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Todo empezó en el Lagar de La Primilla, donde después de brindar con Rocío me asomé a la tinaja que me abrió Charo para descubrir, una vez más, este tejido vivo, el delicadísimo velo de flor (Fotos: José María Montero).

La conversación, la risa y el vino están conectados de un modo especialmente íntimo y profundamente humano (Sobrebeber. Kingsley Amis)

Es como un delicado encaje. Tiene la enigmática belleza de una remota galaxia salpicada de nebulosas y cúmulos estelares, la algodonosa textura de una nube caprichosa, la chispeante vitalidad de la espuma que corona una ola, la inesperada urdimbre de un tejido vivo.

Hay un íntimo diálogo entre el mosto y la tinaja, entre los hongos y el aire que se cuela en el lagar desde la sierra (Foto: José María Montero).

Una copa de vino de tinaja, una sencilla copa de vino, esconde estos paisajes alucinantes, los del velo de flor haciendo su trabajo; las levaduras, arropadas en un lípido que les permite flotar, tejiendo la red que, a oscuras y en silencio, se ocupará de proteger el mosto de la oxidación, iniciándose así un complejísimo proceso de transformación en el que la glicerina de ese zumo de uva, que ya tuvo su primera fermentación tumultuosa, acabará convirtiéndose en alimento del hongo (para que el trago sea amargo y seco), el acetaldehído residual se evaporará (para que nos cautive el olor a frutos secos) y, finalmente, las propias levaduras, agotadas, se depositarán en el fondo de la tinaja impregnando el elixir de esos inconfundibles aromas a panadería de pueblo.

Hay quien se asoma a un telescopio, quien bucea en busca de paraísos submarinos o quien utiliza un microscopio para identificar las claves de la vida. Yo me asomo a una tinaja de vino, a ojo descubierto, y me asombro contemplando este microcosmos (Foto: José María Montero).

Todas estas cosas, y muchas más, ocurren dentro de una rústica tinaja. La vida, en sus infinitas manifestaciones, también está presente en una bebida que es alimento para el cuerpo y el espíritu. Quien en una copa de vino sólo es capaz de ver un trago de vino simplifica la existencia hasta convertirla en intrascendente.

No toda la naturaleza que atesora un buen vino llegó desde la viña, aunque sea ese el escenario en donde nace su buen carácter o su mal humor. El suelo, la humedad, el sol, una poda sensata, una recolección delicada… todo suma antes de que el racimo termine en el lagar, pero en él, en esa sacristía laica, aún quedan por manifestarse otros tantos milagros espontáneos para los que existen pocas reglas, escasos mandamientos y casi ninguna enmienda. La naturaleza sabe muy bien lo que tiene que hacer, y el vino no es sino el reflejo de ese microcosmos y su ordenado caos.

El ordenado caos del velo de flor, la urdimbre de unos hongos unicelulares que saben lo que tienen que hacer (Foto: José María Montero)

El domingo tuve el privilegio, gracias a Rocío Márquez y a Charo Jiménez, de visitar el Lagar de La Primilla, en la Sierra de Montilla, venenciar uno de sus extraordinarios vinos y asomarme, curioso, a una tinaja para descubrir, acercando un poco la mirada y a ojo desnudo, estos paisajes hermosos y vivos, donde el caldo de las Pedro Ximénez se entrelaza con las Saccharomyces en un diálogo primitivo y fértil.

Pura vida, puro vino.

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La sumiller dijo «Cámbrico» y quise imaginar las viñas que crecen, sin prisa, sobre las rocas de granito, el magma que hace 500 millones de años se enfrió en las laderas más escarpadas de la Sierra de Francia.

«Está pasando un minuto en la vida del mundo. Píntalo como es» (Paul Cézanne)

En la escala temporal del Universo somos una anécdota. Y aún así, cuando renunciamos al orden y a la razón, cuando nos entregamos a lo inesperado y abandonamos el parloteo del intelecto, cuando solamente escuchamos el rumor primitivo de ese caldo arcaico en el que flotan las neuronas, el eco de todo lo que fuimos y seremos, entonces, y sólo entonces, tenemos la rara capacidad de convertir en infinito un instante diminuto. Así de raros somos los humanos: efímeros chispazos en mitad de la oscuridad y, a un tiempo, dueños (inconscientes) de la única eternidad posible.

