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No falla. La secuencia lleva repitiéndose desde hace décadas, y la pamplina asociada a la misma… también. Después de un intenso periodo de sequía llegan las lluvias y los cauces, como es lógico, recuperan su caudal, y es entonces cuando el coro de cuñaos entonan el argumento que pisotea el ciclo hidrológico: «con la faltita que hace, es intolerable que los ríos tiren agua al mar». No, en el coro no sólo hay indocumentados, también encontramos políticos con mando en plaza, periodistas con saneadas audiencias y empresarios que cotizan en el Ibex, por citar tres colectivos respetables. La memez no hace distingos y su efecto es, por tanto, demoledor en amplias capas de la sociedad, ávidas de juicios sencillos frente a problemas complejos.

También tenemos a los que esgrimen la primera gran nevada del invierno para discutir la existencia del cambio climático, los que rebuscan en la hemeroteca hasta encontrar un recorte del XIX donde ya hablaban de veranos tórridos sin necesidad de que lo dijera Greta Thunberg, los que achacan al lobo (al buitre, al oso, o a cualquier otra alimañana protegida) ataques sanguinarios a diestro y siniestro, los que señalan una estela de vapor o una nube raruna para denunciar la secreta fumigación de los ciudadanos, los que aseguran que el concepto de «ciudades 15 minutos» es una fórmula para impedir la libre circulación de los vecinos, los que rebajan la utilidad de los paneles solares porque no se pueden reciclar, los que creen que las regulaciones ambientales acabarán con las sociedades rurales, los que critican que se estén demoliendo presas en plena sequía, los que no separan plásticos o cartones porque todo se mezcla en el camión de la basura, los que mantienen que los municipios situados en espacios protegidos son más pobres, y así… hasta el infinito.

No es fácil combatir tal cantidad de bulos y tampoco resulta sencillo mitigar el cuñadismo que tanto éxito tiene entre los populistas (insisto: no hay nada más tranquilizador que un juicio rápido y simple frente a un problema complejo). Quizá la herramienta más efectiva sea la misma que suelen usar los cuñaos (con el permiso de algunos colegas, encantados de prestarles un buen altavoz): mensajes breves, pero en este caso rigurosos y amenos, en el medio más generalista que existe, el que penetra en todos los sectores de la sociedad.

Así nace esta lista de reproducción (CUÑA.2) en mi canal de YouTube. Breves cuñas, intervenciones concisas, de unos dos minutos de duración, en programas de Canal Sur Televisión, como «Despierta Andalucía», donde me brindan la oportunidad de hacer ciencia, y conciencia, para todos los públicos. Una colección de explicaciones, asequibles, a cuestiones ambientales de actualidad. El caso es captar la atención de algún cuñao y tratar de acercarlo así al lado sensato de la fuerza…

Sí, en televisión es posible explicarse en dos minutos sin convertirse en un cuñao

Machacar. El verbo, contundente, no está elegido de forma caprichosa. Ni siquiera debería considerarse excesivo: cualquiera que conozca esta profesión sabe que describe con bastante precisión nuestro día a día. Yo mismo hubiera elegido, sin pretender causar escándalo ni tan siquiera llamar la atención a cualquier precio, verbos igualmente rotundos y descriptivos, como, por ejemplo, “vapulear”, “aplastar”, “despreciar”, “acosar”, “maltratar”, “abusar”, «explotar» o “apalear”. No, no se trata de alimentar el morbo, se trata de visibilizar lo que está oculto, levantar la alfombra donde se esconde la mugre del periodismo, revelar el tabú y proponer algunas soluciones desde la sensatez.

Hace años decidí incorporar a todas mis intervenciones públicas, y en especial a aquellas que se desarrollan en escenarios vinculados a la educación, una referencia, aunque fuera escueta, a las pésimas condiciones laborales en las que trabajan, en las que trabajamos, la mayoría de los periodistas de este país. A veces comento, con cifras objetivas, los sueldos ridículos y horarios inasumibles, en otros casos hablo de la presión insoportable que se aplica en muchas redacciones, de la brecha de género, de la imposible conciliación familiar, de los frecuentes casos de acoso, de las estrellas  que viven del estrés de sus subordinados, de las malas maneras y los modos agresivos como norma aberrante, de cómo el talento se vampiriza, de la promoción de los gilipollas (que diría el filósofo Aaron James) convertidos en los máximos exponentes del peor liderazgo, de la epidemia de depresiones y crisis de ansiedad que salpica las plantillas, de las adicciones que ayudan a sobrellevar el infierno, de una salud mental estigmatizada y desatendida y, sobre todo, del silencio cómplice de empresas, sindicatos y organizaciones profesionales, y de los representantes de todas estas corporaciones (con honrosas excepciones, por supuesto, que la generalización no sería justa).

Finalmente, al cabo de cientos de conferencias, cursos, seminarios y charlas informales, decidí incorporar un mantra a mi intervención, fuera cual fuera el tema sobre el que tuviera que disertar (la última vez que lo usé, hace apenas una semana, hablaba en Málaga de divulgación científica aplicada a la conservación de los océanos), un mantra que resumiera esta desazón profesional, de manera que cualquiera, sin distinción de edad u oficio, la entendiera y, quizá, vislumbrara el alcance del problema: “Es imposible un periodismo digno en condiciones indignas”. Con estas ocho palabras está todo dicho, aunque los que quieran conocer con más detalle esta indignidad ya tienen, por fortuna, a especialistas como Mar Cabra, quien después de tocar el cielo del Pulitzer conoció el infierno de esta profesión, y desde ahí, desde ese lugar íntimo y doloroso, ha ido reconstruyéndose y construyendo un espacio para la esperanza (segunda recomendación para colegas: visitad la web de la ONG The Self-Investigation, de la que Mar es cofundadora y directora ejecutiva, organización que promueve una cultura laboral saludable en las industrias del periodismo y la comunicación).

A veces los periodistas no tenemos más remedio que escribir de oídas, construyendo un relato fiable sostenido en el testimonio de nuestras fuentes, pero en este caso nosotros mismos somos la fuente y, aún así, caemos en el absurdo de denunciar los abusos de otros, buscando y rebuscando fuentes creíbles (para hacer justicia), sin ser capaces de confesar, y documentar, los abusos que nosotros mismos sufrimos, sin atrevernos a señalar a los abusadores, sin identificar a los cómplices necesarios. El que señala es señalado, y no siempre goza de la protección laboral suficiente, el arrojo o la fortaleza de ánimo necesarias para resistir las embestidas de los que generan esos ambientes tóxicos, de aquellos que los toleran o los que, desde una épica profesional trasnochada y ridícula, los alientan asegurando que esta “no es una profesión para blandengues”.

