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Posts Tagged ‘vendimia’

Moriles 1

El vino es de Moriles, y lo que se adivina detrás del cristal del catavinos es la Mezquita de Córdoba, vista desde una azotea de la Judería (Foto: José María Montero)

[El pasado viernes, 23 de octubre, y por iniciativa del Ayuntamiento de Moriles (Córdoba), fui nombrado Embajador de los Vinos de Moriles. Acompañado por la alcaldesa de Moriles, el presidente de la Diputación de Córdoba, el delegado de la Consejería de Agricultura, el presidente de la Denominación de Origen Montilla-Moriles, y numerosos vecinos y amigos, compartí con ellos, a propósito de esta distinción, los vínculos que me unen a esta tierra y estos vinos. Estas fueron, más o menos, mis palabras… ]

Seguro que algunos de los embajadores que me precedieron tuvieron la fortuna de conocer esta tierra, y a sus gentes, el día en que recibieron esa distinción, pero para mi es volver a casa, volver a mi casa. Mi padre nació en La Rambla, igual que mis abuelos, y mis bisabuelos, y mis tatarabuelos. Mi familia aún está repartida por La Rambla, por Montilla, por Aguilar de la Frontera…

Mi patria es mi infancia, así es que no es una patria con banderas ni con himnos, ni es una patria en donde unos son mejores que otros. Mi patria son los recuerdos de aquellos días de finales de agosto, o principios de septiembre, cuando la robusta DKW de mi padre olía a uvas fermentadas, un aroma agrio y dulzón del que se reían mis amigos pero que a mi (supongo que en secreto) me encantaba.

No era un olor nuevo, porque mi padre, en las visitas familiares a Montilla o La Rambla, siempre me llevaba a alguna bodega donde, sin remilgos, el bodeguero me servía, para mojarme los labios, un dedo de vino en la misma copa que usaban los adultos (yo mismo sigo cometiendo la misma tropelía: dejar que mis hijos, sin esperar a los 18 años, prueben un dedo de buen vino en la mesa, en la comida, porque estoy convencido de que la cultura del vino se cultiva en familia, desde la infancia, y es uno de los mejores antídotos para evitar el alcoholismo insensato). El caso es que allí, en aquellas bodegas y lagares de mi infancia, aunque de forma menos rotunda y primitiva que en esa furgoneta que servía para acarrear uvas durante la vendimia, allí, en esas bodegas y lagares, dominaba el mismo olor inconfundible a vino vivo.

Moriles 3

…me gustaba el silencio húmedo de las bodegas y lagares; el suelo de tierra en penumbra; las venencias de barba de ballena; las barricas señaladas con tiza… (Foto: José María Montero)

Tendría por entonces ocho o diez años pero ya me gustaba el silencio húmedo de las bodegas y lagares. El suelo de tierra en penumbra. Las venencias de barba de ballena. Las barricas señaladas con tiza. Pero lo que se me quedaba fijado en la memoria hasta la siguiente excursión familiar era aquel olor a vino vivo, aquel perfume que, desde entonces, me acompaña y me ata a la tierra de mi padre, de mis abuelos, de mis bisabuelos… a esta tierra.

No había ningún artificio en aquellos placeres de infancia. Nadie en la penumbra de aquellas bodegas ponía los ojos en blanco y recitaba, copa en mano, una larga lista de aromas y sabores imposibles usando adjetivos indescifrables. Los que sabían beber, aquellos de los que yo mismo aprendí a beber, lo hacían despacio, con respeto, celebrando sin aspavientos cada sorbo, hablando lo justo, con adjetivos que cualquiera podía entender. Supongo que en ellos también, como me sucedía a mi en la robusta DKW de mi padre, el olor a vino les abría la puerta de la memoria, el rincón donde habitaban, intactos, aquellos primeros tragos de infancia. El vino, como empecé a descubrir entonces, era, es, memoria, celebración y ritual.

En mi casa, le escribí el otro día a Antonio, un bodeguero de Moriles que tuvo la amabilidad de escribirme para felicitarme, el fino que se bebe, desde hace muchos años, es un fino de esta denominación de origen (no es difícil adivinar de qué vino hablo examinando mi blog) pero permitidme que tenga la delicadeza de no nombrarlo porque, en realidad, tan bueno es ese fino como otros muchos de Moriles que he tenido la oportunidad de disfrutar.

