“Qué señuelo traicionero la aparente buena marcha de todo” (Almenara, Miguel Ángel Ruiz).
La naturaleza es, a un tiempo, tan compleja y tan frágil, que alguien tuvo la feliz idea de simplificar este entramado de elementos y relaciones con una metáfora para todos los públicos: “equilibrio ecológico”. La madeja infinita de lo vivo resumida en dos palabras. La vida está en equilibrio, nos aseguran; no debemos alterar la armonía primigenia, nos reclaman; son demasiadas las amenazas que pueden trastocar este orden cósmico, nos advierten; la belleza, por ejemplo, es una de las lógicas consecuencias de ese equilibrio, nos explican.
No es verdad. La naturaleza nunca está en calma, jamás está en equilibrio. La vida anda burbujeando a todas horas, sin descanso. Crea y destruye sin miramientos. El caos y la catástrofe imponen sus reglas, y no caben juicios frente a estas fuerzas seminales. Hay una fértil agitación de la que participan todas las criaturas. No hay equilibrio posible, ni silencio. Quizá haya una estructura oculta dentro de esta confusión y desconcierto, pero los humanos no llegamos a descifrarla en sus incontables cuadernas.
La calma, que es lo que más se acerca a la fantasía del equilibrio, es la del observador, la que se requiere, y tanto escasea, para enfrentarse al reto de ese conocimiento atravesado por la oscuridad y la zozobra. Y esa es la virtud de un hombre acostumbrado a mirar la naturaleza para contarla, la de un periodista que ha renunciado a los juicios apresurados y a las metáforas tranquilizadoras, la de un amigo que se arriesga a mostrarnos cómo es la vida en desequilibrio, la vida real, su propia vida, en donde hay incertidumbre, dolor, miedo… Sí, esas anomalías que no existen en los escaparates digitales, donde todo está en equilibrio y la belleza de lo cotidiano es casi insoportable; esos tropiezos existenciales que, de ser ciertos, siempre los sufren los otros, porque son menos afortunados, o más torpes, que nosotros.
De eso habla Almenara (Xordica Editorial), la primera incursión literaria de Miguel Ángel Ruiz, un relato desnudo que se sostiene, de manera inestable, sobre dos pilares que algunos juzgamos como imprescindibles pero que no siempre son capaces de aguantar nuestro peso: la naturaleza y la familia. Dos columnas frágiles, sometidas al azar y al capricho, como todo lo vivo. Cuando un párrafo nos lleva, con delicadeza, hasta la hermosa contemplación de un amanecer en la quietud de la montaña mediterránea, el siguiente nos aguarda con un trago amargo, con un derrumbe emocional, con la congoja del que teme lo peor porque sabe que lo peor también existe, igual que existen el error, el amor y la culpa.
¿Cómo celebrar la luz sin haber transitado antes por las sombras? Hay una felicidad sencilla, contenida, en los momentos de celebración, cuando el autor dialoga con el paisaje y nos hace cómplices de esa comunión primitiva, la única que es capaz de sanarnos, en soledad. En esos instantes, tan fugaces como imprescindibles, se escucha el eco de Whitman, de Muir, de Oliver.
En Almenara hay mucho talento, porque el relato fluye, entre la bonanza y la galerna, con suavidad, y los personajes, y sus tiempos, encajan, aún cuando todo ese entramado se mezcla, de manera arriesgada, en un desorden que tiene sentido. Hay también una profunda honestidad, porque Miguel Ángel no juega a ser dios, la tentación de no pocos escritores ante la furia de la existencia, y se asoma al curso de los días con la humildad del humano que hoy vence y mañana es vencido, intuyendo los errores y, sobre todo, admitiendo las contradicciones que lo hacen humano. Y hay valentía, mucha valentía, porque mostrar los dolores más íntimos es exponerse a compartir lo que a tantos incomoda, aquello que sólo es capaz de entender, y no del todo, quien sufre ese mismo dolor y lo reconoce (un dolor, insisto, que no será el mismo, porque cada dolor es jodidamente distinto, endiabladamente singular). Y en ese vaivén, en el que tantas vidas naufragan, Miguel Ángel se empeña en mantener viva la esperanza (o algo parecido a ella). Una esperanza labrada a pico y pala, sostenida, como los muretes de esa finca murciana de la que acabas enamorándote, por primitivas lascas de pizarra que prometen una estabilidad mineral, como la de la piedra desgastada, quizá arrancada de una rambla acostumbrada a tormentas y avenidas, que franquea la puerta de la rústica vivienda sobre la que gira todo el relato.
He leído Almenara con profunda emoción, con una empatía convertida en sincera hermandad. Y ahora, cuando he cerrado el libro y he dejado que el bálsamo que encierra siga aligerando mi existencia, lo que me gustaría es conocer esa casa y a sus habitantes; subir contigo, amigo, a Cabo Cope, para escucharte nombrar cada una de las calas que se abren al Mediterráneo; cocinar en tu horno moruno dejando que el olor a romero tostado perfume el mediodía, y brindar, ya al atardecer, convencidos de que todo, sea lo que sea lo que venga a darnos la vida con sus caprichosos juegos malabares, está bien, y será para bien.
Espero que nos veamos pronto, para abrazarnos y para que me dediques tu Almenara, que ahora reposa junto a mi almohada, en buena compañía, como una de esas lucecillas que se dejan encendidas toda la noche para no tropezar ni extraviarnos.
“Hace frío. Entramos y nos sentamos frente a la chimenea. No hemos dejado que la lumbre se apague en toda la noche” (Almenara, Miguel Ángel Ruiz).
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