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Así pintaba la caldereta cuando todavía quedaba por rematar el hervor y aún no habían llegado los langostinos y las almejas.

Tengo amigos que son vegetarianos porque sencillamente (e inexplicablemente) no les gusta la carne ni el pescado, ni tan siquiera un humilde trozo de queso blanco o un rústico huevo de gallina campera. También los tengo que se entregaron a las verduras por una cuestión de salud (real o imaginaria). E incluso, y estos son a los que mejor entiendo, los hay que no comen ninguna clase de animales porque no pueden soportar alimentarse merced al sufrimiento de otros seres vivos”.

Así comienza un artículo (¿Existen los alimentos inocentes?) que escribí hace algunos años y que puede consultarse en este blog. Un texto dedicado a esas contradicciones que habitan en la cocina y que tienen que ver con el aprovechamiento de un sinfín de animales y vegetales. No seré yo quien establezca los límites del bien y el mal, ni tampoco me convertiré en juez capaz de distinguir a culpables o inocentes. El debate es complejo, repleto de aristas y trampas, y sometido, como pocos, a las tentaciones de la carne (y el pescado). Me limitaré, como siempre, a considerar que en la cocina, como en otros muchos territorios, hay que aplicar la moderación, la proximidad y el respeto, hasta donde sea posible, evitando el derroche absurdo o la depredación suicida.

Dentro de este espinoso territorio, un documental (“Lo que el pulpo me enseñó”, 2020) ha disparado la sensibilidad hacia estos animales, provocando que muchas personas, que muchos amigos, hayan retirado de su dieta cualquier plato en el que esté presente este molusco. Les espanta, y lo entiendo, que la inteligencia y la sensibilidad de este animal se consuman en una olla, aunque seguramente estas dos virtudes no difieren mucho de las que podemos encontrar en una gallina o un cordero (no de los que viven prisioneros en alguna nave industrial, sino de los que, como el pulpo, habitan en la libertad de una granja o una dehesa bien conservada).

Quiero decir con este prólogo que entiendo, y respeto, a los que retiran de sus cocinas determinados alimentos (yo mismo me aplico ciertas autocensuras innegociables, aunque dolorosas, de las que quizá hable otro día), pero que, aún así, yo sigo cocinando animales y vegetales con la mayor sensatez de la que soy capaz. Sé que todavía estoy lejos de practicar una cocina absolutamente respetuosa con el medio natural, pero cada vez sumo más decisiones que reduzcan esa contradicción al mínimo indispensable para no perder la alegría (eliminarlas, tanto la contradicción como la alegría, sería inhumano).

Hoy la contradicción y la alegría pasan por una caldereta de pulpo blanco, langostinos y almejas, inspirada en un guiso de choco con papas que me comí hace unos días en un rincón del barrio de La Viña (Cádiz) con dos copas de amontillado en rama. Esta es mi versión de aquel guiso carnavalero que se me quedó, travieso, en el paladar.

– Dos kilos de pulpo blanco (también llamado pulpo cabezón).

– Una docena de langostinos o de gambones.

– Una redecilla de almejas japónicas

– 3 patatas agrias grandes

– 2 cebollas

– 1 pimiento verde y uno rojo

– 2 tomates maduros, pelados y rallados.

– 4 dientes de ajo

– 1 guindilla

– Comino en grano y molido

– Azafrán en hebra

– Pimentón dulce y picante

– Brandy de Jerez. Manzanilla o vino fino

– Perejil, laurel

Todo comienza en la pescadería, donde pediremos que nos limpien los pulpos y separen la cabeza de las patas. Ponemos una olla, con abundante agua, a hervir, sin sal. Mientras, cortamos las cabezas, en trozos de bocado, y si las patas son grandes las separamos en varios trozos (respetamos la longitud, pero las separamos en grupos de tres o cuatro patas). Ponemos el pulpo en el agua hirviendo unos 40 minutos (ajustamos viendo cuándo está blando).

Pelamos los langostinos o los gambones, y las cabezas las ponemos en una sartén con un poco de AOVE a fuego medio-alto. Salteamos las cabezas, las presionamos para que suelten su jugo, añadimos un buen chorreón de brandy de Jerez (o, en su defecto, manzanilla o fino), dejamos que se evapore el alcohol y añadimos un vaso de agua. Cortamos el fuego después de 10 minutos hirviendo suave. Colamos y reservamos ese caldo de marisco.

El perejil siempre refresca un guiso marinero.

Mientras hierve el pulpo, en una olla amplia y de poca altura ponemos un chorreón abundante de AOVE y, a fuego medio, doramos los ajos picados y la guindilla; añadimos la cebolla picada, los pimientos picados, una hoja de laurel y algo de sal. Pochamos hasta que todo esté caramelizado. Espolvoreamos con media cucharadita de pimentón dulce (y una pizca de picante), una cucharadita de comino en grano y otra de comino molido, y algunas hebras de azafrán (pasadas previamente por el calor de una sartén en seco, para que se expresen). Mareamos bien. Añadimos los tomates pelados y rallados, cocinamos otros diez minutos, añadimos una copa de manzanilla o fino, subimos algo el fuego y dejamos que se evapore el alcohol. Mantenemos el fuego medio y añadimos las patatas cortadas (chafadas), mareamos con el sofrito unos minutos para que cojan sabor. Cubrimos con una mezcla del caldo de marisco y del agua donde ha cocido el pulpo (no mucho líquido, el suficiente para que las patatas queden cubiertas). Corregimos de sal. Mantenemos un hervor suave.

El pulpo, ya cocido y colado, lo salteamos en una sartén con AOVE bien caliente, hasta que se tueste un poco. Lo añadimos al guiso. Cuando las patatas estén ya tiernas añadimos los langostinos pelados (troceados si son grandes) y las almejas (bien lavadas). Tapamos la olla y dejamos que el vapor abra las almejas (cinco minutos). Destapamos y dejamos cocer otros cinco minutos. Si el guiso ha perdido mucho líquido podemos añadir un poco más de esa mezcla de caldo de marisco y agua de pulpo. Revisamos la sal y ponemos algo de pimienta negra molida.

Le picamos perejil al guiso y lo servimos bien caliente.

A la izquierda una mojama de Barbate con su AOVE y sus almendras fritas, en el centro un Gallipato fresco y a la derecha la caldereta lista para recibir la visita del cucharón. Otro mediodía en nuestro paraíso gaditano.

Y en la copa que no haya otra cosa que un buen generoso a su temperatura (ni tibio ni helado): una manzanilla en rama de Sanlúcar de Barrameda, un fino rústico de la Sierra de Montilla, un amontillado de El Puerto de Santa María o un palo cortado de Jerez. También se aceptan rarezas como el Gallipato de Delgado Zuleta, un blanco de PX con crianza, estática, bajo velo de flor en botas centenarias de La Goya. Una ricura, os lo aseguro, que se entendió de maravilla con este guiso.

Y si podemos cucharear mirando a la costa gaditana, mejor que mejor. Así es como se diluyen las contradicciones y se multiplica la alegría. Parece sencillo, ¿verdad?