No, sobre esta indignidad no escribo de oídas, ya me gustaría. Conozco bien el “entorno tóxico” del que habla Mar, el burnout que se lleva por delante a los que no pueden soportar ese choque entre ideales/vocación y cruda realidad, el discurso áspero de los que desatienden los sentimientos, el cinismo de los que dicen que los periodistas estamos para mejorar la calidad democrática de la sociedad y lo hacen desde la dictadura más cruel, la vacuidad de quienes consideran que la formación es un dispendio, un estorbo (hace demasiado críticos a los comunicadores) y una pérdida de tiempo y, sobre todo, conozco muy bien a los que, a pesar de sus responsabilidades, protegen a los que alimentan esa hoguera y desprecian o ignoran (no sé que es peor) a los que la sufren a diario. Todos estos individuos, o la mayoría de ellos, lucen, de puertas afuera, elegantes disfraces que no sólo disimulan su maldad sino que, incluso, llegan a convertirlos en próceres del mejor periodismo, del más humano.

Y todo esto sigue ocurriendo, con elegante discreción y entre bambalinas, mientras asistimos al descrédito social de nuestra profesión (terrible paradoja: nunca hemos consumido más información, pero nunca hemos desconfiado más de la información que consumimos), avivado por una de esas coyunturas, una más, en la que el valor del periodismo es cuestionado precisamente por la mala praxis de algunos de sus más notables representantes, que, sin pudor alguno, presumen, como gorilas en celo, de su falta de ética, de su manifiesta amoralidad. Estos primates pasados de testosterona (hormona que también hace estragos entre algunas periodistas, ojo) ni siquiera se disfrazan, quizá porque tienen suficientes palmeros que los animan, que las jalean, en sus disparates.

Una amiga de Mar, que también lo es mía y que no pertenece a nuestro gremio (aunque lo sufre y respeta), me preguntaba, después de leerme en RRSS, si no había llegado el momento de que los periodistas, algunos periodistas al menos, nos rebeláramos contra este sinsentido, si no era ya hora de un “se acabó” como el que ha removido los cimientos, carcomidos, de otras profesiones que también proyectaban un falso glamour, una felicidad de attrezzo. Yo creo que sí, que ya toca repensar, desde dentro, el periodismo, un periodismo en llamas, para evitar que nos machaque, para hacerlo más humano y más digno.

Nota al pie 1.5.24:
Los acontecimientos políticos de los últimos días han hecho aún más oportuno este post que escribí a finales de marzo. En este torbellino de regeneración que nos invade ahora, y que pasará, como todos los torbellinos, se incluye al periodismo patrio y sus anomalías, obviando, una vez más, el hecho de que las condiciones laborales determinan en gran medida la calidad de las informaciones que ofrecemos. Y luego, por supuesto, atendida la esfera laboral a la que dediqué las líneas anteriores, tendríamos que detenernos en el fenómeno de los bulos (interesados o torpes, que no es lo mismo pero igual da) que nacen de una mala praxis consentida (ver Un periodismo increíble), de la llamativa falta de formación y la esperpéntica manera de suplirla (ver Periodismo por ósmosis), de cómo el periodismo de sucesos lo fagocita todo con las lógicas consecuencias (ver Periodismo de borrascas), de la triste extinción de los referentes, de los maestros, y del sentimiento de orfandad al que nos conduce (ver La tribu de Manu), de las nuevas fórmulas de censura y autocensura (ver La risa, el ruido y el rigor), o del clamoroso olvido de los pilares básicos de esta profesión consumidos por las prisas y las baraturas (ver ¿De qué sirve correr?).
Si nos vamos a embarcar en una regeneración del periodismo hay mucha faena por delante y poco interés, me temo, en las propias empresas de comunicación. No veo yo muchas ganas de acometer este trabajo titánico, imprescindible y urgente si no fuera por el grado de tolerancia que hemos llegado a adquirir profesionales y políticos, periodistas y ciudadanos.

PD: Desde luego, y por desgracia, lo que cuento se sufre en otras muchas profesiones, y también es cierto que los que gozamos de mejores condiciones laborales y un cierto reconocimiento profesional (labrado a pico y pala, en una carrera que es mitad de fondo, mitad de obstáculos), aún sufriendo algunas de las indignidades que señalo, estamos en mejores circunstancias para enfrentarnos a ellas, denunciarlas, señalar a los victimarios y a sus cómplices, y, además, sobrevivir, aunque sea con heridas de pronóstico reservado, a sus efectos nocivos.

Todo empieza con un buen cuchillo y una tabla de madera…

Todo no se puede tener: los que practican el ayuno como vía espiritual se pierden la cocina como camino meditativo. Santa Teresa aseguraba que «Dios está entre los pucheros», y en la tradición zen el trabajo del cocinero es pieza clave en cualquier monasterio. En definitiva, a la santidad también se llega preparando una salsa tártara casera, aunque ninguna iglesia recoja la trascendencia de este milagro cotidiano, ni consideren un pecado mortal comprarla envasada. Y que conste que este aliño sólo fue el primer paso en mi camino iniciático hacia un brioche de calamares fritos (versión 2.0), mojado con una Mencía sacra.

En la cocina, como en otras tantas tareas vitales, el paso de los años me ha servido para ir destilando lo esencial, prescindiendo de las florituras estériles y concentrándome en esos detalles que resultan de una aparente intrascendencia pero que esconden el verdadero placer de enfrentarse a una receta tradicional, para hacerla tuya.

Cada vez me gusta menos comer fuera de casa, arriesgándome a volver con claros síntomas de envenenamiento y grave adelgazamiento de cartera, pero cada vez necesito más comer en algunos sitios, fuera de casa, para aprender, para copiar, para versionar. Este plato, en ejecución un poco más rústica, me lo ofrecieron en un mesón de barrio, en el que nunca hubiera imaginado una propuesta así de iconoclasta y afrancesada, escondida entre guisos de carrillada y pavías de bacalao.

A veces, como me ha pasado con este brioche de calamares, consumo la mayor parte del tiempo en trocear los ingredientes a mi gusto, con delicadeza. Podría pasar horas manejando el cuchillo sobre la madera, buscando el corte preciso, la brunoise perfecta. Ese es el detalle de esta receta, el trabajo, delicado, que conduce al placer… antes del placer. Allá vamos…

Medio kilo de calamares frescos, de mediano tamaño.

Un paquete de rebanadas, gruesas, de pan brioche.

Harina para freír pescado (semolosa)

Mezcla, al 50 %, de AOVE y aceite de girasol

Lima

Salsa tártara:

Un tarro pequeño (200 gramos) de buena mahonesa (me gusta especialmente de la marca MUSA).

