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Ilustración de Martín Tognola (http://www.martintognola.com/) para La Vanguardia.

Me importa lo que sucede en la noche / estrellada de un verso” (Mujer de primavera, Joan Margarit).

De manera delicada pero decidida llevo varios meses renunciando a lecturas que sean demasiado ásperas, libros que sólo involucren al raciocinio, obras en las que no haya espacio para la calma, las emociones o el sencillo goce de la contemplación. Quizá se trate de uno más de los muchos efectos secundarios que nos provoca este confinamiento para el que se requieren dosis extraordinarias de templanza.

Acabo de leer Sálvora, de Julio Vilches, el sincero relato de la vida en esta diminuta isla gallega, el diario, repleto de envidiables cotidianidades, de uno de nuestros últimos fareros. Y la otra noche comencé Pensamientos desde mi cabaña, de Kamo no Chômei, otro texto autobiográfico, en esta ocasión del poeta que, convertido en eremita, reflexiona, con un lenguaje milagrosamente simple, sobre el mujô, el sentimiento de impermanencia, de transitoriedad; la belleza, y la tragedia, de lo efímero que nos acompaña (aunque no siempre lo advirtamos) durante toda la vida.

En realidad he terminado un libro para empezar a leer… el mismo libro, si bien las dos obras están separadas por más de ocho siglos, pero es que la poesía, aunque se oculte en una biografía, en un ensayo o en una novela, nunca me cansa. Tampoco en ella distingo calendarios ni nacionalidades, y hasta la lengua es un obstáculo salvable cuando nos guía un buen traductor. Por eso, mientras aún tengo en el paladar el relato de Vilches y ya estoy saboreando las sutiles observaciones de Chômei, picoteo, como acostumbro, en algún poeta que lo es a pecho descubierto. En verano revisité a Whitman y este otoño se me apetece releer a Margarit, que no es mala compañía para un farero y un eremita.

Leer a Margarit es admitir que estamos rodeados de poetas circunstanciales, vates de saldo que se emboscan en el género más difícil convencidos de que es el más sencillo. El catalán, que se gana la vida con la arquitectura, no acude a la poesía como distracción, ni como escaparate en el que exhibirse. No hay en su obra impostura ni banalidad. Cada verso es un verso escogido, y cada poema hace un poco más hermoso, menos oscuro e indescifrable, este mundo. Lo cual nos lleva a admitir, si es que de verdad apreciamos la poesía, que un mal verso lo tiene cualquiera, pero que ese mal verso termina por ensuciar el mundo.  

Intento ejercer una inteligencia sentimental a través de la poesía, a la cual no pienso que le quede más característica para identificarse respecto de la prosa que la concisión y la exactitud. Es la más exacta de las letras en el mismo sentido que las matemáticas son la más exacta de las ciencias. Y si se trata de un mal poema, ensuciará el mundo, como una bolsa de basura dejada en medio de la calle. Porque un mal poema no es neutral, sino que contribuye a ensuciar, a desordenar el mundo, igual que un buen poema contribuye de algún modo al orden y la higiene del mundo. Aunque sepamos que al fin predominará la basura: así lo asevera el segundo principio de la Termodinámica, que es un principio serio y terrible, que también establece la relación entre vejez, gloria y muerte (Prólogo a El primer frío, Joan Margarit).

En la poesía de Margarit todo encaja con humilde precisión, y no necesita de muchas palabras, ni tampoco requiere el abuso de obviedades por el que transita cualquiera de esos poetas circunstanciales, para nombrar el misterio, tratando de alcanzarlo, tratando de entenderlo.

Cavar entre las piedras, los terrones,
las raíces que nunca arrancarás.
Es el precio que tiene lo profundo.
Cavar es religioso.
Es una forma de bondad.
Cavar de noche. Luego arrodillarse
y alzar los ojos hacia el firmamento
sin olvidar que todo ha de buscarse en tierra:
cómo alzar una casa, o escribir poesía.
Incluso desde dónde poder volver a amar
en este temporal de la memoria
”. (Conocimiento, Joan Margarit)

Mientras Margarit alza una casa, como quien escribe poesía, otros, brocha en mano, repintan escombros y los adornan con lazos y mentiras. No es de extrañar que ripio sea sinónimo de cascajo, de fragmento, de hojarasca insustancial.