«Ya no soporto ningún discurso racional, todo lo que ha hecho que el mundo sea el mundo, todo lo que ha sido bello y grande en este mundo, no ha nacido nunca de un discurso racional« (Arte, Yasmina Reza)

La amistad, incluso sometida a la cruel sinceridad con la que juega Yasmina, también es una rareza de la condición humana. Una forma de amor que es más compleja que el mismo amor (por eso necesita tanta atención y cuidados). Un vínculo tan frágil que puede quebrarse con una sola palabra (una sola). Un lazo tan poderoso que suele permanecer inalterable sin que medie la voluntad de los amigos (la encontramos, intacta, justo en el lugar en el que la abandonamos, distraídos). Un pequeño triunfo frente al dolor de lo absurdo, porque en la amistad todo tiene sentido (todo). Un quiebro, travieso, a la razón y a lo razonable, a la posesión, al miedo y a la soledad. Una tímida victoria frente al paso del tiempo, porque la amistad es uno de los pocos lugares en donde no nos abruma la eternidad.

Si nos alcanza el infinito que sea con una sonrisa y en buena compañía…

La mano del hombre sólo puede llegar en este proceso –es casi una cuestión de fe – hasta un discreto límite de vigilancias y enmiendas. Lo demás, el recóndito carácter del vino, su personalidad propia, el más vivificante secreto de sus virtudes, se hace sólo con el tiempo o no se hace nunca  (Breviario del vino, José Manuel Caballero Bonald).

La sumiller dijo «Cámbrico«, sin vacilar, y añadió algunas virtudes a las que, creo recordar, no prestamos especial atención, convencidos, o dudosos (vaya usted a saber), de que el guiño geológico no desentonaba con las rocas, la madera y las caracolas; el apunte prehistórico era oportuno y la rotundidad de una palabra que prometía tiempo, mucho tiempo, era el complemento perfecto para una noche en la que, una vez más y sin expectativas, íbamos a saldar nuestras cuentas de esa forma desordenada, divertida y cálida que espantaría al mejor contable.

Estaban los viejos granitos, el rumor de las caracolas, el tintineo del vidrio, el eco de nuestras palabras…

Las viñas crecieron, sin prisa, sobre las rocas de granito, el magma que hace 500 millones de años se enfrió en las laderas más escarpadas de la Sierra de Francia. Las raíces, tozudas, sortearon durante más de medio siglo las trampas del cascajal para lamer, sin prisa, el agua escondida. El mosto también fermentó sin prisa y, sobre todo, sin que nadie tuviera que dictarle las reglas de ese milagro que sólo necesita tiempo. Y así, con calma, el vino llegó a la botella, y la botella a la bodega de ese rincón de Santa María y, por fin, una noche cualquiera, o mejor dicho, la única noche posible, alcanzó nuestras copas y se agitó, para despertar, justo antes del brindis, como aquel magma primigenio que burbujeaba en el Cámbrico, hace 500 millones de años, cuando no éramos nada, ni éramos nadie y lo éramos todo.

«La nada en si misma — en vez de ser un espacio vacío, como en occidente– vibra de posibilidades. Es un mundo aparte: ningún lugar, cualquier lugar, todos los lugares» (Wabi Sabi para Artistas, Diseñadores, Poetas y Filósofos, Leonard Koren)

La deuda sólo quedó saldada unos minutos. En nuestras manos el equilibrio, afortunadamente, dura poco, muy poco…

 

El trazo de una pluma (azul eléctrico) subraya palabras y salpica resplandores aquí y allá, humanizando decretos y sonriéndole al mañana. Hay planes, procedimientos y proyectos que reclaman, al fin-por fin, la armonía y los compases de una vida propia. En las agendas, esas en donde el porvenir descansa en sillas escondidas, brillan citas posibles e imposibles, sin que seamos capaces de distinguir unas de otras. Es el tiempo el que nos llama, el que nos lleva, el mismo que apagó el sol de mediodía, el que nos regaló esta tarde de verano, el tiempo que nos condujo, sin prisa y a media luz, junto a una ventana, un guijarro y una caracola.

Nunca calculamos, no hacemos números ni previsiones. Desconocemos el saldo. Ignoramos el debe y el haber. No sabemos restar y tenemos cierta tendencia al derroche, así, en general. Creo que somos los peores contables del Universo, quizá porque en nuestras manos, siempre ocupadas en detener el tiempo, el equilibrio, afortunadamente, dura poco, muy poco.