Una cucharadita de mostaza de Dijon.

Dos cucharadas de alcaparras y tres de pepinillos agridulces pequeños.

Media cebolla morada.

Un huevo duro.

3-4 rábanos pequeños.

Un poco de perejil fresco.

Comenzamos rallándole la piel de una lima a los calamares, para que tomen un poquito de sabor cítrico.

Luego preparamos la salsa tártara, para lo que unimos la mahonesa con la mostaza. Picamos el resto de ingredientes, en trozos bien pequeños, y los añadimos, mezclando todo bien. La proporción de cada ingrediente podemos ajustarla a nuestro gusto (a mí, por ejemplo, me gusta acentuar el sabor a mostaza y a rábano).

Troceamos los calamares en anillas y los pasamos por la semolosa, sacudiendo el exceso de harina. Llevamos la mezcla de aceites a la temperatura adecuada (alrededor de 200 ºC) y freímos los calamares hasta dejarlos dorados y crujientes (aunque jugosos).

Tostamos ligeramente las rebanadas de brioche, ponemos sobre cada una de ellas una abundante capa de salsa tártara y rematamos con los calamares.

Nada de cubiertos para esta delicia, que se come con las manos. Eso sí, el Mencía, de la Ribera Sacra, merece una copa a su altura (yo abrí un Guímaro).

Así quedó la versión de este brioche tártaro de calamares, sobre mi vajilla añil, en mi refugio gaditano.

El paisaje seco de un humedal como Doñana dice mucho, y seguro que por su peso mediático ha ayudado al acuerdo, pero esta es solo una señal de un problema, complejo, que debería generar muchos más acuerdos.

Cuando hace algunas semanas la Junta de Andalucía y el Gobierno central anunciaron que abrían una ronda de negociaciones para tratar de solucionar el conflicto generado por el uso del agua en el entorno de Doñana celebré el gesto, algo que algunos amigos no entendieron, presos, quizá, de la misma desconfianza que arrastran estas dos administraciones a propósito de este y otros asuntos. Pero es que precisamente la desconfianza es la que debería empujarnos, siempre, a buscar fórmulas de entendimiento. Es de Perogrullo: quienes discrepan, pero mantienen la confianza (como ocurre, por ejemplo, en muchas familias), no necesitan establecer sofisticados mecanismos de diálogo. El esfuerzo de entenderse queda reservado, y honra, a los que además de no coincidir en sus apreciaciones tampoco se fían del contrario.

Como el gesto, insisto, me pareció muy valioso (en un escenario político particularmente áspero y ruidoso), en mis redes sociales añadí algunos razonamientos con los que defender mi opinión a contracorriente. “Cuando en un conflicto (Doñana, por ejemplo)”, escribí el pasado 5 de octubre, “se abre la vía del diálogo, alimentando así nuestra esperanza, siempre cito a uno de los pensadores contemporáneos que junto a otros maestros de cabecera (Kumar, Russell, Weil) más me ha inspirado, y más ha trabajado en lo que podríamos considerar una <arquitectura de la paz>. Dice Johan Galtung, sociólogo y matemático noruego, que en un conflicto entre partes no se trata de convencer, se trata de escucharlas a todas para entender, para entenderlas, y luego se necesita <mucha creatividad para tender puentes entre objetivos legítimos, porque todas las partes tienen, como mínimo, un objetivo legítimo>”. ¿Y no es este  -me pregunto casi dos meses después- el sentido último de la (alta) política?

El acuerdo alcanzado entre Juanma Moreno y Teresa Ribera honra a ambos políticos, porque, al igual que en su día ocurrió con el futuro del lince, supone sobreponerse a las diferencias, y sobre todo a las estrategias políticas, en favor del bien común, reconociendo, como dice Galtung, que todas las partes tienen, como mínimo, un objetivo legítimo.

No soy de escritura atropellada ni de análisis urgentes, a pesar de ser periodista (o por eso mismo, porque creo que cierto periodismo necesita de cierto reposo), pero una vez situada la  noticia en ese marco de celebración, conviene no separar los pies del suelo y señalar, como mínimo, dos elementos que, a mi juicio, hacen que el acuerdo no se pueda considerar una solución al problema de la conservación de Doñana (si como solución entendemos un desenlace que resuelve, de manera definitiva, el atolladero), sino, más bien, la baliza que marca el camino que habría que seguir a partir de ahora.

Por un lado, aunque nadie haya dado voz a esos territorios en el agrio debate que se ha generado en torno a Doñana, habría que tener en consideración a todas aquellas comarcas rurales andaluzas ( y son muchas) en donde se necesitan intervenciones públicas decididas (es decir, con proyectos y financiación). Intervenciones que permitan por un lado conservar la biodiversidad y los servicios ecosistémicos ocultos que dichos territorios prestan al conjunto de los ciudadanos, y por otro garanticen que los habitantes de dichos territorios puedan vivir dignamente. Si no frenamos el despoblamiento rural, sobre todo en espacios de gran valor natural, de poco van a servir los esfuerzos en un punto concreto del territorio, por muy valioso que este sea. Ya quisieran los vecinos de Cazorla, Segura y Las Villas, Sierra María-Los Vélez, Sierra de Hornachuelos o Sierra de las Nieves, ocupar minutos en los informativos nacionales, atención en los debates políticos de altura y recursos en las decisiones presupuestarias de las administraciones. Apostar por un modelo de desarrollo sostenible (uno más, no nos engañemos, por mucha confianza que tengamos en este último) para la comarca de Doñana debería ser el comienzo de una senda que nos lleve a articular esta fórmula de convivencia entre conservación y desarrollo, mediante consenso, en otros muchos territorios (por no decir en todo el territorio).  

Y la segunda cuestión que, creo, debemos tener en consideración para no confundir el acuerdo alcanzado con una solución definitiva es el origen del conflicto, un elemento que es del todo  irresoluble: el carácter finito de los recursos naturales y, en particular, del agua. Por fin se pone sobre la mesa esta limitación y se reconoce que no hay agua suficiente para mantener el humedal, las explotaciones agrícolas, el uso turístico y cualquier otro aprovechamiento. Y posiblemente no baste con detenerse en esta carrera sin sentido, aunque esto ya es mucho visto lo visto hace tan sólo dos meses, sino que este esfuerzo por reordenar los usos debería ser el comienzo del decrecimiento, por mucho que esta palabra espante a algunos. El cambio climático nos conduce a un escenario muy complicado, sobre todo en el sur de Europa, de manera que si algunos recursos son hoy escasos lo van a ser mucho más a corto plazo, y en esas circunstancias va a ser necesario un gran acuerdo social, tejido desde la política (que para eso está), que nos sirva para decidir qué queremos hacer, siendo conscientes de a dónde nos conduce cada decisión y cuál es el coste de la misma (y en ese coste, ojo, no podemos olvidar ni a las generaciones futuras ni a los colectivos y los territorios más desfavorecidos).