La casualidad, que casi nunca es casual, ha querido que Ramón Buenaventura, al que sigo con devoción desde que lo descubrí en Tánger (gracias a Nines), se ocupe estos días de la misma cuestión: ¿Son conscientes los poetas de la basura que escriben? La pregunta se las trae, pero en descargo de Ramón, brillante traductor, estimulante poeta y cibernauta precoz, hay que precisar que el interrogante lo toma prestado de un artículo de Alberto Olmos en El Confidencial. A Olmos no lo frecuento pero me da a mí que le gusta provocar, pero es que, como también advierte Buenaventura, los intereses de Olmos y su afición por la pirotecnia me resultan del todo ajenos, si bien hay que admitir que el articulista se acerca a las claves de esta anomalía para retratar, con crudeza, a los vates de saldo que tanto me molestan, a los basureros de la poesía de los que huye Margarit.  

 “Lo que aleja a los lectores de la poesía no es la dificultad del texto, sino la facilidad con la que uno se convierte en poeta. En España es más fácil ser poeta que ser ministro, que ya es decir. Cualquiera puede ser poeta sin necesidad de abrir nunca un libro, igual que ministro. El reciente premio Espasa de Poesía es un ejemplo definitivo. Viene a decirnos que poesía es todo aquello que, si tuvieras el más mínimo pudor, no le dejarías leer a nadie. Cuantos más lectores tiene esta poesía, más lejos estamos de la poesía. Es el horror democrático: decirle a la gente que la poesía no es mejor que ellos, sino un poquito peor”. (¿Son conscientes los poetas de la basura que escriben?, Alberto Olmos en El Confidencial).

Mucho me temo que estos largos días de confinamiento habrán servido para alimentar las ínfulas poéticas de miles, de cientos de miles de ciudadanos, a los que tendremos que padecer, si un compasivo editor no lo remedia, durante meses. Con ellos, empeñados en saciarnos a base de metáforas azucaradas e hipérboles campanudas, nunca se despierta el apetito, el hambre resulta del todo imposible.

En fin, un mal verso lo tiene cualquiera.

Siento el poema en el estómago:

un hambre que me salva de la muerte” (Un viejo pasea, Joan Margarit)

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«La mirada perdida en la cal y el oído asombrado en el silencio perfecto…» (El Zendo antes del amanecer – Foto: JMª Montero)

De madrugada, en la soledad de ese refugio que mira a la Contraviesa, sólo se escucha la hermosa imitación que los álamos, agitados por el viento, hacen de un arroyo imaginario. El chapoteo que las hojas copian del cercano barranco. Un rumor vegetal que acuna mi insomnio.

Despierto, y en silencio, dejo que ese agua inexistente me empape sin mojarme y limpie las manchas invisibles con las que he llegado hasta aquí; el polvo del largo camino, de la tortuosa pista que he recorrido para ir desde la gran ciudad, con su ruido y su furia, hasta el Zendo pequeño.

Todo mi mundo, todos los que ocupan algún espacio en mi corazón, están aquí, dentro del estrecho saco de dormir que reposa en un viejo colchón tirado en el suelo. No hay luz. No hay muebles. No hay adornos. No hay reloj. No hay nostalgia, ni miedo, ni deseo. Es la nada, la oscuridad absoluta, el vacío. La respiración calmada, siguiendo el tictac más primitivo y dulce, el agua intangible que se derrama desde los álamos. Y nada más.

Puerta

El Zendo (pequeño) al atardecer, cuando en su puerta me pongo a escribir (con la Contraviesa al fondo). (Foto: JMª Montero)

Antes del amanecer, cuando el cielo de la Alpujarra aún está empedrado de estrellas y a lo lejos brillan las farolas de los pueblos que se acomodan en el valle, dejo el saco (con todos sus habitantes, sus risas y sus pesares), me calzo las botas y recorro, de memoria, el escarpado camino que baja al barranco, cruza el arroyo, sortea los castaños y, convertido en estrecha vereda, alcanza las lindes del huerto y el comedor bajo la parra.

