
“Me importa lo que sucede en la noche / estrellada de un verso” (Mujer de primavera, Joan Margarit).
De manera delicada pero decidida llevo varios meses renunciando a lecturas que sean demasiado ásperas, libros que sólo involucren al raciocinio, obras en las que no haya espacio para la calma, las emociones o el sencillo goce de la contemplación. Quizá se trate de uno más de los muchos efectos secundarios que nos provoca este confinamiento para el que se requieren dosis extraordinarias de templanza.
Acabo de leer Sálvora, de Julio Vilches, el sincero relato de la vida en esta diminuta isla gallega, el diario, repleto de envidiables cotidianidades, de uno de nuestros últimos fareros. Y la otra noche comencé Pensamientos desde mi cabaña, de Kamo no Chômei, otro texto autobiográfico, en esta ocasión del poeta que, convertido en eremita, reflexiona, con un lenguaje milagrosamente simple, sobre el mujô, el sentimiento de impermanencia, de transitoriedad; la belleza, y la tragedia, de lo efímero que nos acompaña (aunque no siempre lo advirtamos) durante toda la vida.
En realidad he terminado un libro para empezar a leer… el mismo libro, si bien las dos obras están separadas por más de ocho siglos, pero es que la poesía, aunque se oculte en una biografía, en un ensayo o en una novela, nunca me cansa. Tampoco en ella distingo calendarios ni nacionalidades, y hasta la lengua es un obstáculo salvable cuando nos guía un buen traductor. Por eso, mientras aún tengo en el paladar el relato de Vilches y ya estoy saboreando las sutiles observaciones de Chômei, picoteo, como acostumbro, en algún poeta que lo es a pecho descubierto. En verano revisité a Whitman y este otoño se me apetece releer a Margarit, que no es mala compañía para un farero y un eremita.
Leer a Margarit es admitir que estamos rodeados de poetas circunstanciales, vates de saldo que se emboscan en el género más difícil convencidos de que es el más sencillo. El catalán, que se gana la vida con la arquitectura, no acude a la poesía como distracción, ni como escaparate en el que exhibirse. No hay en su obra impostura ni banalidad. Cada verso es un verso escogido, y cada poema hace un poco más hermoso, menos oscuro e indescifrable, este mundo. Lo cual nos lleva a admitir, si es que de verdad apreciamos la poesía, que un mal verso lo tiene cualquiera, pero que ese mal verso termina por ensuciar el mundo.
“Intento ejercer una inteligencia sentimental a través de la poesía, a la cual no pienso que le quede más característica para identificarse respecto de la prosa que la concisión y la exactitud. Es la más exacta de las letras en el mismo sentido que las matemáticas son la más exacta de las ciencias. Y si se trata de un mal poema, ensuciará el mundo, como una bolsa de basura dejada en medio de la calle. Porque un mal poema no es neutral, sino que contribuye a ensuciar, a desordenar el mundo, igual que un buen poema contribuye de algún modo al orden y la higiene del mundo. Aunque sepamos que al fin predominará la basura: así lo asevera el segundo principio de la Termodinámica, que es un principio serio y terrible, que también establece la relación entre vejez, gloria y muerte” (Prólogo a El primer frío, Joan Margarit).
En la poesía de Margarit todo encaja con humilde precisión, y no necesita de muchas palabras, ni tampoco requiere el abuso de obviedades por el que transita cualquiera de esos poetas circunstanciales, para nombrar el misterio, tratando de alcanzarlo, tratando de entenderlo.
“Cavar entre las piedras, los terrones,
las raíces que nunca arrancarás.
Es el precio que tiene lo profundo.
Cavar es religioso.
Es una forma de bondad.
Cavar de noche. Luego arrodillarse
y alzar los ojos hacia el firmamento
sin olvidar que todo ha de buscarse en tierra:
cómo alzar una casa, o escribir poesía.
Incluso desde dónde poder volver a amar
en este temporal de la memoria”. (Conocimiento, Joan Margarit)
Mientras Margarit alza una casa, como quien escribe poesía, otros, brocha en mano, repintan escombros y los adornan con lazos y mentiras. No es de extrañar que ripio sea sinónimo de cascajo, de fragmento, de hojarasca insustancial.
La casualidad, que casi nunca es casual, ha querido que Ramón Buenaventura, al que sigo con devoción desde que lo descubrí en Tánger (gracias a Nines), se ocupe estos días de la misma cuestión: ¿Son conscientes los poetas de la basura que escriben? La pregunta se las trae, pero en descargo de Ramón, brillante traductor, estimulante poeta y cibernauta precoz, hay que precisar que el interrogante lo toma prestado de un artículo de Alberto Olmos en El Confidencial. A Olmos no lo frecuento pero me da a mí que le gusta provocar, pero es que, como también advierte Buenaventura, los intereses de Olmos y su afición por la pirotecnia me resultan del todo ajenos, si bien hay que admitir que el articulista se acerca a las claves de esta anomalía para retratar, con crudeza, a los vates de saldo que tanto me molestan, a los basureros de la poesía de los que huye Margarit.
“Lo que aleja a los lectores de la poesía no es la dificultad del texto, sino la facilidad con la que uno se convierte en poeta. En España es más fácil ser poeta que ser ministro, que ya es decir. Cualquiera puede ser poeta sin necesidad de abrir nunca un libro, igual que ministro. El reciente premio Espasa de Poesía es un ejemplo definitivo. Viene a decirnos que poesía es todo aquello que, si tuvieras el más mínimo pudor, no le dejarías leer a nadie. Cuantos más lectores tiene esta poesía, más lejos estamos de la poesía. Es el horror democrático: decirle a la gente que la poesía no es mejor que ellos, sino un poquito peor”. (¿Son conscientes los poetas de la basura que escriben?, Alberto Olmos en El Confidencial).
Mucho me temo que estos largos días de confinamiento habrán servido para alimentar las ínfulas poéticas de miles, de cientos de miles de ciudadanos, a los que tendremos que padecer, si un compasivo editor no lo remedia, durante meses. Con ellos, empeñados en saciarnos a base de metáforas azucaradas e hipérboles campanudas, nunca se despierta el apetito, el hambre resulta del todo imposible.
En fin, un mal verso lo tiene cualquiera.
“Siento el poema en el estómago:
un hambre que me salva de la muerte” (Un viejo pasea, Joan Margarit)