Hoy estoy contento porque los políticos han hecho su trabajo, los científicos les han aportado las necesarias razones para actuar,  y la sociedad civil, organizada en torno a diferentes colectivos, no ha dejado de mostrar su preocupación por este conflicto. Pero esta no es la solución, es el camino, el modelo a seguir para las soluciones, diferentes según los casos, que vamos a necesitar para adaptarnos, y sobrevivir (sin sacrificar la empatía y la justicia), en el mundo que nos ha tocado vivir. Doñana debería ser el espejo en el que mirarse si queremos sortear esta crisis que, no nos engañemos, no es una crisis ambiental, es una crisis existencial.

Los pianistas incompetentes y, por este motivo, más o menos frustrados (a pesar de los muchos esfuerzos por establecer una relación amistosa con el instrumento de nuestros sueños), solemos disfrutar de aquellas películas donde se exponen los placeres que nos son vetados, los paraísos a los que jamás nos conducirán nuestros torpes dedos. Documentos audiovisuales que muestran las habilidades de los intérpretes más solventes, las vidas apasionantes de los concertistas que seducen a públicos exigentes; el glamour, la delicadeza o la rotundidad con la que recorren los mejores auditorios del mundo. Imágenes que nos hacen acariciar lo que nunca estará a nuestro alcance y, aún así, sigue alimentando el placer de estos pobres pianistas frustrados que se conforman con ser espectadores.

Una de esas películas con las que fantaseo, en posición de mandíbula caída y ojos acuosos, es la australiana “Shine” (1996) que, con exquisita sensibilidad y un humor que suaviza la tragedia, nos revela la vida del pianista David Helfgott, un virtuoso atormentado por el maltrato de su padre y por la elevada exigencia técnica, y emocional, que precisan algunas de las piezas monumentales a las que se enfrentó (en especial el ciclópeo concierto número 3 de Rajmáninov).

Cuando la vi por vez primera, me sobrecogió la impecable interpretación de Geoffrey Rush (que le valió un óscar), capaz de revelar el dolor y la gloria entre las que se debaten los genios; las imprescindibles virtudes que nos aportan los seres creativos que crecen a contracorriente, sorteando incomprensión, mofas y zancadillas; la luz que ponen donde solo hay oscuridad; su lucha, solitaria, contra lo rutinario y grisáceo; su implicación hasta límites que conducen a la autodestrucción; su esfuerzo titánico por comprender los infinitos matices que se esconden en una partitura que nos conecta con lo sublime. Salí del cine convencido de que, más allá de los guiños musicales que tanto nos gustan a los pianistas frustrados (Chopin, Liszt, Rimski-Kórsakov, Schumann…), la película planteaba una valiente defensa de la diferencia, una aceptación de las enfermedades mentales como tributo a una extremada sensibilidad o a una vida tortuosa; una reivindicación, en definitiva, del artista capaz de inmolarse en su búsqueda de la belleza, sacrificio y tarea que pocos, más allá del mártir en cuestión, aprecian en su justa medida.  

Pocos, sí, pero esos pocos son decisivos, imprescindibles, y esa es la clave que, en un discreto segundo plano, me ha parecido más trascendente en esta revisita a “Shine”. Ya escribí de cómo la creatividad es elogiada pero perseguida, y de lo importantes que son aquellas personas que se ocupan de defender a los diferentes, de reivindicar su derecho a ser diferentes. Los que hacen suya la valentía de aquellos que exploran nuevos territorios desconocidos y se internan en los infiernos para traernos, entre sus propias cenizas, una pizca de belleza y de eternidad. David Helfgott sobrevivió gracias, sobre todo, a las mujeres que lo abrazaron en su delirio, a los amigos que soportaron su brillo y a los niños que compartían entre risas su trasgresión.

En realidad, lo que quiero decir es que estoy cansado de los poderosos que aplauden en el concierto, entre sus iguales, y a la salida piden que limpien las calles de músicos callejeros. A los simples que aplauden a estos poderosos convencidos de que reclaman una sociedad justa y ordenada. A los que nos quieren a todos iguales, iguales a ellos mismos, y a los diferentes los necesitan encerrados, alejados, pobres… o muertos. A los tontos útiles, comparsa imprescindible de los malvados, y a los inteligentes que malvenden su talento a los desalmados. Y frente a ellos me conmueve la firme determinación de los que, sin llegar a entender del todo qué hay en esos corazones dominados por una libertad extrema, defienden el derecho, y la alegría, a la diferencia.

Ya lo tengo en el jardín de casa, bajo el olivo, que es en donde mejor se lee.

Los cenáculos de periodistas me aburren, siempre me han aburrido. La endogamia de este oficio, como la de todos los oficios, es insufrible, y los concursos de egos algo impropio de personas adultas. Y los dos, felizmente, coincidimos en esta traición a la quintaesencia de la etología del gremio. Por este, u otros motivos más prosaicos, nunca coincidí con Héctor Márquez, aunque durante años fuimos vecinos de periódico en El País, él con sus crónicas culturales y yo con las mías (en verde). Pero el azar, que es tozudo, quiso que nos encontráramos en Málaga pocos días antes del confinamiento, convocados por Raúl Alcanduerca, en La Térmica. Y ahí empezó todo. Empezaron las ganas de hacer cosas juntos, los mensajes de guasap, las videoconferencias, los seminarios online durante la pandemia, los proyectos… Héctor es un agitador cultural en el sentido estricto del término: una vez que entras en su coctelera sabes que ya no podrás escapar pero que de ese torbellino, y de esa mezcla de ingredientes, saldrá un bebedizo a la altura del bálsamo de Fierabrás (estimulante y curativo, a partes iguales).

Un día dijo que quería poner en marcha una colección de libros bajo el título “Aula Savia”,  un marchamo que ya había utilizado para compartir conocimientos en torno al mundo vegetal (y sus maravillas); una colección que sirviera de homenaje a la mítica figura de Paco Puche (uno de los imprescindibles en los orígenes de esto, el ecologismo andaluz, al que hoy se apunta hasta el Tato). Y yo sabía que habría colección, y habría libros, y habría alegría compartida. En el tesón de Héctor tengo plena confianza, porque es un tesón austero, humilde, generoso, que sólo requiere de los lazos que tejen la amistad y el asombro.