Conocemos el nombre exacto de las cosas, aunque a veces se nos olvida. Celebramos todas las coincidencias y quizá por eso las multiplicamos de manera misteriosa. Y siempre, siempre, damos las gracias, da igual si es porque nos sorprende lo inesperado o porque lo esperado tiene el valor de lo que somos capaces de reconocer sin muchas explicaciones (o ninguna).

No tenemos prisa. Nunca hemos tenido prisa, ni siquiera cuando la sumiller dijo «Cámbrico«, con rotunda seguridad, y nosotros, a lo nuestro (palabra va, palabra viene), nos tomamos todo el tiempo del mundo para decidir si esos 500 millones de años serían suficientes.

 

«La historia triunfa sobre el olvido, la música ofrece un centro, el dibujo supone un reto a la desaparición» (Dibujado para ese momento, John Berger)

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Copa-Good

Lobbo & Camins & Palir (Nos sobró un poco de vino, nos faltó un poco de tiempo)

Cambié el billete porque no quería correr. Me entretuve con Kandinsky en Cibeles, y también en los vericuetos del Botánico, porque no tenía prisa. No subí las escaleras del Metro de dos en dos ni crucé a la carrera Príncipe de Vergara. No miré el reloj porque me hubiera distraído de esa primera imagen que tanto me gusta (la que se adivina tras las cristaleras cuando aún no he cruzado la puerta), y de esa primera sonrisa en la que nos reconocemos, esa que disuelve, en un instante, todos los instantes transcurridos desde nuestra última cita.

Nunca me dejo convencer por un camarero urgente, aunque su indumentaria y sus modales sean exquisitos o en el tono de su voz haya más imposición que sugerencia. El pudor y la indecisión que me acompañan en tantos otros menesteres no existen cuando tengo que decidirme por un vino. Esa elección minúscula requiere determinación y tiempo, y al cabo resulta decisiva porque ese vino, y sólo ese, va a despertar y enriquecer los sentidos, todos los sentidos, durante un momento único.

«Hay que admitir que el arte de beber no tiene su propia Musa, pero a pesar de ello sólo pueden apreciar un buen vino las personas que se dedican a cultivar las musas, que leen poesía y que son capaces de disfrutar de la música aunque no sean músicos y de apreciar la pintura. Estas personas también saben escoger el momento oportuno para trabajar, para pasear, para dormir, para conversar y para leer; sólo ellas saben que el amor y el vino…, en cualquier momento, en cualquier lugar, de cualquier manera «.

(La filosofía del vino: ¿Cuándo beber y cuándo no? Béla Hamvas)

En la postal, que había viajado desde Málaga, reconoció de inmediato (con ojos de pianista) el viejo papel pautado, ese que marca el tiempo y el tempo, el compás y la armonía. Tres manos, de un rojo intensísimo, que se buscan (y se encuentran) a una distancia mínima y a una hora exacta: las 10 am (aunque advertí, en cómica impostura, que eran las de una buhardilla bohemia del barrio de Chelsea, en NYC, y no las de un mediodía de invierno en esa terraza cálida y madrileña).

Manos -Good

Bourgeois convertida en una golosina de papel… no homologada. Así es como Daniel, sin hablar ni leer, conoce y sabe. Tinta y saliva.

Daniel -todavía- no saber leer (ni falta que le hace). Daniel -todavía- no sabe de normas, ni de reglas, ni de mandamientos (ni falta que le hace). Daniel -todavía- no sabe quién era Louise Bourgeois ni quién es Jerry Gorovoy (ni falta que le hace). Daniel -todavía- no se preocupa en guardar, ni en ordenar, ni en clasificar (ni falta que le hace). Daniel, en resumen, no calcula, pero sabe distinguir perfectamente lo que le pertenece (lo que es suyo) y por eso lo separa, con un puchero o un manotazo, de todo aquello que le es ajeno, extraño, antipático…

Daniel se come el mundo (literalmente), y por eso los sentimientos -dulces- que viajan anotados, a vuelapluma (azul), sobre esa postal malagueña terminan convertidos en el mejor postre, en una golosina de papel… no homologada (ni falta que le hace). Así es como Daniel, sin hablar ni leer, conoce y sabe. Tinta y saliva.