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Salvo contadas excepciones las biografías me aburren. Es un género al que sólo acudo cuando el personaje en cuestión me divierte con sus peripecias vitales, incluso las más dramáticas (como me ocurrió con Groucho Marx en Groucho y yo, y también –menudo cambio de registro- con José Manuel Caballero Bonald en La novela de la memoria). Claro que también escapo del sopor cuando se trata de alguien admirable que, aún así, no ha padecido el síndrome de la prima donna, y del que, por tanto, cabe envidiar algunas virtudes y tratar, si fuera posible, de aprender lo suficiente como para alcanzar alguna de ellas.

Aunque ciertos pasajes me han divertido, la biografía de Manu Leguineche (Manu Leguineche. El jefe de la tribu, de Víctor López, con prólogo de Javier Reverte) pertenece claramente al grupo de las memorias ejemplares. Llegados a este punto, los que me conocéis ya sabéis que advertiré, por enésima vez –perdonadme-, que me hice periodista, abandonando el florido camino de la Biología, por culpa de este vasco recriado en La Alcarria. Justo cuando leí, con 17 años, El camino más corto, cambié de rumbo. Y aquella brusca decisión, insensata sin lugar a dudas, se convirtió en una de las decisiones más sensatas de toda mi vida. Quizá sólo erré, pasados los años, en una apreciación estimulante pero falsa, aunque entonces no lo sabía: creí que todos los periodistas serían como Manu Leguineche. Menudo desatino.

De los muchos testimonios que recoge Víctor López hay varios, agrupados en el capítulo “Asignatura pendiente”, que podría haber suscrito yo mismo, porque coinciden con una idea que me quema desde que empecé a seguir la estela profesional del maestro: Manu es uno de los grandes olvidados en las facultades de Periodismo de este país. “Pese a que algunos claustros persisten en su intento de salvaguardar la figura del periodista vasco, – asegura el biógrafo-, “la mayoría continúa mirando hacia otro lado. Leguineche sigue siendo una asignatura pendiente en el panorama universitario español”.  Los jóvenes que sueñan con ser periodistas leen con fascinación a Kapuscinski, Terzani o Fisk, sin saber de la existencia de Manu, el maestro más cercano. La erótica de lo foráneo sigue causando estragos bajo algunas boinas bien apretadas.

Manu Leguineche en su refugio de Brihuega (Guadalajara).

Aún más grave, si es que hay algo más grave que la desidia en el ámbito de la academia, es el olvido al que está condenado en las redacciones de los medios de comunicación. La tribu de la que presumía Manu está al borde de la extinción, si es que no la damos ya por extinguida y con pocas posibilidades de resurrección. Y no me refiero a los intrépidos reporteros que se jugaban el tipo en las guerras de medio mundo para dictar crónicas apresuradas entre disparos y lingotazos de whisky. No, de esos seguimos teniendo una nómina razonable, aunque algunos de ellos escriban hoy al dictado, lejos de los escenarios donde palpita la vida. No, no me refiero a esa tribu.

Me refiero a la de los periodistas que se deben a sus lectores, a su audiencia, y no renuncian a este compromiso, sacrosanto, en favor de su ego, de los intereses empresariales, de los enredos políticos o de una cuenta corriente saneada (la de la mayoría de los plumillas es ridícula, y eso, efectivamente, nos hace muy vulnerables).

Me refiero a la de los periodistas que escriben de lo que saben, y por eso escriben, y no de los que creen que el conocimiento se adquiere por ósmosis, colocándose delante de un ordenador o de una cámara. Los que tratan de explicarnos el mundo que nos rodea haciendo el esfuerzo, previo, de entenderlo ellos mismos. Los que admiten hasta dónde llega su conocimiento de un asunto, el que sea, y por eso tienen claro sobre qué no pueden, ni deben, informar (ni opinar siquiera). Los que no necesitan consultar de manera frenética las previsiones del día, porque tienen agenda propia y la actualidad la construyen ellos mismos.

Me  refiero a los que aún frecuentan los mentideros, y los consideran más biodiversos, y hasta más fiables, que esos gabinetes de comunicación tan profesionales, tan profesionales, que te ahorran todo el trabajo y, con el auxilio de algoritmos y algo de postureo, te ofrecen, sin necesidad de mancharte las botas de barro, el paquete completo de una realidad tan real, tan real, que ni siquiera invita a ser contrastada.

Me refiero a las buenas personas, que lo son sin dejar de ser buenos periodistas (y viceversa). Esa tribu, incómoda, que hace cómodo el ejercicio diario de una actividad áspera. Los que hacen equipo de frente, sin látigo ni púlpito, los que escuchan antes de hablar, los que aprenden de los becarios y desconfían de los diablos (por muy viejos que sean).

Me refiero a los periodistas humildes, a los sensatos, a los que no se creen depositarios de la llama sagrada. Me refiero a los periodistas que aceptan las contradicciones y las incertidumbres, a los que dudan.

“En medio del triunfo, Manu es un escéptico que duda de su propia valía; en plena guerra es un compasivo que baja la guardia para proteger a un compañero; en la mesa de los placeres es un cobarde ante un solomillo rojo y una copa de vino espeso; en el trato amistoso es un tímido que se protege de quien mejor le conoce, y en el campo del amor es un débil al que pone en fuga una mujer hermosa porque la teme tanto como la admira. Manu es un vividor, un sabio y un moralista, pues esa es su actitud respectivamente ante el yo, ante lo desconocido y ante los hombres” (Guadalajara tiene quien le escriba. Homenaje a Manu Leguineche).

A Manu lo echo de menos todos los días. Sé que no está en las universidades, pero me preocupa, sobre todo, que su ejemplo no esté presente en las redacciones.

A la tribu de Manu le quedan dos telediarios.

PD: Como es mi costumbre, he alternado la lectura de la biografía de Manu con otro libro. Sin pretenderlo, y esto es algo que me ocurre con frecuencia, se origina un rico contrapunto entre ambos títulos, algo así como un misterioso mecanismo de compensación. Si estoy leyendo una novela negra, la alterno con un ensayo sobre filosofía. Si me decido por un poemario, lo combino con una obra científica. Estas semanas Leguineche, y sus peripecias de periodista nómada y aguerrido, han convivido con la calma de Sylvain Tesson en su retiro, ascético, a orillas del lago Baikal (La vida simple). Mientras uno se internaba en los peligrosos escenarios de la guerra de los Balcanes o soportaba un duro interrogatorio en Israel, el otro dejaba pasar las horas, en calma, mirando cómo cambiaba la luz de invierno sobre los bosques de una Siberia helada y desierta.

Sylvain Tesson en su cabaña, a orillas del Baikal (Siberia).

Curiosamente, al final ambos libros han llegado al mismo punto germinal, al elogio del silencio. Quién diría que el locuaz Manu, el lector voraz, el inquieto periodista ávido de aventuras, el parrandero que reunía en su ático a la bohemia del periodismo madrileño, terminaría refugiándose en el paisaje, minimalista, de la Guadalajara más rural, en la paz de La Alcarria, entre paisanos con los que jugar al mus.

“Mi patria es esa en la que me esperan el pan y el vino. Ver pasar las nubes y escuchar a Los Panchos” (La felicidad de la tierra, Manu Leguineche).

