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En el alféizar de la ventana de la cocina, la que mira al olivo, ya han florecido los narcisos que compró Maite y están a punto de hacerlo los tulipanes que Paca nos trajo de Amsterdam.
El periódico que anoche olvidé en la encimera está abierto y anuncia, en página par, que la casa de “Vacaciones en Roma” (la de via Margutta, a la que peregriné un sábado de marzo) se encuentra en ruinas.
Y en la memoria todavía lucen frescos los recuerdos, y las risas, que ayer, en Córdoba, empapamos en cerveza. Fue en el viejo camino de las ermitas, cerca de nuestro territorio infantil, y fueron Alberto y Paco, cómplices en una patria que sólo es nuestra, los que convocaron aquellos días felices.
Con estos materiales, y la nostalgia que habita en ellos, me pongo a cocinar. De Amsterdam tomo los aromas, sencillos, de aquella sopa que un día, entre copos de nieve, saboreamos en el Bazar de Albert Cuypstraat (www.bazaramsterdam.nl). De Roma el genuino bullicio latino, y ese caos ordenado , de Casa Luzzi (Via di San Giovanni in Laterano, 88). Y de Córdoba, los fogones, casi siempre encendidos, de mi casa, o de la casa de mi abuela, donde tantos caldos caseros alimentaron mi desgana.
Hoy voy a regalarle a Sol una sopa Minestrone (algo heterodoxa, pero Minestrone). Las verduras nos las dicta la temporada, y siempre se puede improvisar con el fondo de frigorífico (aunque a mí la col rizada nunca me puede faltar en este plato). La Minestrone de este domingo de marzo lleva una cebolla pequeña, un puerro, una vara de apio, una zanahoria, media col rizada, una patata pequeña, un tomate bien maduro, un trozo de careta de cerdo (hay quien usa bacon o un trozo de jamón con veta de tocino, pero yo tiro de los restos de careta de cerdo, salada y ahumada, que compré en un viejo colmao de Oporto, y así incorporo una cuarta ciudad a la receta), queso parmesano, perejil fresco y unos dos litros de caldo (ligero) de pollo (un sustituto de tienda que no desmerece: caldo Aneto, de pollo, en tetrabrik).
Picamos en trozos pequeños la cebolla, el puerro, el apio, la zanahoria y la careta de cerdo. Todo estos ingredientes los ponemos, con un chorreón de aceite de oliva, en una olla bien grande, de fondo grueso, donde se irán mareando a fuego mediano. Cuando estén tiernas estas verduras añadimos (también picados en trozos pequeños) la col rizada, la patata y el tomate. Añadimos un trozo, generoso, de queso parmesano (si puede ser con costra, con corteza, mejor). Salpimentamos y seguimos mareando, a fuego medio, durante unos 15 minutos. Entonces añadimos el caldo y llevamos a ebullición. Dejamos hervir, a fuego suave, durante unos diez minutos y ya está lista la sopa. Servimos cada plato con un poco de queso parmesano rallado (se prescinde del trozo que coció en la olla) y perejil fresco bien picado.
Los hay que gustan de añadir un poco de pasta (unas conchitas, por ejemplo) a esta sopa, dejándola hervir justo hasta que las conchitas estén al dente.
Aunque Sol aún no puede beber vino (todo se andará) me da que esta sopa está pidiendo un Sauvignon Blanc. Algún blanco de Rueda debe andar escondido debajo de la escalera, y con él brindaré por aquella patria escondida en la memoria, aquella a la ayer volví con Alberto y Paco.