         «En el vientre materno estamos unidos al mundo a través del cordón umbilical. Después de nacer, a través de la boca. (…) La boca engulle cuanto desea. Y sólo puedo saber lo que algo es si lo saboreo. La boca es la fuente de la experiencia inmediata. El bebé lo sabe: cuando quiere conocer una cosa se la mete en la boca. Pero al crecer lo olvidamos».

(La filosofía del vino: El universo de la boca. Béla Hamvas)

No recuerdo bien qué comimos, pero sí que recuerdo las flores de Camins, la cáscara de naranja enroscada en la ginebra, el amarillo limón de un Perro Verde, el tiempo (casi) detenido, el tintineo de las copas que iban y venían, el corcho y el chupete (hermanados) esperando su momento, esperando volver a la boca… Y, sobre todo, nos recuerdo  hablando y riendo, sin pausa, como siempre que, en un instante, disolvemos todos los instantes transcurridos desde nuestra última cita.

Nos sobró un poco de vino y nos faltó un poco de tiempo. Tú te llevaste el vino y yo, finalmente, tuve que mirar el reloj para no perder el tren…

La conversación, la risa y el vino están conectados de un modo especialmente íntimo y profundamente humano

(Sobrebeber. Kingsley Amis)

David-Good

David García-Intriago (meditabundo entre copas y público) es el autor, director y actor de «Oh, vino», una lúdica, lúcida, espiritual, dionisiaca, irreverente y culta exaltación de la vida… y el vino (pero, ¿no son la misma cosa?).

 

PD: David recitó pausadamente este bellísimo epitafio que, lejos de las costas turcas, hoy reposa, aburrido, en un museo danés:

«Brilla mientras estés vivo. Sé alegre, que nada te perturbe. Que la vida pasa y el tiempo se cobra su derecho«.

(Epitafio de Seikilos, la composición musical completa más antigua que se conserva; un «escolión», canción de bebida, que hace más de 2.200 años Sícilo talló en una columna de mármol sobre la tumba de su esposa Euterpe).

Porque nada es casual, la vieja canción de Sícilo me llevó, sin prisa, del Auditorio Nacional de Música al Museo del Vino de Málaga. Y allí, en la plaza de los Viñeros, me vi de nuevo agarrado a una copa (de Botani, garnacha malagueña con una etiqueta tan hermosa como la de Camins), recordando y celebrando, imaginando, resistiéndome al paso del tiempo…

         «Al final quedaron dos, Dios y el vino»

(La filosofía del vino: Un libro de plegarias para ateos. Béla Hamvas)

 

 

 

 

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Bubo

El croissant de Bubó hay que rozarlo con los labios y luego dejar que los dientes, con el mordisco más sutil del que seamos capaces, se encarguen de ir rompiendo capa a capa (y son casi infinitas) el crujiente envoltorio en el que se esconde la gianduja… (Foto: JMª Montero)

 

No fue una orden, pero tampoco una recomendación distraída. Cuando me dijo: “No dejes de ir a Bubó”, yo sabía que, con o sin tiempo, en mi viaje a Barcelona tendría que ir a Bubó. Porque su manera de entender la belleza hace que se fije, sin darle mayor importancia, en lo esencial, y no es fácil que alguien te señale dónde está el detalle preciso, ese que, aún sin tu saberlo, andabas buscando.

Antes de sentarme en la pequeña barra negra, donde apenas se disponen tres o cuatro taburetes, pasee la mirada por el mostrador en el que se alineaban, dibujando un paisaje tentador, pasteles, bombones, galletas y croissants. Bubó es una pastelería pero también podría ser una joyería en manos de imaginativos orfebres o un pequeño museo dedicado a exhibir las brillantes piezas de un tesoro recién descubierto en algún rincón del Mediterráneo.