A mitad del pasado mes de agosto Héctor se presentó en mi lejano refugio del Valle del Silencio, en la Tebaida Berciana, al pie de los Aquilianos, con mi libro, uno de los tres con los que iba a arrancar la colección, bajo el brazo. Nunca he corregido unas pruebas de imprenta con más gusto, en mejor compañía ni en escritorio con mejores vistas. Y antes de que nos alcanzara el otoño ya estábamos en el Jardín Botánico de La Concepción, en la periferia de Málaga, los tres autores a los que Héctor había agitado para inaugurar la colección: Joaquín Araujo ( y sus Emboscadas), Aina S. Erice (con La consolación de la clorofila) y un servidor (con mi Naturaleza en calma).

El nombre de la colección no puede ser más bonito, el padre de la idea no puede ser más buena gente, la compañía es del todo inmejorable y el lugar de la cita bellísimo.

Quien quiera saber de qué van estos tres libros… tendrá que comprarlos. Los tres autores, y el capitán del Aula, vivimos de escribir, qué le vamos a hacer, aunque los magros ingresos que de seguro nos reportarán estas letras apenas den para unos espetos con unas copas de malvasía (dos de las mejores ocupaciones de quien está vivo). La venta online está disponible en este enlace de la Librería Proteo.

PD: No es verdad, la naturaleza nunca está en calma. La vida anda burbujeando a todas horas, sin descanso. Hay una fértil agitación de la que participan todas las criaturas. No hay equilibrio posible, ni silencio. Quizá haya un orden oculto en ese caos, pero los humanos no llegamos a descifrarlo en sus infinitos matices. La calma que anuncia mi libro es la del observador, la que se requiere para enfrentarse al reto de ese conocimiento, un esfuerzo en el que necesitamos implicar a la razón, a los sentimientos y, sobre todo, a la conciencia.

Desde este blog, y durante más de una década, he examinado con calma el mundo que nos rodea, tratando de entenderlo para poder explicarlo. Y eso es lo que he sumado a nuestra Aula Savia: un resumen de ese afán por mirar con asombro lo cotidiano y con serenidad lo extraordinario. Hay oscuridad y zozobra, lo sé, pero no me vale la angustia, ni el pesimismo, ni la apatía. Creo que hay esperanza, y un libro compartido siempre alimenta esa esperanza.

Cuando más me gustan los platos es cuando todo está por hacer, cuando reparto los ingredientes en la encimera para componer un bodegón de lo que vendrá. Así empezó este marmitako de melva fresca.

Si no fuera por este blog, como en su día mi madre hizo con su pulcra libreta en la que hasta dibujaba los platos, yo habría olvidado muchas de las recetas con las que celebro la llegada de las vacaciones (o, en general, estar vivo). Como para mí la cocina es terapia, cada vez que me ato el mandil es como si me tumbara en el diván y comenzara un relato que es muy antiguo, que remite a las raíces de mi personalidad, pero que, al mismo tiempo, es completamente nuevo, que trata de explicar lo que sucede en ese justo instante. La cocina es aquí y es ahora (menos mindfulness y más pucheros borboteando), es atención plena para dejar de estar demasiado pendientes de lo intrascendente, es serenidad frente a la furia (sobre todo la laboral), es generosidad, celebración compartida, memoria y atrevimiento. Cuando me ato el mandil me olvido de todo lo que no es necesario en una cocina. Cuando cocino termino olvidando lo que he cocinado, y, como me repito poco, no tengo más remedio que dejar algunas anotaciones en este blog para poder servirme de inspiración a mi mismo cuando un día se me apetezca comer eso que-nos-gustó-tanto-pero-que-no-tengo-ni-idea-de-cómo-lo-hice.

Las dos recetas con las que este año celebré la llegada de las vacaciones sólo tienen en común que son muy marineras y que todos los ingredientes se pueden comprar en un supermercado medio decente. Hablamos de un marmitako de melva fresca, muy académico (creo), y una ensalada de salmón con todas las florituras asiáticas que había en el súper (como nombre para una receta tiene poco glamour, pero yo me entiendo).

Marmitako de melva fresca.

  • 2 melvas frescas (que no llegaron a los dos kilos)
  • 2 cebollas grandes, 1 pimiento verde, 1 pimiento rojo y 1 puerro
  • Laurel, guindilla, perejil, pimienta en grano, pimienta molida, pimentón dulce y colorante.
  • 4 patatas medianas.
  • Tomate natural triturado
  • Fumet de pescado (en caso de emergencia: agua caliente con una pastilla de caldo de pescado)
  • Fino de Jerez o manzanilla de Sanlúcar

Mi hijo me llamó desde el mercado para decirme que había unas melvas frescas, de la Cofradia de Getaria (ojo, poca broma), al ridículo precio de 6 euros el kilo. No tardé ni medio minuto en imaginar lo qué iba a hacer con esas preciosuras vascas. Saqué los lomos, los sequé bien, los corté en dados, los salpimenté y… al frigorífico. Mientras, le metí mano a un pochado académico de cebolla, cortada en juliana, tres o cuatro dientes de ajo, bien picaditos, y una guindilla (todo bañado en un buen AOVE). Cuando la cosa empezó a ablandarse añadí un pimiento rojo, uno verde y un puerro, todo en juliana. Un poco de sal gruesa y dejar que la cosa se caramelice. Algunos granos de pimienta negra y una hoja de laurel. En ese instante en el que ya dominan los dorados llega el turno de las patatas (chascadas, nada de cortarlas con aburrida simetría), que se remueven unos minutos en el pochado. Se añaden cinco o seis cucharadas soperas de tomate natural triturado (a mi me gusta hacerlo yo mismo con unos tomates pera). Se sigue mareando la cosa. Se añade un vasito de sidra artesana (me encanta cocinar el pescado del norte con una buena sidra). Añadimos un fumet de pescado (de ese que tenemos congelado para las grandes ocasiones) hasta cubrir las patatas (pero sólo cubrirlas, nada de sumergirlas en una poza), ponemos una pizca de pimentón dulce y una pizca de colorante alimentario. Corregimos de sal y dejamos que las patatas cuezan, a fuego medio, hasta que estén blanditas (pero no hechas puré), es decir, unos 25 minutos.

Aquí la melva ya se estaba haciendo a poquito a poco, entre patatas y verduras bañadas en sidra.

Cuando las patatas están en su punto añadimos la melva que teníamos reservada, movemos la cazuela para que todo se integre, volvemos a corregir la sal, apartamos del fuego, tapamos y dejamos reposar cinco minutos para que la melva se haga con el calor residual y quede jugosa. Destapamos, añadimos un poco de perejil picado y al plato (hondo, bien hondo). Cantamos un zortziko o una habanera, entre cucharada y cucharada. Bebemos sidra bien fresquita.