No fue hombre de oropeles (*), aunque recibió todos los galardones a los que puede aspirar un informador, pero es que, si quedaba alguna pompa, en su último tránsito se deshizo de todos aquellos brillos y aquellos ruidos, de esa hoguera de las vanidades que a tantos achicharra. Si le invadió alguna nostalgia fue la del tiempo desaprovechado, ese que podría haber ocupado en ver pasar las nubes y escuchar a Los Panchos.

“Al pasar el tiempo te preguntas cómo pudiste dejar que pasaran en blanco los días […] Lo sabrás cuando ya hayan pasado. Te invade una sensación de pérdida” (Manu Leguineche).

(*) Su biografía en Wikipedia ocupa 5 (cinco) líneas. Invito a compararla con la de algunos colegas, intrascendentes, que han tenido la osadía de ofrecernos su perfil en la «enciclopedia de contenido libre» consumiendo párrafos y párrafos. Algo parecido a esos currículos adolescentes que uno infla sin pudor, convirtiendo la asistencia a una charla en «curso de postgrado», el chapurreo de inglés en «conocimiento avanzado» del idioma y una mención en el concurso de redacciones del colegio en «temprano galardón literario». Los impostores, como en tantas otras parcelas de la vida, también abundan en este gremio.

Musgo sobre la tinaja de Los Linares (Villaviciosa de Córdoba, 29 de enero de 2022). Foto: José María Montero

«Amigos nada más, el resto es selva» (David Trueba)

En esta gota de rocío, que bañaba el musgo de la vieja tinaja familiar, quedaron atrapados los primeros rayos de sol de una mañana de enero en la Sierra Morena cordobesa.

Casi doce meses después, despidiendo el año, la naturaleza me sigue causando el mismo asombro que cuando era niño, al igual que celebro, como si no fuera adulto, la amistad más sencilla, la vuestra, la que no necesita de motivos ni explicaciones.

Estamos demasiado lejos de casi todo. Pocas cosas quedan lo suficientemente cerca como para reconocerlas y tocarlas y entenderlas.

Vuelvo a desearos la felicidad que ya hemos compartido, la que nos espera escondida en el nuevo calendario. La que haremos nuestra en cualquier lugar, sin motivo ni explicación.

El viejo muro de piedra, el suelo tapizado por la vegetación espontánea, las encinas preñadas de bellotas, los cerdos ibéricos a su aire… De esta combinación, y los justos añadidos que no presta la naturaleza, solo pueden salir alimentos que nos predisponen a la felicidad. Es el regalo de nuestras dehesas mejor conservadas. (Foto: http://www.consorciodejabugo.com/#/cerdo/la-raza/es).

Primero fue un artículo (*) de Daniel Innerarity sobre ciertas confusiones en torno al placer. Después vino una reflexión compartida con mi amiga Cristina Monge, en la Aragon Climate Week, a propósito de los sacrificios, equivocados, que se vinculan a las soluciones que planteamos frente al cambio climático, reflexiones que Cristina trasladó también a un artículo (**) muy estimulante. Y finalmente, el círculo, o los tres vértices de este triángulo, lo cerró una invitación de mi amigo Toni Delgado para que, en buena compañía, mostrara los vínculos, invisibles para gran parte de los ciudadanos, que mantiene el mejor jamón ibérico (fuente indiscutible de placer) con la biodiversidad que atesoran nuestras dehesas.

De la teoría a la prática a través del olfato y el paladar. La acción climática tiene muchas aristas y algunas son tan efectivas como placenteras. O, dicho de otra manera, agarré los artículos de Daniel y Cristina y, de la mano del Consorcio de Jabugo , me fui a pasear por las dehesas de Huelva, buscando las evidencias de sus oportunas hipótesis.

Cuando hablamos de biodiversidad es inevitable que en el imaginario colectivo aparezcan escenarios como los densos bosques tropicales o los exóticos arrecifes de coral, mientras que pocos son los que sitúan esa explosión de vida en nuestras domésticas dehesas, las selvas del sur, una parte sustancial de la riqueza natural que atesora el bosque mediterráneo. Como virtud añadida, las dehesas, al igual que ocurre con las salinas, no son obra exclusiva de la naturaleza, fenómeno que resta méritos a los humanos que conviven con junglas o atolones, sino que es una sorprendente muestra de a dónde nos puede conducir la combinación de naturaleza y acción (sensata) humana. Aprovechar no siempre es sinónimo de destruir, a veces, y esto es muy frecuente en los ecosistemas mediterráneos, aprovechar es sinónimo de construir. Cuando los humanos nos damos así la mano con la naturaleza no es que sumemos, es que multiplicamos.

Esa colaboración a contracorriente explica por qué en una dehesa es imposible separar ecología, economía y cultura (desde la arquitectura rural hasta la gastronomía). O, dicho de otra manera: el desarrollo sostenible, ese tan cacareado y tan desconocido en su correcta ejecución, ya estaba inventado, pero, como suele pasar, lo cercano, lo doméstico, lo sencillo, no despierta el asombro.

Sin la acción humana la dehesa no existiría. Sin los pastores, sin la ganadería en extensivo, sin la selvicultura tradicional, este ecosistema humanizado y biodiverso no existiría. El 18 % de nuestra Red Natura, el listado que señala lo mejor de nuestro patrimonio natural, está vinculado al pastoreo en extensivo, un aprovechamiento milenario que multiplica la biodiversidad, genera riqueza y, sobre todo, ayuda a evitar la despoblación de las zonas rurales, la mayor amenaza que sufren estos territorios.

Los números son un parco reflejo de la realidad, repleta de matices intangibles y difícilmente cuantificables, pero son un indicador que nos permite imaginar el valor de estos escenarios. En un solo metro cuadrado de dehesa bien conservada pueden localizarse hasta 135 especies de flora diferentes, y en el conjunto de un ecosistema de estas características encontramos más de 60 especies de aves nidificantes, alrededor de una veintena de mamíferos y un número similar de anfibios y reptiles. Los insectos, a los que se presta menos atención, son decisivos en las dehesas, con ejemplos como el de los escarabajos coprófagos, indispensables para generar suelo fértil.

¿Qué es lo que explica esta riqueza? Pues el mismo factor que hace que una sociedad sea próspera: la heterogeneidad, la mezcla, el mestizaje. La biodiversidad se encuentra cómoda cuando en un mismo tapiz conviven zonas arboladas, matorrales y pastizales, salpicados de nichos ecológicos que ofrecen oportunidades a la vida en sus infinitas manifestaciones (muros de piedra, cultivos, charcas temporales…).

Cuando un jamón ibérico (un 959 con el que se te saltan las lágrimas) se empaqueta de esta manera, ya se está anunciando qué es lo que atesora este alimento.

Esa es la biodiversidad evidente, la que cualquiera poniendo atención, y con la compañía adecuada, puede descubrir paseando por una dehesa. Pero, ¿y la riqueza oculta? Las especies son importantes, pero, ¿y las funciones y los servicios? En la nómina de lo que una dehesa nos aporta, a todos (no sólo a su propietario), está el paisaje, el patrimonio cultural, la protección frente a inundaciones e incendios, la regulación climática al fijar dióxido de carbono, la conservación del suelo fértil, la mejora de la calidad del aire, la recarga de los acuíferos, el mantenimiento del acervo genético (razas ganaderas autóctonas, por ejemplo), el control de algunos vectores de enfermedades, la polinización, etc. etc.