Si ella dedicó los mejores elogios al croissant de gianduja, mi primera elección (porque sabía que habría más) tenía nombre. La amabilísima argentina que atendía la barra dispuso el croissant sobre una pequeña bandeja blanca y lo acompañó con una austera servilleta negra. Sin más. ¿Quién quiere cubiertos? Rozaríamos el sacrilegio si dejáramos que un par de herramientas de frío metal se interpusieran entre esa promesa de bollería única y nuestro ansioso paladar. El croissant de Bubó hay que agarrarlo con ternura y conducirlo a la boca con decisión pero sin prisa. Hay que rozarlo con los labios y luego dejar que los dientes, con el mordisco más sutil del que seamos capaces, se encarguen de ir rompiendo capa a capa (y son casi infinitas) el crujiente envoltorio en el que se esconde la gianduja, mientras salpicamos la mesa de azúcar glass y también escapan, para delatarnos, unas gotas de saliva y hasta una lágrima. ¿Suena lujurioso? Es pura lujuria. Es pecado. Y la única penitencia posible es pedir otro croissant y entregarse a las tentaciones y no a las indulgencias. No diré a qué me supo, a quién me supo, de quién habló mi lengua, porque la lujuria necesita de la imaginación, o de la memoria, para hacerse presente.

Aún bajo los efectos de la dulce orgía quiero recordar que crucé tambaleante el Paseo de Grácia, con ese temblor de piernas del que se ha entregado, sin medida, pudor ni culpa, al más intenso de los placeres. Entré en la Casa del Libro, buscando algo de sosiego y el olvido que siempre procura un buen libro, y entre todo el público que rebuscaba en estanterías y mesas decidí arrimarme, atraído por su conversación, a una pareja de elegantes abuelos. Ella, con un foulard de seda roja (¿o era naranja?), le hablaba a los nietos (quizá demasiado pequeños para entenderla) de las hazañas de Homero y los tesoros de Atenas, mientras el abuelo, rozando el ala de su sombrero, coqueteaba con una joven dependienta a la que pidió que le recomendara un libro “pequeño, hermoso y divertido”. El reto era tremendo pero, lejos de amilanarse, la librera caminó con decisión a una mesa, tomo un librillo casi insignificante entre tanto mamotreto, y se lo tendió al viejo lector, añadiendo, para que el juego de la coquetería tuviera su justa réplica: “Yo lo he disfrutado mucho”.

El grupo se perdió camino de la caja y yo me acerqué a la mesa para elegir, a ciegas, exactamente el mismo libro. ¿Por qué no? Al fin y al cabo, entre tanto trajín personal y laboral, también necesitaba algo “pequeño, hermoso y divertido”. El libro, del que no tenía ninguna referencia más allá del disfrute de la librera, resultó ser La filosofía del vino”, de Béla Hamvas.

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Y el arroz, el tinto y las palabras, se pasearon juntos por la boca tejiendo una sustancia que era mitad materia, mitad espíritu (Foto: JMª Montero)

Con el regusto del croissant aún jugueteando en el paladar y la promesa de un libro atractivo, fui paseando hasta la esquina de Santa Mónica con Drassanes, en donde había quedado citado con mi amigo Luis para cumplir con el ritual gastronómico que nos reúne todos los años,  y en el que nos ponemos al día con una buena dosis de humor. Hablamos de nuestro presente, de lo que hemos dejado en el camino y de lo que se adivina en el horizonte. Despellejamos a algunos impresentables de medio pelo, arreglamos dos o tres problemas de escala planetaria, recordamos a todos los amigos (y sobre todo a las amigas) que nos han hecho como somos y nos compadecimos de los magnates que tenían atracados sus yates cerca de nuestra terraza, convencidos de que ninguno de ellos estaría disfrutando como nosotros de un arròs negre soberbio, unos suaves buñuelos de bacalao y un tinto del Priorat que se escapaba de la botella a una velocidad de vértigo. Y no hubo una sola copa de vino sin brindis. Y el arroz, el tinto y las palabras, se pasearon juntos por la boca tejiendo una sustancia que debe parecerse mucho a la que compone la sagrada forma con la que comulgan los cristianos: mitad materia, mitad espíritu. Un alimento, etéreo, que lo mismo alegra el paladar que alivia el alma.

“¿Podremos?”, le pregunté a Luis en la despedida, como un guiño provocador, y él me aseguró que era mucho mejor despedirse con un “seguimos”, que, sin duda, “es mucho más revolucionario”. Y después corrí a la Plaza del Diamante en donde me alegré de la inesperada generosidad de Sabine, y de allí, faltándome el resuello, agarré mis apuntes en el hotel y conseguí, casi al límite, llegar el primero a la sesión que tenía que dictar en la Pompeu. Y luego cené en una terraza en donde la brisa parecía llegar del mismísimo Caribe. Y me acosté. Y dormí, a ratos. Y soñé con el sabor del croissant (¿o era el sabor de la piel a la que el croissant recordaba?). Y volví a correr para que no se me escapara el AVE de vuelta al sur.

