan de mí, no encuentro otro verbo que exprese mejor el deseo de cocinar) una versión que seguro alguien ya había perpetrado antes que yo pero que a mí me pareció original y tentadora en su atrevimiento: torrijas de horchata con salsa de cítricos. Dicho y hechas.

– Una docena de rebanadas de pan como de un dedo de grosor. A mí no me gusta usar pan de molde ni ese pan que anuncian como «especial para torrijas». Me gusta una barra de buen pan, prieta, pero del día anterior, un poquito dura, o, como mucho, un pan brioche que también sea del día anterior.

– 1 litro de horchata fresca (la venden en los refrigerados de Mercadona, en recipiente de cristal, y gana bastante en comparación con las más industriales).

– 1 vaso de zumo de naranja natural.

– 1 copa de amontillado o de oloroso seco.

– Cáscara de naranja y de limón.

– Canela en rama y clavo.

– Azúcar morena.

– 3 huevos batidos

– Aceite de oliva, aceite de girasol y mantequilla.

Los pasos son muy sencillos y, como en tantas otras recetas, lo único decisivo es la audacia, el cariño y la calidad de la materia prima.

En una sartén amplia y honda mezclamos 3/4 de aceite de girasol y 1/4 de aceite de oliva (AOVE) y ponemos el fuego en posición medio-fuerte. Añadimos unas cáscaras de naranja (sólo la cáscara, sin el albedo -la parte blanca-) que van a aromatizar la fritura y también nos servirán como referencia de la temperatura porque colocaremos las torrijas cuando las cáscaras estén flotando y burbujeando -las retiraremos en ese momento-).

Empapamos muy bien las rebanadas de pan en la horchata, pero no tanto como para que se deshagan (diez segundos, por cada lado, suele ser suficiente). Pasamos las rebanadas por huevo batido y las freímos con el aceite bien fuerte pero controlando la temperatura para que se doren sin quemarse. Las vamos colocando en una fuente con papel de cocina que absorba el exceso de aceite.

En otra sartén derretimos una cucharada sopera de mantequilla, añadimos cáscara de naranja y de limón, un trozo de canela en rama y dos o tres clavos (especia, ojo). Salteamos todo a temperatura media, subimos el fuego y añadimos el amontillado. Cuando empiece a hervir acercamos una cerilla y flambeamos (cuidado con los extractores o muebles que quedan muy cerca del fuego) para que se evapore el alcohol. Ya sin llama bajamos el fuego y añadimos el zumo de naranja. Dejamos reducir a fuego medio hasta que todo el líquido se convierta en salsa (retiramos las cáscaras de cítricos, la canela y el clavo). Reservamos.

En un cacillo mezclamos tres o cuatro cucharadas de azúcar moreno con un par de cucharadas de agua y calentamos la mezcla hasta obtener un caramelo no demasiado espeso. Reservamos.

Servimos las torrijas (a mí me gustan aún tibias) cubriéndolas con un hilo de caramelo y otro de salsa de cítricos. Ponemos los ojos en blanco. Suspiramos. Repetimos.

El moscatel de Chipiona, las naranjas de nuestro jardín, los limones del vecino, la canela de nuestra visita a Tánger…

PD: No me resultó difícil elegir el vino con el que acompañar este postre versionado: Moscatel Dorado César Florido. Olvidaros del clásico moscatel denso y empalagoso (que tiene sus aficionados, por supuesto), este moscatel dorado que se cría en Chipiona (Cádiz), en una bodega familiar cuyas botas reposan a cincuenta metros escasos del Atlántico, es otra cosa. Un vino de postre delicadísimo, repleto de matices (cacao, miel, avellanas tostadas, roble…), que compro desde hace años, junto a un amontillado salino y un curioso fino amanzanillado, en el viejo despacho de la mismísima bodega.

Aquí está la prueba que quedó registrada en mi Instagram el 28 de octubre de 2018: la cazuela de quesos británicos salteados, en The Cheese Bar, alcanzó la categoría de delicatessen gracias a la inesperada compañía de este moscatel. El sol de Chipiona en Londres.

Un moscatel con el que (para mi sorpresa) cené el pasado otoño en The Chesse Bar (Candem Stables, Londres) donde brillaba con luz propia junto a la carta de quesos. La sugerencia de maridaje de un chef culto y atrevido, de esos que no le temen a las versiones.