Y en mi despensa tampoco faltan los vinagres de esta tierra (no puedo entender la cocina sin un buen vinagre, sin un buen oloroso, sin un buen amontillado, sin un buen Pedro Ximénez…). Y no sólo para cocinar, sino para beber mientras cocino, que es uno de mis placeres favoritos…

Los que me conocen saben que no necesitaba ser embajador de estos vinos para pasearlos por el mundo, para hablar de ellos aquí, en Sevilla o en Sydney, porque fue en Sydney, a 20.000 kilómetros de España, donde, en 209 y en el el único restaurante español que había en esa gran ciudad australiana (Capitán Torres), conocí a un camarero de Aguilar de la Frontera que llevaba en las antípodas más de 50 años. Allí emigró y allí seguía añorando los vinos de Moriles de su juventud (esos con los que brindamos allí, a 20.000 kilómetros de casa, para que allí, en Sydney, nuestra casa estuviera bien presente).

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El dinero, decía Pessoa, el escritor portugués, no compra la felicidad, pero compra vino, que es algo que se le parece mucho… (Foto: José María Montero)

Hablo de estos vinos, sin necesidad de ser embajador, porque estos vinos me predisponen a la alegría, porque sé, por experiencia propia, que detrás de ellos está el trabajo, silencioso y artesano, de muchos hombres y mujeres; porque sé que en cada copa, en cada botella, en cada bocoy (por cierto, que tampoco hay que olvidar el trabajo de los toneleros), se esconde la memoria de nuestros antepasados y también el futuro de nuestros hijos. Porque el vino, el oficio de hacer buen vino, sigue siendo nuestro mejor futuro, pero para conseguirlo también hace falta un mayor respeto para la gente del campo.

El habitante de la gran ciudad, el que saborea estos vinos sin mayores preocupaciones, tiene que saber que detrás de esa copa hay mucho esfuerzo, mucho sacrificio, muchas incertidumbres. Que el vino son muchas más cosas que el vino: es mantener nuestras tradiciones y nuestra cultura, defender los suelos de la erosión, luchar contra el cambio climático, salvar de la extinción plantas autóctonas, conservar el paisaje, brindar cobijo a nuestra fauna, crear empleo digno para nuestros hijos…

Y además, los que hacéis buen vino nos hacéis, a todos, un poco más felices. El dinero, decía Pessoa, el escritor portugués, no compra la felicidad, pero compra vino, que es algo que se le parece mucho…

Yo hoy me siento feliz, y eso que aún no he probado la primera copa de vino (que, supongo, será la del brindis), porque tengo el orgullo de ser embajador de mi tierra y de sus vinos. Me siento feliz y agradecido porque me hayáis concedido esta distinción que me regala la oportunidad de estar aquí, en Moriles, brindando con mis paisanos y mis paisanas, aceptando la responsabilidad de seguir paseando por el mundo mi amor a esas bodegas y lagares de mi infancia y a las de hoy; a esa manera artesana de hacer vino y también a los que experimentan y se arriesgan buscando nuevos caminos sin traicionar sus orígenes; brindando por esta gente y por estos paisajes.

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Brindo por la felicidad sencilla que nos regala un buen vino en buena compañía… (sí, el de la foto es tinto, pero también es de Montilla-Moriles 😉

 

Brindo por Moriles, por cada uno de vosotros y de vuestras familias, de vuestros antepasados; por esta tierra y estas viñas; por esta patria en donde todos son bienvenidos. Brindo por la felicidad sencilla que nos regala un buen vino en buena compañía… Gracias.

 

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Zalema

La variedad de uva Zalema, característica de los vinos blancos del Condado de Huelva, fue capaz de resistir a la epidemia de filoxera que se registró a comienzos del siglo XX, y es un magnífico ejemplo, dentro de las uvas domésticadas, de la adaptación a las condiciones ambientales de un territorio concreto (Foto JMª Montero).

Mañana domingo estrenamos la nueva etapa de Tierra y Mar (Canal Sur Televisión) y lo hacemos celebrando la vendimia, uno de los grandes acontecimientos del campo andaluz. Pero además de las uvas domesticadas que se cosechan en Montilla, en Jerez de la Frontera o en el Condado de Huelva, hay otras silvestres a las que apenas se les presta atención.

Posiblemente fueron los fenicios y griegos los que introdujeron el cultivo de la vid en Andalucía, utilizando la subespecie sativa de la Vitis vinifera, la misma que hoy se sigue explotando, en sus diferentes variedades, en unas 50.000 hectáreas de la comunidad autónoma. Pero antes de que este vegetal comenzara a formar parte de la identidad agrícola de la región, los primitivos pobladores del sur de la Península Ibérica ya se alimentaban, y obtenían vino, de algunas variedades silvestres de vid que, desde hace cientos de miles de años, forman parte del patrimonio botánico andaluz. En este caso están agrupadas en la subespecie sylvestris de la Vitis vinifera.