Respiro. Suspiro. La mirada perdida en la cal y el oído asombrado en el silencio perfecto. ¿Quién está aquí? ¿Yo? ¿Solamente yo?

No puedo huir más lejos, allá donde voy vienen conmigo…

PD: Creo que es el primer verano (en muchos años) que no podré subir a ese refugio que mira a la Contraviesa y por eso esta tarde lo convoco así, ordenando unos pocos recuerdos y mucha nostalgia…

 

 

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Tan cerca y tan lejos. Qué fácil resulta mirar al horizonte, perderse en la distancia, y no ver a quien está a tu lado… («Dos seres humanos. Los solitarios», 1933-1935, E. Munch. Óleo sobre lienzo. Munch-Museet, Oslo)

No me gustan las banderas, ni los himnos, ni los desfiles… Me cuesta distinguir cuál es mi verdadera patria (más allá de la infancia y los amigos, quiero decir). Me duele lo que ocurre en casa de mis vecinos y lo que sucede en una apartada aldea de Nigeria (sólo que me es más fácil tratar de comprender lo que le sucede al vecino y también me resulta más sencillo tratar de ayudarle).

Estoy con mi amiga Belmont cuando me escribe, desde el horror y el dolor de la masacre en Paris, y me asegura que se siente «impotente ante tanta maldad. El único consuelo y la única forma de cambiar el mundo es amando a los que nos rodean. Es la única revolución eficaz«.

Sí, es la única revolución posible, la única que funciona a escala humana, la única que podemos gobernar por nosotros mismos. No me gustan las soflamas de los salvapatrias, empeñados casi siempre en juzgar y condenar (entender, y perdonar, es mucho más difícil y no está al alcance de los estúpidos).

Ya está bien de mítines y de arengas de falsete. Por las redes, con nombre y apellidos (quiero decir: gente que conozco en el mundo real, fuera de este universo electrónico), se pasean individuos que van por el mundo (el real, insisto) repartiendo estopa, con cara de ñu desde que se levantan, amargándole la existencia a sus semejantes, destilando veneno, conspirando, amenazando, robando, engañando, gritando… Gente que sólo mira su propio ombligo y les importa un pimiento lo que le ocurre al vecino, pero que se vuelven solidarios, pacíficos, empáticos y hasta simpáticos… en las redes sociales, y en especial cuando estas se ven sobresaltadas por algún acontecimiento trágico. Los más refinados de esta especie, tóxica y muy peligrosa, son capaces de disfrazar su verdadera condición en el mundo real señalándose con entusiasmo en los escenarios políticamente correctos (siempre y cuando tengan público que pueda disfrutar de su bondad y compromiso). Algunos son así por pura maldad y otros sencillamente porque son estúpidos (lo segundo es mucho más frecuente).

La única revolución posible es la revolución de lo próximo, de lo cercano. Menos mítines, arengas y soflamas, menos teatro, y más sonreírle al vecino, llegar al trabajo silbando, pedir perdón, decir buenos días, abrazar, ceder el paso, no tocar el claxon, echarle una mano al amigo, dar las gracias, preguntar al que está triste, no exigir, no suponer, brindar con la gente a la que quieres y decirle que la quieres, regalar música o vino sin motivo, etc… etc… etc…

Nuestros hermanos están en París, en Nigeria, en Siria, en Afganistán, en Corea del Norte… pero sobre todo están al lado de casa, en el trabajo, en el supermercado del barrio, en el colegio de nuestros hijos, en el bar de la plaza, en nuestro centro de salud, en el metro que nos lleva a la ciudad… Con ellos es más fácil ser un poquito mejores, y esa misma cercanía, paradójicamente, es la que desenmascara a los malos y a los estúpidos.