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Del sueño al plato en cinco pasos… No es bueno dejar los deseos insatisfechos porque siguen alimentando más sueños y puede que hasta alguna pesadilla…

Liberada de ataduras, sin filtros que atemperen sus desmanes ni sordinas que dulcifiquen sus estridencias, la mente, esa gran fábrica de ideas, hace de la noche el patio de su recreo. A veces saca a pasear a los fantasmas y se empeña en revisar, uno a uno, todos los miedos que andábamos ocultando, y otras se entretiene jugando con recuerdos, dulces, que ya habíamos olvidado, o con proyectos, apetecibles o absurdos, que nunca llevamos a cabo.

La última madrugada me la he pasado cocinando en sueños; cocinando docenas y docenas de torrijas que aparecían y desaparecían en un bucle empalagoso e infinito. No es uno de mis postres favoritos, ni lo había cocinado nunca, pero en mi mente, dormida, sólo había montañas de torrijas. Y, claro, el sueño, ya de día, se convirtió en deseo, y el deseo en pasión, y a la pasión hay que darle salida para que no se convierta en obsesión y siga alimentando sueños y pesadillas.

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Desde la cocina toda la casa se perfumó con ese perfume a cáscara de naranja frita, a canela, a limón, a Oloroso gaditano…

Dicho y hecho: antes de agarrar la bici para perderme en la playa he cocinado mis primeras torrijas, algo heterodoxas, porque no soporto el empalago de las tradicionales, el exceso de dulce que me satura el paladar, ni tampoco me gusta empaparrucharlas hasta convertirlas en algo parecido a unas natillas. Y, además, he tenido que cocinarlas con lo que tenía a mano, sin florituras. El resultado (perdonad la inmodestia): impecable (han pasado el examen benevolente de mi madre y el riguroso de mi vecino Iñaki, un navarro que en asuntos de cocina no hace prisioneros… ).

La receta es la clásica con un final adaptado a mis gustos:

Una barra rústica de pan duro (sobró de ayer)

1/2 litro de leche entera

4 huevos

Aceite de girasol y aceite de oliva

Canela en rama, cáscara de limón, cáscara de naranja, azúcar, miel y Oloroso

Ponemos la leche a calentar (que no hierva) con un poco de canela en rama, una cucharada de azúcar y un trozo de cáscara de limón. La mantenemos bien caliente durante 15 o 20 minutos. Apartamos y dejamos enfriar.

Cortamos la barra en rebanadas como de un dedo de grosor (efectivamente, no me gustan las torrijas flacuchas…) y las empapamos en la leche. Hay que dejar reposar unos minutos cada rebanada sobre la leche, de un lado y de otro, para que la miga no se quede seca.

En una sartén amplia ponemos a calentar el aceite (3/4 partes de girasol y 1/4 parte de oliva), bien fuerte, con un trozo de cáscara de naranja. Cuando la cáscara empiece a freírse con cierta alegría habremos alcanzado la temperatura perfecta (unos 170 grados) y será el momento de empezar a freír las torrijas, bajando el fuego a una posición media.

Las torrijas las pasaremos por huevo batido antes de freírlas, y estaremos muy atentos para que no se quemen, dejándolas doradas por ambas caras. Las vamos retirando y reservando en un plato cubierto de papel de cocina para que empape el exceso de aceite.

En un cacito ponemos una cucharada de miel, una cucharada de agua y cinco o seis cucharadas de Oloroso (no seamos mezquinos con el vino… sobre todo si es de Sanlúcar de Barrameda). Mezclamos bien a fuego bajo, hasta que se forme un sirope con el que iremos empapando, ligeramente, las torrijas (como una o dos cucharaditas de sirope por torrija).

El deseo, y la pasión, quedaron satisfechas.

A ver qué sueño esta noche…

 

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75%20min

No hay muchos bares que puedan presumir de llevar abiertos 115 años.

“El placer es cuestión de equilibrio, no de abundancia; al contrario, a veces, para conseguir el placer hay que prescindir de caprichos a deshoras, fuera de temporada y en según qué compañías”

(La cocina al desnudo, Santi Santamaría)

Se agradece que la Iglesia (cualquier Iglesia) se haya ido retirando, aún a su pesar, de múltiples escenarios que son propios de la carne y no tanto del alma. Sin embargo, esta renuncia nunca debió producirse en el territorio de la gastronomía. El riguroso calendario de nuestras cocinas familiares estaba dictado, en gran medida, por las festividades religiosas, lo cual suponía un paradójico vínculo terrenal, porque dichos festejos no habían nacido de un austero arrebato espiritual sino que eran celebraciones superpuestas a viejos rituales paganos que, en todos los casos, señalaban los fértiles ciclos de la naturaleza.