Nadie paga al agricultor, al pastor, al ganadero por estos servicios de los que se beneficia, insisto, toda la sociedad. Sería justo, entiendo, repercutirlos, como valor añadido, al precio de los alimentos que produce la dehesa (con una explicación fácil, al alcance de cualquier consumidor), una fórmula sencilla para otorgarles valor y contribuir al mantenimiento de esos oficios indispensables. Y llegados a este punto, que es a donde quería llevarme mi amigo Toni, no es difícil mostrar el mejor ejemplo: los productos derivados del cerdo ibérico, con el jamón a la cabeza de este catálogo de alimentos, de proximidad, que nos procuran felicidad.

Ningún territorio, ningún ecosistema decisivo, ningún otro hábitat de los que tenemos en la Península puede contarse mejor a través del olfato y el paladar, dos sentidos muy poderosos. Los alimentos que obtenemos de esos cerdos ibéricos que se han criado en libertad, en dehesas sanas, al ritmo que marcan las estaciones, son una extensión sensorial de esos campos, en ellos está encerrada toda la biodiversidad (la evidente y la oculta), y por eso cuando los consumimos aparece la fértil combinación de razones y emociones (a las que conducen el gusto y el olfato).

Este es el mapa del tesoro, la distribución espacial de nuestras selvas del sur, los encinares (verde oscuro) y las dehesas (verde claro) que cubren buena parte de la Península Ibérica.

La cesta de la compra, nuestra cocina doméstica, el comedor donde nos sentamos cada día en familia o entre amigos, son de las herramientas más sencillas, por cotidianas, pero al mismo tiempo de las más eficaces, a la hora de frenar la degradación ambiental, la pérdida de biodiversidad, el cambio climático. Elegir alimentos de proximidad, vinculados a hábitats de gran valor ecológico y cultural, significa frenar el despoblamiento rural, consumir productos con bajísima huella hídrica y de carbono, mantener nuestros paisajes, fijar el exceso de carbono atmosférico, defender nuestra identidad cultural y, algo tremendamente importante, alimentar nuestra felicidad.

Coincido con Daniel y con Cristina, hemos confundido las soluciones: no es el sufrimiento, la ecoangustia, la única salida a esta encrucijada ambiental. Hay multitud de soluciones que parten del placer, y comer un buen jamón ibérico es una de ellas. Sólo habría que añadir un matiz nada intrascendente, el de la justicia social que es la que permite democratizar el consumo de estos alimentos. Pero incluso admitiendo ese matiz, no nos engañemos, en las sociedades opulentas gastamos mucho más, a pesar de las injusticias (o quizá como consecuencia de ellas), en elementos prescindibles que en buenos alimentos. ¿Jamón ibérico o un móvil de última generación? ¿Caña de lomo o atracón de fast food? ¿Embutidos de bellota o unas deportivas de marca? ¿Qué nos procura más placer? ¿A dónde va nuestro dinero en un caso y en otro? ¿Quién se beneficia de un modelo de consumo y del otro?

La felicidad ibérica no es tan cara como parece y, con frecuencia, es el camino más directo a la solución de algunos de nuestros problemas.

PD: De todo esto hablé una tarde de otoño, entre amigos, en Sabores del Almacenito, donde los responsables del Consorcio de Jabugo me invitaron a explicar de qué manera la biodiversidad y el mejor jamón ibérico están hermanados hasta ese punto en el que una y otro no se explican por separado en un territorio tan hermoso como el de las mejores dehesas de la Península.

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(*) “Es posible pensar de otro modo el placer y la propiedad, como gozo compartido. Lo común es un modo de apropiación que se pone como límite el abuso. Los placeres pueden aumentar cuando se comparten de manera igualitaria. Gozar en la igualdad, la satisfacción de formar parte de una sociedad justa son formas de placer que podrían ser una alternativa positiva a su reducción individualista».

(**) “Toda la concienciación del mundo servirá para poco si no se dispone de las estructuras sociales, políticas y económicas que permitan activar las medidas de transición ecológica como lo que son: una oportunidad para el disfrute y el placer».

De vuelta a casa, en la ruralidad menospreciada del Aljarafe, sorteando a las bellísimas oportunistas. Foto: José María Montero

No es un prólogo al uso, puede que incluso resulte algo incómodo para quien espera una loa a la jardinería periférica, pero cuando desde el Ayuntamiento de Mairena del Aljarafe (Sevilla) me pidieron que escribiera la introducción a la Guía Visual de la Biodiversidad del Parque Periurbano de la Hacienda Porzuna, al que tanto cariño tengo, pensé que era una buena oportunidad para reflexionar sobre el valor del entorno natural de nuestras ciudades, elogiar la delgada (y menospreciada) línea que separa lo urbano de lo rural y, sobre todo, defender la belleza, caótica e inesperada, que aún se conserva en estos espacios aparentemente domesticados.

Este post es un fragmento de ese prólogo. La guía completa, de distribución gratuita, la podéis descargar aquí:

PRÓLOGO: EL ASOMBRO COMO GUÍA (fragmento)

En un mundo completamente descubierto, la exploración no se detiene;

simplemente, hay que reinventarla

(Fuera del mapa, Alastair Bonnett)

Durante décadas nuestras ciudades han crecido atendiendo, como único referente, a los dictados del mercado inmobiliario. De acuerdo a estos criterios, el patrimonio rural y natural que rodea a las grandes urbes no tiene valor, son terrenos rústicos, baldíos, no urbanizables. Cercados por el asfalto y el hormigón, muchos de estos territorios han acabado convirtiéndose en basureros o escombreras, incapacitados para cumplir los servicios ambientales (ocultos y gratuitos) que nos brindaban y perdiendo hasta el humilde atractivo paisajístico que un día tuvieron.

Estos cinturones de tierras rústicas se convirtieron en los grandes suministradores de suelo urbanizable, alimentando un crecimiento difuso y desordenado que en pocos años originó un deterioro en la calidad ambiental tan grave como el que se registraba en el centro de la gran ciudad, aquel territorio que parecía tan lejano y hostil cuando comenzó la colonización de las afueras. ¿Qué ventajas obtiene el ciudadano que huye de la urbe cuando finalmente termina en otro paraje consumido por el tráfico, el asfalto y el ruido? Tan obvio resulta el sinsentido que en pocos años algunos de esos municipios, los más sensibles a las demandas vecinales, redescubren el valor de la naturaleza perdida y se lanzan a salvar las escasas parcelas de paisaje, más o menos humanizado, que habían sobrevivido al tsunami del ladrillo y el progreso mal entendido. Vuelve el aprecio al campo, aquel tesoro que a casi nadie interesaba, y aparecen así los parques periurbanos, una fórmula que salvaguarda lo que nunca debió desaparecer, una figura que señala los oasis en los que reconciliarnos con nuestro origen. ¿Acaso no somos, nosotros también, naturaleza?

