Cuando salgo de casa sólo necesito andar diez minutos (de los de verdad, no de los figurados) para estar en mitad del campo. Tomo algún viejo camino rural que me lleva a los pueblos vecinos, un sendero que se interna en un olivar o la linde de una extensa plantación de secano, y camino sin más pretensiones que perderme durante un buen rato y olvidarme, así, del asfalto y sus habitantes.
En este cinturón agrícola que a duras penas sobrevive muy cerca del área metropolitana de Sevilla aún es posible encontrar retazos de la naturaleza que un día ocupó estas tierras. Pequeños detalles, elementos que suelen pasar desapercibidos, o a los que apenas se les presta atención y que, sin embargo, todavía desempeñan funciones imprescindibles.
Aunque fuertemente humanizado, el paisaje agrario está salpicado por pequeñas islas de naturaleza. En las franjas de terreno no cultivado todavía crecen algunos setos silvestres, que delimitan las diferentes explotaciones y las protegen de vientos y heladas. En algunos campos de labor aún se respeta la existencia de diminutos bosquetes, pequeños grupos de árboles y arbustos en los que encuentran refugio un buen número de especies animales. Algunas (pocas, muy pocas) riberas de cauces se conservan como auténticos pasillos verdes, corredores en los que el clima se modera y las crecidas encuentran una regulación natural. Y hasta es posible encontrar caminos en los que no falta vegetación y sombra en sus márgenes. Y todos estos elementos, aunque humildes, resultan imprescindibles.
En terrenos pobres y poco profundos, las raíces de una pequeña masa de vegetación silvestre ayudan a que el subsuelo mantenga una cierta porosidad, permitiendo que el agua penetre mejor y permanezca más tiempo. Asimismo, fijan la tierra en zonas sometidas a elevados índices de erosión, sobre todo en cultivos situados en pendiente o en áreas donde las precipitaciones suelen tener carácter torrencial, ambas circunstancias muy frecuentes en numerosas comarcas agrícolas de Andalucía.
“Si hablamos de las riberas de los cauces”, me explicó hace ya algunos años Manuel Cala, especialista en temas agroambientales de Ecologistas en Acción, “este tipo de formaciones vegetales son la mejor defensa frente a crecidas e inundaciones”. Tanto las hojas y ramas de los árboles como el mantillo que cubre el suelo retienen las primeras precipitaciones y ayudan a que la tierra las absorba sin dificultad. Cuando el volumen de agua ya no puede ser retenido, «se desliza sobre el terreno a una velocidad hasta cuatro veces inferior a la que tendría en caso de estar desnudo».
En zonas agrícolas, la conservación de los setos, o la plantación intencionada de los mismos, suele tener un efecto beneficioso sobre el balance global de lluvia, algo muy valioso en territorios donde estas escasean. Las experiencias llevadas a cabo en Estados Unidos hablan de un aumento de hasta el 15 % en el volumen de las precipitaciones, y en Europa Central se han conseguido incrementos del 5 %. Pero no es esta la única forma de capturar agua mediante este recurso natural. Los setos mantienen el aire fresco y húmedo en su interior, lo cual origina una mayor cantidad de rocío nocturno, pequeñas lágrimas que, sin embargo, son vitales para mantener la fertilidad del suelo.
Al actuar de cortavientos, estos pasillos vegetales reducen la erosión eólica, facilitan la polinización, ayudan a que el riego por aspersión no se disperse, frenan el aporte de salitre en zonas costeras y limitan los efectos del granizo o la nieve sobre cultivos y animales. La Sociedad Española de Ornitología, que ha estudiado el valor de estos ecosistemas, recopiló los ensayos que se han llevado a cabo en diferentes zonas agrícolas europeas, en las que se estudió el efecto de estos elementos silvestres sobre la producción. Así, en Francia, las plantaciones de trigo en secano aumentaron su rendimiento en un 15 % cuando disponían de setos cortavientos, y el maíz alcanzó un porcentaje similar. En los Países Bajos, los frutales fueron los más beneficiados, ya que la producción de manzanas llegó a crecer hasta un 75 % y la de peras rebasó el 120 %.
En Andalucía, la existencia de estas pequeña manchas de vegetación tiene, a juicio de Manuel Cala, “un valor añadido, produce bienes directos”, ya que en ellas abundan especies que tienen algún tipo de aprovechamiento, como espárragos, collejas, vinagreras o cardillos, además de frutos silvestres (higos, moras, chumbos, madroños), plantas medicinales y aromáticas, o setas. También sirven de refugio a no pocas especies cinegéticas y a los apreciados caracoles, cuya escasez nos obliga, desde hace algunos años, a costosas importaciones.
La virulencia de algunas plagas, y el consiguiente incremento en el uso de productos químicos para combatirlas, también está relacionada, de alguna manera, con la paulatina desaparición de estos ecosistemas, en los que habitan todo tipo de predadores, desde murciélagos hasta aves insectívoras, pasando por las lechuzas y otras rapaces nocturnas.
Ya se que no es la Amazonia, pero todo esto nace, crece, se reproduce y muere… a tan solo diez minutos, andando, de mi casa.
Muy sensible el mensaje que nos envías y que comparto en su totalidad. Las selvas de asfalto y ladrillo en la que la población malvive impiden, no solo ver las estrellas, tambien olvidarnos de que hace muy pocas décadas fuimos rurales y sintonizabamos con un medio natural que formaba parte de nuestra existencia. La revolución industrial no ha sido la panacea, ni siquiera para los que con ella se han hecho millonarios de dinero, a costa de carecer de otras riquezas. Por cierto, la sopa de champiñones, ¡riquísima! y el vino verde ¡superior!
A veces el paraíso está en la puerta de casa…