Los solsticios y equinoccios, las fases lunares, las cosechas, las estaciones, la siembra, la siega, la trilla, la vendimia, los vaivenes de la trashumancia… marcaban el trabajo y la disponibilidad de alimento, de manera que, bajo las indicaciones de un precepto eclesiástico, se comía lo más razonable en cada época del año. Ciertamente es pecado comer naranjas fuera de temporada (porque hay que traerlas desde quién sabe dónde), pedir atún cuando las almadrabas tradicionales hace meses que dejaron de faenar (porque seguramente habrá sido capturado con las peores artes) o hincarle el diente a un chuletón de buey de Kobe teniendo a los cochinos de Jabugo a la vuelta de la esquina.

Lo que la religión, cualquier religión, bendijo como “bueno para comer” (imprescindible el ensayo del mismo nombre que firmó el antropólogo Marvin Harris) era, sin duda, lo mejor para comer, o, para ser exactos, lo más sensato, lo más sostenible. Detrás de mandamientos o ritos aparentemente absurdos (¿por qué los musulmanes no comen cerdo y se someten a prolongados ayunos diurnos?, ¿por qué los hindúes, asolados por las hambrunas, no se comen a las vacas?) habita un criterio ecológico que, una vez conocido, nos revela la cordura que con frecuencia negamos a estas prácticas.

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La Semana Santa está viva en las paredes de Casa Ricardo.

Si uno tiene presentes estas ideas, imprescindibles pero olvidadas, entra con una cierta serenidad de espíritu en Casa Ricardo, donde lo que ellos mismos llaman “ambiente cofrade” (que espantaría a más de uno) esconde algo más que esa afición desmedida al incienso y el capirote tan propia de algunos barrios sevillanos como éste de San Lorenzo. El espíritu cofrade de Casa Ricardo se expresa, de manera cabal, en su cocina, sometida, como Dios manda, al dictado de ese calendario que obliga a servir croquetas de bacalao en miércoles de ceniza, el primer día de Cuaresma (bendita puntería la nuestra, la de esta secta epicúrea –ese mismo miércoles también celebramos el entierro de la sardina carnavalera— que ha dado en llamarse “Come y comparte”).

Las presentan como las “reinas de la casa” y a mí me gusta ese respeto reverencial por un plato de comida (sobre todo en los tiempos que corren), como me gustaba, de pequeño, y más allá de consideraciones religiosas, el beso al pan que caía al suelo. Si una de estas croquetas cayera al suelo no sólo habría que besarla sino que, incluso, habría que pedirle perdón entre lágrimas sinceras.

Las croquetas de Casa Ricardo atesoran el secreto de las mejores croquetas, ese difícil equilibrio entre la cremosidad y el crujiente, entre lo líquido y lo sólido. ¿Dónde empieza un estado y acaba el otro? ¿Qué suerte de alquimia permite esa rara transmutación? Los humanos, quién sabe por qué extraña circunstancia evolutiva, adoramos el crujiente y si éste envuelve un corazón cremoso, sencillamente enloquecemos… Que un alimento haga un determinado sonido al comerlo es, en muchos casos, su principal virtud, quizá porque ese crujido lo identificamos con la frescura del alimento en sí o, tal vez, porque el oído también gusta de participar en un festín que parece reservado al gusto y el olfato. La crujibilidad, aunque el término resulte estrambótico, es una cualidad que ya investigan algunos científicos vinculados a la industria alimentaria.

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¿Quién puede comerse sólo dos croquetas?

Pero en la cocina de Casa Ricardo, sospecho, no hay mucho sitio para la alta tecnología y sus crujibilidades. Hay respeto a la tradición y al calendario. Y también hay un cierto sentido de la contención que, en contra de lo que podrían imaginar los más glotones, combina muy bien con la buena cocina. Como nos recuerda Santi Santamaría, el placer no nace de la abundancia: en este rincón del barrio de San Lorenzo bastan dos croquetas por plato para alcanzar el éxtasis. Y que me perdonen los que las emplatan, pero… las patatas paja sobran. O la guarnición mejora el plato o es preferible olvidarse de ella.

 

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Solo falta Cristóbal, que estaba, como no, detrás de la cámara. Y el único de pie es Ricardo Núñez, nuestro anfitrión.

A estas alturas del post ya habréis imaginado que los organizadores de “Come y comparte” (Ángel y Cristóbal) me invitaron, por tercera vez, a esta gastroexperiencia, en donde uno no sabe bien si el mayor placer lo proporciona la comida o la compañía. En esta ocasión tuve el gusto de sentarme con SusanaBenitoJosé Luis y May.