Lástima que, con frecuencia, este esfuerzo bienintencionado sucumba ante el empuje de la utilidad, esa tentación, tan humana, que empobrece la diversidad inesperada y caótica que nos regala la naturaleza cuando la dejamos ser y estar a su manera. Admito que no es fácil ofrecer a los ciudadanos espacios de ocio en donde se cumplan las infinitas normas que regulan la convivencia, en donde sea posible organizar el mantenimiento de los recursos naturales y, al mismo tiempo, en donde la vegetación y la fauna puedan expresarse de manera espontánea. En la búsqueda de ese equilibrio se suele sacrificar lo asilvestrado, y así el campo se convierte en jardín o en zona verde, parcelas útiles y previsibles, cómodas, que son el triste remedo de un bosque o un soto.

También es cierto que son pocos los urbanitas, aunque sean de extrarradio, que elogian una pradera salpicada de malas hierbas, unas veredas tortuosas e irregulares, los matojos que adornan las lindes, los insectos que se atrincheran en cualquier recodo, los charcos y barrizales que deja el aguacero, la espesura del matorral que nos impide avanzar,… Pero es que a mí, quizá saturado de tanta civilidad, no me gustan los jardines donde todo obedece a un plan y lo imprevisto se considera molestia, y por eso, tal vez, la virtud que más aprecio en el parque de la Hacienda Porzuna sea precisamente su rusticidad, un margen de espontaneidad suficiente como para creernos en el campo.

El asombro no necesita de ninguna erudición. Sólo hay que saber mirar y poner en esa mirada algo de sentimiento, una cierta empatía con todo lo vivo. La belleza sería, así, el único reclamo del paraíso perdido, la llamada de un mundo que nos es propio y que, sin embargo, hemos convertido en ajeno. A diferencia de lo que ocurre con alguno de los múltiples objetos, hermosos, que los humanos somos capaces de crear, la belleza que nos sorprende en el errático vuelo de un gorrión, en el rumor vegetal que el viento provoca al agitar las hojas, en el lento discurrir del sol en un crepúsculo, en las sombras que proyecta el amanecer entre los árboles o en las caprichosas formas que las nubes dibujan en su tránsito…., lo que diferencia a todas estas sorpresas es que no necesitan de explicaciones. Podemos percibir la belleza sin saber nada a cuenta de lo que estamos contemplando. Podemos prescindir de la razón, y hasta de la memoria. Sobran las palabras (nunca mejor dicho) o hacen falta muy pocas. Algo, profundo y antiguo, nos dice que ahí habita la belleza y, a veces, también, nos advierte de su enorme fragilidad.

Pero no siempre el asombro aparece de manera espontánea, y casi me atrevería a decir que la rutina de lo urbano nos incapacita para esa mirada desnuda de juicios y prejuicios con la que acercarnos a lo natural. Es entonces cuando el conocimiento puede venir en nuestra ayuda. La guía que tengo el placer de prologar es justamente eso, una cuidada invitación al asombro, si es que nunca hemos pisado el parque de la Hacienda Porzuna; las lentes que nos ayudarán a enfocar lo que aparece borroso por desconocido, una brújula precisa con las que poder internarnos en este vergel en el que, quizá, hemos paseado distraídos, encadenados a nuestros pensamientos, pero ajenos a todo lo vivo que nos rodeaba.

Con este mapa entre las manos será más sencillo nombrar la belleza y saber de qué manera se manifiesta, en qué estación del año se decide por una señal y cuáles elige para hacerse presente en otro hito del calendario. Los sonidos, y el movimiento fugaz, también tendrán su nombre: visitantes alados, huidizos reptiles o discretos insectos. El verde, los ocres, las hojas y troncos, los tallos, las flores…, ocupan, asimismo, su lugar en este inventario, el de un paraíso cercano. Y, a modo de resumen, la combinación de elementos botánicos y faunísticos se nos revelará como una fértil y compleja comunidad, en la que podemos ser discretos espectadores o incorporarnos a ella, como una pieza más de ese entramado biológico. Tiene el parque, como deberían tener todos los parques públicos, espacios reservados a la convivencia y la celebración, lugares donde, desde el respeto y el civismo, podemos sumarnos a esa fiesta a la que siempre invita el contacto con la naturaleza.

Llevo muchos años visitando el parque de la Hacienda Porzuna y os confieso que algunas de las maravillas que atesora, esas que escasean en la ciudad, no suelen mencionarse en una guía al uso, y por eso me atrevo a sugerir que una vez identificados los árboles y arbustos, los invertebrados y las aves, los accesos y los horarios, os detengáis también en la discreta contemplación de las gotas de rocío, los hormigueros, las hojas muertas o las telas de araña. Que disfrutéis de la flora oportunista (qué acertada definición) a la que acuden orugas y mariposas; del canto de las ranas anunciando la primavera o del vuelo de los murciélagos que nos rondan, sigilosos, en el ocaso. Deteneros en el desorden y en la inutilidad de la vida, miradla como la miran los niños, sin expectativas.

Lo que sabemos con certeza de este gran universo cambiante es muy limitado. No todo obedece a un plan. Casi nada es previsible. En la naturaleza la exploración no se detiene nunca, sólo hay que reinventarla. Esta es una guía viva, como el propio escenario que describe, en la que cada visitante curioso se convierte también en autor.

Un universo tan complejo como inasible se manifiesta al lado de casa, fuera de esas cuatro paredes que nos aíslan de los otros, en los tentadores paisajes, algo domesticados pero vivos, que nos regala el parque de la Hacienda Porzuna. Ahora, además, tenemos un mapa del paraíso con el que perdernos, sin renunciar al asombro, sabiendo en dónde y con quién estamos.

Foto finish del arroz con doble socarrat y su guinda de alioli.

Hubo un verano en el que perdí la cabeza con los despojos de raya (para asombro, o angustia, de mi pescadero de Chipiona). Cuando se me pasó aquella fiebre tuve veranos poseído por la berza gaditana, las calderetas marineras, los rebozados con aires asiáticos o los tartares (desde el clásico de atún hasta el más atrevido de salchichón malagueño).
Este verano entré en mi cocina roteña, respiré hondo y empecé enredando con la maravillosa, y casi olvidada, pintarroja, pero a los pocos días estaba abducido por el socarrat.
Años buscando el arroz perfecto sin conseguir pasar de unos arroces discretitos, por no hablar de los abundantes batacazos (para desgracia de mis agradecidos comensales).
Pero este año, al fin, he sido bendecido por las diosas del arroz gracias al recuerdo (siempre hay un recuerdo) de un arroz de mariscos rematado por una delicadísima película de manitas de cerdo, casi transparente, que me comí en Kulto (ese paraíso gastronómico madrileño, que mira a Cádiz y que me descubrió mi amiga Nieves). Y así es como en el MCC (Monti Culinary Center) de este julio de 2022 ha nacido el AC/DS (Arroz Con Doble Socarrat) que tantas alegrías me está proporcionando. Efectivamente es un «montiche» (como acertadamente bautizó mi amiga Chica los enredos que organizo en mi cocina), es decir, una de mis tontás de verano, con las que me relajo y disfruto (si es que ambas cosas no son la misma cosa).
Ahí va la receta, para valientes…

– 2 manitas de cerdo
– Laurel
– Clavo
– 2 cebollas
– 3 tomates maduros
– 3 dientes de ajo
– Azafrán en hebra
– 2 ñoras
– 250 gr de chirlas
– 250 gr de chipirones
– 8 gambones
– 1 huevo
–  Perejil
–  Sal y limón (o lima)
–  Fino, manzanilla o amontillado.
– Arroz Doña Ana (Arrozúa) o en su defecto JSendra (Mercadona). Es decir, un arroz redondo de calidad. 

