Todo no se puede tener: los que practican el ayuno como vía espiritual se pierden la cocina como camino meditativo. Santa Teresa aseguraba que «Dios está entre los pucheros», y en la tradición zen el trabajo del cocinero es pieza clave en cualquier monasterio. En definitiva, a la santidad también se llega preparando una salsa tártara casera, aunque ninguna iglesia recoja la trascendencia de este milagro cotidiano, ni consideren un pecado mortal comprarla envasada. Y que conste que este aliño sólo fue el primer paso en mi camino iniciático hacia un brioche de calamares fritos (versión 2.0), mojado con una Mencía sacra.
En la cocina, como en otras tantas tareas vitales, el paso de los años me ha servido para ir destilando lo esencial, prescindiendo de las florituras estériles y concentrándome en esos detalles que resultan de una aparente intrascendencia pero que esconden el verdadero placer de enfrentarse a una receta tradicional, para hacerla tuya.
Cada vez me gusta menos comer fuera de casa, arriesgándome a volver con claros síntomas de envenenamiento y grave adelgazamiento de cartera, pero cada vez necesito más comer en algunos sitios, fuera de casa, para aprender, para copiar, para versionar. Este plato, en ejecución un poco más rústica, me lo ofrecieron en un mesón de barrio, en el que nunca hubiera imaginado una propuesta así de iconoclasta y afrancesada, escondida entre guisos de carrillada y pavías de bacalao.
A veces, como me ha pasado con este brioche de calamares, consumo la mayor parte del tiempo en trocear los ingredientes a mi gusto, con delicadeza. Podría pasar horas manejando el cuchillo sobre la madera, buscando el corte preciso, la brunoise perfecta. Ese es el detalle de esta receta, el trabajo, delicado, que conduce al placer… antes del placer. Allá vamos…
Medio kilo de calamares frescos, de mediano tamaño.
Un paquete de rebanadas, gruesas, de pan brioche.
Harina para freír pescado (semolosa)
Mezcla, al 50 %, de AOVE y aceite de girasol
Lima
Salsa tártara:
Un tarro pequeño (200 gramos) de buena mahonesa (me gusta especialmente de la marca MUSA).
Una cucharadita de mostaza de Dijon.
Dos cucharadas de alcaparras y tres de pepinillos agridulces pequeños.
Media cebolla morada.
Un huevo duro.
3-4 rábanos pequeños.
Un poco de perejil fresco.
Comenzamos rallándole la piel de una lima a los calamares, para que tomen un poquito de sabor cítrico.
Luego preparamos la salsa tártara, para lo que unimos la mahonesa con la mostaza. Picamos el resto de ingredientes, en trozos bien pequeños, y los añadimos, mezclando todo bien. La proporción de cada ingrediente podemos ajustarla a nuestro gusto (a mí, por ejemplo, me gusta acentuar el sabor a mostaza y a rábano).
Troceamos los calamares en anillas y los pasamos por la semolosa, sacudiendo el exceso de harina. Llevamos la mezcla de aceites a la temperatura adecuada (alrededor de 200 ºC) y freímos los calamares hasta dejarlos dorados y crujientes (aunque jugosos).
Tostamos ligeramente las rebanadas de brioche, ponemos sobre cada una de ellas una abundante capa de salsa tártara y rematamos con los calamares.
Nada de cubiertos para esta delicia, que se come con las manos. Eso sí, el Mencía, de la Ribera Sacra, merece una copa a su altura (yo abrí un Guímaro).
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