Estaba amaneciendo cuando abrí el libro “pequeño, hermoso y divertido”. Un placer lento a alta velocidad. Y entonces ocurrió lo que estaba tratando de evitar: leí tres o cuatro páginas, volvió el sabor del croissant al paladar, cerré el libro y no pude evitar ponerme a escribirte…

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Y entonces ocurrió lo que estaba tratando de evitar: leí tres o cuatro páginas, volvió el sabor del croissant al paladar, cerré el libro y no pude evitar ponerme a escribirte…(Foto: JMª Montero)

La boca se caracteriza por tres actividades: habla, besa y se alimenta. Por desgracia, nada puedo decir por el momento sobre el habla; ni sobre el beso, mal que me pese. Sólo diré que la boca me mantiene directamente unido al mundo y que esta unión hace posible mis tres actividades: dar, tomar o dar y tomar. Doy con la palabra; tomo con el alimento; doy y tomo con el beso. La dirección de la palabra es el exterior; la del alimento, el interior; la del beso, el exterior y el interior, es decir, el círculo. Por supuesto, una actividad no excluye a las otras dos; es más, se refuerzan entre sí, porque la tierra me habla y me enseña cuando me alimenta, pero también me besa; y cuando beso a una mujer bella, me alimento de ella y ella de mí, y nos nutrimos el uno del otro, y nos enseñamos y nos hablamos el uno al otro; en general, nos decimos cosas para cuya profundidad la palabra se revela insuficiente

(El Universo de la Boca, en La filosofía del vino, Béla Hamvas)

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Cuando, por fin, los nubarrones negros que estos días se empeñan en oscurecer nuestra salud se disipen habrá que descorchar con los amigos alguna buena botella de vino. Esta acción festiva, que millones de personas repiten a diario, es mucho más trascendente de lo que aparenta porque de ella depende el mantenimiento de algunos ecosistemas característicos del bosque mediterráneo. El 75 % de los ingresos que genera una explotación de alcornoques bien gestionada procede del corcho que se le extrae periódicamente, y la fabricación de tapones concentra el 85 % del negocio asociado a este producto vegetal, porcentaje que se eleva hasta el 90 % si la rentabilidad la medimos en puestos de trabajo.

Es decir, si la demanda de tapones de corcho decrece lo que peligra es algo más que una industria, es el propio mantenimiento de una de las parcelas más valiosas de nuestro patrimonio forestal.

A juicio de WWF, que desde hace varios años lidera una campaña en defensa de los tapones de corcho, “es muy importante que las bodegas sepan que, con su decisión de elegir un tipo de tapón u otro, están influyendo en el futuro de los alcornocales y, asimismo, de las especies asociadas a ellos, algunas tan valiosas y amenazadas como el águila imperial, la cigüeña negra o el lince”. En una superficie de alcornocal equivalente a la quinta parte de un campo de fútbol se han llegado a encontrar hasta 135 especies distintas de plantas, lo que da idea de la biodiversidad asociada a este bosque humanizado.

Estas masas forestales prestan, además, otros servicios ambientales, difíciles de evaluar en términos económicos pero imprescindibles. Los alcornocales conservan el suelo en comarcas amenazadas por la erosión, recargan los acuíferos, controlan la escorrentía moderando el riesgo de inundaciones y las pérdidas de tierra fértil, resisten al avance de los incendios forestales y, por último, ayudan a fijar el dióxido de carbono. En este último servicio, de gran importancia en la lucha contra el cambio climático, el corcho, asegura WWF, “resulta especialmente significativo, ya que es un material de muy larga duración y, por ello, idóneo para secuestrar CO2 durante prolongados periodos de tiempo”. Los alcornocales que se manejan para extraer corcho de manera regular producen una cantidad de materia prima hasta cinco veces superior a la que se mide en los ejemplares intactos, por lo este tipo de aprovechamiento incrementa la capacidad de fijar dióxido de carbono.