Empezamos preparando las manitas de cerdo. Bien lavadas las ponemos en olla express con abundante agua, un poco de sal, una hoja de laurel, dos o tres clavos (especia) y una cebolla troceada. Fuego a tope y cuando la válvula pite bajamos el fuego y cocinamos unos 40 minutos.
Sumergimos las dos ñoras en agua bien caliente y ahí las dejamos, ablandándose.
Preparamos un sofrito convencional: un diente de ajo bien picado, cuando se dore añadimos una cebolla también picada y una pizca de sal; ya pochada añadimos un tomate maduro (pelado y rallado -o bien picado-) y una de las ñoras (ya hidratada por el agua caliente) bien picadita también. A fuego medio dejamos que todo siga pochándose y cuando tenga la consistencia de una salsa añadimos un chorreón generoso de fino, manzanilla o amontillado (mejor este último) y dejamos que evapore. Reservamos.
Con las manitas aún tibias las deshuesamos y vamos apartando la poca carne y la mucha gelatina.

Manitas ya cocidas y deshuesadas, a punto de ser mezcladas con el sofrito.

Picamos todo muy bien y mezclamos con el sofrito. Depositamos la mezcla sobre papel film y enrollamos como si fuera un caramelo para que quede un rulo con esa masa (ver fotos). Metemos el rulo en el congelador un par de horas.
Abrimos las chirlas en una olla amplia con un dedo de agua. Llevamos a hervor y las vamos retirando. Colamos el agua y la reservamos.
Pelamos los gambones y las cabezas las ponemos en una sartén con algo de AOVE, las freímos, regamos con un poco de vino, evaporamos, añadimos dos vasos de agua y dejamos que hierva cinco minutos a fuego suave.

Llega el turno del arroz. En una paellera, olla amplia y baja o sartén generosa, ponemos AOVE suficiente para cubrir toda la superficie. Fuego alto para marcar los chipirones troceados. Apartamos y marcamos, ligeramente, los gambones pelados. Apartamos.
En la grasa que queda en la paellera/sartén, junto a los jugos que han liberado chipirones y gambones, nos curramos otro sofrito convencional (un par de dientes de ajo picados, después la cebolla, el tomate, la otra ñora picadita, el vino… y así hasta que reduzca y quede bien ligado el sofrito).

La mezcla de manitas y sofrito bien «enrulada» en papel film, a punto de refrescarse en el congelador.

[ Abrimos paréntesis: sacamos el rulo de manitas del frigorífico, quitamos el film y cortamos en rodajas gruesas. Metemos las rodajas al horno, sobre papel vegetal, y las gratinamos, de manera que queden crujientes; también podemos hacerlas a la sartén o bien churrascarlas sobre el mismo plato de arroz, cuando lo sirvamos, usando un soplete de cocina.
Preparamos un alioli sencillo: batimos mayonesa con un diente de ajo, una pizca de sal, perejil y unas gotas de limón o lima.
Cerramos paréntesis ]

Nos habíamos quedado en el sofrito. Retomamos: añadimos el arroz (yo acostumbro a poner dos puñados generosos por comensal, más otros dos para la paellera). Mezclamos bien el arroz con el sofrito, lo dejamos que se impregne unos dos o tres minutos a fuego medio. Añadimos unas hebras de azafrán (que habremos tostado un poco en sartén, en seco). Ojo: la capa de arroz no puede ser muy alta, desde luego menos de un dedo, de manera que si hay que dividir en dos sartenes, dividimos.

Como en un circo de cuatro pistas ahí vamos con los sofritos, las chirlas, los gambones, el fumet…

Mezclamos el agua de las chirlas y la de los gambones (colada), la mantenemos bien caliente y la usamos para mojar el arroz (si usamos un arroz redondo tipo Doña Ana o JSendra pondremos algo menos de tres partes de caldo por cada parte de arroz). Mezclamos bien, añadimos colorante alimentario para paella o cúrcuma, y subimos el fuego a potencia 8-9, es decir, fuerte, que hierva todo con alegría durante 6 minutos. Después bajamos el fuego a 4-5 y mantenemos el hervor, más suave, unos 5 minutos. Añadimos entonces los chipirones y los gambones. Finalmente volvemos a poner fuego fuerte unos 5 minutos más. Cuidado con que no se nos vaya de las manos el socarrat y termine siendo un quemarrat (hay que jugar con el tiempo y la potencia, acercando la nariz a la paellera).
Cortamos el fuego, cubrimos con papel o con un paño, y dejamos reposar entre 5 y 10 minutos. Emplatamos poniendo arroz con sus chipis y sus gambones, dejamos la capa de socarrat debajo y  cubrimos con las manitas tostadas (o las tostamos con un soplete en el momento). Así queda un arroz emparedado en un doble socarrat. Finalmente ponemos alioli al gusto.
Hemos repetido la receta, pero cada vez la hemos acompañado con un vino diferente: manzanilla en rama (Gabriela), fino en rama (El Gato), amontillado en rama (César Florido) y tinto de la Ribera de Duero (20 Aldeas). La bodega doméstica, como todos los veranos, está bien surtida.
A ver con qué enredo dentro de unos días en nuestro retiro berciano…

Otra imagen, para el recuerdo, de este AC/DS emplatado con cierto criterio (por una vez…)
Fuente: AEMET

Las redes sociales están bien surtidas de científicos de alpargata, meteorólogos aficionados, físicos diletantes y, sobre todo, cambioclimatólogos de pacotilla. Una de las clásicas gracietas de estos gurús es considerar que las olas de calor que estamos sufriendo no son más que las clásicas manifestaciones de un verano cualquiera. “Llámalo verano”, dicen entre risas, pero como explica la propia Agencia Estatal de Meteorología (AEMET), “en verano es normal que haga calor, pero este calor no es normal”. La de junio fue una de las olas de calor más tempranas desde que existen registros y la que estamos padeciendo estos días, advierten desde este organismo oficial, reúne todas las condiciones para convertirse en una de las peores de la historia en los tres parámetros decisivos: extensión, intensidad y duración.

El vínculo entre olas de calor y cambio climático es muy sólido desde el punto de vista de las evidencias científicas, de manera que estos episodios anormales serán cada vez más frecuentes y no, no son propios del verano, ni siquiera del verano sureño. En España las olas de calor se han duplicado en la última década (efectivamente, sigo citando a la AEMET) al pasar de 11/12 por década a 24 entre 2011 y 2020. “En los años ochenta y noventa, había seis días al año bajo situación de ola de calor y en la década pasada subió a 14″, precisa Rubén del Campo, uno de sus portavoces. Y añade: “las olas de calor están aumentando y van a aumentar aún más”.

Hasta que el cuerpo aguante

El cuerpo es capaz de hacer frente a una elevación de la temperatura ambiental disipando con variados mecanismos el calor sobrante. Los más efectivos son la dilatación de los vasos sanguíneos (aparece el característico enrojecimiento de la piel), la sudoración y el descenso de la actividad muscular.