Ahora, en el momento decisivo, quien manda es la cuchara. Marmitako de melva on fire.

Ensalada de salmón al estilo de la bahía de Ariake (es por añadir un origen exótico, que siempre ayuda a incrementar el precio del menú).

  • Medio salmón fresco
  • Bolsa de edamame congelado
  • Bolsa de wakame congelado
  • 1 cebolla morada
  • 1 mango maduro
  • 1 aguacate en su punto
  • 6 gambones
  • 1 lima, 1 limón y 1 naranja
  • Pasta de wasabi
  • Mantequilla, AOVE y vino blanco

Sacamos los lomos del salmón, retiramos la piel y las espinas y los cortamos en daditos. Ponemos en una sarten un trozo de mantequilla, fuego fuerte y tostamos el salmón (que quede bien doradito pero sin perder jugosidad). Reservamos. Cuando se enfríe un poco lo salpimentamos y le añadimos un poco de wasabi que repartiremos bien.

Cambiamos de encimera pero seguimos componiendo bodegones con los ingredientes que tienen vocación de ensalada asiática.

En una sartén con un poco de AOVE tostamos las cabezas de los gambones. Las aplastamos, dejamos que se frían un poco y añadimos un chorreón generoso de vino blanco (efectivamente, fino o manzanilla, nada de brebajes raros). Dejamos que se evapore el alcohol. Colamos y reservamos. Cuando se enfríe añadimos el zumo de una lima, medio limón y media naranja, dos cucharadas soperas de AOVE, sal y pimienta. Batimos para dejarlo con la textura de una vinagreta. En la misma sartén salteamos los gambones pelados (marcados y jugosos), reservamos, añadimos una pizca de sal y un poco de wasabi.

Cocemos (no más de 4 minutos) las vainas de edamame, las pelamos, reservando los granos con algo de sal. Picamos en daditos la carne del mango y la del aguacate, y cortamos en juliana finísima la cebolla morada y media lima.

En el emplatado podemos elegir la composición freestyle, un poco livin´ la vida loca.

Emplatamos (podemos usar un aro de emplatar o sencillamente disponemos, con algo de gracia, los diferentes elementos): una cama de algas wakame, una capa de daditos de salmón, una capa de mango y aguacate, una capa de cebolla morada, un poco más de salmón, los gambones troceados, unos granos de edamame y algunas láminas de lima. Lo mojamos con la vinagreta, al gusto.

Ponemos cara de curtido cocinero asiático, sosteniendo un cuchillo de grandes dimensiones, unos palillos de madera de boj labrada (asomando por el bolsillo del mandil) y manteniendo la mirada algo perdida, como rememorando, con nostalgia nipona, aquel atardecer de julio en la bahía de Ariake cuando nos declaramos a Masako en presencia de su anciana y respetable madre. El caso es que no se note que todo lo hemos comprado en el Mercadona del barrio (en serio).

Ojo, que también es posible el emplatado samurai, bien ordenado y marcial, con cada cosa en su sitio.

PD: Por cierto, que en la bahía de Ariake (isla de Kyushu, Japón) se cosechan algunas de las mejores algas wakame. Otra cosa es que lleguen hasta nuestras mesas.

Así pintaba la caldereta cuando todavía quedaba por rematar el hervor y aún no habían llegado los langostinos y las almejas.

Tengo amigos que son vegetarianos porque sencillamente (e inexplicablemente) no les gusta la carne ni el pescado, ni tan siquiera un humilde trozo de queso blanco o un rústico huevo de gallina campera. También los tengo que se entregaron a las verduras por una cuestión de salud (real o imaginaria). E incluso, y estos son a los que mejor entiendo, los hay que no comen ninguna clase de animales porque no pueden soportar alimentarse merced al sufrimiento de otros seres vivos”.

Así comienza un artículo (¿Existen los alimentos inocentes?) que escribí hace algunos años y que puede consultarse en este blog. Un texto dedicado a esas contradicciones que habitan en la cocina y que tienen que ver con el aprovechamiento de un sinfín de animales y vegetales. No seré yo quien establezca los límites del bien y el mal, ni tampoco me convertiré en juez capaz de distinguir a culpables o inocentes. El debate es complejo, repleto de aristas y trampas, y sometido, como pocos, a las tentaciones de la carne (y el pescado). Me limitaré, como siempre, a considerar que en la cocina, como en otros muchos territorios, hay que aplicar la moderación, la proximidad y el respeto, hasta donde sea posible, evitando el derroche absurdo o la depredación suicida.

Dentro de este espinoso territorio, un documental (“Lo que el pulpo me enseñó”, 2020) ha disparado la sensibilidad hacia estos animales, provocando que muchas personas, que muchos amigos, hayan retirado de su dieta cualquier plato en el que esté presente este molusco. Les espanta, y lo entiendo, que la inteligencia y la sensibilidad de este animal se consuman en una olla, aunque seguramente estas dos virtudes no difieren mucho de las que podemos encontrar en una gallina o un cordero (no de los que viven prisioneros en alguna nave industrial, sino de los que, como el pulpo, habitan en la libertad de una granja o una dehesa bien conservada).

Quiero decir con este prólogo que entiendo, y respeto, a los que retiran de sus cocinas determinados alimentos (yo mismo me aplico ciertas autocensuras innegociables, aunque dolorosas, de las que quizá hable otro día), pero que, aún así, yo sigo cocinando animales y vegetales con la mayor sensatez de la que soy capaz. Sé que todavía estoy lejos de practicar una cocina absolutamente respetuosa con el medio natural, pero cada vez sumo más decisiones que reduzcan esa contradicción al mínimo indispensable para no perder la alegría (eliminarlas, tanto la contradicción como la alegría, sería inhumano).

Hoy la contradicción y la alegría pasan por una caldereta de pulpo blanco, langostinos y almejas, inspirada en un guiso de choco con papas que me comí hace unos días en un rincón del barrio de La Viña (Cádiz) con dos copas de amontillado en rama. Esta es mi versión de aquel guiso carnavalero que se me quedó, travieso, en el paladar.

– Dos kilos de pulpo blanco (también llamado pulpo cabezón).

– Una docena de langostinos o de gambones.

– Una redecilla de almejas japónicas

– 3 patatas agrias grandes

– 2 cebollas

– 1 pimiento verde y uno rojo

– 2 tomates maduros, pelados y rallados.