«La humanidad avanza gracias no solo a los potentes empujones de sus grandes hombres, sino también a los modestos impulsos de cada hombre responsable» (Graham Greene).

 

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BR

Leer a Bertrand Rusell ayuda a reconciliarse con la Humanidad. Lástima que los más necesitados de su filosofía no frecuenten este tipo de lecturas.

 

Dice el ministro del Interior, con esa rotunda seguridad que siempre gastan los ministros del Interior, que “hay que limpiar las redes de indeseables”, quizá convencido de que los indeseables que circulan por las redes no tienen una vida real más allá de estos escenarios virtuales. Los indeseables están a este lado de la pantalla, no nos equivoquemos, lo que ocurre es que el parapeto informático, que en muchos casos actúa, además, como una bebida euforizante (1), sirve a los acomplejados para sacar pecho, convierte a los cobardes en fanfarrones, facilita a los corruptos presumir de honestidad, a los atormentados los viste de templanza y bonhomía, y hasta los mediocres lucen como intelectuales de vasta cultura y refinados gustos (léanse, por ejemplo, los panegíricos de tuiteros casi iletrados dedicados a glosar la figura del escritor muerto…sobre todo si obtuvo el Premio Nobel).

En gran medida, como ocurre en otros órdenes de la vida, la envidia, más o menos disfrazada, suele ser el motor de este curioso fenómeno de cogorza electrónica que deriva, como casi todas las cogorzas, en un despropósito de bochornosas consecuencias.

Hay quien, como el ministro del Interior, piensa que esta es una lacra de la vida moderna, tira de porra y, si cabe, busca iluminación en alguno de esos gurús de ultimísima hora. Pero si volvemos la vista atrás nos encontraremos con el mismo panorama, descrito con la precisión y el talento de quien hace cerca de un siglo se empeñó en defender la bondad por encima de la violencia.

Acabo de leer una pequeña joya de mi admirado Bertrand Russell. “La conquista de la felicidad”, que así se llama el ensayo, se publicó en 1930 pero respira frescura, actualidad y, sobre todo, oportunidad. El filósofo británico no sólo describe, con humor, las causas de la felicidad (algunas no tan obvias como quisiéramos creer) sino que, sobre todo, advierte sobre los motivos de la infelicidad, señalando la envidia como uno de los principales y acercándose a ella con una mirada inquisitiva que no desprecia ninguna perspectiva por chocante que nos parezca.

A mi los indeseables que más miedo me dan en las redes (y fuera de ellas) son esos que nos prometen, a dentelladas y con los ojos inyectados en sangre, la justicia y la igualdad universales. Los que dicen combatir en favor de los más débiles, sin reconocer que los más débiles son ellos. Los que juzgan y condenan con la infalibilidad de un Papa. Los que presumen de cultivar enemigos. No se por qué me recuerdan a aquellos otros que de vez en cuando salían con sus pasamontañas negros asegurando que las bombas y los tiros en la nuca eran el mejor camino para lograr la libertad y la felicidad de un pueblo. Menudos salvapatrias

En cuanto se piensa racionalmente en las desigualdades, se comprueba que son injustas a menos que se basen en algún merito superior. Y en cuanto se ve que son injustas, la envidia resultante no tiene otro remedio que la eliminación de la injusticia. Por eso en nuestra época la envidia desempeña un papel tan importante. Los pobres envidian a los ricos, las naciones pobres envidian a las ricas, las mujeres envidian a los hombres, las mujeres virtuosas envidian a las que, sin serlo, quedan sin castigo. Aunque es cierto que la envidia es la principal fuerza motriz que conduce a la justicia entre las diferentes clases, naciones y sexos, también es cierto que la clase de justicia que se puede esperar como consecuencia de la envidia será, probablemente, del peor tipo posible, consistente más bien en reducir los placeres de los afortunados y no en aumentar los de los desfavorecidos. Las pasiones que hacen estragos en la vida privada también hacen estragos en la vida pública. No hay que suponer que algo tan malo como la envidia pueda producir buenos resultados. Así pues, los que por razones idealistas desean cambios profundos en nuestro sistema social y un gran aumento de la justicia social, deben confiar en que sean otras fuerzas distintas de la envidia las que provoquen los cambios.