Aunque la adaptación al calor depende de múltiples factores individuales, tanto fisiológicos como psicológicos, suelen manejarse de forma orientativa algunos puntos termométricos de agrado. Así, un individuo desnudo y en reposo suele estar cómodo entre los 24 y 26 ºC; vestido y realizando un trabajo sedentario la temperatura agradable baja hasta los 20-22 ºC, y si además de estar vestido se ejecuta un trabajo rudo, el termómetro no debería sobrepasar los 16-18 ºC.

Cuando la temperatura ambiente comienza a subir por encima de estas cifras de agrado, el cuerpo, en personas jóvenes y sanas, se prepara para enfrentar la situación. En el plazo de una semana se manifiesta un proceso de aclimatación. Se modifican las frecuencias cardiaca y respiratoria, baja la temperatura corporal, aumenta el volumen de sudoración (hasta tres litros por hora) y se incrementa la eficacia muscular (a igual trabajo se genera menos calor). Sin embargo, cuando las condiciones ambientales adversas se prolongan en el tiempo (temperatura superior a 35 grados y humedad por encima del 60 %), los mecanismos de adaptación comienzan a fallar y el organismo puede terminar por colapsarse, apareciendo el temido golpe de calor. En este vía crucis  tienen especial relevancia las temperaturas nocturnas, ya que la sensación de calor es más acusada si durante la madrugada la temperatura se mantiene por encima de los 20-25 Cº, la famosa “barrera del insomnio” (esa que estamos superando estas noches tórridas).

La disposición psicológica influye en esa capacidad de adaptación. Enfrentarse a una ola de calor con el convencimiento de que puede controlarse la situación ayuda al organismo a hacer frente a un ambiente hostil. Los aumentos moderados de temperatura aumentan la activación, con lo que mejoran los rendimientos en las tareas fáciles y empeoran relativamente en las difíciles. Pasado un cierto punto, en torno a los 35 grados, la activación comienza a disminuir y se hacen cada vez más difíciles tareas como la vigilancia, la conducción de automóviles o el cálculo mental.

En personas sensibles, las habituales conversaciones recurrentes en las que se magnifican los niveles y efectos de las altas temperaturas dificultan la aclimatación psicológica.

Aunque lo afirman en sentido figurado, nos les falta razón a aquellos que aseguran que el calor los vuelve locos. Además de la salud, también las altas temperaturas pueden alterar la conducta y convertirnos en sujetos irritables, asociales o violentos.

Algunos estudios llevados a cabo por psicólogos norteamericanos en la década de los 70 del pasado siglo demostraban que la pericia en la conducción de automóviles disminuye conforme aumenta la temperatura y que, sistemáticamente, solemos calificar peor a desconocidos cuando se sobrepasa en exceso la temperatura de confort, situada en torno a los 20-25 ºC. Incluso hubo quien, analizando datos históricos y estadísticos, encontró una correlación entre las olas de calor y el inicio de motines y otros desórdenes. Si bien las relaciones entre agresividad y temperatura son complejas, parece que los ambientes calurosos favorecen las conductas agresivas en individuos que habitualmente no son irritables y las reducen en personas más temperamentales.

La conducta social, en definitiva, también resulta modificada en estas circunstancias meteorológicas. Es habitual que aumente la distancia física interpersonal porque buscamos apartarnos de otros individuos como defensa contra el calor que producen.

En Andalucia, una ola de calor sirve también para poner en evidencia los diferentes mecanismos de apoyo social que funcionan en áreas urbanas y rurales. Los fallecimientos por golpes de calor se concentran en las grandes ciudades y en personas mayores, mientras que en los pueblos, donde existe un mayor control y apoyo de la colectividad, la tasa de mortalidad suele ser menor.

Nota al pie:

Miércoles, 13 de julio de 2022.
Previsión oficial de temperatura máxima:

– Sevilla 45 ºC
– Badajoz 44 ºC
– Bagdad 44 ºC
– Córdoba 43 ºC
– Zaragoza 42 ºC
– Riad 42 ºC
– Tombuctú 39 ºC
– El Cairo 36 ºC
Cada vez menos Sur de Europa y más Norte de África…

«Una vez a la semana llega una mala noticia. Una vez al mes hay un funeral. Pierdes a amigos cercanos y descubres una de las peores verdades de la vejez: que son irremplazables» (Nora Ephron, No me acuerdo de nada).

Esa edad en la que las balas pasan silbando. En la que el dolor de tus amigos se convierte en tu propio dolor. Esa edad en la que cada amanecer es un milagro, una conquista, un regalo. Esa edad en la que sabes que no serás eterno, ni lo serán las personas a las que quieres. Esa edad en la que el tiempo ya no es infinito y los días son días contados. 

Esa edad… y esta rabia.

Caldillo de pintarroja listo para llevarlo a la mesa.

Los guisos marineros deberían estar protegidos como Bien de Interés Cultural, aunque la mejor manera de conservar este patrimonio (de la humanidad) es cocinando, teniéndolos presentes en casa, incorporándolos a nuestro menú cotidiano en cualquier estación del año.

Son, en la mayoría de los casos, elaboraciones sencillas, baratas y fáciles de cocinar porque nacieron en los rústicos fogones de los pesqueros en donde había que reponer fuerzas de manera tan poco sofisticada como sabrosa.

El caldillo de pintarroja es uno de los guisos marineros que más me gustan, porque alimenta el paladar y la memoria (me recuerda a mis veranos de infancia en Málaga). También es verdad que como me ocurre con algunas otras especies (atún o pulpo) trato de moderar el uso de la pintarroja en mi cocina (ya sea fresca o seca -los deliciosos tollos que acostumbro a cocinar con tomate-): al fin y al cabo es un tiburón, uno de los más pequeños, que, aunque no está amenazado y en muchos casos proceda de pesca accidental, no deja de ser un depredador imprescindible en la cadena trófica marina.

Mi caldillo de pintarroja es, por una vez, bastante ortodoxo, de acuerdo a los cánones malagueños, aunque me concedo alguna licencia con las sobras (*):

Pintarroja troceada

– Alrededor de 1 kg de pintarroja.

– 250 gr de almejas (chirlas).

– 150 gr de almendra cruda y pelada.

– 6 o 7 dientes de ajo

– 3 rebanadas de pan

– Dos guindillas

– Un tomate grande maduro

– Un pimiento verde pequeño

– Una copa de manzanilla o de fino.

– Comino molido, azafrán en hebra, pimentón dulce, pimienta negra recién molida, una hoja de laurel, perejil, sal, colorante (opcional) y limón.

En una sartén ponemos un chorrito de AOVE y freímos, a fuego suave (que se tuesten pero no se quemen), las almendras con los ajos, el pan y las guindillas. Reservamos. En el mismo aceite pochamos el tomate pelado y el pimiento, troceados. Añadimos el vino y dejamos que se evapore el alcohol. Reunimos en el vaso de la batidora todo lo que ha pasado por la sartén, añadimos un poco de perejil y un poco de agua, y batimos hasta obtener un puré no demasiado espeso ni grueso. Reservamos.