– 4 dientes de ajo

– 1 guindilla

– Comino en grano y molido

– Azafrán en hebra

– Pimentón dulce y picante

– Brandy de Jerez. Manzanilla o vino fino

– Perejil, laurel

Todo comienza en la pescadería, donde pediremos que nos limpien los pulpos y separen la cabeza de las patas. Ponemos una olla, con abundante agua, a hervir, sin sal. Mientras, cortamos las cabezas, en trozos de bocado, y si las patas son grandes las separamos en varios trozos (respetamos la longitud, pero las separamos en grupos de tres o cuatro patas). Ponemos el pulpo en el agua hirviendo unos 40 minutos (ajustamos viendo cuándo está blando).

Pelamos los langostinos o los gambones, y las cabezas las ponemos en una sartén con un poco de AOVE a fuego medio-alto. Salteamos las cabezas, las presionamos para que suelten su jugo, añadimos un buen chorreón de brandy de Jerez (o, en su defecto, manzanilla o fino), dejamos que se evapore el alcohol y añadimos un vaso de agua. Cortamos el fuego después de 10 minutos hirviendo suave. Colamos y reservamos ese caldo de marisco.

El perejil siempre refresca un guiso marinero.

Mientras hierve el pulpo, en una olla amplia y de poca altura ponemos un chorreón abundante de AOVE y, a fuego medio, doramos los ajos picados y la guindilla; añadimos la cebolla picada, los pimientos picados, una hoja de laurel y algo de sal. Pochamos hasta que todo esté caramelizado. Espolvoreamos con media cucharadita de pimentón dulce (y una pizca de picante), una cucharadita de comino en grano y otra de comino molido, y algunas hebras de azafrán (pasadas previamente por el calor de una sartén en seco, para que se expresen). Mareamos bien. Añadimos los tomates pelados y rallados, cocinamos otros diez minutos, añadimos una copa de manzanilla o fino, subimos algo el fuego y dejamos que se evapore el alcohol. Mantenemos el fuego medio y añadimos las patatas cortadas (chafadas), mareamos con el sofrito unos minutos para que cojan sabor. Cubrimos con una mezcla del caldo de marisco y del agua donde ha cocido el pulpo (no mucho líquido, el suficiente para que las patatas queden cubiertas). Corregimos de sal. Mantenemos un hervor suave.

El pulpo, ya cocido y colado, lo salteamos en una sartén con AOVE bien caliente, hasta que se tueste un poco. Lo añadimos al guiso. Cuando las patatas estén ya tiernas añadimos los langostinos pelados (troceados si son grandes) y las almejas (bien lavadas). Tapamos la olla y dejamos que el vapor abra las almejas (cinco minutos). Destapamos y dejamos cocer otros cinco minutos. Si el guiso ha perdido mucho líquido podemos añadir un poco más de esa mezcla de caldo de marisco y agua de pulpo. Revisamos la sal y ponemos algo de pimienta negra molida.

Le picamos perejil al guiso y lo servimos bien caliente.

A la izquierda una mojama de Barbate con su AOVE y sus almendras fritas, en el centro un Gallipato fresco y a la derecha la caldereta lista para recibir la visita del cucharón. Otro mediodía en nuestro paraíso gaditano.

Y en la copa que no haya otra cosa que un buen generoso a su temperatura (ni tibio ni helado): una manzanilla en rama de Sanlúcar de Barrameda, un fino rústico de la Sierra de Montilla, un amontillado de El Puerto de Santa María o un palo cortado de Jerez. También se aceptan rarezas como el Gallipato de Delgado Zuleta, un blanco de PX con crianza, estática, bajo velo de flor en botas centenarias de La Goya. Una ricura, os lo aseguro, que se entendió de maravilla con este guiso.

Y si podemos cucharear mirando a la costa gaditana, mejor que mejor. Así es como se diluyen las contradicciones y se multiplica la alegría. Parece sencillo, ¿verdad?

Salvo contadas excepciones las biografías me aburren. Es un género al que sólo acudo cuando el personaje en cuestión me divierte con sus peripecias vitales, incluso las más dramáticas (como me ocurrió con Groucho Marx en Groucho y yo, y también –menudo cambio de registro- con José Manuel Caballero Bonald en La novela de la memoria). Claro que también escapo del sopor cuando se trata de alguien admirable que, aún así, no ha padecido el síndrome de la prima donna, y del que, por tanto, cabe envidiar algunas virtudes y tratar, si fuera posible, de aprender lo suficiente como para alcanzar alguna de ellas.

Aunque ciertos pasajes me han divertido, la biografía de Manu Leguineche (Manu Leguineche. El jefe de la tribu, de Víctor López, con prólogo de Javier Reverte) pertenece claramente al grupo de las memorias ejemplares. Llegados a este punto, los que me conocéis ya sabéis que advertiré, por enésima vez –perdonadme-, que me hice periodista, abandonando el florido camino de la Biología, por culpa de este vasco recriado en La Alcarria. Justo cuando leí, con 17 años, El camino más corto, cambié de rumbo. Y aquella brusca decisión, insensata sin lugar a dudas, se convirtió en una de las decisiones más sensatas de toda mi vida. Quizá sólo erré, pasados los años, en una apreciación estimulante pero falsa, aunque entonces no lo sabía: creí que todos los periodistas serían como Manu Leguineche. Menudo desatino.

De los muchos testimonios que recoge Víctor López hay varios, agrupados en el capítulo “Asignatura pendiente”, que podría haber suscrito yo mismo, porque coinciden con una idea que me quema desde que empecé a seguir la estela profesional del maestro: Manu es uno de los grandes olvidados en las facultades de Periodismo de este país. “Pese a que algunos claustros persisten en su intento de salvaguardar la figura del periodista vasco, – asegura el biógrafo-, “la mayoría continúa mirando hacia otro lado. Leguineche sigue siendo una asignatura pendiente en el panorama universitario español”.  Los jóvenes que sueñan con ser periodistas leen con fascinación a Kapuscinski, Terzani o Fisk, sin saber de la existencia de Manu, el maestro más cercano. La erótica de lo foráneo sigue causando estragos bajo algunas boinas bien apretadas.

Manu Leguineche en su refugio de Brihuega (Guadalajara).

Aún más grave, si es que hay algo más grave que la desidia en el ámbito de la academia, es el olvido al que está condenado en las redacciones de los medios de comunicación. La tribu de la que presumía Manu está al borde de la extinción, si es que no la damos ya por extinguida y con pocas posibilidades de resurrección. Y no me refiero a los intrépidos reporteros que se jugaban el tipo en las guerras de medio mundo para dictar crónicas apresuradas entre disparos y lingotazos de whisky. No, de esos seguimos teniendo una nómina razonable, aunque algunos de ellos escriban hoy al dictado, lejos de los escenarios donde palpita la vida. No, no me refiero a esa tribu.