(…) El corazón humano, tal como lo ha moldeado la civilización moderna, es más propenso al odio que a la amistad. Y es propenso al odio porque está insatisfecho, porque siente en el fondo de su ser, tal vez incluso subconscientemente, que de algún modo se le ha escapado el sentido de la vida, que seguramente otros que no somos nosotros han acaparado las cosas buenas que la naturaleza ofrece para disfrute de los hombres. La suma positiva de placeres en la vida de un hombre moderno es, sin duda, mayor que en las comunidades más primitivas, pero la conciencia de lo que podría ser ha aumentado mucho más. La próxima vez que lleve a sus hijos al parque zoológico, fíjese en los ojos de los monos: cuando no están haciendo ejercicios gimnásticos o partiendo nueces, muestran una extraña tristeza cansada. Casi se podría pensar que querrían convertirse en hombres, pero no pueden descubrir el procedimiento secreto para lograrlo. En el curso de la evolución se equivocaron de camino; sus primos siguieron avanzando y ellos se quedaron atrás. En el alma del hombre civilizado parece haber penetrado parte de esa misma tensión y angustia. Sabe que existe algo mejor que él y que está casi a su alcance; pero no sabe dónde buscarlo ni cómo encontrarlo. Desesperado, se lanza contra el prójimo, que está igual de perdido y es igual de desdichado. Hemos alcanzado una fase de la evolución que no es la fase final. Hay que atravesarla rápidamente, porque, si no, casi todos pereceremos por el camino y los demás quedarán perdidos en un bosque de dudas y miedos.

(…) Para encontrar el camino que le permita salir de esta desesperación, el hombre civilizado debe desarrollar su corazón tal como ha desarrollado su cerebro”. (La conquista de la felicidad, Bertrand Rusell). 

Parece que estos párrafos se escribieron anteayer, ¿verdad?, pero lo cierto es que tienen más de 80 años, y mucho me temo que el corazón de muchos, de demasiados, sigue encerrado en una cueva oscura y primitiva.

(1) En 2012 se publicaban los curiosos resultados de un estudio que firmaban investigadores de las universidades de Columbia y Pittsburg, y en el que se asegura que hay varios factores de la interacción on line que nos hacen comportarnos como si hubiéramos bebido más de tres gin tonics en una hora (imaginaros el efecto de estos pelotazos virtuales en el internauta que ya teclea bien cocido o viene cocido de serie). Por eso abundan las expresiones violentas, las amenazas tabernarias, las muestras de amor más bochornosas o la exaltación –sin límites– de la amistad, justamente el repertorio de lindezas con las que suelen aburrirnos o incomodarnos los borrachos.

 

 

 

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Camino

Los hay que no se salen del carril y los que se aventuran a explorar lo desconocido… (Foto: JMª Montero)

Suena el despertador y, de forma instintiva, calculas si puedes apurar un poco más. En el corto recorrido que te lleva del dormitorio al baño, el cerebro, aún a medio gas (pero ya tomando el control absoluto), empieza a revisar los planes del día, a ordenar las obligaciones. Todo, a esa hora temprana, está aún por estrenar. Todo son expectativas por cumplir. Y sigues calculando y calculando porque, aunque no lo sepas (o no lo admitas), no quieres que haya margen para el error o para la sorpresa.

La vida –leí en algún sitio– no es un negocio para ser dirigido, sino un misterio para ser… vivido. Pero allá vamos todos, a negociar, a calcular, a neutralizar, por las buenas o las menos buenas, cualquier incidente que nos saque del carril.  Es imposible mantener lo caótico y lo espontáneo lejos de nuestras vidas, pero nos levantamos, todas las mañanas, convencidos de que, un día más, lo incalculable, lo imprevisible, se quedará fuera. Convencidos de que el orden aleja el sufrimiento, convencidos de que la vida es un negocio y no un misterio.

