
Los hay que acumulan negrura como si esa fuera la única manera de encontrar la luz, de construir la esperanza. Menudo contrasentido…
«Me espeluzna ver la escasa cantidad de personas que conservan en la mirada algún rastro de ilusión y de poesía -de la ilusión y de la poesía de los diecisiete años-. En la mayoría de los ojos se ha difuminado todo brillo por las cosas inconcretas y graciosas, gratuitas, fascinadoras, inciertas, apasionantes». (El cuaderno gris, Josep Plá)
Hay una edad en la que ya no se espera nada y otra en la que todo está por venir. Y ninguna de las dos tiene fecha fija: cada cual decide cuándo termina una y empieza la otra. Para distinguirlas existen ciertos indicadores generacionales que, a veces, ayudan a determinar si ese momento vital en concreto corresponde a la esperanza o ha caído del lado del pesimismo. Hay señales que marcan a los que ya no esperan nada y otras que son propias de aquellos que lo esperan todo.
Si hay un indicador generacional en el que no me reconozco, un rasgo del carácter al que no presto mucha atención y del que (paradójicamente) me voy alejando conforme cumplo años, es el del terribilismo. No puedo con ese discurso agrio en el que se mezclan el apocalipsis, la culpa, las conspiraciones y, sobre todo, el fatalismo («nada tiene ya remedio», me aseguran algunos de mis contemporáneos, y si lo tiene, añaden, será apenas un parche que no nos librará de un sinfín de tormentos). Frente al pesimismo que dicta la razón (y quizá hasta la experiencia) yo enfrento (casi) todos los días el optimismo de la voluntad. Creo que es una obligación ética, un dictado moral al que hay que entregarse si uno se mezcla con estudiantes, con jóvenes confiados en mejorar su realidad y la de sus semejantes, con aquellos que están, afortunadamente, en la edad del porvenir. Más allá del conocimiento o la pedagogía, el optimismo (razonado y razonable) es, sin duda, la más valiosa virtud cuando compartimos nuestras pocas certezas (y muchas incertidumbres) en escenarios (colegios, institutos, universidades… y hasta redes sociales) donde lo que se espera de nosotros son esperanzas (reales) y no lamentos y peroratas estériles, discursos que sólo conducen al enfado, la melancolía, la angustia o la inacción. Mi experiencia me dice que ninguna de esas cuatro actitudes es muy útil a la hora de resolver un problema, por pequeño que sea, y, lo que es peor, algunas de ellas, como ocurre con el enfado, pueden incluso derivar en acciones destructivas que a nadie ni a nada sirven (si bien en determinadas circunstancias hay quienes, con ceguera o mala intención, las juzgan inevitables y necesarias).

El gran diluvio (Paul Gustave Doré, 1843).
Es tremendamente fácil pasar de un enfado más o menos justificado a una espiral de violencia, aunque sólo sea verbal, que jamás debería tener justificación. Los que odian siempre buscan excusas mientras que a los que aman siempre les sobran motivos. Y ahí andamos, en el difícil equilibrio de intentar contener sus grandes excusas con nuestros pequeños motivos, sin más herramientas que el diálogo sincero, ese que nace, en libertad, de la razón y no de un dogmatismo ciego («Se puede tolerar la opinión errónea donde la razón es libre de combatirla», decía Jefferson). En fin, tanto en este blog como en mi día-a-día no-virtual sigo empeñado en defender el valor de la tolerancia y la paz, del diálogo, la amabilidad y la construcción. Y aunque resulte extraño (a mi al menos me parece muy raro) recibo una buena ración de estopa a propósito de esta apuesta vital, porque, aunque resulte extraño (a mi al menos me lo parece), hay muchos individuos abonados al terribilismo, convencidos de que ya no hay lugar para la esperanza, de que en estas circunstancias apocalípticas no caben posturas blandas ni actitudes conciliadoras. La amabilidad, la educación y la cortesía son ñoneces que sólo sirven de consuelo a los pusilánimes: es la guerra, y en la guerra (casi) todo vale. Es el diluvio universal, sálvese quien pueda…
Aunque resulte extraño, insisto, los hay abonados, en exclusiva, a las malas noticias, como si ellas fueran el único motor del cambio, como si de la acumulación de negrura pudiera nacer alguna luz, alguna esperanza. Son fáciles de reconocer: raramente admiten el humor como uno de los rasgos característicos del carácter humano, y menos aún como una fórmula de entendimiento en circunstancias adversas. Sospechan de la alegría, y siempre piensan mal (convencidos de que así el acierto está garantizado). Todo es para ellos demasiado serio, demasiado grave, demasiado trascendente, demasiado negro, demasiado terrible…

La alegría de vivir (Henri Matisse, 1906).
La situación es grave en muchas parcelas, pero generalizar es simplificar, y no es real ni justo. No todos los políticos son corruptos. No todos los funcionarios son unos vagos. No todos los empresarios son unos ladrones. No todos los ecologistas son unos radicales. No todos los periodistas son unos vendidos. Yo me sigo informando gracias a un buen número de periodistas que, en medios convencionales o no, con muchas o pocas dificultades, siguen haciendo un magnífico trabajo, con una mirada plural y democrática sobre el mundo (complejísimo) que les rodea.
Los problemas son graves, claro que sí, pero nuestras capacidades y nuestro compromiso, el de muchísimas personas, están a la altura de ese reto. Yo así lo creo. Por eso, a pesar de todo, confío en la voluntad, la creatividad y la conciliación. Por eso, a pesar de todo, soy (razonablemente) optimista, y mi optimismo está en la calle, en los más humildes, en los que libran serenamente una batalla desigual, pero mi esperanza también está en el despacho de una catedrática comprometida, en la consulta de un médico comprometido, en el concierto de un músico comprometido, en el verso de una poetisa comprometida…
Hace (mucho) tiempo que, afortunadamente, dejé de dividir el mundo en buenos y malos sin conocer apenas a los que juzgaba y clasificaba, y ahora estoy empeñado en alejarme de los terribilistas, que también suelen ocupar ese mismo territorio oscuro juzgando a diestro y siniestro, emitiendo certificados de pureza y condenando a todos los que no comulgan con su doctrina. Sí, ya se que esto supone renunciar a la compañía de muchos de mis contemporáneos, pero creo que compensa. Mi padre así lo hizo y se mantuvo joven y, sobre todo, optimista y jovial gracias a que, como él mismo aseguraba, «apenas me junto con gente de mi edad». Su edad fue siempre la edad del porvenir.
Apoyo y celebro tu apuesta contra el terribilismo
Estamos en el mismo bando amigo, tenemos la misma edad 😉
¡Bravo, amigo Monti! Por favor, no pierdas ese positivismo y esa permanente juventud mental. Y, sobre todo, no pierdas ese gran sentido del humor gaditano-cordobés que te caracteriza. Los menos jóvenes necesitamos todas esas virtudes tuyas para seguir sobreviviendo a la amenazante negrura.
Amigo Carlos: tu también tienes la edad del porvenir, por eso cuando estamos juntos aprendo tanto y celebro tanto 😉
[…] las propias. Y los segundos porque, en el mejor de los casos, han llegado a la conclusión de que compartir todo tipo de malas noticias nos predispone a la acción, olvidando que ese abuso de catastrofismo sólo conduce a la angustia […]