Todos, sin excepción, nos rendimos a las reinas de la casa. Las croquetas eclipsaron, de manera injusta, al resto del menú. Es lo que tienen los mitos. Y, sin embargo, hubo platos que no las desmerecieron, como el queso de rulo a la plancha con vinagreta de miel y frutos secos del bosque, una preparación en donde, a pesar del ambiente cofrade, se coló el eco antiguo de una Sevilla morisca entregada a las voluptuosas pasas de Corinto, los piñones gratinados o la miel de caña. Esta conducta herética seguramente impregna los mismísimos cimientos de un bar, de una abacería, que abrió sus puertas en 1898, porque aún se atrevieron  a servirnos un plato de pollo a la moruna, si bien lo consideraremos pecado venial porque el supuesto carácter moruno se había diluido tanto (posiblemente debido a unas especias conversas) que, sin duda, no pasaría el concienzudo examen del imán más benevolente (y eso que el pollo, delicioso, puso mucho de su parte).

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El arroz de la esquina es un intruso en este precioso paisaje de bacalao y mollo.

El bacalao volvió a aparecer en la mesa en su manifestación más carnal: un buen lomo apenas braseado y cubierto con salsa mollo, una preparación redundante, porque en Galicia, que es de donde viene la receta familiar, el término mollo es sinónimo de salsa, de cualquier salsa. A no ser que ésta, la de Casa Ricardo, sea la-madre-de-todas-las-salsas, lo cual no sería extraño teniendo en cuenta que esta deliciosa combinación de aceite, pimentón y ajo está presente en numerosas recetas salpicadas por toda la Península Ibérica e islas de su periferia (en mi blog la recordé en su variante alentejana). Lástima que, por segunda vez, la guarnición –arroz en este caso – no estuviera a la altura ni del bacalao ni del mollo.

La comida terminó con unas torrijas de libro sagrado. Sin adornos. Sin florituras. Sin tonterías. Unas señoras torrijas de miércoles de ceniza que te recuerdan, con mucha más eficacia que la propia ceniza, lo que te pierdes cuando abandonas este mundo cruel. Curioso también en este caso el vínculo entre la carne y el espíritu, entre la vida y el más allá, porque la referencia más antigua a este plato (siglo XV) habla de su utilidad en la recuperación de parturientas. Y curioso también su origen porque… vienen de la cocina andalusí (a pesar del ambiente cofrade, los musulmanes ganan por goleada la cocina de Casa Ricardo).

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Si la palabra «casa» aparece dos veces es que la hospitalidad es doble.

Comentadas las virtudes, y algunos pecados veniales, hay que detenerse, aunque con benevolencia –por la magnífica hospitalidad con la que fuimos recibidos por Ricardo Núñez–, en los pecados mortales. Ni un solo tinto andaluz en la carta de vinos (para este olvido había excusa hace veinte años, pero ahora es imperdonable) y, aunque me duela decirlo, una televisión (afortunadamente apagada) en el pequeño comedor.

 

P.D.: Entre los elementos inmateriales que más me gustaron de Casa Ricardo figura su horario de cocina. Cuando lo pregunté me dijeron que de eso… no tenían, porque cada día (y sobre todo cada noche) se adaptan a los clientes. Es decir, que si alguien llega tarde no se le niega un plato de comida caliente. Ese es el mejor horario de cocina. No se qué opinan al respecto cocineros, sindicalistas e inspectores de trabajo, pero una cocina sureña con horario es una cocina claramente envenenada por los bárbaros del norte y sus pérfidas costumbres.

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Basta cambiar de acera para pasar de los placeres terrenales a los santos sacramentos.

 

Y como si la propia Iglesia quisiera refrendar esta generosa disposición, cuando salimos de Casa Ricardo, a deshoras, un viejo marmolillo, justo enfrente, nos recordó que ese era el lugar exacto al que, también a deshoras, podíamos acudir en busca de los santos sacramentos.

Alimentos para el cuerpo y para el espíritu con sólo elegir una u otra acera de la calle Hernán Cortes. Así es esta ciudad…

 

 

Epílogo musical

La cocina de los conventos es el mejor ejemplo de cómo la gastronomía y la religión, al menos en esta tierra, se entienden de maravilla. La voz de Carlos Cano, y el piano de Benjamín Torrijo, nos conducen, en el epílogo de este post, a la alacena de las monjas…

 

 

 

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