La seguridad es más que nada una superstición. No existe en la naturaleza, ni los niños la experimentan por completo. A la larga, evitar el peligro no es más seguro que exponerse a él totalmente. La vida es una aventura arriesgada o no es nada” (Helen Keller) (*).

Buenos días…

(*) Cuando magnificamos los problemas cotidianos y los convertimos es una falsa catástrofe alguien debería obligarnos, como el profesor o profesora que manda una tarea inexcusable, a acercarnos a figuras como la de Helen Keller, la primera sordociega que obtuvo un título universitario y cuya aventura vital resulta fascinante.

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noloseSoy periodista y, sin embargo, sobre multitud de cuestiones no tengo ni la más remota idea. Este contrasentido, con el que convivo desde hace décadas, no suelo confesarlo por pura vergüenza. Tened en cuenta que pertenezco a un oficio en donde la omnisciencia forma parte de los atributos básicos: las redacciones de periódicos, radios y televisiones están repletas de sabios capaces de resolver, sin despeinarse, cualquier tipo de enigma, problema o coyuntura. Y si hablamos de redes sociales… ni os cuento, ese territorio sí que está repleto de listos, gurús e influencer que se atreven a pontificar con la ridícula y soberbia rotundidad que sólo habita en los ignorantes.

He llegado a pensar que, en realidad, se trata de una virulenta enfermedad profesional. Un patógeno capaz de contagiar, en algunos casos, a otros profesionales que frecuentan nuestros territorios. Es la única explicación a la ilimitada solvencia intelectual con la que se manejan tertulianos y columnistas, sean del oficio que sean, en el momento en que adquieren dicha condición. Hoy abordan con soltura la crisis de Siria, mañana encuentran la solución al cambio climático, durante el fin de semana nos sitúan el bosón de Higgs en su justo contexto y el lunes desbrozan las claves de los mercados de renta fija en un tono claramente pedagógico.

Me coloco en el lugar adecuado. Los focos se encienden. El operador de cámara ajusta el plano y desde el control me piden que hable para ajustar el sonido. Faltan segundos para salir al aire y, una vez más, sufro ese vértigo que produce (que a algunos nos produce, quiero decir), exponer nuestros conocimientos a grandes audiencias temiendo que no aprecien el grado justo de error que puede ocultarse en nuestro discurso. ¿Creerán a pie juntillas todo lo que decimos? ¿Sabrán distinguir información de opinión? ¿Sabremos distinguirla nosotros? ¿Seremos su única fuente de información o sólo una referencia que luego enriquecerán con otros puntos de vista? ¿Estoy hablando a mis iguales o caeré en la trampa ególatra de impartir doctrina? Este, a unos segundos de salir al aire, es el peor momento para que aparezcan estas prevenciones, pero…

Lo malo del conocimiento es que lleva, inexorablemente, a la opinión, y esta nos conduce, querámoslo o no, al juicio. Y eso es muy cansado. Agotador. Uno está más o menos acostumbrado a establecer juicios caseros, de poca monta y escasa trascendencia, como éste que ando tejiendo en mi blog (seamos sinceros), pero de ahí a emitir juicios universales urbi et orbe… hay un trecho.

En la mente del experto no cabe un alfiler. No hay sitio para la sorpresa ni para el atrevimiento. Todo está perfectamente dispuesto en una amalgama de neuronas bien repletas de conocimientos, opiniones y juicios. O, lo que es peor, de prejuicios, hábitos y miedos.

La gran naturalista Rachel Carson, a la que ya he citado en este blog, no dejaba de reivindicar la manera en que los niños se enfrentan al mundo, con esa mente de principiantes en la que todo es posible porque el conocimiento aún no ha hecho de las suyas:

“El mundo de un niño es fresco, nuevo y bello, está lleno de sorpresa y excitación. Por desgracia, para la mayoría de nosotros, esta visión clara, el instinto verdadero de lo que es bello y emocionante, se empaña o incluso de pierde al llegar a la edad adulta. Si pudiera influir en el hada madrina buena que supone vela por todos los niños, le pediría el regalo de que el sentido de lo maravilloso de todos los niños del mundo fuese tan indestructible que durase toda la vida”.