Lo cierto es que, como advierten los especialistas de WWF, “pocos materiales de origen natural manifiestan al tiempo tantas características útiles”. El corcho es impermeable, inodoro, resistente a los agentes químicos e inatacable por los líquidos, prácticamente imputrescible y muy resistente a  la acción de los insectos, compresible y elástico, con extraordinaria capacidad de recuperación dimensional, escasa conductividad térmica, excelente aislamiento acústico y de vibraciones, muy liviano y con elevada resistencia mecánica.

La aplicación documentada más antigua de la que se tiene referencia se remonta 3.000 años atrás, cuando los habitantes de Cerdeña empleaban este material para proteger sus armas de la humedad y construir diferentes elementos de uso doméstico, como cubos y otros recipientes. También se ha certificado la presencia del corcho en el antiguo Egipto, donde se usaba para fabricar flotadores destinados a las artes de pesca. En Atenas y Roma aparecen ya lo que podríamos considerar primitivos tapones con los que se preserva el contenido de las ánforas en las que se guarda vino o aceite.

En cualquier caso, los aprovechamientos del corcho no dejaban de ser humildes y, en demasiadas ocasiones, insuficientes para salvar de la quema a los alcornocales que, durante siglos, fueron muy apreciados para obtener de ellos carbón vegetal. Como señala el biólogo Simón Fos, en un trabajo publicado por la Universidad de Valencia, la exitosa combinación entre corcho y vino “debió esperar pacientemente la ocurrencia del monje Dom Pierre Perignon, que, a finales del siglo XVII, tuvo la feliz idea de añadir azúcar a los vinos jóvenes de la Champaña para conservar la efervescencia que producen de forma natural”. El éxito y la continuidad del méthode champenoise era pura utopía con los tapones de madera o de cáñamo impregnado en aceite, utilizados mayoritariamente hasta ese momento. Era necesario un material elástico e impermeable que se ajustara al recipiente una vez introducido y que impidiera la pérdida de los gases producidos durante la fermentación. Así, el tapón de corcho, señala Fos, “cumplió a la perfección estas exigencias y se convirtió en el guardián perfecto e inseparable del champán y, finalmente, de todos los productos de la industria vitivinícola”.

Por todas estas razones, pero, sobre todo, por la que señalaba al comienzo de este post, estoy deseando descorchar una buena botella de vino con los amigos.

 

Más información: http://www.wwf.es/que_hacemos/bosques/nuestras_soluciones/corcho_fsc_si/vino_ecologico_y_corcho_fsc/

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El miércoles descorchamos una botella de vino en un lugar inesperado, y quizá por eso nos supo a gloria. Pero al margen del valor añadido que siempre otorga la sorpresa, lo cierto es que el tinto italiano con el que brindamos estaba realmente bueno. Incluso hubo quien se sorprendió de la buena pareja que hacía con la tarta de trufa y nata que también nos sirvió para celebrar uno de esos cumpleaños que raramente se olvidan.

El vino, un Tenuta Pule de 2007 (Valpolicella Classico Superiore Ripasso DOC), no procedía de ninguna enoteca selecta sino de las prosaicas estanterías de un supermercado Lidl, y por él pagué alrededor de 5 euros.

Desde hace ya algún tiempo hay una notable actividad en la red a propósito de los vinos low cost. Foros y comentarios se multiplican para alabar la presencia de estos vinos, con una excelente relación calidad/precio, en los comercios más sencillos. Y esta actividad, este murmullo electrónico, ha terminado por trasladarse a soportes más convencionales, libros y guías en los que se detallan las características de un buen número de vinos que pueden encontrarse en los supermercados más sencillos y a los precios más asequibles (http://www.quelujo.es/2010/11/30/120vinos-vino-supermercado-supervinos2011-lowcost-vinobarato/).

Como después de la sorpresa, y la tarta, me comprometí a colgar mi propia selección en este blog, ahí van unos cuantos vinos (tres italianos y un español) que estos días se pueden encontrar en los supermercados Lidl.

¿Son baratos? Sí. Todos están por debajo de los 6 euros.

¿Son buenos? Pues, como diría mi amigo Fernando, un vino es bueno si a ti te gusta…

 

* Tenuta Pule. 2007 Valpolicella Classico Superiore Ripasso DOC

* Castel Venus. 2009 Nero D´Avola Sicilia IGT

* Masseria Metrano. 2009 Primitivo Salento IGT

* Vega Tolosa. Cabernet Sauvignon-Syrah. D.O. Manchuela

 

 

 

 

 

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