Con el paso de los años, las aplicaciones y aprovechamientos que se obtenían de estas vides silvestres fueron desapareciendo, aunque en algunos casos este fenómeno se ha producido hace apenas unas décadas. En Alcalá de los Gazules (Cádiz) los sarmientos de vid silvestre se aprovechaban, hasta finales de los años 80, para fabricar los aros de las nasas que empleaban los pescadores de Barbate, y en otros puntos de esta misma provincia, y también de la de Jaén, las uvas silvestres servían para elaborar vinagres artesanales.

Al igual que ha sucedido en otros países europeos, las poblaciones andaluzas de vid silvestre han ido desapareciendo al modificar el hombre sus hábitats naturales, y este proceso apenas ha salido a la luz pública. La pérdida de estos vegetales sólo parece preocupar en determinados círculos científicos, por más que pueda repercutir no sólo en el balance de la biodiversidad regional sino, incluso, en el futuro del sector vitivinícola.

Vitaceae_AmpeledaeHace ya casi una década que Rafael Ocete y Mª Ángeles López, profesores del Laboratorio de Entomología Aplicada de la Facultad de Biología de Sevilla, analizaron la situación de las poblaciones de vid silvestre en Andalucía para concluir que apenas sobrevivían 59 poblaciones de estos vegetales, distribuidas entre las provincias de Cádiz (23), Córdoba (23), Huelva (6), Jaén (3), Sevilla (3) y Málaga (1).

Mientras que en países como Alemania, Austria o Francia, las vides silvestres gozan de algún tipo de protección legal, y hay poblaciones que se mantienen al amparo de determinas reservas, en España no existe disposición alguna en este sentido, a pesar de que, siguiendo los criterios de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza, estos vegetales, al menos en lo que se refiere a Andalucía, pueden calificarse de “vulnerables” y, en algunos casos, llegan a reunir las condiciones necesarias para considerarlos “en peligro crítico”.

El empeño por lograr la supervivencia de las vides silvestres va más allá del mero interés botánico, que por si solo justificaría el esfuerzo que se realiza en otros países, ya que  los parientes silvestres de la vid cultivada pueden corregir la pérdida de variabilidad que ésta última ha sufrido a lo largo de los siglos, haciendo que pueda adaptarse a nuevas condiciones ambientales o enfrentarse, en mejores condiciones, a determinadas plagas o enfermedades. Por eso resulta imprescindible no sólo conservar las variedades silvestres en su hábitat sino que, al mismo tiempo, hay que garantizar el mantenimiento de semillas en los bancos de germoplasma y desarrollar técnicas de conservación in vitro, de manera que este patrimonio se conserve aún en las peores circunstancias.

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Viñedo 1

Así lucía el Pago de Cerro Encinas, muy cerca de Montilla, en la media tarde del pasado sábado. Al fondo, las Subbéticas cordobesas.

“¿Estás preparado para meter tus manos en la tierra? ¿Tienes tiempo para hornear el pan, para fermentar el vino, para compartir tus platos con tu familia y tus amigos? Si no tienes tiempo para cocinar y para comer adecuadamente, es que no tienes tiempo para vivir”. 

(Satish Kumar, Earth Pilgrim)

Aunque se convirtió en el más inusual anuncio del fin de las vacaciones a mi aquel olor me encantaba. Durante varios veranos, en los últimos días de agosto, la robusta DKW de mi padre olía a uvas fermentadas, un aroma agrio y dulzón del que se reían mis amigos pero que a mi (supongo que en secreto) me encantaba.

No era un olor nuevo, porque mi padre, en las visitas familiares a Montilla o La Rambla, siempre me llevaba a alguna bodega donde, sin remilgos, el bodeguero me servía, para mojarme los labios, un dedo de vino en la misma copa que usaban los adultos. Y allí, aunque de forma menos rotunda y primitiva que en esa furgoneta que servía para acarrear uvas durante la vendimia, dominaba el mismo olor inconfundible.