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Solo sé… que no sé nada

Lo que sabemos con certeza de este gran universo cambiante es muy limitado.

Jack Kornfield, un psicólogo norteamericano que ha estudiado a fondo las claves de la psicología budista y los beneficios de la meditación, cita, a propósito de esta evidencia sobre la ignorancia (o sobre nuestros limitados conocimientos), las enseñanzas de Seung Sahn, un maestro zen coreano que señala la importancia de valorar la mente del “no sé”. A sus alumnos les invita a preguntarse: “¿Qué es el amor? ¿Qué es la conciencia? ¿De dónde viene tu vida? ¿Qué ocurrirá mañana?”. Cada vez que un estudiante le responde: “no lo sé”, Seung Sahn replica: “Bien, mantén esta mente del <no sé>. Es una mente abierta, una mente clara”.

“Piensa cómo sería que te observases a ti mismo, a una determinada situación o a las otras personas, con esa mente del <no sé>. No sé. Sin certezas. Sin opiniones fijas. Permítete desear entender de nuevo. Observa con la mente que no sabe, con apertura (…). Practica el estar en la mente <no sé> hasta que te sientas cómodo descansando en ella, hasta que lo logres al máximo y puedas reírte y decir: <No sé>”.

(El camino del corazón, Jack Kornfield)

 

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(Instagram) Piedra, arena y agua I - M

(Instagram) Piedra, arena y agua II-M

Estas dos humildes piedras roteñas han sido las que han viajado hasta la Real Sociedad Fotográfica de Madrid.

Casi siempre que paseo por la playa me dejo seducir por esas pequeñas señales que el viento y el oleaje dejan en la arena. Dibujos caprichosos en los que se esconde la geometría fractal y la impermanencia. Un guiño al espacio y al tiempo escondidos en una humilde piedrecilla que resiste el embate de los elementos.

Hace ya algunos meses que comencé a fotografiar con el móvil esas muestras de arte natural y efímero, guardándolas en una carpeta a la que puse de título «zen playero». Y luego amplié mis intereses como fotógrafo espontáneo buscando la belleza en otras muchas señales, casi imperceptibles, que salpican los paisajes cotidianos.

Finalmente, decidí ordenar todas esas imágenes y, sobre todo, me atreví a reflexionar sobre esa manera de usar la tecnología móvil para unir arte y ciencia. Y así nació el taller “Arte, Ciencia y Redes Sociales”, que estrené en A pie de calle y que sigue vivo.

Dos de aquellas primeras imágenes que me cautivaron en las playas de Rota (Cádiz) han sido ahora seleccionadas para la exposición colectiva «Más que móvil», que se puede visitar en la Real Sociedad Fotográfica de Madrid hasta el próximo 15 de mayo. Una buena muestra del atrevimiento con el que nos manejamos algunos fotógrafos espontáneos

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El 16 de abril estaba punto de terminar el Camino Primitivo, en buena compañía, y tuve la fortuna de fotografiar este amanecer en el lindero de un bosque, entre Rúa y Santiago de Compostela. Estaba cansado, hacía frío y la lluvia nos había empapado, pero… ahí estaba la naturaleza regalando su luz después de la oscuridad.

 

 

“Tenemos que aprender a preguntar: <¿Qué no está mal?>, y a estar en contacto con ello. El secreto de la felicidad está en la misma felicidad”. Thich Nhat Hanh

En mitad de esta terrible tormenta en la que los más débiles están pagando la mayor factura, hay una extraña luz que ilumina lo que hasta hace bien poco estaba oculto en las sombras. Los mediocres ya no pueden ocultarse. La crueldad queda en evidencia. Ya no podemos decir que no vemos el derroche, la insolidaridad, la mentira, el egoísmo, la pobreza o la violencia.