Me refiero a la de los periodistas que se deben a sus lectores, a su audiencia, y no renuncian a este compromiso, sacrosanto, en favor de su ego, de los intereses empresariales, de los enredos políticos o de una cuenta corriente saneada (la de la mayoría de los plumillas es ridícula, y eso, efectivamente, nos hace muy vulnerables).

Me refiero a la de los periodistas que escriben de lo que saben, y por eso escriben, y no de los que creen que el conocimiento se adquiere por ósmosis, colocándose delante de un ordenador o de una cámara. Los que tratan de explicarnos el mundo que nos rodea haciendo el esfuerzo, previo, de entenderlo ellos mismos. Los que admiten hasta dónde llega su conocimiento de un asunto, el que sea, y por eso tienen claro sobre qué no pueden, ni deben, informar (ni opinar siquiera). Los que no necesitan consultar de manera frenética las previsiones del día, porque tienen agenda propia y la actualidad la construyen ellos mismos.

Me  refiero a los que aún frecuentan los mentideros, y los consideran más biodiversos, y hasta más fiables, que esos gabinetes de comunicación tan profesionales, tan profesionales, que te ahorran todo el trabajo y, con el auxilio de algoritmos y algo de postureo, te ofrecen, sin necesidad de mancharte las botas de barro, el paquete completo de una realidad tan real, tan real, que ni siquiera invita a ser contrastada.

Me refiero a las buenas personas, que lo son sin dejar de ser buenos periodistas (y viceversa). Esa tribu, incómoda, que hace cómodo el ejercicio diario de una actividad áspera. Los que hacen equipo de frente, sin látigo ni púlpito, los que escuchan antes de hablar, los que aprenden de los becarios y desconfían de los diablos (por muy viejos que sean).

Me refiero a los periodistas humildes, a los sensatos, a los que no se creen depositarios de la llama sagrada. Me refiero a los periodistas que aceptan las contradicciones y las incertidumbres, a los que dudan.

“En medio del triunfo, Manu es un escéptico que duda de su propia valía; en plena guerra es un compasivo que baja la guardia para proteger a un compañero; en la mesa de los placeres es un cobarde ante un solomillo rojo y una copa de vino espeso; en el trato amistoso es un tímido que se protege de quien mejor le conoce, y en el campo del amor es un débil al que pone en fuga una mujer hermosa porque la teme tanto como la admira. Manu es un vividor, un sabio y un moralista, pues esa es su actitud respectivamente ante el yo, ante lo desconocido y ante los hombres” (Guadalajara tiene quien le escriba. Homenaje a Manu Leguineche).

A Manu lo echo de menos todos los días. Sé que no está en las universidades, pero me preocupa, sobre todo, que su ejemplo no esté presente en las redacciones.

A la tribu de Manu le quedan dos telediarios.

PD: Como es mi costumbre, he alternado la lectura de la biografía de Manu con otro libro. Sin pretenderlo, y esto es algo que me ocurre con frecuencia, se origina un rico contrapunto entre ambos títulos, algo así como un misterioso mecanismo de compensación. Si estoy leyendo una novela negra, la alterno con un ensayo sobre filosofía. Si me decido por un poemario, lo combino con una obra científica. Estas semanas Leguineche, y sus peripecias de periodista nómada y aguerrido, han convivido con la calma de Sylvain Tesson en su retiro, ascético, a orillas del lago Baikal (La vida simple). Mientras uno se internaba en los peligrosos escenarios de la guerra de los Balcanes o soportaba un duro interrogatorio en Israel, el otro dejaba pasar las horas, en calma, mirando cómo cambiaba la luz de invierno sobre los bosques de una Siberia helada y desierta.

Sylvain Tesson en su cabaña, a orillas del Baikal (Siberia).

Curiosamente, al final ambos libros han llegado al mismo punto germinal, al elogio del silencio. Quién diría que el locuaz Manu, el lector voraz, el inquieto periodista ávido de aventuras, el parrandero que reunía en su ático a la bohemia del periodismo madrileño, terminaría refugiándose en el paisaje, minimalista, de la Guadalajara más rural, en la paz de La Alcarria, entre paisanos con los que jugar al mus.

“Mi patria es esa en la que me esperan el pan y el vino. Ver pasar las nubes y escuchar a Los Panchos” (La felicidad de la tierra, Manu Leguineche).

No fue hombre de oropeles (*), aunque recibió todos los galardones a los que puede aspirar un informador, pero es que, si quedaba alguna pompa, en su último tránsito se deshizo de todos aquellos brillos y aquellos ruidos, de esa hoguera de las vanidades que a tantos achicharra. Si le invadió alguna nostalgia fue la del tiempo desaprovechado, ese que podría haber ocupado en ver pasar las nubes y escuchar a Los Panchos.

“Al pasar el tiempo te preguntas cómo pudiste dejar que pasaran en blanco los días […] Lo sabrás cuando ya hayan pasado. Te invade una sensación de pérdida” (Manu Leguineche).

(*) Su biografía en Wikipedia ocupa 5 (cinco) líneas. Invito a compararla con la de algunos colegas, intrascendentes, que han tenido la osadía de ofrecernos su perfil en la «enciclopedia de contenido libre» consumiendo párrafos y párrafos. Algo parecido a esos currículos adolescentes que uno infla sin pudor, convirtiendo la asistencia a una charla en «curso de postgrado», el chapurreo de inglés en «conocimiento avanzado» del idioma y una mención en el concurso de redacciones del colegio en «temprano galardón literario». Los impostores, como en tantas otras parcelas de la vida, también abundan en este gremio.

Musgo sobre la tinaja de Los Linares (Villaviciosa de Córdoba, 29 de enero de 2022). Foto: José María Montero

«Amigos nada más, el resto es selva» (David Trueba)

En esta gota de rocío, que bañaba el musgo de la vieja tinaja familiar, quedaron atrapados los primeros rayos de sol de una mañana de enero en la Sierra Morena cordobesa.

Casi doce meses después, despidiendo el año, la naturaleza me sigue causando el mismo asombro que cuando era niño, al igual que celebro, como si no fuera adulto, la amistad más sencilla, la vuestra, la que no necesita de motivos ni explicaciones.

Estamos demasiado lejos de casi todo. Pocas cosas quedan lo suficientemente cerca como para reconocerlas y tocarlas y entenderlas.

Vuelvo a desearos la felicidad que ya hemos compartido, la que nos espera escondida en el nuevo calendario. La que haremos nuestra en cualquier lugar, sin motivo ni explicación.