Tendría por entonces ocho o diez años pero ya me gustaba el silencio húmedo de las bodegas. El suelo de tierra en penumbra. Las venencias de barba de ballena. Las barricas señaladas con tiza. Y, sobre todo, las crujientes codornices a la plancha con las que, en temporada, solíamos rematar la escapada a la campiña. Pero lo que se me quedaba fijado en la memoria hasta la siguiente excursión era aquel olor a vino vivo, aquel perfume que, desde entonces, me ata a la tierra de mi padre, de mis abuelos, de mis bisabuelos…

No había ningún artificio en aquellos placeres. Nadie ponía los ojos en blanco y recitaba, copa en mano, una larga lista de aromas y sabores imposibles. Los que sabían beber, aquellos de los que yo mismo aprendí a beber, lo hacían despacio, con respeto, celebrando sin aspavientos cada sorbo. Supongo que en ellos también, adultos entonces, el olor del vino abría la puerta de la memoria donde habitaban, intactos, aquellos primeros tragos de infancia. Celebración y ritual.

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Un tinto amable, sincero, del que siempre te parece que has bebido poco…

Y todo esto, que me ha ocupado un puñado de líneas y más adjetivos de los que hubiera querido usar, andaba agazapado, un mediodía de enero, en la bodega de Panrallao, en donde celebramos la segunda edición de esa gastroexperiencia que llamamos “come y comparte”. Allí probé mi primera copa de Cerro Encinas, la que despertó todos esos recuerdos, y escribí, sin pensar demasiado (el vino no se piensa): “De nuevo el respeto a un tiempo pasado encima de la mesa; la memoria emboscada en un tinto amable, sincero, del que siempre te parece que has bebido poco”. O sea, que me quedé con ganas de más; con un pellizco de curiosidad por saber quién estaba detrás de ese vino limpio que, siendo tinto, se producía en Montilla, en la misma Montilla de mis recuerdos de infancia.

Me asomé a la web de la bodega y entonces me encontré con otra sorpresa. Si no todos los bodegueros, por el hecho de serlo, saben hacer un buen vino, aún más difícil resulta que, además, sepan describir el vino que hacen, cómo lo hacen y, sobre todo, por qué lo hacen.

Sin rodeos. Sin convencionalismos. A contracorriente pero sin trampas. Así hace vino José Miguel Márquez y así escribe de sus vinos y de su aventura vital (que son casi la misma cosa). Sin literatura de cartón piedra.

Una boda en Montemayor me ha regalado, este pasado sábado, la oportunidad de conocer a José Miguel, de asomarme a sus viñedos (uno de los pagos más hermosos que he visto nunca), de entrar en su bodega, de probar sus vinos, de escuchar sus inquietudes. Marqué el teléfono móvil con el convencimiento de que un Sábado Santo no era el mejor momento para atender el deseo de un desconocido que, a las cinco de la tarde, pregunta si es posible visitar la bodega, pero… me equivoqué.

Botellas

Estas se han venido a casa…

Cuando descorchemos las cuatro botellas de vino que ya están en casa, y que compré dejándome llevar por las recomendaciones de José Miguel, os hablaré de lo que contienen, pero ahora, en este adelanto, os tengo que hablar de la persona que hace esos vinos, porque no es un tipo corriente.

Bodega 1

No hace falta mucho espacio, y nada de artificio, para disfrutar haciendo vino. José Miguel en el rincón más íntimo de su bodega.

Espero que mi hija, con trece años recién cumplidos, se diera cuenta de que más allá de todo ese ruido que nos acompaña en la gran ciudad, y con el que nos prometen el paraíso, hay personas que son profundamente felices trabajando en contacto con la tierra. Personas que hablan del pasado, de esa tierra de sus antepasados, con un profundo respeto, y que se proyectan hacia el futuro con la sonrisa del que sabe que está transitando, con atrevimiento, por un terreno desconocido y quiere que el viaje sea divertido.

En este bodeguero atípico hay una determinación rocosa que convive con una franca hospitalidad. Si de verdad te gusta el vino su casa se convierte en tu casa. Lo que hay es lo que se ve, y hasta lo que no se ve (como su mujer o sus hijas) está presente.

Etiqueta 1

Hay quien para poner una etiqueta agarra la botella, y quien la abraza.

En Marenas hay autenticidad (uso poco esta palabra tan manida, pero hay veces que debo usarla porque no hay otra más precisa) y un gusto, muy poco frecuente, por el detalle. El nombre de cada vino, la selección y proporción de las uvas, los dibujos que ilustran las etiquetas, el corcho,… todo responde a una intención, todo encaja en un proyecto, en una forma de beber y de vivir. ¿Y cómo no se va a reflejar todo esto en el vino?

El vino de José Miguel es un vino vivo, como aquel de mi infancia, como ese que me gustaría beber todos los días con mi familia y con mis amigos.

Lástima que ya no se le nombre así, pero incluso para los que no somos creyentes hay sábados que sólo pueden ser sábados de gloria.

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