Pero al mismo tiempo, esa luz en mitad de la oscuridad nos hace ver con una sorprendente claridad a los amigos, a las buenas personas que siempre estuvieron cerca pero que no siempre fuimos capaces de identificar con la suficiente nitidez. Esa luz también ilumina la compasión, la generosidad, la sencillez, la sinceridad, la paz o la alegría.

Ahora podemos distinguir mejor, así es que aprovechemos esta luz para elegir a nuestros compañeros de viaje en un 2013 que se anuncia duro y difícil. Ahora podemos decidir con mayor claridad que es lo que queremos y con quién lo queremos. Es uno de los pocos regalos que nos hace esta terrible tormenta que un día, seguro, pasará.

Celebro que seáis mis amigos y que nos reconozcamos, con una sonrisa, incluso en medio de la oscuridad.

Os deseo, un año más, lo mejor de lo mejor.

Un fuerte abrazo

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dedos“No se saborearía lo cómico si se sintiera uno aislado. Es como si la risa necesitase un eco (…) Nuestra risa es siempre la risa de un grupo” (Henry Bergson, La risa).

Ni miedo. Ni oscuridad. Ni desesperanza. Es cierto que el vino (y el palique) ayudó, pero íbamos predispuestos a reírnos. ¿Por qué? Quizá, tan sólo, porque estábamos juntos; juntos por puro placer. ¿Os parece poco, con la que está cayendo? Sin obligaciones y sin expectativas. La risa no se calcula, aparece y, si la alimentas, no hay quien la pare. ¿Y quién la quiere parar?

Con los años he conocido unas cuantas risas de cartón piedra (algunas, lo admito, eran imitaciones casi perfectas), pero precisamente por eso, porque a uno lo han engañado algunas veces, ahora me cuido mucho de con quién me río.  

Me gusta reírme con las personas a las que quiero. Con algunas llevo riéndome desde hace décadas, y con otras acabo, casi, de estrenarme. Pero la risa es la misma.

Trato de reírme todos los días, con desigual fortuna, pero es cierto que algunos días la risa se hace fuerte y me río tanto que llega la noche a carcajadas y el amanecer nos persigue, por calles vacías y circunvalaciones brumosas, y ni por esas se duerme la risa.

Es cierto que el vino ayudó, y Raffaella también hizo de las suyas, pero la risa era nuestra y sólo nuestra. La traíamos puesta y nos la llevamos a casa. Yo la tengo a mano, por si hay que ponerla otra vez encima de una mesa (o de un escenario)… con vosotr@s.

P.D.: Y si los mayas tienen razón, que el fin del mundo nos pille cenados, cantados y reídos (etc…etc…).

P.D.2: ¿Habría alguna posibilidad de aplicar, como campaña de higiene pública, este sencillo método en los sistemas de transporte colectivo? Es un manual básico para avinagrados (o cómo reirse en ocho minutos). El título lo dice todo: Merci !! (by Christine Rabette). 

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Como algunos nos temíamos esa calma chicha que se instaló durante algunos días de agosto (pocos, para que nos vamos a engañar) sólo era un intermezzo, un breve respiro en el frenesí de un año en el que los equipos de demolición no paran de arrearle martillazos al Estado del Bienestar y al Estado de Derecho.

“Tensa un arco hasta su límite… y te arrepentirás” dicen los maestros Zen, y algo así parece que pueda ocurrir en este otoño-invierno en el que el arco de la desesperanza va a seguir tensándose desde Madrid, desde Bruselas, desde Berlín…

A veces un intermezzo es el preludio de una tormenta mayor, la antesala de una tragedia tejida con paciencia y ceguera. Justo como lo planteó Coppola en la secuencia final de El Padrino III con la que hoy adorno este blog (porque llevaba tiempo sin traer algo de música); aunque, como digo, el Intermezzo de la Cavalleria Rusticana, de Pietro Mascagni, sirva en este caso como paisaje sonoro de una cuenta que se salda de manera sangrienta, y que pagan los más inocentes (como es habitual), porque alguien tensó demasiado el arco de la injusticia…

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