En una olla ponemos dos litros, o dos litros y medio, de agua. La «aliñamos» con media cucharadita de comino, media de pimentón dulce, sal y pimienta al gusto, unas hebras de azafrán (mejor si las hemos tostado antes), una pizca de colorante (opcional) y una hoja de laurel. Ojo, cada cual aliña a su manera, de forma que la cantidad de cada ingrediente es variable. Cuando comience a hervir bajamos el fuego y añadimos la pintarroja troceada y las chirlas, y mantenemos en hervor suave durante unos 5 minutos. Añadimos el majado y dejamos que hierva todo suave durante dos minutos más. Conviene no excederse con los tiempos para evitar que los trozos de pintarroja se deshagan. Servimos con unas hojas de perejil y unas gotas de limón.

La felicidad completa se alcanza al comerse este guiso cerca del mar, con una copa de algún blanco malagueño de altura (Cloe, Botani, La Encina del Inglés, Schatz…).

PD: El caldillo de pintarroja, como ocurre con el caldo de puchero con hierbabuena, pertenece al selecto grupo de comidas populares que se beben de madrugada, o al amanecer, en el delicado momento en que necesitamos reponernos de una noche de jarana sureña.

(*) Siempre me alargo con el agua porque me encanta que sobre caldillo y al día siguiente remojar en él unas gambas blancas frescas, que se hacen con el mismo calor del líquido.

Camino del tartar de salchichón malagueño. PD: Pues sí, tengo cierta tendencia, casi obsesiva, a componer bodegones antes de ponerme a cocinar. ¿Es grave doctor?

Tan poderosos son los antojos que, en el imaginario popular, son capaces de atravesar la barrera placentaria y dejar en el neonato la marca inconfundible de aquella noche en la que la madre suspiró por unas fresas con nata o soñó con una onza de chocolate negro. A mí no me marcaron la piel, pero les tengo mucho respeto a los antojos, porque cuando aparecen termino, quiera o no quiera, convertido en su prisionero. Y no hablo solo de los antojos que se resuelven en la cocina, ojalá todos los caprichos pudieran resolverse en ese territorio, aunque hoy solo hablaré de un par de antojos gastronómicos (más o menos) fáciles de satisfacer.

El primer antojo (tartar de salchichón malagueño) estaba emboscado en la memoria, en el recuerdo de una noche en el Araboka, donde por primera vez probé esta delicatessen que es rústica y cosmopolita a partes iguales. Y el segundo antojo (matambre) apareció cuando en el expositor del carnicero vi una soberbia pieza de falda de ternera con la que empecé a imaginar recetas (sí, también intervino la memoria, esta vez la que conservo de aquel viaje por la Argentina profunda).

Tartar de salchichón malagueño

1 salchichón malagueño (blandito y bien especiado).

Pepinillos y alcaparras.

Uvas pasas.

Mostaza y mahonesa casera.

Tabasco y salsa Worcestershire.

Media chalota.

Lima y perejil.

El tartar cuando todavía andaba un poco desordenado…

Le quitamos la piel al salchichón y lo picamos a cuchillo (vade retro Thermomix). En un bol aparte ligamos un par de cucharadas de mahonesa casera, una cucharadita de mostaza de Dijon, unas gotas de Tabasco, unas gotas de salsa Worcestershire y unas gotas de zumo de lima (ojo, hay quien gusta de añadir un poco de miel de caña, aunque a mi no me pone mucho). Importante: la proporción de los ingredientes de esta mezcla queda al gusto de cada cual, a mi me tira mucho el picante, a otros les provoca la mostaza o son más de sabores cítricos. Picamos los pepinillos (dos o tres), las alcaparras (un puñadito), las uvas pasas (otro puñadito), media chalota pequeña y una pizca de perejil. Yo acostumbro a lavar los pepinillos y las alcaparras para rebajar un poco el tono avinagrado. Mezclamos la picada de salchichón con esta otra picada, y mezclamos todo muy bien con el mejunje que hemos ligado en el bol. Finalmente presentamos usando un aro de emplatar o moldeando el tartar al gusto de cada cual. Adornamos con unas almendras fritas picadas o con unos pistachos, y servimos con pan tostado (yo usé unas rebanas de pan tostado con pasas). Ah, y el vino… La otra noche mojamos el tartar con uno de mis blancos andaluces favoritos, malagueño también, bien fresquito: Cloe, un Chardonnay de la sierra de Ronda.

Tartar de salchichón malagueño: foto finish

Matambre

Compramos una buena pieza de falda de ternera (alrededor de un kilo). Que nos retiren el exceso de grasa (o se lo retiramos nosotros en casa con un cuchillo decente). Aliñamos la carne poniéndole (insisto: cada cual tiene sus gustos en esto de los aliños) un poco de comino, pimienta negra molida, tomillo, nuez moscada, una cayena bien picadita, ajo molido y un chorrito de aceite. Envolvemos en papel de film y dejamos reposar en la nevera al menos un par de horas. Mientras, preparamos el relleno en el que pondremos un par de huevos duros troceados, perejil picado, dos o tres lonchas de bacon pasadas por la sartén hasta que queden crujientes, queso cheddar troceado, cuatro o cinco pimientos de piquillo que habremos caramelizado en sartén con un par de dientes de ajo y media cayena (*), algunas alcaparras y una chalota pochada.

Todo empieza con un buen trozo de falda de ternera.

(*) Este ingrediente merece un paréntesis. Yo uso pimientos del piquillo de los que vienen asados en tarro de cristal. Los pongo en una sartén con un chorrito de aceite, un par de dientes de ajo, un pellizco de azúcar y media cayena. A fuego medio los vamos caramelizando hasta que estén bien hechos y los ajos pochaditos.

Encendemos el horno y ponemos el termostato a 180 grados. Cuando alcance esa temperatura metemos una bandeja con una cama de patatas a rodajas, regadas con un poquito de aceite, una pizca de mantequilla derretida y algo de sal. Dejamos que se hagan durante unos quince minutos, el tiempo que vamos a emplear en dejar listo el matambre para que también vaya al horno.

Como soy generoso en el relleno, me cuesta trabajo cerrar el matambre.

Sacamos la carne del frigo, retiramos el film, dejamos que se atempere y la marcamos en sartén, bien caliente, con un chorrito de aceite y una nuez de mantequilla. Doramos generosamente. Retiramos la carne y decidimos si queremos un matambre en rollo o en libro. Como mi pieza era un tanto irregular y además me había pasado con la cantidad de relleno yo elegí el modo libro: un trozo de falda, relleno encima, y el otro trozo como tapadera. Embridamos, para que no se escape el relleno, y ponemos el matambre encima de la cama de patatas. Dejamos que se termine en el horno, unos 15 minutos por cada lado.

Matambre: foto finish con tinto gaditano.

No era necesario, pero ya puestos… acompañé el matambre con una salsa de chalotas (se pochan –hasta dorarse- en mantequilla, se añade un poquito de amontillado, se reduce, se remata con una dosis generosa de pimienta negra recién molida, se bate y…lista). Ah, y el vino… Como no tenía a mano ningún tinto malbec argentino, tiré de un gaditano con mucha personalidad: Finca Moncloa, en donde la tintilla de Rota pone el acento local.

Y así fue como me quedé tranquilo, libre de antojos y caprichos. A ver cuánto me dura…